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Authors: Caleb Carr

Tags: #Intriga, Policíaco, Suspense

El ángel de la oscuridad (31 page)

— Sí, canta muy bien— dije, aunque nunca me había parecido que tuviera buena voz. Claro que yo tengo y siempre he tenido pésimo oído, así que no podía juzgar; quizá cantara bien.

— Muy bien— dijo el doctor—, un billete para San Francisco de barco o de tren, como prefiera, y unos cuantos cientos de dólares para que se instale.

Nunca había visto a Kat abrir tanto los ojos.

— Todo a cambio de…— El doctor se interrumpió y miró a Lucius con expresión de perplejidad—. ¿A cambio de qué, sargento detective?

Lucius volvió a mirar a Kat con una sonrisa.

— De una prenda con botones— se limitó a decir.

Kat lo miró boquiabierta.

— ¿Una prenda? ¿Quiere decir ropa?

— Sí— respondió Lucius—. Sería conveniente que fuera una prenda que ella use en su casa y también en el local de los Dusters. Y en la calle, si es posible. Lo ideal sería una chaqueta o un abrigo.

— Ya caigo— dijo Marcus dándose una palmada en la frente—. ¡Claro!

Kat los miró a los dos como si acabara de convencerse de que estaban más locos de lo que había pensado en un principio.

— Una chaqueta o un abrigo— repitió.

— Con botones— respondió Lucius con un gesto afirmativo.

— Con botones— dijo Kat asintiendo con él—. ¿Alguna clase de botones en particular?

— Mejor si son grandes. Cuanto más grandes mejor.

— Y a ser posible planos— añadió Marcus.

— Sí— convino Lucius—. Exactamente.

Kat los miró en silencio durante unos instantes y luego abrió la boca para hablar. Incapaz de encontrar las palabras, se volvió hacia mí y luego otra vez hacia ellos. Luego entornó los ojos y esbozó una sonrisa.

— A ver si lo he entendido. Quieren que le birle un abrigo o una chaqueta a Libby Hatch. Que tenga botones grandes y planos. Y a cambio de eso me darán un billete para San Francisco y varios cientos de pavos para que me instale.

— Por lo visto— respondió el doctor mirando con cierta inquietud a los Isaacson—, eso es lo que le ofrecemos.

Kat me miró.

— ¿Hablan en seno, Stevie?

— Casi siempre— respondí con una sonrisa. La idea de que Kat se largara de la ciudad no me hacía ninguna gracia, pero la perspectiva de que se alejara de Ding Dong, los Dusters y todo lo relacionado con esa clase de vida estaba por encima de cualquier otra consideración—. Venga, Kat— la animé—. Tú puedes birlar un abrigo hasta en sueños.

Me dio un buen golpe en la pierna.

— No es necesario que lo grites a los cuatro vientos, Stevie Taggert— me riñó en voz baja. Luego miró a los demás y se puso en pie—. Muy bien, muchachos… quiero decir, caballeros. Trato hecho. Lo tendrán en un día o dos.

— Cuanto antes mejor— dijo el doctor Kreizler mientras se incorporaba y le tendía la mano—, pero podemos esperar un par de días.

Kat le estrechó la mano, esta vez con menos miedo, y sonrió de oreja a oreja.

— Será mejor que ponga manos a la obra.— Se volvió hacia mí con aires de señora, actuando como había hecho antes en la cocina—. Stevie, ¿te importaría…?— se interrumpió al no encontrar las palabras adecuadas.

— ¿Acompañarte a la puerta?— terminé por ella—. No, desde luego.

El doctor sacó unos cuantos dólares y me los dio.

— Ponla en un cabriolé, Stevie.— Hizo una reverencia a Kat—. Ha sido un placer conocerla, señorita Devlin. Y espero que nuestra transacción salga bien.— Miró una vez más a Lucius—. Sea cual fuere su naturaleza…

Tomé a Kat del brazo y salimos de la casa.

Una vez en la acera y rumbo a la Segunda Avenida, Kat comenzó a brincar como si tuviera cuatro años.

— ¡Stevie!— exclamó-. ¡Me voy a California! ¿Puedes creerlo? ¿Me imaginas en San Francisco?

Me rodeó el cuello con los brazos y estuvo a punto de estrangularme.

— ¿De verdad tienes una tía que es cantante de ópera?— pregunté.

— Bueno, prácticamente— respondió Kat—. Trabaja en la ópera y me dijo que algún día será cantante.

— Hummm— dije con tono dubitativo—. No será una prostituta, ¿eh, Kat?

— No, no es una prostituta, Stevie. Y yo tampoco lo seré. Mi vida va a cambiar, Stevie, va a cambiar para siempre. ¡Y lo único que tengo que hacer es robarle una chaqueta a Libby Hatch! ¡Robarle una chaqueta a una mujer que tiene problemas para mantener la ropa puesta!

Llegamos a la esquina— me fijé en que estábamos exactamente enfrente de la Maternidad de Nueva York— y mientras yo paraba a un cabriolé, Kat volvió a arrugar la cara.

— ¿Para qué crees que quieren la chaqueta el doctor y los otros dos tipos? Esos polis son unos bichos raros.

— No lo sé— dije y en ese momento caí en la cuenta de que realmente no lo sabía—, pero lo descubriré.— Me volví mientras ella abría la puerta del coche—. ¿Estarás bien, Kat? ¿Ding Dong no te hará nada?

— ¿Ding Dong? Tendrá suerte si me ve el pelo antes de que yo termine con este asunto. Deja que se quede con sus niñas de doce años. ¡Yo me voy a California!

— Será mejor que primero le escribas a tu tía— le aconsejé—. Para asegurarte de que sigue allí y de que puedes ir.

— Ya lo he pensado— respondió Kat bajando el bordillo—. Lo haré esta noche.— Antes de subir al coche me abrazó—. Gracias, Stevie— me dijo al oído—. Eres un amigo de verdad.— Dio un paso atrás y miró por última vez hacia la casa del doctor—. Y tenías razón sobre tu jefe, es un tipo decente. ¡Aunque hay que reconocer que tiene toda la pinta de un demonio!

Hubiera querido besarla, pero ella saltó dentro del coche y le enseñó al cochero los billetes que yo le había dado.

— A Hudson Street. Y tómese su tiempo porque quiero disfrutar del viaje.

El cochero dejó caer el látigo, Kat me saludó con la mano y luego se volvió para mirar la avenida. Parecía la dueña de la ciudad, y eso me hizo sonreír.

En cuanto perdí de vista al coche di media vuelta y corrí hacia la casa, ansioso por averiguar qué tramaba el sargento detective.

20

Al entrar en la casa choqué con el doctor Kreizler, que estaba en la puerta de su consulta examinando el frasco de elixir paregórico que habíamos dejado en la cocina. Me sermoneó sobre mi imprudencia al prescribir narcóticos; por lo visto, el elixir paregórico contenía un opiáceo, lo que explicaba su eficacia tanto en los bebés con cólicos como en la desesperada Kat. Le aseguré que no imaginaba que fuera tan fuerte ya que cualquiera podía comprarlo fácilmente. Me respondió que entendía por qué se lo había dado a Kat al ver el estado en que se encontraba (que él, igual que los sargentos detectives, había detectado rápidamente); sin embargo, no quería que volviera a llevarme medicamentos de la consulta sin su permiso pues no le gustaba pensar que tendría que guardarlos bajo llave.

El timbre interrumpió este merecido aunque no por ello agradable sermón. Estábamos tan cerca de la puerta que los dos tonos del timbre, producidos por un pequeño martinete eléctrico que golpeaba un par de tubos largos en el vestíbulo, nos sobresaltaron a ambos. El doctor cerró el frasco de elixir paregórico y lo dejó en la consulta.

— Espero que haya quedado claro, Stevie— dijo.

Le aseguré que sí y nos dirigimos al vestíbulo.

Antes de que el doctor abriera la puerta, oí las protestas de la señorita Howard a través de la gruesa madera. El señor Moore masculló un par de palabras graves a modo de respuesta y la señorita Howard volvió a protestar. Cuando el doctor abrió la puerta, ella irrumpió en el vestíbulo con la cara encendida y furiosa, aunque sonriendo un poco a su pesar.

— Déjalo ya, John, el trabajo ya está hecho. No es necesario que insistas.

El señor Moore entró tras ella y la fulminó con la mirada, aunque su enfado no parecía serio.

— Me da igual— respondió él—. Dos horas en ese agujero. Te haré pagar por ello…

El doctor los miró con asombro.

— Es un poco tarde para la fiebre primaveral, Moore. ¿Qué diablos te pasa?

— ¿No tendrá un sedante, doctor?— dijo la señorita Howard—. Por lo visto John decidió comportarse como un cerdo asqueroso en la Oficina de Registros con la esperanza de que lo releváramos de su tarea. Ha estado dándome la lata toda la mañana.

— Pero si todavía no he empezado— protestó el señor Moore acercándose a ella—. Todavía no sabes lo asqueroso que puedo llegar a ser, Sara…

— Moore— interrumpió el doctor cogiéndolo por el cuello de la camisa—. Creía que estas tonterías eran impropias incluso de ti. Haz el favor de controlarte. Tenemos novedades importantes, y ya que estáis aquí, iremos a discutirlas al 808 de Broadway.

— De acuerdo— dijo el señor Moore con la vista clavada en la señorita Howard—. Esperaré.

La señorita Howard se dio la vuelta para mirarse en el espejo que estaba colgado en el vestíbulo y se arregló el moño.

— Me temo que tarde o temprano tendré que dispararte, John. ¿Aún tienes el diagrama?

— Sí, sí— respondió el señor Moore, dejando la farsa. Se irguió y sacó un papel doblado del bolsillo interior de su chaqueta—. Dos horas en ese ruinoso y húmedo mausoleo, Kreizler. ¿Sabías que en la época de la revolución lo usaban para encerrar a los prisioneros? Y lo único que conseguimos fue este maldito dibujo en lápiz. Aunque supongo que habría sido peor si hubiéramos tardado dos días.

— Entonces habéis encontrado algo— dijo el doctor haciendo caso omiso de las protestas—. ¿Un expediente?

— Sólo una copia del permiso de obras— respondió el señor Moore—. Los planos han desaparecido. Misteriosamente, desde luego.

El doctor miró primero al señor Moore y luego a mí con evidente satisfacción.

— Estupendo, tenemos novedades importantes en todos los frentes.— Se acercó al pie de la escalera y gritó—: ¡Sargentos detectives! ¡Cyrus! ¡Nos vamos!— Luego se dirigió a mí—: Stevie, engancha a
Gwendolyn
y síguenos. Iremos andando hasta el 808 de Broadway, así podremos informar a estos dos de tu descubrimiento de esta mañana.

— Vale— respondí enfilando hacia la puerta para cumplir su orden—. Pero me gustaría saber para qué quieren la chaqueta los sargentos detectives.

— ¿La chaqueta?— preguntó la señorita Howard, confundida.

Los Isaacson y Cyrus habían llegado al pie de las escaleras.

— Volvemos al 808 de Broadway, ¿no?

— Así es— respondió el doctor—. Y a toda prisa.

Mientras yo me dirigía a la cochera, todos salieron de la casa, el señor Moore a paso lento y en último lugar.

— Supongo que todavía no es la hora de comer.— Oí que mascullaba con tristeza—. Dios, nunca había imaginado que el trabajo de detective diera tanta hambre. No me extraña que haya tantos polis gordos.

Cepillé a
Gwendolyn
con menos esmero del habitual y le enganché los arneses sin molestarme en limpiarlos antes, diciéndome que ya lo haría más tarde. Tras asegurarme de que la cochera quedara bien cerrada, salí por la calle Diecisiete en dirección a Broadway y busqué con la vista a mis amigos entre la multitud de viandantes y trabajadores que atestaban las calles, como todas las mañanas de los lunes. Finalmente los alcancé mientras cruzaban la calle Catorce desde Union Square. Pero me había demorado demasiado: el doctor y los sargentos detectives habían terminado de contar la historia de Kat por lo menos dos manzanas antes y acababa de perderme el informe de la señorita Howard de lo que ella y el señor Moore habían descubierto en el centro. Sin embargo, ella tuvo el detalle de separarse del grupo y hacerme un rápido resumen.

Hacía dos años, Elspeth Hunter y su marido Micah habían solicitado un permiso para hacer reformas estructurales en la casa, concretamente en el sótano. Pero puesto que habían desaparecido los planos y la copia del permiso no contenía más que generalidades, ésa era la única información que teníamos (y ya era una suerte haberla conseguido). Tras averiguar esto, la señorita Howard había obligado al señor Moore a sentarse y a recordar todo lo posible del sótano en cuestión; de hecho la enfermera Hunter había animado a Moore a que lo registrara. La señorita Howard sospechaba que tenía que haber una pista en alguna parte, de modo que había hecho un diagrama a escala, reproduciendo las medidas del lugar y todos los elementos que había conseguido recordar el señor Moore. Hasta el momento no habían sacado nada en limpio del diagrama, pero era posible que se les escapara o malinterpretaran algo que los sargentos detectives consideraran importante.

Llegamos al 808 de Broadway antes de que Lucius comenzara a explicar para qué quería una chaqueta con botones grandes que perteneciera a Elspeth Hunter (o Libby Hatch), y el doctor decidió que lo interrogáramos al respecto cuando subiéramos al despacho. No puede decirse que Lucius fuera presumido o vanidoso, pero como había dicho su hermano la noche en que los habíamos ido a buscar al muelle de Cunard, de vez en cuando le gustaba impresionar a los demás con su superioridad intelectual; y mientras subíamos en el ascensor, la sonrisa que lucía en la cara sugería que estaba encantado con el hecho de que ninguno de nosotros (salvo Marcus, desde luego) hubiera descubierto su plan. Pese a mi enorme curiosidad, admiré a Marcus por no irse de la lengua y conceder un momento de gloria a su hermano menor; era una clara demostración de que en el fondo los Isaacson estaban muy unidos, no podía haber sido de otra manera para sobrevivir juntos a sus luchas para ascender en la escala jerárquica del cuerpo de policía.

Una vez arriba, vi a través de las ventanas del despacho que el cielo estaba encapotado al oeste del Hudson y amenazaba lluvia. Se sentaron todos salvo Lucius, que permaneció de pie junto a la pizarra, buscó un trozo de tiza y lo sacudió en la mano tal como solía hacer el doctor. Lucius sentía una especie de admiración infantil por el doctor Kreizler que en ocasiones lo empujaba a emularlo no sólo en las cosas importantes, sino también en las más insignificantes.

Después de repetir, para información del señor Moore y la señorita Howard, que lo que necesitábamos a esas alturas de la investigación era demostrar que la enfermera Hunter ocultaba a la pequeña Linares en su casa y que era la autora del ataque del parque, Lucius procedió a explicar cómo una prenda tan sencilla como una chaqueta con botones podía probar estos dos puntos. Cuando hube oído la explicación sobre el detalle de los botones, me pareció tan obvia que me enfadé conmigo mismo por no haber caído antes: los sargentos detectives tenían un buen muestrario de huellas en el caño que habían encontrado junto al obelisco egipcio y necesitaban las de la enfermera Hunter para compararlas. No habían querido robar nada de su casa, pues ella era la clase de persona que sin duda habría echado a faltar hasta el más insignificante de los objetos. Y habida cuenta de que la casa de la mujer estaba bajo la protección de Goo Goo Knox, había sido una decisión afortunada. No obstante, necesitábamos cualquier chisme donde hubiera dejado sus huellas para hacer la comparación pertinente. Lo ideal era una prenda con botones, ya que era difícil que tuviera otras huellas aparte de las de su propietaria, y unos botones grandes y planos tendrían suficiente espacio para obtener imágenes completas de numerosas huellas dactilares.

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