El ángel de la oscuridad (25 page)

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Authors: Caleb Carr

Tags: #Intriga, Policíaco, Suspense

— Excelente, Moore— dijo el doctor—. Ese es el verdadero misterio de este caso. La mujer cifra toda su autoestima en esos bebés, y sin embargo los destruye. ¿Por qué?

— ¿Podría ser una forma de suicidio indirecto?— preguntó Lucius.

— No, demasiado sencillo— respondió la señorita Howard—, si no te importa que te lo diga, Lucius. ¿Cuántas veces puedes matarte a ti mismo, incluso indirectamente? Creo que debemos investigar las ideas que estábamos discutiendo en el museo, doctor. La dualidad, la mujer creadora contra la mujer destructora.

Todos dijeron «¿qué?» al unísono, así que la señorita Howard y el doctor hicieron un breve resumen de la conversación que habían mantenido junto al Metropolitan.

— ¿Queréis decir que una parte de esa mujer se identifica con la idea del poder destructivo femenino?— preguntó Marcus.

— ¿Por qué no?— replicó la señorita Howard—. ¿Nunca en tu vida te has identificado con una figura masculina destructiva, Marcus?

— Desde luego, pero…

No me volví, pero intuí que la señorita Howard estaba cabeceando con cara de desencanto. Esperaba que no sacara la Derringer.

— Pero tú eras un chico— concluyó con amargura.

Marcus no respondió; no necesitaba hacerlo.

— Lo que significa que las chicas no tienen pensamientos destructivos o iracundos— prosiguió la señorita Howard—, así que ni siquiera sueñan con la posibilidad de expresarlos. ¿Correcto?

— Bueno— dijo Marcus algo acobardado—, tal como lo dices parece una tontería.

— Sí— respondió la señorita Howard—, y lo es.

— Y lo es— repitió el doctor—. Disculpe, sargento detective, pero como bien ha señalado Sara, basta con observar los ejemplos paradójicos que reciben las niñas mientras están creciendo. Por una parte les enseñan que su sexo es pacífico y abnegado. No se les permite expresar los sentimientos de ira o agresividad. Pero éstos son humanos, y como dice Sara, es una tontería pensar que las mujeres no sienten ira, odio, hostilidad. Y mientras lo hacen, escuchan distintas clases de relatos de diversas fuentes, como la mitología, la historia o las leyendas, sobre diosas y reinas ambiciosas cuyo poder supremo o creativo les permite dar rienda suelta a la furia, la venganza, la destrucción. ¿Qué lección aprendería usted de todo eso?

Hubo una pequeña pausa y finalmente Lucius dijo en voz muy baja:

— El puño de hierro enfundado en el guante de terciopelo…

— Sargento detective— dijo el doctor, divertido—. Creo que nunca le había oído una expresión tan poética. Una imagen excelente, de veras… ¿es suya?

— Oh, no— Lucius se acobardó un poco—, la he oído en alguna parte.

— Bueno, es perfectamente oportuna— dijo el doctor—. Una furia mortal, oculta tras un velo que se aproxima todo lo posible a la idea que nuestra sociedad tiene de la conducta femenina ideal, o por lo menos aceptable.

— Muy bonito— dijo el señor Moore con impaciencia—, pero eso no responde a nuestra pregunta: ¿por qué una mujer que tiene tanta ira reprimida decide ser madre, o enfermera de niños, o secuestrar a una criatura para cuidarla como si fuera suya? No me parece que eso sea furia.

— No sugerimos que lo sea, John— dijo la señorita Howard—. Al menos en esta etapa. Cuidar del niño es la manifestación de la primera mitad del carácter, la aceptable, la que responde a la afirmación generalizada de que las mujeres deben ser madres abnegadas porque de lo contrario no cumplen con su papel fundamental. Ahí es donde ocurre la transferencia de egoísmo.

— Vale— dijo el señor Moore que zapateaba con un pie sobre el estribo, haciendo temblar todo el coche—. ¿Entonces dónde entra toda esa basura de la «diosa perversa»?

— Deja que te lo explique, John— dijo el doctor—. Supón que tú eres esa mujer. Es probable que hayas tenido hijos, pero los perdiste a causa de una enfermedad, un accidente, cualquier desgracia que podría o no haber ocurrido por culpa tuya, pero que te ha dejado con la sensación de que te han robado tu papel fundamental en la sociedad. Sientes que no vales nada, ni siquiera ante tus propios ojos. Así que buscas otras maneras de cuidar niños. Te haces enfermera. Sin embargo, ocurre algo, algo que amenaza tu renovada capacidad para cumplir con tu función básica. Algo que te enfurece hasta que te sientes con derecho, para usar el término de Marcus, a convertirte en una iracunda diosa primitiva, un ser capaz de quitar la vida, además de darla.

— ¿Y qué es ese algo?— preguntó el señor Moore, impaciente, sospechando que la respuesta estaba cerca.

Habíamos llegado a la calle Veintitrés y pasábamos junto a la antigua y decadente Grand Opera House, en cuya pared de la Octava Avenida había un enorme y feo cartel de bombillas eléctricas que anunciaba la clase de entretenimiento que ofrecía el teatro en esos momentos: VODEVIL.

— Ah, la vieja Grand Opera House— le oí decir al doctor en un tono que hizo que me preguntara si realmente evocaba bellos recuerdos o si sólo pretendía molestar al señor Moore—. Aquí se presentaron producciones maravillosas…

— ¡Kreizler!— El señor Moore estaba llegando al límite—. ¿Qué es ese algo?

— ¿Sara?— preguntó el doctor en voz baja.

— Sólo hay una posibilidad— respondió la señorita Howard—. Los niños no cooperan, o al menos desde su punto de vista. Trata de cuidarlos, pero ellos no lo aceptan. Lloran. Se enferman. Rechazan su atención y sus cuidados, por mucho que ella se esfuerce en dárselos. Y los culpa por ello. Tiene que hacerlo, porque la alternativa…

El señor Moore por fin entendió:

— La alternativa es admitir que no es capaz de ser una buena madre.— Dejó escapar un silbido—. Dios mío… ¿quieres decir que el único objetivo en la vida de esa mujer es hacer algo que nunca podrá hacer?

— Dada la forma en que con toda seguridad la educaron— dijo el doctor—, ¿qué elección tiene? Ante el fracaso, ha de volver a intentarlo con un nuevo candidato, y cada vez con más empeño.

— Me pregunto, John— añadió la señorita Howard con voz cargada de intención— si puedes comprender lo difícil, lo insoportable, que es ser mujer en esta sociedad y reconocer que no estás capacitada para ser madre. De hecho, en cualquier sociedad. ¿Cómo hace una mujer para reconocer algo así, incluso ante sí misma? Claro que puedes elegir no ser madre; pero ¿que se sepa públicamente que no puedes serlo?

El señor Moore se tomó un minuto para sopesar la cuestión, y cuando volvió a hablar no lo hizo con demasiado tacto.

— Pero ¿por qué no puede? Quiero decir, ¿tiene algún fallo?

Habría jurado que oí el percutor de la Derringer, pero era el chasquido de la lengua de la señorita Howard. No pude resistir la tentación de volverme y vi que los demás miraban con asombro al señor Moore.

— A veces eres insufrible, John— le espetó la señorita Howard—. ¡Una salida brillante! «¿Tiene algún fallo?» Vaya, debería…— Le mostró un puño, pero el doctor la contuvo.

— Moore— dijo—, si con esa pregunta quieres decir en realidad qué contexto podría haber producido una mujer así, bien, eso es lo que debemos determinar. Pero no avanzaremos en el proceso si damos por sentado que la mujer tiene la culpa o es perversa. Debemos hacer lo mismo que en nuestro último caso, tratar de ver la situación a través de sus ojos, comprenderla y experimentarla como debió de hacerlo ella.

— Ah— respondió el señor Moore con tono culpable—. Sí. De acuerdo.

— Ya estamos en la calle Catorce— anunció Lucius—. Bethune Street está muy cerca.

Giramos hacia el oeste por la calle Catorce en dirección a Greenwich Street y pasamos junto a las persianas de los mataderos, donde los adoquines y los edificios estaban tan impregnados del olor de la sangre, que éste se percibía incluso en una agradable y fresca tarde de domingo. No era un buen presagio. Una vez al sur de Horatio Street, en Greenwich, volvimos a ver edificios residenciales, algunos de tres o cuatro plantas, otros de sólo dos con buhardillas casi tan grandes como las propias casas. Árboles de distintos tamaños y edades flanqueaban las calles y algunas ramas se extendían de una acera a otra, con el riesgo de que los coches las arrancaran al pasar.

Mientras nos movíamos por este escenario comenzamos a discutir la estrategia que adoptaríamos cuando llegáramos al 39 de Bethune Street. En primer lugar, el doctor me ordenó que me detuviera y subiera la capota de la calesa. Puesto que no todos iríamos hasta la puerta de la enfermera Hunter— habría quedado algo ridículo—, era conveniente que los que quedáramos en el coche no estuviéramos a la vista. Sin duda nos tocaría a mí, a Cyrus y al menos a una persona más. En cuanto reanudamos la marcha, decidimos que la señorita Howard era la única opción lógica. Todos estuvieron de acuerdo en que los sargentos detectives debían ir delante y en que el doctor debía acompañarlos. Si la enfermera Hunter y su marido seguían viviendo en el número 39 y estaban en casa, Lucius y Marcus obrarían según mandaba la ley, ya que con toda seguridad la hija de los Linares estaría en la casa y sería fácil de localizar. Y en el caso de que la pequeña necesitara atención médica, el doctor estaría a mano.

Si los Hunter seguían viviendo allí pero no estaban en casa, los Isaacson interrogarían a los vecinos para averiguar cuándo era probable que volvieran, mientras los demás vigilábamos la calle por si aparecían. Por último, si los Hunter se habían mudado, Lucius y Marcus también enseñarían sus placas para conseguir que los nuevos inquilinos o propietarios les dijeran dónde habían ido los anteriores.

Como en la calesa no habría sitio para esconder a cuatro personas mientras el doctor y los detectives se dirigían a la casa, se decidió que el señor Moore también los acompañaría. Al principio, la señorita Howard pareció molesta por no formar parte de la comitiva. Pero el doctor le explicó que si la enfermera Hunter era la clase de persona que imaginábamos, la presencia de otra mujer obstaculizaría la investigación. Su experiencia con las enfermeras de la maternidad respaldaba esta hipótesis. La señorita Howard no podía rebatir esos argumentos, así que tuvo que resignarse. Para consolarla, le dije que aparcaría la calesa frente a la casa, de modo que aunque ella, Cyrus y yo estuviéramos ocultos bajo la capota, podríamos ver lo que ocurría cuando la enfermera Hunter saliera a recibir a los demás.

Todo parecía bastante sencillo, y cuando dejamos Greenwich Street para entrar en Bethune y volvimos a avistar las aguas del Hudson, me pregunté si la discusión filosófica previa había sido necesaria. Con toda probabilidad, los sargentos detectives entrarían en la casa, encontrarían a la niña y se la devolverían a su madre. Como suele decirse, aquello era pan comido.

Pronto descubriría que esa primera impresión mía era lo que los alienistas definen como «delirio».

16

El 39 de Bethune Street era un edificio de ladrillo rojo de tres plantas, en cuyas ventanas había macetas llenas de lo que pretendían ser flores. Ese detalle debería haberme puesto en guardia de inmediato: aunque aquel junio fue un mes fresco y húmedo, no habían faltado días cálidos y soleados y no era normal que las plantas tuvieran tan lamentable aspecto; a menos, naturalmente, que no supieran cuidarlas. Rodeé el edificio con la calesa y aparqué prácticamente enfrente de los dos o tres peldaños que conducían a la puerta principal, situada en el lado sur de la calle. El señor Moore y Marcus saltaron de los estribos y dejaron paso a Lucius y al doctor. Luego Cyrus y yo nos sentamos dentro con la señorita Howard para espiar a través del ventanuco situado en la parte posterior de la capota. En la acera, los dos detectives se abotonaron la chaqueta, sacaron sus placas de identificación y procuraron adoptar un aire oficial. El doctor y el señor Moore los siguieron.

Todos subieron por la escalinata de entrada y Marcus llamó a la puerta.

— Allá vamos…— murmuró la señorita Howard.

Después de unos minutos, Marcus volvió a golpear la puerta. Oímos unos gritos a través de una ventana de la planta alta: un sonido ronco y plañidero que parecía provenir de un hombre de cincuenta y tantos años. La voz calló y Marcus volvió a llamar.

De repente la puerta se abrió con un movimiento brusco y en el umbral apareció una mujer de figura curvilínea con un vestido rojo estampado y un delantal gris atado al cuello y a la cintura. El rojo del vestido se extendía hasta un cuello de encaje negro y encima de éste había una cara que ya conocíamos.

Era la mujer del dibujo de la señorita Beaux, la mujer cuyos antecedentes conocíamos bien: la mismísima Elspeth Hunter en persona.

— Santo cielo— susurró Cyrus a mi lado. Me volví un instante y vi que su cara estaba llena de asombro y preocupación—. ¿Es posible que sea tan fácil…?

En lo alto de la pequeña escalinata, a escasos tres metros de nosotros, los brillantes ojos dorados de la enfermera Hunter pasaron rápidamente de una cara a otra, observando a los hombres con un semblante que sugería que la mujer anticipaba problemas. Se secó las manos en el delantal, y justo cuando yo esperaba ver una expresión de miedo o alarma en su cara, sonrió lentamente, con amabilidad y mucha, mucha coquetería.

— Vaya…— dijo en voz baja, con un tono de asombro que hacía juego con su cara. Luego se alisó la atractiva y espesa melena rojiza—. De repente estoy muy solicitada. ¿Puedo hacer algo por ustedes, caballeros?

Su acento no era el que yo había esperado oír; no arrastraba las palabras como los nativos de Nueva Inglaterra, aunque conservaba una ligera entonación provinciana.

Marcus saltó a la palestra.

— Supongo que usted será la señora Elspeth Hunter.

— Sí— respondió ella. Miró a Marcus de arriba abajo y frunció los labios—. Supone bien, señor…

— Sargento detective Marcus Isaacson— dijo enseñando la placa—. Policía de Nueva York.

La enfermera Hunter agarró la placa sin pestañear; si ella era la mujer que buscábamos, era más fría que cualquier delincuente que yo hubiera visto en mis tiempos de correrías.

— Ya veo— respondió ella sin perder su sonrisa seductora—. ¿Y éstas son sus tropas, sargento detective?— preguntó volviendo su sonrisa hacia Lucius y ensanchándola.

Era como si supiera que Lucius se encogería ante sus coqueteos, y en efecto fue así.

— Yo… eh…— levantó la insignia—. Soy el sargento detective Lucius Isaacson. También de la Policía de Nueva York.

— ¿Son hermanos?— preguntó la enfermera Hunter con los ojos danzando de uno a otro—. Qué maravilla. ¿Y les dejan trabajar juntos? Nunca los hubiera tomado por policías. Yo creía que todos los policías de Nueva York se llamaban Mahoney y tenían grandes mostachos.

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