El amante de Lady Chatterley (40 page)

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Authors: D. H. Lawrence

Tags: #Erótico

—¡Sí! —dijo él—. ¿Puedo prepararle un té o algo, o prefiere un vaso de cerveza? Está bastante fría.

—¡Cerveza! —dijo Connie.

—¡Cerveza también, por favor! —dijo Hilda con una timidez burlona. Él la miró y parpadeó.

Cogió una jarra azul y salió hacia el fregadero. Cuando volvió con la cerveza su expresión había cambiado. Connie se sentó junto a la puerta y Hilda siguió en la silla, de espaldas a la pared, junto al rincón de la ventana.

—Esa es su silla —dijo Connie suavemente. Y Hilda se levantó como si quemara.

—¡Quédese ahí, no se moleste! Coja la silla que más le guste, aquí nadie es el oso grande del cuento —dijo en dialecto con una total ecuanimidad.

Le llevó un vaso a Hilda y le sirvió la primera, escanciando la cerveza de la jarra azul.

—Cigarrillos no tengo, pero quizás tenga usted los suyos. Yo no fumo. ¿Quiere comer algo?

Se volvió directamente hacia Connie:

—¿Quieres picar algo, lo traigo? Ya sé que te arreglas con un pellizco.

Hablaba en dialecto con una curiosa calma y seguridad, como si fuera el dueño de la fonda.

—¿Qué hay? —preguntó Connie ruborizándose.

—Jamón cocido, queso, nueces aliñadas si os gustan… Poca cosa.

—Sí —dijo Connie—. ¿Tú no quieres, Hilda?

Hilda le miró.

—¿Por qué habla el dialecto de Yorkshire? —dijo suavemente.

—¡Esto! No es el de Yorkshire, es el de Derby. La miró con aquella mueca leve y distante.

—¡Pues el de Derby! ¿Por qué habla el dialecto de Derby? Al principio hablaba inglés normal.

—¿Ah, sí? —contestó y siguió en dialecto—. ¿Y no puedo cambiar si me parece? No, no, déjeme hablar así si me resulta más cómodo. Si no tiene usted nada en contra.

—Suena un poco falso —dijo Hilda.

—¡Sí, quizás! Y en Tevershall sería usted quien sonaría un poco a falso.

Volvió a mirarla con una distancia extraña e intencionada, como diciendo: ¿Quién se ha creído que es? Fue hacia la despensa a por la comida.

Las hermanas estaban en silencio. Él volvió con otro plato, tenedor y cuchillo. Luego dijo:

—Si no le importa, voy a quitarme la chaqueta, como hago siempre.

Se quitó la chaqueta y la colgó del gancho, luego se sentó a la mesa en mangas de camisa: una camisa de franela fina color crema.

—¡Sírvanse! —dijo—. ¡Sírvanse! ¡No esperen! Cortó el pan y se quedó inmóvil. Hilda, como le sucedía siempre a Connie, sintió la fuerza de su silencio y su distancia. Vio su mano, pequeña y sensible, distendida sobre la mesa. No era un simple obrero, no lo era: ¡Estaba actuando! ¡Actuando!

—A pesar de todo —dijo, mientras cogía un poco de queso—, sería más natural si nos hablara en inglés normal y no en dialecto.

La miró y se dio cuenta de su tremenda obstinación.

—¿Lo sería? —dijo en inglés normal—. ¿Lo sería? ¿Sería natural cualquier cosa que nos digamos usted y yo, a no ser que diga usted que preferiría verme en el infierno antes que con su hermana, y a no ser que yo le conteste algo igual de desagradable? ¿Es que sería natural cualquier otra cosa?

—¡Oh, sí! —dijo Hilda—. Buenos modales simplemente, eso sería natural.

—¡Una segunda naturaleza, por decirlo así! —dijo él, y empezó a reírse—. No —dijo—. Estoy harto de buenos modales. Déjeme ser como soy.

Hilda estaba francamente perpleja y furiosamente molesta. Después de todo aquel hombre podía reconocer por lo menos que se le estaba haciendo un honor. Y en lugar de eso, con su actitud de comediante y sus maneras de gran señor, parecía estar convencido de que era él quien hacía el honor. ¡Qué falta de vergüenza! ¡Pobre Connie, descarriada, en las garras de aquel hombre!

Comieron los tres en silencio. Hilda observaba para ver cómo eran sus modales a la mesa. No pudo evitar darse cuenta de que era por instinto más delicado y mejor educado que ella misma. Ella era de una cierta pesadez escocesa. Y él tenía además toda la seguridad tranquila y reservada de los ingleses, todo bajo control. Sería muy difícil hacerle cambiar.

Pero tampoco conseguiría él cambiarla a ella.

—¿Y de verdad cree —dijo ella con un tono algo más humano— que vale la pena correr el riesgo?

—¿Que vale la pena correr qué riesgo?

—Esta aventura con mi hermana.

Su cara volvió a mostrar aquella mueca irritante.

—¡Pregúntele a ella! —dijo volviendo al dialecto. Luego miró a Connie.

—¿Es voluntario, no, cariño? Yo no te fuerzo a nada.

Connie miró a Hilda.

—Preferiría que te dejaras de tonterías, Hilda.

—No es mi intención decirlas. Pero alguien tiene que pensar en las cosas. Hay que tener alguna especie de continuidad en la vida. No puede andarse por ahí poniéndolo todo patas arriba.

Hubo una pausa momentánea.

—¡Ah, continuidad! —dijo él—. ¿Y eso qué es? ¿Qué continuidad tiene usted en su vida? Creí que andaba divorciándose. ¿Qué clase de continuidad es ésa? La continuidad de su obstinación. De eso sí me doy cuenta. ¿De qué va a servirle? Estará harta de su continuidad no tardando mucho. Una mujer entestada y su egoísmo: sí, ésas corren bien con la continuidad, desde luego. ¡Gracias a Dios, no soy yo quien tiene que ocuparse de usted!

—¿Qué derecho tiene a hablarme de esa manera? —dijo Hilda.

—¡Derecho! ¿Y qué derecho tiene usted a echarle a otra gente su continuidad a las espaldas? Deje que cada uno se ocupe de su propia continuidad.

—Señor mío, ¿cree que usted me preocupa lo más mínimo? —dijo Hilda con voz templada.

—Sí —dijo él—. Le preocupo. Porque no le queda más remedio. Es usted mi cuñada, más o menos.

—Estoy lejos de serlo, se lo aseguro.

—No tan lejos, se lo aseguro yo a usted. ¡Yo tengo mi propia clase de continuidad y es tan larga como su vida y tan buena, día por día. Y si su hermana viene a mí en busca de un poco de polla y de ternura, sabe muy bien lo que hace. Es ella la que ha estado en mi cama, no usted, gracias a Dios, con su continuidad. Se produjo un enorme silencio antes de seguir:

—Yo no llevo los pantalones con el culo por delante. Y si una fruta me cae en la mano, bendigo mi suerte. Una chica como ésta puede dar un montón de placer a un hombre, que es más de lo que puede decirse de las que son como usted. Lo que es una pena, porque usted podría haber sido quizás una manzana jugosa en lugar de una gamba estirada. A las mujeres como usted les hace falta un buen injerto.

La miraba con una sonrisa extraña y vibrante, ligeramente sensual y apreciativa.

—Y a los hombres como usted —dijo ella— habría que apartarlos de todo el mundo, en pago a su vulgaridad y a su sensualismo egoísta.

—¡Sí, señora! Por suerte quedan algunos hombres como yo. Pero usted se merece lo que tiene: una soledad total.

Hilda se había puesto en pie y se había acercado a la puerta. Él se levantó y cogió la chaqueta del gancho.

—Puedo encontrar el camino perfectamente sola —dijo.

—Dudo que pueda —contestó él con tranquilidad. Volvieron a bajar de nuevo por el sendero en silencio y en una fila ridícula. La lechuza seguía ululando. Tendría que matarla.

El coche estaba intacto, ligeramente cubierto de rocío. Hilda subió y puso el motor en marcha. Los otros dos esperaban.

—Lo único que quiero decir —añadió desde su trinchera— es que acabarán pensando que no ha valido la pena; los dos.

—Lo que es carne para unos es veneno para otros —dijo él desde la oscuridad—. Pero para mí es el pan y la sal.

Se encendieron los faros.

—No me hagas esperar por la mañana, Connie.

—No, estaré a tiempo. ¡Buenas noches!

El coche subió lentamente hacia la carretera, luego desapareció rápidamente, dejando la noche en silencio. Connie se agarró de su brazo tímidamente mientras bajaban por el sendero. Él no hablaba. Algo más tarde ella le hizo pararse.

—¡Bésame! —murmuró.

—¡No, espera un poco! Deja que vaya bajando la espuma —dijo él.

Ella rio ante la imagen. Siguió apoyándose en su brazo y bajaron rápidamente el caminillo en silencio. Se sentía feliz de estar con él ahora. Temblaba al pensar que Hilda podía haberle apartado de su lado. Él guardaba un silencio impenetrable.

Cuando estuvieron de nuevo en la casa, casi saltó de placer al verse libre de su hermana.

—¡Le has dicho cosas horribles a Hilda! —le dijo.

—Deberían haberle dado unas bofetadas a tiempo.

—¿Pero por qué? Es tan buena…

Él no contestó; iba haciendo sus tareas de cada tarde con movimientos tranquilos que tenían algo de incontenible. Estaba interiormente furioso, pero no con ella. Connie se daba cuenta de eso. Y su furia le daba una belleza especial, una interioridad y una irradiación que la llenaban de emociones y ablandaban sus miembros. Él seguía sin hacerle caso.

Hasta que se sentó y empezó a desatarse las botas. Luego la miró con las cejas arrugadas, con la ira viva aún.

—¿No quieres ir arriba? —dijo—. ¡Ahí hay una vela!

Sacudió la cabeza para señalar la vela encendida sobre la mesa. Ella la cogió obediente y él se quedó observando la curva plena de sus caderas mientras ella subía escaleras arriba.

Fue una noche de pasión sensual en la cual ella estaba algo asustada y casi reacia, y sin embargo traspasada de nuevo por la indescriptible emoción de la sensualidad, diferente, más aguda, más terrible que la emoción de la ternura, pero en aquel momento más deseable. Aunque algo asustada, le dejó hacer, y aquella sensualidad irreflexiva y desvergonzada la conmovió hasta lo más hondo, la desnudó de sus últimos reparos y la convirtió en una mujer diferente. No era realmente amor. No era voluptuosidad. Era una sensualidad incisiva y ardiente como el fuego que convertía el alma en un ascua.

Quemando las vergüenzas más profundas y más antiguas, en los lugares más secretos. Le costó un gran esfuerzo permitir que hiciera con ella lo que quisiera. Tenía que ser un objeto pasivo y conforme, como una esclava, una esclava física. Y sin embargo la pasión pasaba su lengua sobre ella, consumiéndola, y cuando su llama sensual se aferró a sus entrañas y a su pecho creyó morir realmente: pero con una muerte intensa y maravillosa.

A menudo se había preguntado qué es lo que había querido decir Abelardo al asegurar que, en sus años de amor, él y Eloísa habían pasado por todos los grados y refinamientos del amor. ¡Había sido lo mismo mil años antes, diez mil años antes! ¡Estaba en las ánforas griegas, por todas partes! ¡Los refinamientos de la pasión, las extravagancias de la sensualidad! Y era necesario, eternamente necesario, quemar las falsas vergüenzas y fundir el pesado mineral del cuerpo para llegar a la pureza. Con el fuego de la sensualidad pura.

Todo aquello lo aprendió en una breve noche de verano. Antes hubiera imaginado que una mujer moriría de vergüenza. En lugar de eso, murió la vergüenza misma. La vergüenza, que es temor: la profunda vergüenza orgánica, el viejo, tan viejo, temor físico que se agazapa en nuestras raíces corporales y sólo puede ser espantado por el fuego sensual, puesto al descubierto y destruido por la persecución fálica del hombre, para que ella pudiera llegar al corazón mismo de su propia jungla. Sentía que ahora había llegado a la verdadera piedra madre de su naturaleza y estaba esencialmente libre de vergüenza. Se había convertido en su yo sensual, desnudo y sin vergüenzas. Se sintió triunfante, llena casi de vanagloria. ¡Así! ¡Aquello era lo que era! ¡Aquélla era la vida! ¡Así es como uno era realmente! No quedaba nada que disimular ni de lo que avergonzarse. Compartía su desnudez definitiva con un hombre, otro ser.

¡Y qué demonio de temeridad era el hombre! ¡Realmente como un demonio! Había que ser fuerte para soportarlo. No era fácil llegar al núcleo mismo de la jungla física, al último y más profundo refugio de la vergüenza orgánica. Sólo el falo era capaz de explorarlo. ¡Y cómo había penetrado en ella!

Y de qué manera, atemorizada, lo había rechazado interiormente. ¡Pero cómo lo había deseado en realidad! Ahora lo sabía. En el fondo de su alma, fundamentalmente, había necesitado aquella montería fálica, lo había deseado en secreto y había creído que no llegaría a vivirlo nunca. Y ahora, de repente, allí estaba, y un hombre compartía su desnudez última y definitiva, había muerto la vergüenza.

¡Qué embusteros eran los poetas y todo el mundo! Le hacían creer a uno que lo que se necesitaba era el sentimiento. Cuando lo que uno necesitaba por encima de todo era aquella sensualidad penetrante, agotadora, un tanto horrible. ¡Encontrar un hombre que se atreviera a hacerlo, sin vergüenza ni pecado ni remordimientos! ¡Qué horrible si él se hubiera avergonzado al final y la hubiera hecho sentirse avergonzada! ¡Qué lástima que la mayor parte de los hombres sean tan perrunos, un tanto avergonzados, como Clifford! ¡Incluso como Michaelis! Sensualmente un tanto perrunos y al mismo tiempo humillantes. ¡El placer supremo de la mente! ¿Qué es eso para una mujer? En realidad, ¿qué es también para un hombre? No sirve para nada más que para confundir sus ideas y llevarle al nivel de los perros. Es necesaria la escueta sensualidad para purificar y refrescar la mente. Sensualidad llana y lisa y no vaguedades.

¡Oh, Dios, qué cosa tan rara es un hombre! Son todos perros que trotan, olisquean y copulan. ¡Haber encontrado un hombre que no tenía miedo ni sentía vergüenza! Le miró ahora, durmiendo, tan como un animal salvaje en su sueño, ausente, lejos en aquella lejanía. Se acurrucó a su lado para no estar lejos de él.

Hasta que él se incorporó y la despertó por completo. Estaba sentado en la cama, mirándola. Ella vio su propia desnudez en sus ojos, su conocimiento inmediato de ella. Y el conocimiento fluido y viril de sí misma parecía transmitirse a ella desde sus ojos y envolverla voluptuosamente. ¡Oh, qué voluptuoso, qué adorable era tener los miembros y el cuerpo en duermevela, pesados e inyectados de pasión!

—¿Es hora de despertar? —dijo ella.

—Las seis y media.

Tenía que estar junto a la carretera a las ocho. ¡Siempre, siempre, siempre estar obligada por algo!

—Puedo hacer el desayuno y subirlo aquí, ¿quieres? —dijo él.

—¡Oh, sí!

Flossie se quejaba suavemente abajo. Él se levantó, tiró el pijama y se frotó con una toalla. ¡Qué hermoso es el ser humano cuando está lleno de vigor y de vida! Lo pensaba mientras le observaba en silencio.

—Abre la cortina, por favor.

El sol brillaba ya sobre las tiernas hojas verdes de la mañana, y el bosque, cercano, era de un azul fresco. Ella se sentó en la cama, mirando soñadoramente a través de la ventana, comprimiendo sus pechos con los brazos desnudos. Él se estaba vistiendo. Ella soñaba despierta con la vida, una vida junto a él: nada más que una vida.

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