El ángel de la oscuridad (21 page)

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Authors: Caleb Carr

Tags: #Intriga, Policíaco, Suspense

Kat… Un año antes de conocernos había llegado a la ciudad con su padre, un estafador de poca monta que una noche de invierno se había emborrachado y había caído al río East. Después de la muerte de su progenitor, Kat había pasado meses tratando de ganarse la vida decentemente vendiendo mazorcas calientes de maíz que paseaba por las calles del centro en un viejo cochecillo de bebé, un trabajo menos sencillo de lo que parece. Las vendedoras de mazorcas de Nueva York eran una especie de enigma: algunas no eran putas, pero casi todos los hombres— y en particular los paletos recién llegados a la ciudad— estaban convencidos de lo contrario. Nadie sabe de dónde salió esa idea. Según el doctor, se debía a las «asociaciones inconscientes» que la mayoría de la gente hacía al ver jóvenes solas en la calle vendiendo algo «caliente» que además tenía una forma que los alienistas llaman «fálica». Quién sabe… Lo cierto es que muchos de los tipos que compraban mazorcas creían que las chicas estaban ofreciendo favores sexuales, y cuando Kat descubrió cuánto más podía ganar vendiendo efectivamente esos servicios… bueno, aprovechó la ocasión. Yo no la culpaba por ello; nadie que haya vivido en la calle lo haría. Cualquier chica acaba enferma y destrozada después de pasarse todo el día vendiendo maíz al fresco y descalza, y encima sin ganar lo suficiente para pagarse una cama en una posada de mala muerte.

Al principio de dedicarse al oficio, Kat encontraba a los clientes en la calle. Pero finalmente entró a trabajar en Frankie’s, ya que el negocio con jovencitos era más estable, seguro y, según decía ella, menos doloroso para sus partes. La conocí por casualidad un día que pasé por Frankie’s para ver a un viejo amigo. Es triste y extraño lo que puede pasarle a una chica de campo después de un año en las calles, trabajando en el comercio carnal. Cuando la conocí, Kat ya era una descarada, pues pese a su juventud sabía más del mundo de lo que llega a saber el ciudadano medio en toda su vida. Puede que quedara colado por ella en cuanto la vi; no estoy seguro, pero si no fue entonces, fue poco después. El descaro no era más que una máscara que ocultaba a una chica decente, y aunque ella nunca lo admitiría, yo me di cuenta en el acto. Además, creo que me habría gustado ver cómo una de las pobres chicas de Frankie’s rehacía su vida, una vez que sabía que eso era posible. Era una fantasía romántica de adolescente, desde luego, pero hay pocas cosas más poderosas en esta vida.

Kat me hacía pagar por el tiempo que pasábamos juntos; decía que tenía que hacerlo para que Frankie no se enfadara. Sin embargo, la mayoría de las veces nos limitábamos a charlar: ella me hablaba de los años que había pasado con su padre, mudándose de ciudad en ciudad con la poli pegada a sus talones; yo le hablaba de mi madre, de mis años en los bajos fondos y de cómo era crecer en Nueva York. Pasaron meses antes de que ocurriera algo más entre nosotros, y sucedió sólo porque Kat se había emborrachado con el licor adulterado de Frankie. Fue una experiencia embarazosa para mí, pues yo no sabía nada de esas cosas mientras que ella ya era una experta y se burlaba de mi ignorancia y mi vergüenza. Conseguimos hacerlo y ella dijo que no había estado nada mal, pero no fue lo que yo había soñado. Nunca lo repetimos y seguimos siendo amigos a pesar de que mi insistencia en que abandonara el oficio a menudo la enfurecía.

Esa noche, mientras caminaba hacia el centro, pasé por las calles donde había vivido antes y más que nunca me parecieron lo que verdaderamente eran: uno de los vecindarios más infernales de la ciudad. Casi todo el mundo estaba encerrado en casa para no mojarse, así que no me preocupé demasiado por la posibilidad de que me asaltaran, y antes de que quisiera darme cuenta, torcí por Worth Street y entré en Frankie’s. Como es natural, los sábados por la noche el local estaba especialmente animado, y vi a varios chicos subiendo del sótano en distintos estados de embriaguez e intoxicación por drogas. Mientras bajaba por la escalera y saludaba a varios conocidos, me encontré con Narizotas, el chico al que había visto en el muelle a principios de semana. Me contó que la poli los había retenido toda la noche, vestidos sólo con pantalones cortos, pero que a la mañana siguiente los habían soltado y se habían dado un hartón de reír al ver que en los periódicos decían que «el crimen del cuerpo decapitado» era obra de un anatomista o un estudiante de medicina. Hasta el idiota que Narizotas llamaba «Sopapo» sabía que eso era una mentira como una catedral.

En el interior de Frankie’s el humo era tan denso que ni siquiera se veía la pared del fondo, pero las estridentes voces de los que apostaban, los ladridos y gruñidos de los perros y el chillido de las ratas me indicaron que había una pelea en el foso. No me detuve a mirar— era un deporte que me ponía enfermo—, y seguí abriéndome paso hasta llegar a la puerta de la pequeña habitación del fondo que Kat compartía con otras dos chicas. Golpeé con fuerza y oí una risa femenina en el interior. La voz de Kat gritó:

— Entra, si quieres, aunque si vienes a pasar un buen rato llegas tarde.

Abrí la puerta. Kat estaba de pie junto al piojoso colchón, con una pequeña maleta de mimbre abierta delante de ella. Las otras dos chicas, a quienes ya conocía, estaban bebiendo y era obvio que llevaban un buen rato haciéndolo. La expresión en los ojos de Kat sugería que no le llevaban mucha ventaja. Cuando me vio sonrió de oreja a oreja y las otras dos me saludaron entre risitas. Kat se acercó y me rodeó el cuello con los brazos. Apestaba a benceno.

— ¡Stevie!— exclamó—. Has decidido venir a mi fiesta de despedida. ¡Qué encanto!

La abracé con torpeza, provocando las burlas de una de las chicas:

— Adelante, Stevie, aprovecha mientras puedas.— Y siguió otra sucesión de risitas.

— Eh, Betty— dije a la bocazas ofreciéndole un par de pavos—. ¿Qué tal si Molí y tú os vais a dar una vuelta por el bar?

— ¿Con dos pavos?— Betty miró el dinero como si fueran billetes de los confederados—. De acuerdo, tortolito.— Mientras salían, farfulló—: Hazle algo especial como regalo de despedida, Kat.

Kat rió, la puerta se cerró y por fin nos quedamos solos.

— Lo digo en serio— dijo Kat mirándome con ojos soñolientos—. Eres un encanto por haber venido, Stevie…— Se interrumpió y me soltó—. Ah, no. Espera un momento. Estoy furiosa contigo. Con tu maldito látigo estuviste a punto de ahuyentar a ese caballero. ¿Por qué demonios lo hiciste? Era un viejo; tardé sólo unos minutos en hacerlo feliz. Es raro encontrar trabajos tan fáciles, ¿sabes?

Me estremecí, pero hice lo que pude para disimular.

— Las cosas irán aún peor con los Dusters.

— No, no— dijo negando con la cabeza—. Allí podré elegir a mis clientes. Me lo ha dicho mi nuevo amigo.

— ¿Tu nuevo amigo? ¿Quién es?

— Ding Dong— respondió poniéndose en jarras con aire presuntuoso—. ¿Qué te parece eso, señor Chico de los Recados?

Si el primer comentario me había hecho estremecer, éste me golpeó como un mazo.

— Ding Dong— susurré—. Kat… no puedes…

— ¿Por qué no? Si crees que es demasiado viejo, te diré que le gustan las chicas jóvenes. Me lo ha dicho. Y como es uno de los fundadores de la banda, tendré protección en cualquier lugar de la ciudad. No atenderé a nadie a menos que él me dé el visto bueno.

No dije nada durante unos instantes. En mis tiempos con el
Loco
Butch, me había cruzado varias veces con Ding Dong. Era el cabecilla de las tropas de jovencitos de los Hudson Dusters (cuyo territorio era el West Side y la zona de los muelles por debajo de la calle Catorce) y se valía de la sencilla aunque cruel estratagema de convertir a los chicos en adictos a la cocaína para después controlar su acceso a la droga. Todos los Dusters eran adictos a la coca, la esnifaban y algunos incluso se la inyectaban. La droga los volvía salvajes, temerarios y violentos, tanto que las demás bandas preferían no meterse con ellos. Claro que el territorio que controlaban no era nada del otro mundo. Eran las mascotas de los bohemios ricos, que compartían su afición por la cocaína e iban a tomarla a su cuartel general (un viejo antro de Hudson Street), y no era raro ver la asquerosa imagen del cabecilla de los Dusters, Goo Goo Knox, ensalzada en canciones y poemas escritos por necios educados pero descarriados.

La sangre que yo había visto en el guante de Kat al cruzarnos con ella en Christopher Street me había dado una pista de cómo la habían reclutado los Dusters. Por si eso fuera poco, se sentó en la cama y sacó una lata de caramelos llena del fino polvo blanco.

— ¿Te apetece un poco?— preguntó con el tono semiavergonzado que usan todos los adictos cuando no pueden resistir la tentación de hundirse en el pozo aunque haya alguien delante—. Puedo conseguir toda la que quiero.

— Seguro— dije. De repente mi sangre hirvió de impaciencia—. Escucha, Kat— dije sentándome en la cama junto a ella—. Se me ha ocurrido una idea. Puedo sacarte de esto. El doctor necesita una criada… un ama de llaves que viva en la casa. Creo que podría convencerlo, si tú quisieras…

Me interrumpió el sonido que produjo Kat al esnifar la coca de su muñeca. Al principio su cara se contrajo, pero enseguida se relajó y adquirió una expresión de alivio. Por fin Kat se echó a reír.

— ¿Una criada, Stevie? ¡No lo dirás en serio!

— ¿Por qué no?— pregunté—. Tendrías un techo sobre tu cabeza, un buen techo, y un trabajo estable…

— Claro— replicó ella—, ya imagino lo que tendría que hacerle a ese doctor para conservarlo.

Sentí una súbita oleada de ira y le atenacé la muñeca, haciendo caer la cocaína.

— No digas eso— gruñí con los dientes apretados—. No vuelvas a hablar así del doctor. Aunque tú nunca hayas conocido a nadie como él…

— ¡Stevie, maldito seas!— gritó Kat tratando de salvar la coca que yo había tirado—. ¿Es que no puedes metértelo en la cabeza? Dices que nunca he conocido a nadie como él, ¿eh? Pues te diré una cosa: he conocido a tipos como él desde que llegué a esta ciudad, y estoy harta de ellos. Sí, he conocido a un montón de viejos dispuestos a regalarme cosas, ¡pero siempre quieren algo a cambio! ¡Y estoy harta! ¡Quiero un hombre, Stevie! Un hombre que sea mío, y Ding Dong lo será. No es un niño, no es ningún crío lleno de ideas tontas…— Se detuvo e intentó recuperar el aliento—. Lo siento, Stevie. Me caes bien, y tú lo sabes. Siempre me has caído bien. Pero yo quiero ser alguien; no sé, quizás una corista o una actriz, y algún día también la esposa de un hombre rico. Pero no una criada, puñetas… Soy yo la que va a tener criadas, ¡un montón de criadas!

Me levanté y enfilé hacia la puerta.

— Claro— murmuré—. Sólo era una idea…

Me siguió y volvió a abrazarme.

— Y era una buena idea, pero no para mí, Stevie. Si es un buen sitio para ti, me alegro. Pero no es para mí.

— Aja— asentí.

Me obligó a volverme y me sujetó la cara con las dos manos.

— Podrás ir a verme de vez en cuando, aunque tendrás que comportarte. A partir de ahora seré la chica de Ding Dong, ¿vale?

— Sí… vale.— Empecé a abrir la puerta.

— Eh— dijo. Cuando me volví, ella sonreía—. ¿No me das un beso de despedida?

Con algo de reticencia pero más de deseo, me incliné para complacerla, pero justo cuando mi cara se acercaba a la suya, un goterón de sangre le cayó de la nariz y se deslizó sobre sus labios.

— ¡Maldita sea!— exclamó ella. Se dio rápidamente la vuelta y se limpió con la manga—. Siempre me pasa lo mismo…

No pude soportarlo más.

— Adiós, Kat— dije y salí corriendo.

Crucé el bar, pasé junto al foso y finalmente salí a la calle. Chicos cuyas caras no reconocía me llamaban insistentemente, pero yo apreté el paso. Estaba a punto de llorar y no quería que nadie me viera.

Cuando dejé de correr, estaba cerca del Hudson y seguí caminando deprisa hacia el muelle, donde el reconfortante olor del río impidió que me echara a llorar. Me dije que era una estupidez preocuparme tanto por el destino de Kat, ya que no era como si alguien le hubiera puesto una pistola en la cabeza para obligarla a seguir ese camino. Lo había escogido ella, y por mucho que lo lamentara, era ridículo que me lo tomara tan a pecho. Debí repetirme lo mismo mil veces mientras miraba los botes, barcos y transbordadores que bajaban o remontaban las aguas del Hudson. Lo que finalmente me tranquilizó no fueron mis intentos de ser racional; no, fue la imagen del propio río, que siempre me hacía sentir que había esperanza. Igual que todos los ríos grandes, supongo, el Hudson produce la profunda y pertinaz sensación de que todo cuanto sucede a los seres humanos tierra adentro es momentáneo y pasajero, simples anécdotas que no servirán para contar la historia de este mundo…

Pasadas las tres de la madrugada volví a casa del doctor Kreizler y subí a acostarme. La puerta del estudio estaba abierta y la de la habitación del doctor, cerrada, lo que indicaba que por fin había decidido dormir… pero entonces vi luz a través de la rendija. Mientras subía las escaleras, la luz se apagó, aunque el doctor no salió a preguntar dónde había estado o de dónde venía a esas horas. Puede que Cyrus se lo figurara y se lo dijera, o puede que el doctor quisiera respetar mi intimidad; sea como fuere, me alegré de llegar a mi cuarto, cerrar la puerta y tumbarme en la cama sin tener que hablar con nadie.

Pocas horas después me despertó una violenta sacudida. Todavía estaba vestido y tardé varios segundos en emerger de un sueño profundo. Identifiqué la voz de Cyrus antes que su cara.

— ¡Stevie! ¡Vamos, despierta, tenemos que irnos!

Me senté como impulsado por un resorte, pensando que me había quedado dormido y había olvidado una cita importante, aunque por mucho que me estrujara los sesos no recordaba cuál.

— Vale— dije con voz soñolienta mientras me ponía los zapatos—. Iré a preparar los caballos…

— Ya lo he hecho yo— respondió Cyrus—. Cámbiate de ropa; tenemos que encontrarnos con los demás.

— ¿Por qué?— pregunté buscando una camisa limpia en la cómoda—. ¿Qué ha pasado?

— La han encontrado.

Dejé caer un montoncillo de ropa al suelo.

— ¿A la mujer del dibujo?

— Exactamente— respondió Cyrus—. Y la señorita Howard dice que tiene información interesante. Nos encontraremos con ellos en el museo.— Yo todavía me movía con torpeza y Cyrus me pasó una camisa—. Vamos, chico, despierta de una vez ¡Tienes que conducir!

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