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Authors: Caleb Carr

Tags: #Intriga, Policíaco, Suspense

El ángel de la oscuridad (23 page)

— Bueno— respondió Marcus—, notaron las semejanzas de los distintos incidentes y llegaron a la conclusión de que eran demasiadas para ser simples coincidencias.

— La enfermera Hunter no era muy apreciada entre sus compañeras, ¿no?

Marcus asintió.

— Ése es el problema. Al parecer, era muy prepotente y competitiva, y también muy rencorosa con cualquiera que la importunara.

El doctor y el sargento detective asintieron al unísono.

— Al menos según las demás enfermeras. Me temo, Marcus, que debemos tomar esas afirmaciones con pinzas. En todas las ramas de la profesión médica hay envidias y conflictos internos.

— ¿Así que se resiste a creer lo que dicen las enfermeras?— preguntó la señorita Howard.

— No es que me resista.— respondió el doctor—. No exactamente. Pero hay algo que no…— Sacudió la cabeza con fuerza—. En fin, continúe.

Marcus se encogió de hombros.

— Como dice Sara, las demás enfermeras armaron un escándalo al doctor Markoe. Éste fue a ver a la policía, que mandó llamar a la enfermera Hunter. Ella negó rotundamente que hubiera hecho algo malo; de hecho, se puso tan furiosa que dimitió de inmediato. Y no porque esos crímenes, si es que fueron crímenes, pudieran probarse. En todos los casos parecía una insuficiencia respiratoria espontánea. Y según la enfermera Hunter, ella mantuvo a los niños con vida todo el tiempo posible. Markoe se inclinaba a creerla, pero… bueno, tenía que preocuparse de la fundación. No podía permitir que estallara un escándalo.

— Es verdad, Marcus— dijo el doctor Kreizler. Luego alzó un dedo en señal de advertencia—. Pero debe recordar que es posible interpretar los datos de modo que respalden las afirmaciones de la enfermera Hunter.

— Y, como ya he dicho, el doctor Markoe parecía estar de acuerdo con ella. Una vez que la enfermera dimitió, él no quiso presentar cargos, de modo que la policía no pudo hacer nada más. La mujer marchó tranquilamente a su casa.

— ¿Y sabemos dónde está esa casa?— murmuró el doctor.

— Sí… o por lo menos dónde estaba— respondió Lucius—. Está en el informe de la policía. Hummm…— Cogió el papel que le pasaba su hermano—. En el 39 de Bethune Street. En Greenwich Village.

— Cerca del río— añadí yo.

— Tendremos que comprobar si sigue allí— dijo el doctor—, aunque es muy probable que se haya mudado.— Volvió a sentarse y miró la pared entera de retratos norteamericanos con sincera consternación—. Muertos…— repitió, todavía incapaz de aceptarlo—. Habría esperado que desaparecieran, pero que murieran…

La señorita Howard se sentó a su lado.

— Sí, no parece coherente, ¿no?

— Más aún, Sara— repuso el doctor alzando las manos en un ademán de resignación—. Es una auténtica paradoja.— Hizo una pausa durante la cual se oyeron las risas y los gritos de los niños que estaban abajo. Luego pareció despertar—. Bien, sargentos detectives, ¿por qué nos han convocado aquí después de descubrir todos esos hechos?

— Parecía un buen lugar para analizarlos— respondió Lucius—. Todavía no hemos tenido ocasión de explorar concienzudamente la zona ni de reconstruir los posibles movimientos de esa mujer. Y puesto que es domingo y no podemos hacer otra cosa…

El doctor se encogió de hombros.

— Es verdad— dijo poniéndose en pie—. Al menos averiguaremos qué pueden aclararnos los métodos rutinarios. La señora Linares dijo que a la niña le gustaba visitar la sala de esculturas, ¿no es cierto?

— Sí, señor— respondió Lucius—. Está en el ala norte de la planta baja.

— Bien, entonces…— el doctor extendió el brazo para señalar las escaleras— empecemos. Sargento detective, ¿le importaría…?

— ¿Tomar notas para la pizarra?— dijo Lucius sacando su libretita—. Claro que no, doctor.

Bajamos a las salas que los empleados del Metropolitan llamaban «galerías de esculturas»; aunque en realidad, según me había explicado el doctor en una de nuestras primeras visitas al museo, la mayoría de las figuras expuestas eran copias en yeso de grandes estatuas repartidas por otros museos o instituciones del mundo. Las exhibían en Nueva York para aquellas personas que nunca tendrían ocasión de viajar y ver los originales. Esto explicaba la uniforme e inmaculada blancura de muchas de las piezas y el hecho de que estuvieran todas amontonadas, casi como si aquello fuera un almacén. La luz del sol que entraba por las grandes ventanas rectangulares se reflejaba en los techos y en las molduras, que también eran blancos, y en el lustroso suelo de mármol rojo. A modo de contraste, los paneles de madera de las paredes eran oscuros, y junto con las arcadas de granito daban al lugar un aire majestuoso. Pero a mí las esculturas no me decían gran cosa, igual que las del ala sur de la primera planta, y dudo que los originales me hubieran causado una impresión diferente. Dioses griegos y romanos, diosas, monstruos, reyes (o trozos de ellos), misteriosas bestias y hombres sin ojos de Babilonia, además de desnudos, cálices y vasijas de todos los confines del mundo. No entendía cómo era posible que todo aquello entretuviera a una niña de catorce meses. Pero mientras escuchaba a los demás intercambiar ideas, comprendí que lo que realmente importaba era qué significaba para Elspeth Hunter.

— Siempre y cuando, naturalmente, ella se haya fijado en la señora Linares y en Ana mientras éstas se encontraban aquí y no en el parque— dijo el señor Moore.

— Vaya, John— bromeó la señorita Howard—, has llamado a la niña por su nombre. Vas progresando. Pero me temo que tu sugerencia no parece muy factible. Si mantenemos nuestra teoría original de que lo que llamó la atención de la secuestradora fue el carácter alegre y bullicioso de la niña, lo más probable es que la viera aquí. Este era su lugar favorito.

— Sara tiene razón, John— dijo el doctor—. Por la causa que fuera, éste era el lugar de juegos de la pequeña Linares. Lo que yo me pregunto es qué hacía aquí una enfermera caída en desgracia.— Echó una ojeada a la sala, que parecía una mezcla de mausoleo y parque zoológico—. ¿Qué atraía tanto a Elspeth Hunter?

La pregunta flotó en el aire durante quince minutos, hasta que todos reconocimos que no se nos ocurría una respuesta y decidimos ir al siguiente lugar que sin duda había visitado la enfermera Hunter: las obras de la Quinta Avenida, donde se habría armado con el trozo de caño de plomo. Cuando salimos en dirección este, hice una seña al cochero indicándole que no tardaríamos mucho. Luego alcancé al doctor y a la señorita Howard, que seguían el camino pavimentado mientras los Isaacson, Cyrus y el señor Moore se separaban para rastrear la hierba y la basura en el tramo que nos separaba de las obras. Estas en aquel momento no eran más que un enorme agujero en el suelo.

— ¿Ha visto los planos del ala nueva?— preguntó la señorita Howard al doctor.

— ¿Hummm?— murmuró él, con la mente en otra cosa—. Ah, sí. Vi los originales antes de que Hunt muriera. Y también he visto las últimas versiones de su hijo. Son espectaculares.

— Sí— convino la señorita Howard—. Una amiga mía trabaja en su estudio. Será algo grandioso… con muchas estatuas.

— ¿Estatuas?

— Para decorar la fachada.

— Ah, sí.

— Sé que tal vez parezca absurdo— dijo la señorita Howard con una risita—, pero creo que existe una conexión entre lo que estamos hablando y lo que vemos, doctor. Las estatuas simbólicas diseñadas para la fachada, que representarán las cuatro disciplinas artísticas y las cuatro grandes eras del arte, serán femeninas. ¿Lo había notado? Sólo los pequeños relieves de piedra representarán hombres, en concreto, grandes artistas.

El doctor se acercó a ella.

— Empiezo a captar la idea, Sara.

La señorita Howard se encogió de hombros.

— Supongo que es una idea trillada. Los símbolos son mujeres, las personas son hombres. Lo mismo que ocurre con las estatuas de la sala que acabamos de ver. Unas pocas diosas o alguna figura sin identidad que representa el ideal de belleza o de femineidad concebido por la mente de un hombre. Pero las figuras con nombre, los seres humanos de importancia histórica son hombres. Dígame, ¿qué enseña eso a una niña mientras crece?

— Me temo que nada útil.— El doctor la sujetó afectuosamente del brazo y sonrió con expresión algo culpable—. Y el efecto acumulativo de miles de años de esta idea sólo empeora las cosas. Mujeres en pedestales… Sin embargo, se avecina un cambio, Sara. Aunque admito que lo hace con suma lentitud. Pero llegará. No os idealizarán eternamente.

— ¡Es una idealización perversa!— exclamó la señorita Howard dando un puntapié en el aire y levantando la mano libre—. De hecho, refleja tanto desprecio como adoración. Escuche doctor, no digo todo esto porque quiera mantener una simple discusión filosófica. Procuro dilucidar qué trajo aquí a una mujer como la enfermera Hunter. Piense en las estatuas de la galería. La Ishtar de babilonios y asirios era madre de la tierra, pero al mismo tiempo era la diosa de la guerra, una puta cruel e implacable.— Me miró fugazmente—. Lo siento, Stevie…

No pude menos de reírme.

— Como si no hubiera oído cosas peores.

La señorita Howard sonrió y prosiguió:

— Y los griegos y los romanos, con sus diosas intrigantes, conspiradoras. O la deidad hindú Kali, la «madre divina» que dispensa muerte y vicio. Siempre parecen tener dos caras.

El doctor Kreizler entornó los ojos.

— ¿Estás pensando en las aparentes contradicciones de la conducta de Elspeth Hunter?

La señorita Howard asintió, pero lentamente.

— Creo que sí, aunque no estoy segura de la conexión. La señora Linares dijo que la mujer del tren parecía apreciar a Ana, pero también dijo que tenía todo el aspecto de un animal predatorio. Ahora descubrimos que es una enfermera que trabaja en uno de los campos más difíciles y admirables de la profesión. Los doctores creen que era una heroína; las enfermeras, que era una asesina.

En ese momento Cyrus se acercó corriendo; los demás lo seguían andando.

— Nada de interés, doctor. Pero de todos modos el sargento detective quiere discutir la situación.

— De acuerdo— respondió el doctor—. Dígale que estoy a su disposición. — Luego se dirigió a la señorita Howard—. No abandones esa idea, Sara. Yo también intuyo que podremos sacar algún provecho de ella.

Los Isaacson y el señor Moore nos alcanzaron. Lucius se colocó en el centro de nuestro pequeño círculo, todavía tomando notas.

— Muy bien— comenzó señalando la escalinata del Metropolitan—. La señora Linares y Ana salen del museo a eso de las cinco.— Señaló el enorme foso de las obras—. Los alhamíes se han marchado o están a punto de hacerlo. Es jueves y volverán a la mañana siguiente, de modo que no pierden tiempo en limpiar como lo harían antes del fin de semana y la obra está mucho más atestada de objetos que ahora.— Se acercó a una pila de materiales de fontanería parcialmente oculta tras una inservible valla de madera—. La enfermera Hunter ya sabe lo que va a hacer, o al menos tiene una idea general. Busca un arma y ve la pila de caños al otro lado de la valla. Eso la lleva en dirección contraria a la de la española, lo que explica por qué ésta no la vio en ningún momento.— Echó a andar hacia el oeste, regresando al obelisco egipcio—. Se toma su tiempo y espera a que la señora llegue junto al obelisco.— Todos lo seguimos hacia allí—. Es la única zona con árboles alrededor, y su única posibilidad de atacar si desea escapar sin ser vista. Ahora son las cinco y unos minutos. Dentro de quince minutos o media hora el parque se llenará de gente que regresa del trabajo o que simplemente sale a tomar el fresco de la tarde. Aunque el tiempo amenaza lluvia, así que esta segunda posibilidad es menos factible. Sin embargo, es primavera, hace bastante calor y muchas personas cruzarán el parque de camino a casa. De manera que tiene que darse prisa.

Prácticamente habíamos llegado al grupo de bancos dispuestos en octágono alrededor del obelisco de veintiún metros. En efecto, era el único sitio de los alrededores que estaba rodeado de árboles ya que el obelisco de granito rojo había sido erigido allí en 1881 (eso nos dijo Lucius), cuando el mandamás de Egipto lo había regalado a Estados Unidos.

— Las nubes ahuyentan a la gente de este lugar— prosiguió Lucius—. Está fuera del camino y es un sitio puramente recreativo; no es necesario pasar por aquí para cruzar el parque o ir hacia el norte. Uno sólo viene aquí en los ratos de ocio.— Era verdad. El obelisco se alzaba sobre una pequeña colina, apartada de los senderos principales del parque—. La enfermera Hunter sabe que es su única oportunidad. Se acerca a la española por detrás, mientras ésta se dispone a sentarse, y la golpea en la cabeza. Coge a la niña y se marcha. ¿Adonde?— El sargento detective miró alrededor con curiosidad—. Salir por la Quinta Avenida es más rápido, pero quizá no quiera que la vean tan pronto. Y para volver a Bethune Street, tendrá que cruzar hacia el West Side para tomar el tren elevado de la Sexta o la Novena Avenida. Siempre y cuando ésa sea la forma en que viaje habitualmente.

— Si ya no tiene trabajo— añadió Marcus—, los trenes son un medio de transporte barato.

— Sí, pero la señora Linares la vio en la línea de la Tercera Avenida— terció el señor Moore—. Eso indicaría que fue hacia Bethune Street.

— Es posible, John— dijo el doctor lentamente, alzando la vista hacia el obelisco—. Pero ahora mismo Sara y yo estábamos discutiendo algo que podría…

El doctor se detuvo cuando sus ojos se posaron en el pedestal del obelisco. Caminó despacio hasta él, buscando una grieta en el gran bloque de piedra. Espió en el interior de una profunda hendidura, alzando la mano como si quisiera alcanzarla. Luego se apartó y se volvió hacia Marcus y Lucius.

— ¿Sargentos detectives?— dijo con incipiente entusiasmo—. Vengan aquí, por favor. Creo que ahí dentro hay algo.

Marcus y Lucius corrieron hacia allí, mientras el primero sacaba un par de pinzas de acero. Miró en el interior de la hendidura, introdujo las pinzas despacio, y sacó algo: una pequeña bola de fina tela de algodón.

Dejó el bulto en el suelo, cerca del pedestal del obelisco, y de inmediato se puso unos guantes muy finos. Todos nos congregamos a su alrededor mientras comenzaba a extender la tela amarilla y blanca, que estaba sucia y húmeda. Entonces pudimos identificar el objeto.

— Parece un… gorrito— dijo el señor Moore.

— El gorrito de un bebé— añadió la señorita Howard señalando los dos delicados cordones trenzados destinados a atar el gorro en la barbilla y un ribete de puntilla en la parte delantera.

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