El ángel de la oscuridad (49 page)

Read El ángel de la oscuridad Online

Authors: Caleb Carr

Tags: #Intriga, Policíaco, Suspense

El doctor Kreizler asintió y siguió a Picton al pasillo.

— Es un razonamiento sensato. Sin duda la señora Hastings sabrá dónde encontrar al ama de llaves, Sara. En lo que respecta a nuestra visita, señor Picton, comprendo que se trata de una situación muy comprometida, pero de todos modos me gustaría que Cyrus y Stevie nos acompañaran. Si usted no tiene inconveniente, desde luego.

Picton se detuvo ante la escalera de mármol y miró a Cyrus y al doctor con expresión incómoda.

— Doctor Kreizler… señor Montrose… No quiero parecer grosero, pero estoy seguro de que comprenderán que eso entraña un riesgo…

— Lo sé— dijo el doctor—. Y en el improbable caso de que la versión de la señora Hatch sea cierta, tendré que hacerme responsable de las consecuencias.

— Bueno…— Picton comenzó a bajar las escaleras a un paso lento para él, aunque aun así era más rápido que el nuestro—. De acuerdo, pero…— Se volvió a mirarnos a mí y a Cyrus—. Les advierto que la situación es verdaderamente delicada. Debo respetar los sentimientos de los Weston y también los de Clara, la pobrecita. Ella y yo nos hemos hecho buenos amigos. Y no me gustaría que hicieran el viaje y luego tuvieran que quedarse en el coche.

El doctor alcanzó a Picton y le puso una mano en el hombro.

— Tranquilícese, señor Picton— dijo con una sonrisita—. No creo que sea necesario.— El doctor reflexionó durante unos segundos y luego continuó bajando por la escalera—. No, no creo que sea necesario.

30

Después de regresar a casa de Picton y subir a su coche, emprendimos viaje hacia la granja de los Weston y salimos del pueblo en dirección este. Cyrus (que se había ofrecido para conducir el coche) siguió las instrucciones de Picton y torció por Malta Avenue, llamada así porque más adelante se convertía en la carretera que conducía a un pueblo del mismo nombre. Una vez encaminados, Picton comenzó a interrogarnos sobre el caso Linares y la marcha de nuestras pesquisas en Nueva York durante las últimas semanas. El doctor hizo lo posible para responder a la rápida sucesión de preguntas que, a pesar de su ritmo trepidante, apuntaban directamente a la esencia del caso.

Ya fuera del pueblo volvimos a vernos rodeados de granjas y bosques, y mientras los veía desfilar a la luz mortecina del atardecer traté de imaginar la escena del robo y crimen que Libby Hatch decía haber vivido en un camino que no podía ser muy diferente del que transitábamos. Era un paraje precioso, tan resplandeciente de verdes y dorados como el resto de Hudson Valley en el mes de julio, aunque no era difícil imaginarlo mancillado por la violencia, ya que los caminos de tierra que unían varios pueblos entre sí eran solitarios, sin más vestigio de civilización que alguna que otra alquería. Cualquier delincuente con un poco de ingenio sabría sacarles provecho. Sin embargo, la historia de Libby Hatch no casaba con la idea de un delincuente ingenioso. A pesar de la soledad del escenario, algunos detalles del supuesto ataque no tenían sentido, sobre todo para alguien como yo, que había vivido rodeado de asesinos, ladrones y violadores.

Por ejemplo, ¿por qué el «agresor» no había consumado la violación una vez que se había dado cuenta de que la señora Hatch no estaba armada? ¿Y por qué había matado a los niños y no a la mujer que podía identificarlo? Y si era tan tonto o estaba tan loco para actuar de ese modo, ¿por qué súbitamente se había vuelto lo bastante listo para eludir a las cuadrillas que lo habían buscado durante días y días? No; para mí era obvio que Libby Hatch había contado con que al oír su historia sus vecinos reaccionarían con los sentimientos, no con la razón, y hasta el momento no se había equivocado. Pero sólo hasta el momento…

La residencia de los Weston era una humilde aunque próspera granja situada al final del camino a Malta, a aproximadamente dos kilómetros de Ballston Spa. Tenían vacas lecheras y gallinas y cultivaban hortalizas que vendían en otoño y en verano. Picton nos explicó que la pareja no había podido tener hijos propios y que cuando sendas tragedias— un accidente de trenes y un nacimiento ilegítimo— habían dejado a dos niños del pueblo sin hogar, los Weston los habían adoptado. Los habían criado tan bien y con tanto afecto, que Picton pensó en una solución similar en cuanto sospechó que Libby Hatch no se haría cargo de la pequeña Clara. Cuando torcimos por el camino que conducía a la alquería en forma rectangular de los Weston, Picton nos advirtió que aunque podíamos hablar libremente con la pareja debíamos tener cuidado con lo que decíamos delante de sus hijos. Estos no estaban al tanto de las sospechas de Picton sobre el caso Hatch, y dada la rapidez con que corrían los rumores en un pueblo tan pequeño, no nos convenía arriesgarnos a que se enteraran hasta que estuviéramos preparados para que la noticia se hiciera pública.

Después de esta advertencia, Picton preguntó con nerviosismo por qué el doctor se había empeñado en que yo lo acompañara en la visita.

— Disculpe la pregunta, doctor— dijo—. Y tú también, Stevie. Naturalmente, me hago cargo de la importancia de la reacción de Clara ante el señor Montrose…

— Siempre y cuando los Weston no le hayan inculcado prejuicios sobre el particular— interrumpió el doctor.

— Oh, no, en absoluto— se apresuró a responder Picton—. Vengo a visitar a Clara a menudo. Como he dicho, los Weston están al corriente de mis sospechas, y aunque nunca lo han dicho abiertamente, creo que después de unos años cuidando de Clara han comenzado a dudar de la honradez de Libby.— Hizo una pausa y me miró—. Pero ¿cómo se justifica la presencia de Stevie?

El doctor me miró con una sonrisa.

— Aunque él nunca lo admitiría, Stevie tiene el extraordinario don de tranquilizar a los niños con problemas. Lo he observado en varias ocasiones en mi instituto. Y sospecho que la presencia de un niño hará que nuestra visita les resulte menos amenazadora.

— Ya veo— respondió Picton.

— Pero dígame— prosiguió el doctor—, ¿de veras no ha dicho una sola palabra desde lo ocurrido? ¿No ha articulado ningún sonido?

— Sonidos sí, de vez en cuando— respondió Picton—, pero palabras no.

— ¿Y no se comunica por escrito?

— Tampoco. Sabemos que puede hacerlo. La señora Wright, el ama de llaves, le había enseñado los rudimentos de la lectura y la escritura. Pero Clara no ha hecho ninguna de las dos cosas desde la muerte de sus hermanos. El doctor Lawrence y sus colegas lo achacan a la lesión de la columna. Aunque no lo crea, doctor, me han dicho que esa lesión podría tener un efecto indirecto sobre todo el sistema nervioso.

— Idiotas— dijo el doctor con disgusto.

— Sí— asintió Picton—. No se han esmerado mucho. Aunque mis esfuerzos tampoco han sido fructíferos. He intentado por todos los medios hacerle decir algo, cualquier cosa, sobre lo ocurrido. Pero no he tenido suerte. Espero que usted tenga experiencia en conseguir que las personas con esta clase de dolencias se comuniquen, doctor, porque le aseguro que el de esa niña es un caso difícil.

Cyrus y yo cruzamos una rápida mirada, pero yo enseguida volví la vista al frente. Picton, desde luego, no sabía lo que acababa de decir; ignoraba que en efecto el doctor tenía experiencia, una experiencia agridulce, en tratar con personas— sobre todo con una en particular— aparentemente incapaces de comunicarse con el resto del mundo. Porque el amor perdido del doctor, Mary Palmer, padecía precisamente esa dolencia, y los esfuerzos del doctor para comunicarse con ella habían creado un vínculo entre ambos que no se había roto hasta la muerte de Mary.

— Yo… conozco algunas técnicas que en ocasiones son eficaces— se limitó a responder el doctor.

— Tenía esperanzas de que así fuera— respondió Picton—. Tenía muchas esperanzas. Ah, quiero pedirle algo más, doctor: cuando vea a Clara, preste atención a sus colores.

— ¿Sus colores?— repitió el doctor.

— Me refiero al color de su pelo, sus ojos, su piel— explicó Picton—. En el viaje de regreso le contaré algo muy interesante.

Mientras avanzábamos por el largo camino privado de los Weston, vimos a un hombre de mediana edad y brazos musculosos y a un chico algo mayor que yo junto a una dehesa situada entre la casa y un arroyo que corría al pie de una colina boscosa. Ambos se esforzaban en reparar una alambrada. Al otro lado de la casa había un gran huerto, donde una jovencita y una mujer madura arrancaban las malezas. Al igual que el hombre y el niño, estaban vestidas con raídas ropas de labranza y hacían su trabajo con una determinación que reflejaba una mezcla de entusiasmo y frustración. En el transcurso de los años yo había observado esa actitud en muchos granjeros: es la actitud característica de la gente que para sobrevivir ha de luchar contra todo lo que les echen encima la naturaleza y la sociedad, pero que sin embargo aman vivir en estrecho contacto con la tierra.

La familia tenía un quinto miembro, una niña que, como yo ya sabía, estaba a punto de cumplir nueve años y no encajaba tan bien como los demás en el bucólico escenario que la rodeaba. Su vestido no era apropiado para trabajar la tierra. Aunque hubiera tenido un par de manos y brazos fuertes, una niña de su edad no habría sido capaz de hacer la clase de trabajo físico que requería un sitio como aquél, e incluso en la distancia era obvio que la pequeña sólo podía usar una de sus extremidades superiores. Estaba sentada en el borde del jardín con una muñeca y algo parecido a un cuaderno de dibujo en el regazo, y su mano izquierda, provista de algún utensilio para escribir o dibujar, se movía una y otra vez sobre el papel.

El hedor al abono nos golpeó a unos cincuenta metros de la casa, a cuyo lado había un enorme granero de ladrillos rojos. Al avistar el coche, los cinco residentes abandonaron sus tareas y caminaron a nuestro encuentro; la niña pequeña más despacio y con cautela, empujada suavemente por la mujer. Cuando se acercaron, supuse que los Weston tendrían cuarenta y tantos o cincuenta y tantos años; los profundos surcos de su piel curtida y su cabello cano impedían hacer un cálculo más preciso. Su expresión era comprensiva, amable, pero eso no me decía gran cosa: algunas de las peores personas que había conocido en mi vida habían sido padres adoptivos de aspecto amable— muchos de ellos granjeros— que acogían a niños de la ciudad y los trataban como esclavos o algo peor. No obstante, los dos adolescentes parecían sanos y felices, así que mi desconfianza parecía infundada.

Cuando el señor Weston— luego descubrimos que se llamaba Josiah— llegó junto a Picton, nos miró a Cyrus y a mí con una expresión de preocupación que nos hizo retroceder a ambos.

— Señor Picton, creí que habíamos quedado en que sólo habría un visitante— dijo.

— Sí, Josiah— respondió Picton—. El doctor Kreizler, aquí presente. — Weston se limpió la mano para estrechar la del doctor—. Pero el otro caballero y el niño son sus ayudantes y él cree que podría necesitarlos para hacerse una idea más clara de la situación.

Josiah Weston asintió con la cabeza, no precisamente con alegría pero tampoco con hostilidad.

Entonces habló su esposa:

— Soy Ruth Weston, doctor, y éstos son nuestros hijos, Peter y Kate. Y escondida en alguna parte— añadió fingiendo buscar detrás de su falda, donde se había ocultado Clara— hay otra jovencita.

Al ver que Clara no salía de su escondite, Peter sonrió y dijo:

— Adelantaremos todo el trabajo posible antes de que anochezca, papá. Vamos, Katie, échame una mano.

Los dos se marcharon a terminar de reparar la valla de alambre. Parecían contentos, así que deduje que los Weston los habían tratado bien en los años que llevaban con ellos. Una vez que se hubieron marchado, la pequeña Clara, con el cuaderno de dibujo sujeto bajo el brazo izquierdo y un montón de lápices apretados en la mano del mismo lado, comenzó a asomarse lentamente por detrás de la señora Weston.

— ¡Bueno!— exclamó Picton con alegría pero con suavidad. Ya había visto a Clara, pero miraba alrededor como si no supiera dónde estaba—. ¿Dónde está mi pequeña? No me gustaría pensar que he hecho un viaje tan largo sólo para descubrir que ha desaparecido. ¿No hay rastro de ella? Vaya. Gracias, Ruth, pero entonces volveremos al pueblo.

Echó a andar hacia el coche. Clara salió corriendo de su escondite y tiró del faldón de la chaqueta de Picton con la parte del pulgar y el índice que los lápices le dejaban libres. Entonces la vi bien por primera vez (aunque en realidad era la segunda, puesto que ya la había reconocido como la niña de la foto de grupo oculta en el secreter del 39 de Bethune Street). Era extremadamente delgada, con el cabello castaño claro recogido en una trenza grande y ancha en la nuca, unos ojos de un color similar al del pelo (aunque noté que tenían un matiz dorado), la piel pálida y las mejillas sonrosadas. Como la mayoría de los niños que a la más tierna edad habían visto cosas que nadie debería ver nunca, los movimientos huidizos de Clara se correspondían con un nerviosismo en su semblante que infundía compasión.

Picton se dio la vuelta, fingiendo sorpresa, y sonrió de oreja a oreja.

— ¡Vaya, aquí está! Aparece como por arte de magia, doctor, pero se niega a enseñarme su truco. Ven, te presentaré a un amigo mío, Clara.— La pequeña lo siguió sin soltar el faldón de la chaqueta—. Doctor Kreizler, ésta es Clara. Clara, el doctor Kreizler trabaja con cientos y cientos de niños en Nueva York, la ciudad de la que te he hablado y donde una vez viví yo. Y ha venido desde allí…

— He venido desde allí— interrumpió el doctor con una sonrisa cómplice con la que pareció decirle a Picton que le permitiera seguir solo— para ver tus dibujos.— Se acuclilló para mirar a la pequeña a la cara—. Te gusta mucho dibujar, ¿verdad?

La niña asintió con la cabeza, pero todos notamos que era algo más que un gesto de asentimiento. Era una especie de súplica, un deseo de que el doctor le hiciera más preguntas. Y lo más curioso es que aunque Cyrus y yo seguíamos apartados del grupo, los dos comprendimos la situación mejor que los Weston o que Picton, porque habíamos visto al doctor usar el mismo truco con muchos otros niños en el instituto. Dibujar, pintar, modelar arcilla eran los métodos más rápidos para conseguir que un pequeño sobreviviente de una tragedia imposible de describir con palabras comenzara a comunicarse. Por eso el doctor tenía tantos materiales artísticos en su consulta del instituto.

— Lo suponía— prosiguió el doctor levantando lentamente un dedo para señalar el puño de Clara—. Porque tienes muchos lápices. Aunque no son lápices de colores.— Puso cara de preocupación—. ¿Sabías que hay unos lápices que pintan con colores, Clara?

Other books

Bartered by Pamela Ann
Daahn Rising by Lyons, Brenna
The Jigsaw Man by Paul Britton
The Belter's Story (BRIGAND) by Natalie French, Scot Bayless
A Child of the Cloth by James E. Probetts
Consigned to Death by Jane K. Cleland
The Pearl Heartstone by Leila Brown
White Out by Michael W Clune
Undone by R. E. Hunter