El ángel de la oscuridad (6 page)

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Authors: Caleb Carr

Tags: #Intriga, Policíaco, Suspense

Muy pronto un par de siluetas se perfilaron en la tenue luz del umbral de la cocina, y a pesar de la oscuridad vi que la señorita Howard sostenía a la otra mujer, no porque ésta fuera incapaz de mantenerse en pie (aunque parecía dolorida), sino para ayudarla a superar un evidente temor. Cuando llegaron al centro de la sala, observé que la mujer tenía una bonita figura y estaba vestida de negro: capa sobre capa de raso y seda, todo coronado con un sombrero de ala ancha del que caía un tupido velo negro. Llevaba un paraguas con mango de marfil en una mano, y cuando nuestra amiga la soltó se apoyó sobre él.

Todos nos pusimos en pie, pero la señora Linares estaba pendiente de Cyrus.

— Por favor— dijo con una voz melodiosa, pese a que traslucía varias horas de llanto—. No se detenga. Es una pieza preciosa.

Cyrus obedeció, pero siguió tocando muy bajo. Entonces el señor Moore dio un paso al frente y tendió la mano a la mujer.

— Señora Linares, me llamo John Schuyler Moore. Supongo que la señorita Howard le habrá dicho que soy periodista…

— Del
New York Times
— respondió la mujer detrás del velo mientras estrechaba con suavidad la mano de Moore—. Para serle franca, señor, si usted hubiera trabajado para cualquier otro periódico de la ciudad, como los de Pulitzer o Hearst, no habría consentido este encuentro. Han publicado mentiras abominables sobre la conducta de mis compatriotas para con los rebeldes de Cuba.

El señor Moore la miró con atención durante unos instantes.

— Me temo que sí, señora. Pero también me temo que al menos parte de lo que han publicado es verdad.

La señora Linares inclinó la cabeza, y a pesar del velo, era posible percibir su tristeza y su vergüenza.

— Por suerte— prosiguió el señor Moore—, no estamos aquí para hablar de política, sino de la desaparición de su hija. Siempre y cuando los dos temas no estén relacionados.

La señorita Howard le dirigió una fugaz mirada de sorpresa y reprobación mientras la señora Linares erguía la cabeza con actitud orgullosa.

— He dado mi palabra a la señorita Howard de que he relatado los hechos con total veracidad.

La señorita Howard cabeceó.

— Francamente, John, ¿cómo puedes…?

— Ofrezco mis disculpas a ambas— respondió él—, pero deben admitir que la coincidencia es notable. Últimamente la posible guerra entre nuestros dos países es un tema de conversación tan trillado como el tiempo, y sin embargo, de todos los hijos de los diplomáticos que se encuentran en Nueva York, desaparece precisamente la hija de un alto dignatario español.

— John— dijo la señorita Howard, furiosa— tú y yo deberíamos…

— No, señorita Howard— la interrumpió la señora Linares alzando una mano—. El escepticismo del señor Moore es comprensible. Pero dígame, señor: si yo fuera un simple instrumento en un juego diplomático, ¿cree que llegaría a estos extremos?

Con estas palabras, la mujer levantó el velo sobre el ala del sombrero y se acercó a la luz que se filtraba por la ventana.

Debo decir que en la zona del Lower East Side donde me crié y pasé los primeros ocho años de mi vida uno se acostumbra a ver mujeres apaleadas por sus hombres, y dada la predilección de mi madre por cierta clase de compañía masculina, yo había tenido ocasiones de sobra para contemplar de cerca las secuelas de dichas palizas. Pero nada de lo que había visto en aquellos años superaba los estragos que alguien había producido en aquella atractiva mujer. Un cardenal enorme comenzaba encima del ojo izquierdo, tan hinchado que permanecía cerrado, y acababa en un costurón en la mejilla. Un arco iris morado, negro, amarillo y verde se extendía a cada lado de la nariz y llegaba al ojo derecho, con el que la mujer nos veía, y ponía de manifiesto que la nariz también se había llevado lo suyo. La piel de la barbilla estaba levantada y la comisura derecha de la boca colgaba hacia abajo en un rictus permanente causado por otro desagradable tajo. Por la penosa forma en que se movía la mujer, era evidente que el resto de su cuerpo había sufrido daños similares.

Al oír los siseos simultáneos que emitimos el señor Moore, Cyrus y yo, la señora amagó una sonrisa y un brillo fugaz iluminó su precioso ojo derecho, de color castaño oscuro.

— Si alguien me pregunta algo— murmuró—, debo decir que me caí por la escalera de mármol del consulado… después de sufrir un desmayo al enterarme de la muerte de nuestra hija. Verán, mi marido y el cónsul Baldasano ya han decidido que si fuera imprescindible dar explicaciones a extraños, yo debo decir que mi hija murió a causa de una enfermedad. Pero no está muerta, señor Moore.— La mujer dio un par de pasos tambaleantes, apoyándose en el paraguas—. ¡La he visto! La he… visto…

La señora Linares parecía a punto de desmayarse, por lo que la señorita Howard se apresuró a sujetarla y a guiarla hasta uno de los elegantes sillones de la marquesa Carcano. Yo me volví hacia el señor Moore y vi su cara encendida con una amplia variedad de reacciones: furia, horror, compasión, pero sobre todo consternación. Agitó una mano en mi dirección.

— Stevie…

Yo ya había sacado el paquete de cigarrillos y encendí uno para cada uno. El señor Moore se paseó de un lado a otro y, de pronto, tuve que apartarme cuando por fin se abalanzó hacia el teléfono que estaba sobre el escritorio situado a mi espalda.

— Esto se sale de nuestra competencia— masculló mientras descolgaba el auricular. Luego añadió en voz más alta—: ¿Operadora? Con la comisaría de policía de Mulberry Street. Oficina Central, División de Detectives.

— ¿Qué?— preguntó la señorita Howard con tono apremiante mientras una expresión de horror se dibujaba en el rostro de la señora Linares—. No, John, te he dicho…

El señor Moore levantó una mano.

— No te preocupes. Sólo quiero saber dónde están. Conoces a los muchachos mejor que yo, Sara. Si se lo pedimos, mantendrán el asunto en secreto.

— ¿De quiénes habla?— murmuró la señora Linares, pero Moore volvió a concentrar toda su atención en el teléfono.

— ¿Hola? ¿Central? Escuche, tengo un mensaje personal urgente para los sargentos detectives Isaacson. ¿Podría informarme de dónde están? Ah… Bien, gracias.— colgó el auricular y se volvió hacia mí—. Stevie, al parecer han encontrado un cadáver en el muelle de Cunard. Lucius y Marcus están ocupándose del caso. ¿Cuánto crees que tardarás en ir hasta allí y traerlos contigo?

— Si Cyrus me ayuda a requisar un cabriolé— respondí—, media hora. Como mucho, tres cuartos.

El señor Moore miró a Cyrus.

— Ve con él.

Los dos enfilamos hacia el ascensor, pero antes de entrar, me detuve un instante y me volví hacia el señor Moore.

— ¿No cree que deberíamos…?

El señor Moore negó rápidamente con la cabeza.

— Todavía no sabemos qué se cuece aquí. No le pediré que vuelva aquí hasta que estemos seguros.

Cyrus me puso una mano en el hombro.

— Tiene razón, Stevie. Vamos.

Entré en el ascensor, Cyrus cerró la puerta con fuerza, y bajamos.

Gracias a que el hotel St. Denis estaba al otro lado de la acera, siempre resultaba relativamente fácil encontrar un cabriolé frente al 808 en cualquier momento del día o de la noche; de hecho, había dos en la puerta del hotel cuando Cyrus y yo cruzamos hasta allí. El primero era uno de cuatro ruedas conducido por un viejo excéntrico vestido con una descolorida chaqueta de librea roja y un bombín abollado. Estaba dando cabezadas en el asiento y apestaba a vino a dos metros de distancia. Sin embargo, la yegua gris parecía en buena forma.

Me volví hacia Cyrus.

— Ponlo en el asiento trasero— dije mientras saltaba al pescante y sacudía al viejo—. ¡Eh!, ¡eh, despierta! Tienes pasajeros.

El viejo emitió algunos sonidos ebrios y confusos mientras yo lo obligaba a bajar el estribo de hierro de la izquierda y lo arrojaba en brazos de Cyrus.

— ¿Qué… haces?

— Conducir— respondí al tiempo que me sentaba y tomaba las riendas.

— ¡No puedes conducir!— protestó el tipo.

Cyrus lo sentó a la fuerza en el compartimiento de los pasajeros, se acomodó a su lado y cerró la portezuela.

— Te pagaremos el doble— respondió Cyrus sujetándolo con fuerza—. Y no te preocupes, el chico es un excelente cochero.

— ¡Pero me buscaréis problemas con la policía!— gritó el viejo mientras se quitaba el sombrero y nos enseñaba la licencia enganchada a él—. No quiero líos con la ley… Soy un cochero con licencia, ¿veis?

— ¿De veras?— dije volviéndome a mirarlo. Le arrebaté el sombrero y me lo puse—. Bueno, ahora yo también tengo licencia, así que siéntate y tranquilízate.

El viejo obedeció a la primera orden pero no a la segunda, y continuó chillando como un cerdo en el matadero mientras yo hacía restallar las riendas sobre el lomo de la yegua y corríamos por el pavimento de Broadway a una velocidad que justificaba con creces la rápida evaluación que había hecho del animal.

4

Al torcer por la esquina de la calle Nueve, habíamos alcanzado una velocidad tan descabellada— incluso para mí, lo confieso— que el cabriolé prácticamente se encaramaba sobre las dos ruedas traseras. En los días anteriores a la aparición de los dos transatlánticos importantes de la compañía (el
Mauretania
y el patético y viejo
Lusitania),
el muelle de Cunard Line seguía situado al final de Clarkson Street, a una travesía de West Houston, pero yo deseaba esperar el máximo posible antes de entrar en esta última calle. Aunque era domingo, estaría atestada de prostitutas, timadores y sus ebrias víctimas, unos especímenes que proliferaban desde que el comisario Roosevelt se había marchado a Washington. Sus trapicheos nos retrasarían. De hecho, en cuanto recorrimos las tranquilas manzanas residenciales de la calle Nueve, cruzamos la Sexta Avenida y giramos hacia el oeste por Christopher, comenzamos a ver señales inconfundibles de lo que la señorita Howard había mencionado en nuestro trayecto hacia el 808 de Broadway: los delincuentes hacían sus transacciones fuera de sus antros, madrigueras y burdeles con total impunidad y sin la menor señal del temor que el señor Roosevelt les había infundido en un tiempo, por breve que éste fuera. Para completar el cuadro se veía algún que otro policía ocupado en todas aquellas prácticas que el comisario, llevando a cabo en persona inspecciones nocturnas, se había propuesto erradicar: cobrar sobornos, beber fuera de las salas de fiesta y las tabernas, divertirse con las rameras o dormir en cualquier espacio libre. Sí, la vieja ciudad comenzaba a darse cuenta de que Roosevelt se había marchado y de que su jefe de ideas reformistas, el alcalde Strong, pronto lo seguiría: en los bajos fondos ya no había lugar para el disimulo.

Cuando llegamos a Bleecker Street algo me llamó la atención (confieso que también me removió las tripas) y frené de golpe, sorprendiendo a Cyrus.

— ¿Qué pasa, Stevie?— me gritó, pero yo tenía la vista clavada en una mancha de desteñida seda azul y una enorme cabellera rubia. Por el tono de voz de Cyrus, supe que había visto lo mismo que yo e imaginé que habría puesto mala cara—. Ah, Kat…

Volví a sacudir las riendas y me dirigí hacia la seda azul y el cabello rubio que pertenecían a Kat Devlin, una…, bueno, digamos que una amiga que trabajaba en una de las casas de mala nota de Worth Street. Estaba con un hombre emperifollado que tenía edad para ser su abuelo, pues Kat sólo tenía catorce años. Estaban a punto de cruzar Bleecker cuando tiré de las riendas de la yegua para cerrarles el paso.

— No tenemos tiempo para estas cosas, Stevie— dijo Cyrus en voz baja pero firme.

— Sólo será un minuto— me apresuré a responder.

Kat se sobresaltó ante la súbita aparición del cabriolé y alzó la vista, con una expresión furiosa en su bonita cara y en sus ojos azules.

— ¡Eh! ¿Qué demonios…?— Entonces me vio. Su expresión se suavizó, pero seguía reflejando desconcierto. Un amago de sonrisa asomó a sus labios—. ¡Stevie! ¿Qué haces aquí? ¿Y qué haces con ese cabriolé, aparte de ahuyentarme la clientela?

Con esas palabras se volvió a sonreír al viejo que la acompañaba y le sujetó el brazo con más fuerza, haciéndome hervir la sangre aún más. El hombre le dio una palmada en el brazo con su mano enfundada en guantes caros y esbozó una sonrisa repulsiva.

— Iba a preguntarte lo mismo— dije—. Ésta no es tu zona, ¿no?

— Estoy recorriendo mundo— respondió—. La semana que viene sacaré mis cosas de Frankie’s y empezaré a trabajar en Hudson Street. En el local de los Dusters.

Se sorbió los mocos con fuerza, rió para disimular y se apresuró a limpiarse la nariz. Su guante apolillado se manchó de sangre y entonces, como suele decirse, vi la luz.

— Los Dusters— repetí mientras el fuego que me quemaba el pecho se convertía en pánico—. Kat, no puedes…

Kat adivinó lo que seguiría y reanudó su camino.

— Es un amigo— dijo a su acompañante. Luego me gritó por encima del hombro—: ¡Pásate a verme por Frankie’s la semana que viene, Stevie!— más que una invitación, era una advertencia—. ¡Y no robes más cabriolés!

Habría querido decir algo, cualquier cosa que hiciera que dejara a su acompañante y viniera con nosotros, pero Cyrus me agarró con fuerza del hombro.

— No podemos— dijo con el mismo tono suave y firme—. No hay tiempo.

Sabía que tenía razón, pero esa certeza no me consolaba y mi cuerpo se tensó hasta tal punto que por un instante se me nubló la vista. Luego, con un súbito y corto grito saqué el largo látigo de su funda, lo levanté por encima de mi cabeza y lo sacudí hacia el hombre que cruzaba la calle con Kat. El fustazo abrió un precioso agujero en la copa del sombrero y lo hizo volar por los aires hasta que aterrizó en un charco de lluvia y orines.

— ¡Maldito seas, Stevie!— gritó Kat—. ¡No puedes…!

Pero yo no estaba dispuesto a oír nada más; sacudí las riendas y la yegua volvió a desbocarse por Christopher Street. A mi espalda, las maldiciones de Kat eran estridentes pero indescifrables.

Supongo que ya se habrán dado cuenta de que Kat era algo más que una amiga. Pero no era mi chica; en realidad, no era la chica de nadie, y no puedo explicar qué lugar ocupaba en mi vida. Podría decir que era la primera mujer con la que había mantenido relaciones íntimas, pero esa declaración evocaría imágenes felices de un amor juvenil que no corresponderían con la realidad. La verdad es que ella era un interrogante, un enigma que se volvería más desconcertante en los días siguientes, cuando su vida dio un giro inesperado, como si estuviera predestinada a entremezclarse con el caso que comenzábamos a resolver.

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