El amante de Lady Chatterley (43 page)

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Authors: D. H. Lawrence

Tags: #Erótico

Aquellas noticias sacaron a Connie de su estado de bienestar semiatontado para llevarla a una inquietud rayana en la exasperación. ¡Aquella bestia de mujer tenía que venir a molestarla ahora! ¡Ahora se veía obligada a inquietarse y preocuparse! No había recibido ninguna carta de Mellors. Habían decidido no escribirse, pero ahora quería recibir noticias de él personalmente. Después de todo era el padre del niño que estaba en camino. ¡Bien podía mandar una carta!

¡Pero qué espanto! Ahora todo estaba patas arriba. ¡Qué desagradables eran las clases bajas! ¡Qué delicia era vivir allí al sol y en la indolencia, en comparación con aquel jaleo desmesurado de los Midlands ingleses! Después de todo, un cielo sin nubes era casi lo más importante en la vida.

No comunicó la confirmación de su embarazo a nadie, ni siquiera a Hilda. Le escribió a la señora Bolton en busca de una información más exacta.

Duncan Forbes, un pintor amigo de la familia, había llegado a Villa Esmeralda procedente de Roma. Ahora era una tercera persona en la góndola, se bañaba con ellas al otro lado de la laguna y les servía de escolta. Era un joven callado, casi taciturno, muy avanzado en su arte.

Connie recibió una carta de la señora Bolton:

Estoy segura, excelencia, de que le encantará volver a ver a Sir Clifford. Tiene un aspecto resplandeciente, trabaja mucho y está muy ilusionado con lo que hace. Desde luego tiene unas ganas enormes de volverla a ver entre nosotros. La casa es aburrida sin su excelencia y nos alegraremos de volverla a tener aquí.

Sobre Mellors, no sé cuánto le habrá contado Sir Clifford. Parece que su mujer se presentó de repente una tarde y se la encontró sentada ante la puerta al volver del bosque. Ella dijo que había vuelto con él y que quería que volvieran a vivir juntos, y que ella era su esposa legal y que no había por qué llegar al divorcio. Pero él no quería saber nada de ella y no quiso dejarla entrar; ni siquiera entró él; se volvió al bosque sin abrir siquiera la puerta. Pero cuando volvió después de oscurecido, descubrió que habían forzado la casa; de modo que subió a ver qué había hecho ella, y se la encontró en la cama sin nada encima. Él le ofreció dinero, pero ella contestó que era su mujer y tenía que aceptar que volviera. Debieron tener una buena escena. Su madre me lo contó, está indignada. Bien, él le dijo que prefería morirse antes que volver a vivir con ella, así que cogió sus cosas y se fue a vivir con su madre en Tevershall. Pasó allí la noche y fue al día siguiente al bosque pasando por el parque, sin acercarse para nada a la casa. Parece que aquel día no vio a su mujer. Pero al día siguiente ella estuvo en casa de su hermano Dan en Beggarlee, jurando y perjurando, diciendo que ella era su mujer legal y que él había tenido mujeres en casa, porque se había encontrado un frasco de perfume en un cajón y filtros de cigarrillo dorados entre las cenizas y no sé qué otras cosas. Parece que además el cartero, Fred Kirk, dice que oyó a alguien hablando en el dormitorio del señor Mellors una mañana temprano y que un coche había estado en el camino.

Mellors se quedó a vivir con su madre e iba al bosque por el parque y parece que ella siguió en su casa. La gente no hacía más que comentar. Así que al final Mellors y Tom Phillips fueron un día a la casa del guarda y se llevaron la mayor parte de los muebles y la ropa de cama y quitaron el mango de la bomba del agua y ella se tuvo que ir. Pero en lugar de volverse a Stacks Gate, fue a alojarse en casa de la señora Swain, en Beggarlee, porque la mujer de su hermano Dan no quiso admitirla en casa. Y empezó a ir de vez en cuando por casa de la vieja señora Mellors, tratando de cazarlo, y empezó a jurar que él se había acostado con ella en la casa del guarda y se buscó un abogado para conseguir que le pagara una pensión. Ha engordado, es más vulgar que nunca y está fuerte como un toro. Anda por ahí diciendo las cosas más horribles sobre él: que tiene mujeres en casa y cómo se portaba con ella cuando estaban casados, las cosas bajas y sucias que le hacía y no sé cuántas cosas más. Estoy convencida de que es horroroso todo el mal que puede hacer una mujer cuando se pone a hablar. Por vulgar que sea ella, siempre habrá alguien que la crea, y la porquería no se olvida luego. Es asombroso cómo explica que el señor Mellors es uno de esos hombres sucios y bestiales con las mujeres. Y la gente está siempre dispuesta a creer todo lo que va en contra de alguien, especialmente las cosas de este tipo. Asegura que no le dejará en paz mientras viva. Aunque lo que yo digo es por qué tiene tantas ganas de volver con él si se comportaba de una manera tan bestial. Aunque desde luego lo que pasa es que a ella le está llegando la edad del cambio, porque tiene más años que él. Y estas mujeres vulgares y violentas siempre pierden un poco el sentido cuando les viene el momento del cambio…

Fue un golpe bajo para Connie. Se iba a ver salpicada sin ninguna duda por parte de la bajeza y la suciedad. Le irritaba que no se hubiera desembarazado a tiempo de Bertha Coutts, incluso que hubiera llegado a casarse con ella. Quizás tuviera una cierta inclinación a la bajeza. Connie recordaba la última noche que había pasado con él y se estremecía. ¡Había pasado por toda aquella sensualidad incluso con una mujer como Bertha Coutts! Realmente era un tanto repugnante. Sería mejor librarse de él, desembarazarse de él por completo. Quizás era realmente vulgar, realmente bajo.

Le parecía que todo aquel asunto era revulsivo, y casi envidiaba a las chicas de los Guthrie, con su pánfila inexperiencia y su tosca doncellez. Y ahora la atemorizaba el pensamiento de que alguien descubriera sus relaciones con el guarda. ¡Sería indeciblemente humillante! Estaba cansada, asustada, y sentía un hambre enorme de respetabilidad, incluso de una respetabilidad vulgar y muerta como la de las chicas de los Guthrie. ¡Qué terrible humillación si Clifford llegaba a descubrir su aventura amorosa! Estaba asustada, aterrorizada ante la sociedad y sus sucias agresiones. Casi deseaba poderse librar del niño y olvidarlo todo. En resumen, estaba completamente acobardada.

En cuanto al frasco de perfume, había sido una tontería por su parte. No había podido renunciar a perfumar los pocos pañuelos y camisas que él tenía en el cajón, por instinto infantil, y había dejado un frasquito medio vacío de perfume de violetas «Cotys Wood» entre sus cosas. Él quería recordarla por el perfume. En cuanto a los filtros de cigarrillo, eran de Hilda.

No pudo evitar confiarse un poco a Duncan Forbes. No le contó que hubiera sido la amante del guarda, sólo le dijo que le gustaba, y le contó a Forbes la historia del hombre.

—Oh —dijo Forbes—, ya verás que no descansan hasta que hayan destrozado a ese hombre y acaben con él. Si es un hombre que se ha negado a entrar en la clase acomodada teniendo una oportunidad y si es un hombre de los que se levantan en defensa de su propio sexo, acabarán con él. Es la única cosa que no se permite, ser directo y abierto con respecto al sexo. Cada uno puede ser todo lo sucio que le venga en gana. De hecho, cuanta más suciedad se apile sobre el propio sexo, más les gusta. Pero si cree uno en su sexo y no está dispuesto a que caiga la mierda sobre él, acabarán con uno. Es el único tabú que queda: el sexo como algo natural y vital. Lo rechazan y te matarán antes de dejarte disfrutarlo. Ya lo verás, echarán a ese hombre a los perros. Y después de todo, ¿qué ha hecho? Si ha hecho el amor a su mujer por todos los lados, ¿es que no tenía derecho? Debería estar orgullosa de ello. Pero ya ves, incluso una puta vulgar como ésa se vuelve contra él y utiliza el instinto de hiena de la multitud contra el sexo para acabar con él. Hay que gimotear y arrepentirse o sentir que el sexo es un pecado antes de que nos permitan disfrutarlo. Oh, pobre diablo, echarán los perros contra él.

Connie sintió entonces una revulsión en sentido opuesto. Después de todo, ¿qué había hecho él? ¿Qué había hecho con ella, Connie, excepto proporcionarle un placer exquisito y un sentido de la libertad y de la vida? Había abierto el camino a su flujo sexual afectuoso y natural. Y por aquello querían destrozarle.

No, no; no podía permitirse. Vio su imagen, desnudo y blanco, con la cara y las manos morenas, mirando hacia abajo y hablando con su pene erecto como si se tratara de otro ser, con aquella extraña mueca parpadeante en su cara. Y volvió a oír su voz: «¡Tienes el culo de mujer más hermoso que existe!» Y sintió su mano suave y cálida apretando su culo de nuevo, sus sitios secretos, como una bendición. Y aquel calor recomió su vientre, y las llamas diminutas temblaban en sus rodillas, y dijo: «¡Oh, no! ¡No! ¡No debo dar marcha atrás! No debo abandonarle. Tengo que aferrarme a él y a lo que me ha dado, pase lo que pase. Yo no tenía calor ni fuego en la vida hasta que él me los dio. Y no puedo dejarlo ahora.»

Hizo algo irreflexivo. Envió una carta a la señora Bolton adjuntando una nota para el guarda y rogando a la señora Bolton que se la entregara. Le escribía:

Siento mucho haberme enterado de todos los problemas que te está causando tu mujer, pero no te preocupes, sólo es una especie de histeria. Todo desaparecerá con la misma rapidez con que empezó. Pero lo siento enormemente y espero que no te preocupes mucho. Después de todo no vale la pena. No es más que una mujer histérica que trata de hacerte daño. Estaré de vuelta en casa dentro de unos diez días, y espero que todo irá bien.

Algunos días más tarde llegó una carta de Clifford. Estaba evidentemente irritado.

Estoy encantado de enterarme de que te dispones a dejar Venecia el día dieciséis. Pero si lo estás pasando bien, no tengas prisa por volver a casa. Te echamos de menos, Wragby te echa de menos. Pero también es importante que te satures de sol, de sol y de ropa ligera, como dicen los anuncios del Lido. Así que, por favor, quédate algo más de tiempo si te está sentando bien y te sirve de preparación para los horrores de nuestro invierno. Hoy mismo está lloviendo.

La señora Bolton me cuida de manera asidua y admirable. Es un raro ejemplar. Cuanto más vivo, más claramente veo qué extrañas criaturas son los seres humanos. Algunos de ellos podrían tener cien piernas, como un ciempiés, o seis, como una langosta. La solidez y la dignidad humanas que uno esperaría de nuestros semejantes parecen haber desaparecido actualmente. Llega uno incluso a dudar de que sigan existiendo de manera notoria en uno mismo.

El escándalo del guarda continúa y se va haciendo cada vez más grande, como una bola de nieve. La señora Bolton me mantiene informado. Es como un pez que, aunque no pueda hablar, continuara emitiendo un silencioso comadreo por las agallas mientras le quede vida. Todo pasa por el tamiz de sus agallas y nada la sorprende. Es como si los acontecimientos que se producen en las vidas ajenas proporcionaran el oxígeno necesario para la suya propia.

Está preocupada por el escándalo de Mellors, y si la dejo empezar, me arrastra hasta las profundidades. Su gran indignación, que a pesar de todo es como la indignación de una actriz representando un papel, es contra la mujer de Mellors, a la que insiste en llamar Bertha Coutts. He llegado hasta las profundidades de las vidas cenagosas de las Berthas Coutts de este mundo, y cuando, libre al fin de las corrientes del cotilleo, logro ir subiendo lentamente a la superficie, miro la luz del sol y me asombra que exista siquiera.

Me parece una verdad absoluta que nuestro mundo, que a nosotros nos parece la superficie de todo lo existente, es en realidad el fondo de un profundo océano: todos nuestros árboles son muestras de vegetación submarina, e incluso nosotros somos una extraña fauna marina de piel escamosa que se alimenta de basura como las gambas. Sólo de forma ocasional se eleva nuestra alma de las profundidades impenetrables donde vivimos hasta llegar a la superficie etérea donde se encuentra el aire verdadero. Estoy convencido de que el aire que respiramos normalmente es una especie de agua y de que hombres y mujeres son razas de peces.

Pero a veces el alma se remonta, asciende hacia la luz como una gaviota, en éxtasis, tras haber cobrado su presa en las profundidades submarinas. Supongo que es nuestro destino mortal alimentarnos de la repugnante vida subacuática de nuestros semejantes, en la jungla submarina de la humanidad. Pero nuestro destino inmortal nos lleva a escapar tras haber deglutido nuestra presa viscosa, para subir de nuevo hacia el éter resplandeciente, emergiendo de la superficie del viejo océano hacia la luz real. Es entonces cuando uno es consciente de su naturaleza eterna.

Cuando oigo hablar a la señora Bolton siento como si estuviera buceando más y más abajo hasta llegar a las profundidades donde el pez de los secretos humanos nada y se agita. El apetito carnal le hace a uno lanzarse sobre un bocado de cebo: y luego arriba, arriba de nuevo, de lo denso a lo etéreo, de lo húmedo a lo seco. A ti puedo contarte todo el proceso. Pero ante la señora Bolton sólo siento el descenso, la bajada horrible entre hierbas marinas y los monstruos macilentos de lo más profundo.

Me temo que vamos a quedarnos sin nuestro guardabosque. El escándalo de la esposa fugitiva, en lugar de irse calmando, se amplía, adquiriendo dimensiones cada vez mayores. Se le acusa de todo lo indecible, y curiosamente, esa mujer se las ha arreglado para conseguir el apoyo de la mayoría de las mujeres de los mineros, esa horrible especie de tiburones, y el pueblo está podrido de chismorreos.

He oído que esa tal Bertha asedia a Mellors en casa de su madre, después de haber saqueado la casa del guarda y la choza. Un día se apoderó de su propia hija cuando esa esquirla del bloque femenino volvía de la escuela; pero la pequeña, en lugar de besar la mano amorosa de la madre, le pegó un bocado, y recibió, en consecuencia, una bofetada de la otra mano que la tiró patas arriba a la cuneta, de donde fue recogida por una abuela indignada y enfurecida.

La mujer ha soltado una cantidad enorme de gases asfixiantes. Ha llegado a airear en detalle todos esos incidentes de su vida conyugal que suelen enterrar los matrimonios en el pozo más profundo del silencio marital. Y habiendo decidido sacarlos a la luz después de diez años de enterramiento, dispone de una siniestra colección. Me he enterado de estos detalles por Linley y el médico: a este último parecen divertirle. Desde luego no se trata de nada del otro mundo. La humanidad ha sentido siempre una rara avidez por las posturas sexuales desacostumbradas, y si un hombre decide utilizar a su mujer, como dice Benvenuto Cellini, «a la italiana», no es más que cuestión de gusto. Aunque nunca hubiera imaginado que nuestro guardabosque supiera tantos trucos. Sin duda fue Bertha Coutts misma quien se los enseñó. En todo caso, se trata de sus trapos sucios personales y no es asunto de nadie más.

De cualquier manera, todo el mundo anda con los oídos abiertos: yo mismo soy un ejemplo. Hace una docena de años, la decencia normal habría acallado el asunto. Pero la decencia normal ha dejado de existir, y las mujeres de los mineros se han alzado en armas y no hay quien las haga callar. Llegaría uno a pensar que todos los niños de Tevershall nacidos en los últimos cincuenta años han sido engendrados por la Inmaculada Concepción, y que todas nuestras mujeres, tan indignadas, resplandecen como Juanas de Arco. El hecho de que nuestro estimable guardabosque tenga un ribete de Rabelais parece hacerle más monstruoso y más desalmado que un criminal como Crippen. Y sin embargo la gente de Tevershall no brilla por la virtud, a juzgar por todo lo que se cuenta de ellos.

Lo malo, de todas formas, es que la execrable Bertha Coutts no se ha conformado con sus propias experiencias y sufrimientos. Ha pregonado a pleno pulmón que su marido ha «mantenido» mujeres en la casa del guarda, y ha disparado un poco a ciegas al adivinar los nombres de esas mujeres. Esto ha hecho arrastrar algunos nombres respetables por el barro y el asunto parece haber ido demasiado lejos. Se ha levantado un requerimiento judicial contra la mujer.

Dado que era imposible mantener a la mujer alejada del bosque, he tenido que entrevistarme con Mellors para hablar del asunto. Él sigue por ahí como de costumbre, con su aspecto de «yo no me meto con nadie, que nadie se meta conmigo». De todas formas, sospecho que se siente como un perro con una lata atada al rabo. Aunque disimula muy bien y finge que no existe la lata. Pero he oído decir que las mujeres del pueblo esconden a sus niños si le ven pasar, como si se tratara del marqués de Sade en persona. Él hace frente a todo con un cierto descaro, pero me temo que lleva la lata bien atada al rabo y que interiormente repite, como don Rodrigo en el romance español: «Ya me pica, ya me pica, por do más pecado había.»

Le pregunté si creía que podía seguir atendiendo su trabajo en el bosque y me dijo que no le parecía que lo hubiera descuidado. Le dije que me parecía un incordio que la mujer anduviera dentro de la propiedad, y él contestó que no tenía poder para detenerla. Yo hice entonces una alusión al escándalo y a su desagradable desarrollo. «Sí —dijo él—. La gente debería preocuparse de cómo joden ellos, y se les quitaría la gana de escuchar un montón de sandeces sobre cómo lo hacen los demás.»

Lo dijo con bastante amargura, y sin duda ahí está el germen de la verdad. Su manera de decirlo, en todo caso, no es delicada ni respetuosa. Yo se lo hice notar y volví a escuchar el ruido de la lata al arrastrarse: «No es un hombre en su estado, Sir Clifford, el más indicado para echarme en cara tener un nabo entre las piernas.»

Estas cosas dichas por las buenas a unos y a otros no le sirven de ayuda, desde luego, y el rector, Finley, Burroughs y todo el mundo piensan que sería mejor que ese hombre se fuera.

Le pregunté si era verdad que tenía mujeres en la casa, y todo lo que dijo fue: «¿Por qué, qué tiene que ver eso con usted, Sir Clifford?» Le dije que quería que se respetara la decencia en mis propiedades, y él contestó: «Entonces tendrá que taparle la boca a todas las mujeres.» Cuando insistí acerca de su forma de vida en la casa del guarda, dijo: «Hasta podrían inventar un escándalo sobre mí y mi perra Flossie. Eso no se les ha ocurrido a ustedes todavía.» La verdad es que como ejemplo de impertinencia es difícil de superar.

Le pregunté si no le sería difícil encontrar otro trabajo, y él dijo: «Si quiere usted decir que le gustaría largarme de este trabajo, nada más fácil.» Así que no ha planteado ningún problema por tenerse que ir a finales de la semana que viene, y parece que está dispuesto a enseñar a un chico joven, Joe Chambers, todos los secretos del oficio que le sea posible. Le dije que le daría el sueldo extra de un mes cuando se fuera. Él dijo que sería mejor que me guardara mi dinero, puesto que no tenía motivo para tener mala conciencia. Yo le pregunté qué quería decir, y contestó: «No me debe usted nada extra, Sir Clifford, así que no tiene por qué pagarme nada extra. Si le parece que algo no está claro, dígamelo.»

Bien, eso es todo de momento. La mujer se ha ido, no sabemos a dónde: pero la detendrán si vuelve a aparecer por Tevershall. Y me han dicho que le tiene un pánico mortal a la cárcel, porque la tiene bien merecida. Mellors se irá del sábado en una semana, y todo volverá a la normalidad.

Mientras tanto, querida Connie, si quieres quedarte en Italia o en Suiza hasta principios de agosto, me alegraría saber que así estarías al margen de todo este jaleo y esta basura, que se habrá olvidado por completo hacia finales del mes.

Ya ves que somos monstruos de aguas profundas, y cuando la langosta remueve el fango, se lo echa encima a todo el mundo. No nos queda más remedio que tomarlo con filosofía.

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