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Authors: Caleb Carr

Tags: #Intriga, Policíaco, Suspense

El ángel de la oscuridad (9 page)

El señor Moore se volvió hacia la señorita Howard y masculló algo por lo bajo con expresión escéptica.

— Procura mantener la boca cerrada, John— le riñó Lucius—. Te pondremos al corriente dentro de unos minutos. Pero es tarde y esta señora debe volver a casa antes de que noten su ausencia…

— No se preocupen por eso— repuso la señora Linares—. De aquí iré a casa de una buena amiga que trabaja en el consulado francés, la misma que me recomendó a la señorita Howard. Ha reservado habitaciones en el hotel Astoria, y le hemos dicho a mi marido que pasaríamos la noche en el campo.

— ¿El Astoria?— comentó Marcus con una sonrisa—. Eso supera cualquier noche que yo haya pasado en el campo.— La señora le devolvió la sonrisa, al menos en la medida en que se lo permitió su boca magullada—. Muy bien, entonces— prosiguió Marcus—, hábleme de la mujer…

Al oír esas palabras, el temor que había estado insinuándose en el semblante de la señora Linares durante toda la tarde, se apoderó de toda su cara, y la mujer no pudo evitar abrir el ojo sano.

— Nunca había tenido tanto miedo, señor— murmuró—. Parecía tan… perversa.

Marcus le indicó con un dedo que volviera a cerrar el ojo y ella obedeció. El detective volvió a mirar el reloj.

— Al principio no— prosiguió la española—. Al principio simplemente estaba sentada con Ana en brazos. Tuve la impresión de que llevaba un uniforme de enfermera o de niñera. Miraba a la niña con expresión afectuosa, incluso amorosa. Pero cuando alzó la vista y miró por la ventana— la mujer se agarró con fuerza del brazo del sillón con la mano libre— tenía los ojos de un animal. Como los de un felino, fascinantes, pero al mismo tiempo tan… voraces. Sentí miedo por Ana antes de verle la cara, pero sólo después experimenté auténtico terror.

— ¿Recuerda de qué color era su ropa?— preguntó Lucius.

Tuve la impresión de que no se trataba de una pregunta trivial, pero la señora respondió que no recordaba ese detalle.

— ¿O si llevaba sombrero?

La mujer negó con la cabeza.

— Lo lamento— dijo—. Fue su cara… Estaba tan pendiente de la cara, que no me fijé en nada más.

La señorita Howard estaba ocupada transcribiendo todas las declaraciones, y noté que el señor Moore la miraba y ponía los ojos en blanco, como si pensara que esos pormenores dramáticos eran simples divagaciones de una mujer histérica que acababa de vivir una terrible tragedia. Los Isaacson, en cambio, se miraron con una expresión muy distinta, una mezcla de astucia, seguridad y expectación. Y advertí que el señor Moore se sentía desmoralizado por su incapacidad para ver lo que ellos obviamente habían captado.

— ¿Y está segura de que la mujer no la vio?— preguntó Lucius.

— Sí, detective. Yo corrí bajo el techo del andén y estaba oscuro. Grité y salté sobre la ventanilla cuando el tren salía de la estación, pero se movía demasiado aprisa. Es probable que haya visto a alguien, pero es imposible que me haya reconocido.

— ¿Podría calcular la altura y el peso de esa mujer?— preguntó Lucius, mientras volvía a examinar el chichón de la nuca.

La señora Linares reflexionó unos instantes.

— Estaba sentada— respondió con lentitud—, pero no creo que fuera mucho más alta que yo; quizás algo más gruesa, aunque no mucho.

— Lamento entretenerla— se disculpó Marcus—, pero quiero hacerle una última pregunta: ¿tiene una fotografía de la niña? Si es necesario, puede abrir los ojos.

— Ah, sí.— La señora Linares se volvió en el sillón—. He traído una para la señorita Howard. ¿Todavía la tiene?

— Desde luego— respondió Sara cogiendo de la mesa de caoba una foto enmarcada de aproximadamente ocho centímetros por trece—. Aquí está.

Mientras la señorita Howard le entregaba la foto a su propietaria, Marcus no movió un solo músculo ni soltó la mano derecha de la mujer, que se vio obligada a sostener la fotografía con la izquierda. Marcus observó cómo miraba la imagen y volvió a consultar el reloj. Luego ella entregó la fotografía a Lucius, que la puso delante de la cara de su hermano.

— Fue tomada hace algunas semanas— explicó la señora Linares—. Es curioso. Aunque Ana es una niña llena de vitalidad y energía, es difícil encontrar a un fotógrafo capaz de captar su personalidad. Pero éste ha hecho un buen trabajo, ¿no creen?

Los hermanos Isaacson echaron una brevísima ojeada a la foto y luego Lucius me miró y dijo con voz titubeante:

— ¿Stevie, te importaría…?

Salté del alféizar, fui a por la foto y se la devolví a la señorita Howard, que había vuelto a sus notas. Me demoré un par de segundos para mirar la imagen y, en fin, debo confesar que me impactó. Yo no tengo mucha experiencia con niños pequeños y no suele caérseme la baba al verlos. Pero esa niña, con su suave cabello oscuro, sus enormes ojos negros, casi redondos, y unas mejillas regordetas en torno a una sonrisa que parecía proclamar que estaba decidida a disfrutar de todo lo bueno que le deparara el destino…, bueno, tenía algo que me robó el corazón. Quizá porque aparentaba tener más personalidad que otros niños de su edad, aunque también podía deberse al hecho de que sabía que la habían secuestrado.

Cuando regresé a mi sitio en el alféizar, Marcus murmuró sin dejar de mirar el reloj:

— Bien— pronunció muy despacio. Luego soltó la mano de la mujer y se puso en pie—. Perfecto. Ahora creo que debería descansar, señora. ¿Cyrus?

Éste se levantó de la banqueta del piano y se acercó a Marcus.

— Estoy seguro de que el señor Montrose estaría encantado de dejarla sana y salva en el Astoria. No tiene nada que temer bajo su protección.

La mujer miró a Cyrus con confianza.

— Sí; lo sé.— Su semblante volvió a reflejar confusión—. Pero ¿qué pasa con mi hija?

— No le mentiré, señora— respondió Marcus—. Estamos ante un caso muy difícil. Su marido le ha prohibido que acuda a la policía, ¿verdad?

La señora Linares asintió con tristeza.

— Tranquilícese— prosiguió Marcus mientras la acompañaba a la puerta junto con la señorita Howard—. Puede que al final eso resulte una ventaja.

— Pero ustedes son policías, ¿no es cierto?— preguntó la señora Linares, confundida, mientras Cyrus le abría la puerta del ascensor. Se puso el gran sombrero negro, que sujetó al cabello con una aguja de quince centímetros con un brillante en el extremo.

— Sí… y no— respondió Marcus—. Lo importante es que no pierda las esperanzas. Creo que dentro de veinticuatro horas tendremos una idea más clara de nuestras posibilidades.

La mujer se volvió hacia la señorita Howard, que se limitó a añadir:

— Por favor, confíe en mí. Le aseguro que nadie la ayudará tanto como estos dos caballeros.

La señora Linares volvió a asentir, entró en el ascensor y dejó caer el velo del sombrero.

— Bien, entonces esperaré.— Examinó el despacho una vez más y añadió en voz baja—: O quizá debería decir que todos esperaremos.

El señor Moore la miró sorprendido.

— ¿Todos? ¿Qué debemos esperar nosotros, señora?

La mujer señaló la habitación con un movimiento de cabeza.

— Hay cinco escritorios, ¿no? Y parece que ustedes… Sí, creo que todos esperaremos al hombre que se sienta en el quinto. O que solía hacerlo.

Ninguno de los presentes pudo evitar estremecerse ante el sonido de esas palabras quedas.

Sin molestarse en disuadirla, Marcus la saludó con una inclinación de cabeza y se dirigió a Cyrus:

— Ve directamente al Astoria y luego reúnete con nosotros en el Lafayette. Estaremos en la terraza. Tengo algunas dudas que sólo tú y Stevie podéis disipar.

Cyrus asintió y se puso el sombrero. La señorita Howard dirigió una última mirada de ánimo a la señora Linares antes de cerrar la puerta del despacho.

— Procure no perder las esperanzas.

La mujer se limitó a asentir con un gesto, y un instante después, ella y Cyrus desaparecieron de la vista.

Marcus comenzó a pasearse por la habitación mientras Lucius guardaba los instrumentos médicos. La señorita Howard fue hasta la ventana y bajó la vista hacia Broadway con expresión triste. Sólo el señor Moore parecía particularmente impaciente.

— ¿Y bien?— preguntó por fin—. ¿Qué habéis descubierto?

— Muchas cosas— respondió Lucius en voz baja—. Aunque no las suficientes.

Hizo una pausa, y el señor Moore levantó los brazos.

— ¿Y pensáis compartir vuestra información, caballeros, o es un secreto entre la señora Linares y vosotros?

Marcus sonrió con aire pensativo.

— Es una mujer muy lista.

— Sí— convino la señorita Howard desde la ventana, también sonriente.

— ¿Lista?— preguntó el señor Moore—. ¿No sería mejor decir loca?

— No, no— se apresuró a responder Lucius—; no tiene nada de loca.

El señor Moore parecía a punto de estallar.

— Muy bien, ¿vais a contarme lo que os ronda por la cabeza o no?

— Desde luego, John— respondió Marcus—. Pero primero vayamos al Lafayette. Estoy muerto de hambre.

— Ya somos dos— dijo Lucius recogiendo la bolsa de instrumentos—. ¿Stevie?

— No me importaría comer algo— me limité a responder.

Lo cierto es que yo también estaba impaciente por conocer la opinión de los sargentos detectives, pero había acusado el impacto de las palabras de despedida de la señora Linares y no me sentía especialmente optimista.

La señorita Howard se volvió para descolgar una chaquetilla de un perchero de madera situado junto a la puerta.

— Entonces vamos. Tendremos que bajar por las escaleras. No queda nadie en el edificio para subir el ascensor.

Nos dirigimos hacia la puerta trasera en fila india, con el todavía rabioso señor Moore en último lugar.

— ¿Qué os pasa a todos?— insistió—. La pregunta es muy sencilla: ¿tenemos un caso o no?

— Claro que tenemos un caso— dijo Marcus. Se volvió hacia la señorita Howard—. Has conseguido lo que querías, Sara.

Ella esbozó otra sonrisa, pero sin perder su aire melancólico.

— Debería tener más cuidado con mis deseos…

El señor Moore puso las manos en jarras.

— ¿Qué significa eso? Oídme: no pienso ir a ninguna parte hasta que alguien me explique lo que pasa. Si tenemos un caso, ¿por qué estáis todos tan desalentados?

Lucius gruñó mientras se colgaba al hombro la bolsa de instrumentos.

— En resumen, John, tenemos un caso, y un caso muy desconcertante. Supongo que no necesito decirte que, habida cuenta de las personas involucradas, podría ser algo gordo. Muy gordo y desagradable. Pero la señora Linares tenía razón. Sin «él»— Lucius se volvió a mirar hacia el escritorio situado a la derecha de los otros cuatro—, no tenemos ninguna posibilidad.

— Y después de lo que le ha pasado— añadió la señorita Howard mientras enfilábamos hacia la escalera de incendios, que estaba al fondo de la cocina—, no podemos estar seguros de que acepte intervenir. Yo ni siquiera estoy segura de que tengamos derecho a pedírselo.— se detuvo en seco y se volvió hacia mí—. Como ha dicho Marcus, es una incógnita que sólo pueden desvelar Cyrus y Stevie.

De repente me convertí en el centro de atención de todos los presentes, una posición en la que nunca me he sentido cómodo. Pero era evidente que esperaban que dijera algo.

— Bueno, supongo que debería esperar a oír la opinión de Cyrus, pero…

— ¿Pero?— preguntó Marcus.

— Pero— respondí—, yo diría que todo depende de cómo se encuentre mañana por la mañana. De cómo se tome su partida forzosa del instituto. Y creo que tiene razón, señorita Howard, no sé si tenemos derecho a pedírselo.

Ella asintió y desapareció por la puerta de las escaleras. Embargados por la incertidumbre, todos iniciamos el largo y oscuro descenso hacia Broadway.

6

Mientras cenábamos entre los enrejados de hierro forjado cubiertos de enredaderas de la terraza del Café Lafayette, en el cruce de la calle Nueve y University Place, los Isaacson nos contaron lo que habían descubierto durante la entrevista con la señora Linares. Una vez más, sus teorías pusieron de manifiesto su talento para sacar conclusiones inesperadas de lo que parecía un caos de datos y, como de costumbre, hicieron que todos los demás cabeceáramos asombrados.

Según los sargentos detectives, el golpe que la mujer había recibido en la nuca dejaba sólo dos posibilidades respecto de la identidad del atacante: o bien se trataba de un individuo hábil con la cachiporra, un especialista en dejar inconsciente a la gente, o de alguien con una fuerza limitada que por pura casualidad había asestado un golpe certero sin producir mayores daños. La primera posibilidad planteaba un problema: a juzgar por el ángulo y la localización del golpe, si el ataque había sido obra de un experto, éste debía de tener una altura parecida a la de la mujer y habría reemplazado la cachiporra por un arma más contundente y peligrosa, como un trozo de caño. Sin embargo, lo más importante era que se había arriesgado a que lo vieran en un lugar público y concurrido— justo frente al Metropolitan Museum— a una hora extremadamente imprudente.

Basándose en estos hechos, los sargentos detectives descartaban la posibilidad de que la niña hubiera sido secuestrada por un profesional. Independientemente de que éste trabajara por cuenta propia o ajena, un profesional no se habría arriesgado a atizarle a alguien en la cabeza con un caño, sino que habría escogido un lugar más aislado que el obelisco egipcio de Central Park. De modo que tenía que tratarse de un aficionado que con toda probabilidad había actuado sin un plan preconcebido, y era muy posible, casi seguro, que se tratara de una mujer. El hecho de que la señora Linares se hubiera referido al atacante con el pronombre «él» no tenía relevancia alguna; ella había reconocido que no lo había visto y, como era lógico en un miembro de una acomodada familia de diplomáticos, había dado por sentado que ninguna mujer sería capaz de cometer una acción semejante. Pero la lesión podía haber sido producida por una mujer con una fuerza normal y de una estatura similar a la de la señora Linares, y la descripción que ella misma había hecho de la mujer que había visto en el tren coincidía con estas características.

El señor Moore, por su parte, quiso saber qué había de verosímil en esa descripción. ¿Por qué los sargentos detectives estaban dispuestos a aceptar la versión de la señora Linares? ¿No era una descripción demasiado detallada para una mujer que sólo veía por un ojo, que había vislumbrado fugazmente a su hija y que, en consecuencia, estaba en estado de
shock
? Lucius le aseguró que no. De hecho, la descripción de la mujer carecía de ciertos detalles que los «mentirosos patológicos» (yo había aprendido en los escritos del doctor que esos individuos estaban tan chalados que llegaban a creerse sus propias mentiras) habrían incluido. Por ejemplo, era capaz de recordar su atuendo en términos generales, pero no su color; tenía una idea vaga de la altura de la mujer, pero no exacta, y ni siquiera podía precisar si la mujer llevaba sombrero o no. Y había otras razones más sutiles para pensar que había dicho la verdad sobre este particular, razones que Lucius definió como «indicios fisiológicos».

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