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Authors: Nalini Singh

Tags: #Fantástico, infantil y juvenil, romántico

El Ángel caído: El Gremio de los Cazadores 1 (30 page)

—Jeffrey Deveraux parece ser el único ser humano al que eres incapaz de manejar.

—Como ya te he dicho, no es asunto tuyo. —Apretó la mandíbula con tanta fuerza que lo más probable era que le doliera.

—¿Estás segura?

La pregunta de Rafael resonaba una y otra vez en su cabeza mientras Elena subía los escalones del edificio tan moderno en el que su padre había instalado su despacho privado. Tenía otra oficina en la parte superior de una torre de acero y cristal, pero era allí donde llevaba a cabo los trapicheos y los tratos importantes. También era un lugar al que solo se accedía con invitación.

Elena jamás había atravesado aquel umbral.

En aquel momento se detuvo frente a la puerta cerrada y posó la mirada sobre la discreta placa de metal que había a su izquierda.

DEVERAUX ENTERPRISES, EST. EN 1701

La familia Deveraux podía rastrear sus raíces tantos años atrás que a veces a Elena le daba por pensar que sus ancestros debieron de empezar a llevar registros cuando reptaron fuera del caldo de la vida. Apretó los labios. Era una lástima que la otra rama de su familia no estuviese tan bien asentada. Como huérfana inmigrante criada en varios hogares de acogida a las afueras de París, Marguerite no había tenido historia familiar de la que hablar, nada salvo el vago recuerdo de su madre, de orígenes marroquíes.

Sin embargo, había sido hermosa, con la piel dorada y el pelo casi blanco. Y sus manos... manos talentosas, manos que obraban magia.

Elena jamás había logrado entender por qué se habían casado sus padres. El único de sus progenitores que podría habérselo contado estaba muerto, y el que aún vivía parecía haber olvidado que en su día había estado casado con una mujer llamada Marguerite, una mujer que hablaba con acento y reía lo bastante alto para disipar cualquier tipo de silencio.

Se preguntó si su padre pensaba alguna vez en Ariel y en Mirabelle o si también las había borrado de su mundo.

Los ojos de Ari clavados en los suyos mientras gritaba. La sangre de Belle sobre las baldosas del suelo de la cocina. Su pie descalzo resbalando sobre el líquido, la dureza contundente del suelo cuando cayó. Una humedad tibia contra la palma de su mano.

Una mano aferrando un corazón todavía palpitante.

Sacudió la cabeza en una violenta negativa mientras intentaba deshacerse de aquel batiburrillo de imágenes nauseabundas. Lo que había hecho Rafael... había sido otro recordatorio de que no era humano, de que no se parecía en nada a un humano. Sin embargo, el Arcángel de Nueva York no era el monstruo al que ella había tenido que enfrentarse.

Alzó la mano, apretó el timbre y levantó la vista hacia la discreta cámara de seguridad que la gran mayoría de los ejecutivos no tenía. La puerta se abrió un instante después. No era Jeffrey quien se encontraba al otro lado. Elena no había esperado que lo fuera. Su padre era un hombre demasiado importante para abrir la puerta a la mayor de sus hijas vivas. Aunque hiciera diez largos años que no la veía.

—¿Señora Deveraux? —Una sonrisa superficial de una morena bajita—. Entre, por favor.

Elena se adentró en la estancia mientras se fijaba en el contraste entre la extrema palidez de la piel de la mujer y el sereno tono azul marino de su traje a medida. Era la personificación de la ayudante ejecutiva, y los únicos toques vistosos que llevaba eran el resplandeciente anillo de diamantes que lucía en el dedo corazón de la mano derecha y el cuello estilo mao de su chaqueta. Elena tomó una honda bocanada de aire y esbozó una sonrisa.

La espalda de la mujer se puso rígida.

—Soy Geraldine, la asistente personal del señor Deveraux.

—Yo soy Elena. —Estrechó la mano de la mujer y notó la frialdad de su palma—. Le sugiero que consiga que le receten hierro.

La expresión tranquila de Geraldine vaciló unos instantes.

—Me tomaré eso como un consejo.

—Hágalo. —Elena se preguntó si su padre conocía las actividades extracurriculares de su ayudante—. ¿Dónde está mi padre?

—Sígame, por favor. —Titubeó un momento—. Él no lo sabe. —No era una súplica, sino más bien una furiosa declaración pronunciada con el típico tono remilgado de las escuelas privadas.

—Oiga, lo que haga con su tiempo libre no le interesa a nadie salvo a usted. —Elena se encogió de hombros, con la mente llena de imágenes de Dmitri inclinándose sobre el cuello de la rubia, del hambre que apareció en los ojos del vampiro cuando le rebanó la garganta—. Solo espero que merezca la pena.

La otra mujer le dedicó una pequeña sonrisa íntima antes de guiar a Elena a través del vestíbulo.

—Créame, merece la pena. Es mucho mejor de lo que se imagina.

Elena lo dudaba, ya que recordaba a la perfección la sensación de la mano de Rafael sobre su pecho... poderosa, posesiva, más que peligrosa. Era una pena que no pudiera olvidar que aquella mano también había atravesado las costillas de un hombre para arrancarle el corazón.

Geraldine se detuvo frente a una puerta de madera cerrada. Hizo un breve gesto afirmativo con la cabeza y luego se echó atrás.

—Pase, por favor. Su padre la está esperando.

—Gracias.

Elena colocó la mano sobre el picaporte.

28

J
effrey Deveraux se encontraba junto a la chimenea, con las manos metidas en los bolsillos de un traje a rayas confeccionado a medida para ajustarse a su elevada estatura. Elena había heredado la estatura de su padre. Descalzo, Jeffrey medía algo más de un metro noventa... aunque, por supuesto, su padre nunca iba descalzo.

Los ojos gris claro se enfrentaron a los suyos con la gélida expectación de un halcón o un lobo. Su rostro era un compendio de líneas y ángulos abruptos; su cabello estaba peinado hacia atrás, lo que mostraba el marcado pico de viuda de su frente. La mayoría de los hombres tenían canas a su edad. Jeffrey había pasado del tono dorado aristocrático al más puro de los blancos. Le quedaba bien, ya que suavizaba un poco sus rasgos.

—Elieanora. —Terminó de limpiar sus gafas y volvió a ponérselas. La finísima montura rectangular bien podría haber sido un muro de veinticinco centímetros de espesor.

—Jeffrey.

La boca de él se tensó.

—No seas infantil. Soy tu padre.

Ella se encogió de hombros y adoptó, sin darse cuenta, una postura agresiva.

—Querías verme. Pues aquí estoy. —Las palabras sonaron furiosas. Diez años de independencia y nada más ver a su padre había vuelto a convertirse en la adolescente que se había pasado la vida mendigando su amor y había recibido una patada en las entrañas como recompensa a sus esfuerzos.

—Me decepcionas —dijo, impasible—. Esperaba que hubieras adquirido parte de los talentos sociales que muestran las compañías que frecuentas.

Ella frunció el ceño.

—Mis compañías son las de siempre. Has visto a Sara, la directora del Gremio, en varias ocasiones, y Ransom...

—Lo que hagan tus amigos cazadores —dijo con una mueca de desagrado—, no me interesa ni lo más mínimo.

—Yo no diría eso. —¿Por qué coño había ido a aquel lugar? ¿Solo porque él se lo había ordenado? Su única excusa era que la había desconcertado—. ¿Por qué los has sacado a relucir entonces?

—Yo me refería a los ángeles.

Elena parpadeó, aunque se preguntó por qué se sorprendía. Jeffrey poseía una parte de todos los negocios importantes de la ciudad, y no todos eran estrictamente legales. No obstante, por supuesto, la habría desollado vida si ella se hubiera atrevido a insinuar que no era el más íntegro de los hombres.

—Te sorprendería saber lo que ellos consideran aceptable. —La justicia despiadada de Rafael, la hambrienta sexualidad de Michaela, las matanzas de Uram... nada de aquello encajaría con la idea que tenía su padre sobre los ángeles.

Él descartó sus palabras con un gesto de la mano, como si carecieran de importancia.

—Necesito hablar contigo sobre tu herencia.

Elena apretó los puños.

—Te refieres al depósito que «mi madre» dejó para mí, ¿no? —Podría haber muerto de hambre en las calles y a Jeffrey le habría dado lo mismo.

La piel se tensó sobre los pómulos de su padre.

—Supongo que la genética sí que importa.

Estuvo a punto de llamarle cabrón, pero por irónico que pareciera, fue la voz de su madre lo que la contuvo. Marguerite la había educado para respetar a su padre. Elena no podía hacer aquello, pero sí podía respetar el recuerdo de su madre.

—Menos mal —dijo, y dejó que él se tomara el insulto como le viniera en gana.

Jeffrey se volvió y se acercó al escritorio situado bajo las ventanas que había al otro lado de la estancia, aunque sus pasos quedaron amortiguados por la alfombra persa de color burdeos.

—El depósito pasó a tu disposición cuando cumpliste los veinticinco años.

—Entonces vas con un poco de retraso, ¿no crees?

Jeffrey cogió un sobre.

—Los abogados te enviaron una carta.

Elena recordó que había arrojado el sobre sin abrir a la papelera. Había supuesto que se trataba de un nuevo intento por obligarla a vender las acciones de la empresa familiar que había heredado... a través de su abuelo paterno, un hombre que parecía quererla de verdad.

—Hicieron un buen trabajo de seguimiento, según parece.

—No intentes culpar a otros de tu propia pereza. —Se acercó a ella y le colocó el sobre en la mano—. El dinero se ha depositado en una cuenta con rendimiento de intereses a tu nombre. Todos los detalles están ahí.

Ella no miró el sobre.

—¿Y por qué un trato tan personal?

Los ojos gris claro se entrecerraron por detrás de las gafas.

—Por desagradable que encuentre el trabajo que has elegido...

—No lo elegí —dijo ella con frialdad—, ¿recuerdas?

El silencio le advirtió que no volviera a sacar jamás a colación aquel sangriento día.

—Como iba diciendo, por más desagradable que encuentre tu profesión, he de admitir que te pone en contacto con gente muy poderosa.

A Elena se le revolvió el estómago. ¿Qué cojones se había esperado? Sabía que no significaba nada para su padre. Y, aun así, había ido a verlo. En lugar de arremeter contra él, como habría hecho de adolescente, mantuvo la boca cerrada, ya que deseaba saber con exactitud lo que esperaba de ella.

—Te encuentras en posición de ayudar a la familia. —Le dirigió una mirada más fría que el hielo—. Algo que jamás te has molestado en hacer.

Elena aplastó el sobre entre los dedos.

—Solo soy una cazadora —dijo, restregándole sus propias palabras—. ¿Qué te hace pensar que ellos me tratan mejor que tú?

Su padre ni se inmutó.

—Me han dicho que pasas mucho tiempo con Rafael, y que es posible que él se muestre abierto a tus sugerencias.

Elena se dijo que su padre no podía estar insinuando lo que ella creía que estaba insinuando. Estremecida, se enfrentó a su mirada.

—¿Estás dispuesto a prostituir a tu propia hija?

Su expresión no se alteró en lo más mínimo.

—No. Pero si ella lo está haciendo ya por cuenta propia, no veo motivos para no sacar cierto provecho.

Elena notó que se quedaba pálida. Sin mediar palabra, se dio la vuelta, abrió la puerta y salió del despacho. Cerró con fuerza tras ella. Un segundo después, oyó que algo se rompía, el ruido discordante provocado por un objeto de cristal que se hacía pedazos contra una pared de ladrillos. Se detuvo, desconcertada ante la idea de haber provocado semejante reacción en el siempre controlado Jeffrey Deveraux.

—¿Señora Deveraux? —Geraldine dobló la esquina a la carrera—. He oído... —La voz de la mujer estaba cargada de incertidumbre.

—Le sugiero que desaparezca durante un rato —dijo Elena, que salió de su estado de aturdimiento y se encaminó hacia la puerta. Lo más probable era que Jeffrey se hubiera encolerizado porque ella, a diferencia de los miembros de su panda de aduladores, se había atrevido a desafiarlo. Su mal humor no tenía nada que ver con el hecho de haber llamado puta a su hija a la cara—. Y Gerry... —Se volvió cuando llegó a la puerta—... asegúrese de que jamás lo descubra.

La ayudante asintió brevemente con la cabeza.

A Elena nunca la había alegrado tanto estar en medio del ruido de la ciudad como aquel día. Sin mirar la puerta que tenía a la espalda, bajó los escalones de la entrada y se alejó del hombre que había contribuido a su existencia con su esperma. Apretó la mano una vez más y recordó el sobre. Tras obligarse a calmarse lo suficiente como para poder pensar, abrió el sobre y sacó la carta. Aquel era el legado que le había dejado su madre, y se negaba a permitir que Jeffrey lo ensuciara.

La suma de dinero era pequeña si se tenía en cuenta el contexto: la propiedad de Marguerite había sido dividida en partes iguales entre las dos hermanas que aún vivían y ella, y consistía en el dinero que había obtenido de la venta de sus extraordinarios edredones hechos a mano. Su madre jamás lo había necesitado, ya que Jeffrey había insistido en otorgarle una enorme asignación.

Risa de hombre. Manos fuertes arrojándola al aire
.

Elena se tambaleó bajo el impacto del recuerdo, pero luego se deshizo de él: no era nada más que una vana ilusión. Su padre siempre había sido un amante de la disciplina severa que no sabía perdonar. Sin embargo, tenía que admitir que aquel hombre había sentido «algo» por su esposa parisina: algo que quedaba demostrado por aquella enorme asignación y por las joyas que le había regalado a la menor oportunidad. ¿Adónde habían ido a parar todos aquellos tesoros? ¿Los tenía Beth?

A Elena le importaba un comino su valor monetario, pero le habría gustado tener alguna de aquellas cosas que una vez habían pertenecido a su madre. Lo único que sabía era que había regresado un verano del internado y había descubierto que todo rastro de Marguerite, de Mirabelle y de Ariel había desaparecido de la casa... incluyendo el edredón que Elena había guardado como un tesoro desde el día de su quinto cumpleaños. Era como si su madre y sus hermanas mayores solo hubieran sido un producto de su imaginación.

Alguien le dio un golpe en el hombro.

—¡Oiga, señorita! ¡Apártese del puto camino! —El estudiante se volvió para mostrarle el dedo corazón en un gesto grosero.

Ella le devolvió el gesto de manera automática, contenta de que el tipo hubiera roto su parálisis. Echó un rápido vistazo al reloj y descubrió que todavía tenía algo de tiempo. Decidida a encargarse de aquel asunto de inmediato, se dirigió a la sucursal bancaria que se especificaba en la carta. Por suerte, estaba bastante cerca.

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