El ángel de la oscuridad (16 page)

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Authors: Caleb Carr

Tags: #Intriga, Policíaco, Suspense

— Continúa, continúa— la animó el doctor tomando notas.

— Además es una niña sana; ha tenido todos los privilegios y se le nota.

— ¿Y?

— Y es lista. A una edad tan precoz se divierte con lo que nosotros consideramos grandes obras de arte, pero que para ella son simples objetos de curiosidad y fascinación. Eso demuestra sensibilidad.

— Por el amor de Dios, hablas de ella como si fuera una persona— protestó el señor Moore.

— Es una persona, John— replicó el doctor sin dejar de escribir—. Aunque te cueste creerlo. ¿Algo más, Sara?

— Sólo…, sólo que era un objetivo lógico. Su carácter sociable debía de atraer la atención y granjearle la simpatía de todo el mundo.

— Pero también la envidia de una persona en particular— añadió Marcus exhalando una nube de humo que hizo toser a su hermano—. Oh, lo lamento, Lucius— murmuró sin verdadera preocupación.

— Excelente— dijo el doctor—. Tenemos material de sobra para comenzar con buen pie. Ahora observemos a la misteriosa mujer del tren a la luz de estas deducciones. Ya hemos llegado a la conclusión de que no se informó previamente sobre su víctima. Que sintió un espontáneo e irresistible impulso de llevársela, sin importarle quién fuera. ¿Alguna otra idea?

— Es muy probable que no tenga hijos— sugirió Marcus.

— De acuerdo— respondió el doctor—. Pero hay muchas mujeres que no tienen hijos y, sin embargo, son capaces de contener el impulso de secuestrar a un niño.

— Tal vez no pueda tener hijos— dijo la señorita Howard.

— Nos vamos acercando. Pero ¿por qué no adopta uno? Esta ciudad está llena de niños abandonados.

— Quizá no pueda hacerlo— terció Lucius— debido a alguna complicación legal, incluso a antecedentes delictivos si hemos de guiarnos por su conducta en este caso.

El doctor reflexionó sobre esta posibilidad.

— Más cerca aún. Una mujer físicamente incapaz de tener hijos, que no puede adoptar uno legalmente debido a sus antecedentes delictivos.

— Pero es algo más profundo— murmuró la señorita Howard con aire pensativo—. No quiere un niño abandonado. Se ha sentido atraída por esta niña en particular, una niña muy querida. Y con razón, dado el buen estado de salud y el carácter vivaz de la pequeña. Así que si inferimos que todo esto le toca una fibra sensible…

— ¿Sí, Sara?— preguntó el doctor.

La señorita Howard se estremeció visiblemente.

— Lo siento. Pero esto me hace pensar en alguna tragedia. Doctor, ¿no es posible que tuviera hijos y los perdiera, quizás a causa de una enfermedad?

El doctor meditó unos instantes.

— Me gusta— dijo por fin—. Es una teoría coherente con su elección de la víctima. La mayoría de las personas, con la excepción de bichos raros como Moore, experimentamos cierto anhelo cuando vemos una niña como Ana Linares. Por inconsciente o sutil que sea. ¿Es posible que una experiencia trágica hiciera que en esta mujer en particular el anhelo se volviera irresistible? ¿Puede que ésta fuera la niña saludable y feliz que siempre había deseado?

— Y la que por lo visto se cree con el derecho de tener— añadió Marcus.

— ¿Y qué hay de su ropa?— preguntó Lucius—. Si la señora Linares está en lo cierto y la mujer es enfermera o institutriz…

— Ah, sargento detective, ha leído usted mis pensamientos— dijo el doctor—. Por lo que acabamos de describir, ¿podría ser una mujer que ha hecho de la tarea de cuidar niños su profesión?

— Ah, no— lo atajó el señor Moore irguiéndose en su asiento—. No, no, no. Ya me veo venir adonde nos conduce esto…

El doctor rió.

— ¡Claro que sí, Moore! Pero ¿de qué tienes miedo? Durante el caso Beecham demostraste un gran talento para esta clase de trabajo.

— ¡Me da igual!— respondió el señor Moore con una expresión de horror sólo parcialmente teatral—. ¡Detesté cada minuto de ese trabajo! Nunca había hecho nada tan aburrido, pesado y…

— No obstante, aquí comienza la parte más difícil de la investigación— respondió el doctor—. Visitaremos todas las agencias de enfermeras e institutrices de la ciudad, así como los hospitales, orfanatos y albergues para niños. La mujer está en la ciudad con la niña, y si podemos fiarnos de la vista de la señora Linares, y yo creo que sí, es una empleada de este sector profesional.

La cara de Lucius se frunció, encarnando un gran signo de interrogación.

— Pero, doctor, ni siquiera sabemos su nombre. Sólo tenemos una descripción verbal. Si tuviéramos una fotografía o un retrato…

El doctor dejó la tiza y se sacudió el polvo blanco de las manos y el chaleco.

— ¿Y por qué no?

Lucius parecía todavía más confundido.

— ¿Por qué no, qué?

— ¿Por qué razón no vamos a tener un retrato?— respondió lacónicamente—. A fin de cuentas, contamos con una descripción extremadamente gráfica.— Recogió su chaqueta, se la puso y continuó—: Caballeros, me temo que han pasado por alto la característica más importante de este caso. ¿Cuál era el elemento principal que nos faltaba en el caso Beecham y que falta en la mayoría de los delitos de esta naturaleza? Una descripción precisa del sospechoso. Sin embargo, ahora tenemos una e intuyo que, en una próxima entrevista, la señora Linares podrá darnos muchos detalles más de los que disponemos hasta el momento.

— ¿Pero cómo los traduciremos en una imagen visual?— preguntó la señorita Howard.

— No lo haremos nosotros— respondió el doctor—. Delegaremos esa tarea a una persona especializada en la materia.— Sacó su reloj de plata, lo abrió y consultó la hora—. Me gustaría contar con la habilidad de Sargent, pero se encuentra en Londres y tendríamos que pagarle una suma desorbitada. Eakings también serviría, pero está en Filadelfia; demasiado lejos también, dada la urgencia del caso. Nuestra adversaria podría huir de la ciudad en cualquier momento, así que debemos darnos prisa.

— A ver si te he entendido, Kreizler— dijo el señor Moore, cada vez más perplejo—. ¿Piensas encargar un retrato de esa mujer basado en una descripción?

— Creo que bastará con un boceto— respondió el doctor mientras guardaba el reloj—. La confección de retratos es un proceso muy complejo, Moore. Un buen retratista debe poseer dotes innatas de psicólogo. Pero no veo motivo alguno que nos impida hacer un esbozo aproximado con la colaboración de la señora Linares. Nuestra primera tarea será encontrar al artista adecuado, y creo saber dónde encontrarlo.— Me miró—. ¿Stevie? ¿Qué te parece si hacemos una visita al Reverendo? Supongo que a estas horas no estará trabajando y lo encontraremos en casa, a menos que haya salido en una de sus excursiones nocturnas.

La idea me entusiasmó de inmediato.

— ¿Pinkie?— pregunté saltando del alféizar—. ¡Seguro!

Marcus paseó la vista entre el doctor y yo.

— ¿Pinkie? ¿El Reverendo?

— Un amigo— respondió el doctor—. Albert Pinkham Ryder. Tiene muchos apodos, como la mayoría de los excéntricos.

— ¿Ryder?— Al señor Moore tampoco le convencía la idea—. No es retratista y tarda años en terminar un cuadro.

— Es cierto, pero tiene intuición. No me cabe duda de que nos recomendará a la persona más indicada. Si quieres acompañarnos, Moore… Y tú también, Sara.

— Encantada— respondió la señorita Howard—. Su obra es fascinante.

— Hummm, sí— dijo el doctor con tono dubitativo—. Aunque me temo que su estudio no te lo parecerá tanto.

— Y que lo digas— terció el señor Moore—. No contéis conmigo. Ese sitio me pone la carne de gallina.

El doctor se encogió de hombros.

— Como quieras. Sargentos detectives, lamento asignarles una tarea que me temo que resultará inútil, pero podría valer la pena…

— ¿Visitar a los cubanos?— respondió Lucius con un tono que reflejaba que era lo último que deseaba hacer—. Oh, será un placer… Fríjoles, ajo y dogma. Bueno, por lo menos no hablo español, así que no entenderé lo que dicen.

— Mis disculpas— dijo el doctor—, pero como ya saben, debemos cubrir todos los frentes. Y lo antes posible.

Todos enfilamos hacia la puerta, Marcus caminando lentamente en último lugar.

— Hay algo más, doctor— murmuró andando con paso lerdo mientras le daba vueltas a algo en la cabeza—. El señor Linares. Hemos dado por sentado, y estoy completamente de acuerdo con esta suposición, que el secuestro ha sido cometido por una persona que no conocía la identidad de la niña.

— ¿Y, Marcus?— preguntó el doctor.

— En tal caso, ¿por qué Linares trata de ocultar el rapto?— La cara del detective era el vivo retrato de la preocupación—. Con toda seguridad, la mujer que hemos descrito es estadounidense. Este hecho sería tan conveniente para el gobierno español como un secuestro motivado por razones políticas. ¿Por qué no lo aprovechan?

El señor Moore miró al doctor con expresión petulante.

— ¿Y bien Kreizler?

El doctor miró al suelo, sonrió y asintió varias veces con la cabeza.

— Debí esperar esta pregunta de usted, Marcus.

— Lo siento— respondió el sargento detective—. Pero como bien ha dicho usted, debemos cubrir todos los frentes.

— No es necesario que se disculpe— dijo el doctor—. Simplemente tenía la esperanza de eludir esa pregunta, porque es la única que no sé cómo responder. Y si encontramos la respuesta, mucho me temo que también descubriremos hechos desagradables y peligrosos. Pero no debemos permitir que ello nos detenga.

Marcus reflexionó unos instantes y luego hizo un gesto afirmativo.

— No obstante, debemos tenerlo en mente.

— Y lo haremos, Marcus. Así como…— Con aire pensativo, el doctor se permitió otro lento paseo por la habitación y se detuvo junto a la ventana—. Mientras hablamos, ahí fuera hay una mujer que, sin saberlo, tiene en su poder a una niña que a pesar de su inocencia podría ser instrumento de una terrible destrucción, tan devastadora como la bala de un asesino o la bomba de un loco. Sin embargo, temo los estragos que ya se han producido en la mente de la secuestradora. Sí; estaremos atentos a los posibles riesgos en un entorno más amplio, Marcus, pero una vez más debemos empeñarnos por encima de todo en conocer la mente y la identidad de nuestra enemiga. ¿Quién es? ¿Qué circunstancias la hicieron así? Y sobre todo, ¿es posible que la furia salvaje que la empujó a cometer este acto se vuelva tarde o temprano contra la niña? Sospecho que sí, y que esto ocurrirá más temprano que tarde.— Se volvió hacia los demás—. Más temprano que tarde.

10

Siempre he creído que en esta vida hay dos clases de personas: las que encuentran placer en lo que podríamos llamar «bichos raros» y las que no; y supongo que yo, a diferencia del señor Moore, siempre he formado parte del primer grupo. Era casi un requisito para disfrutar de la vida en casa del doctor Kreizler, porque los individuos que entraban y salían de allí— incluso aquéllos como el señor Roosevelt, que era más listo que el hambre y más tarde cosecharía fama y éxito— eran algunos de los personajes más peculiares que uno podía conocer en aquellos tiempos. Y de entre esos personajes extraños pero notables, ninguno era más raro que el hombre al que yo solía llamar «Pinkie», el señor Albert Pinkham Ryder.

Para Ryder el arte era una religión además de una profesión. Ese hombre alto, afable y educado de barba poblada y ojos inquisidores parecía un monje o un sacerdote, razón por la cual sus amigos lo conocían como «el Reverendo» o «el Obispo Ryder». Vivía en el número 308 de la calle Quince Oeste y se pasaba las noches trabajando o dando largos paseos por las calles, parques e incluso suburbios de la ciudad, estudiando la luz de la luna y las sombras que aparecían en la mayoría de sus cuadros. Ryder era un alma solitaria— un ermitaño, en sus propias palabras— que había crecido en el viejo y fantasmal pueblo de New Bedford, Massachusetts, junto a una madre cuáquera y una colección de hermanos varones; lo que explicaba que una de sus principales rarezas fuera su forma de tratar a las mujeres. Su actitud era amable, desde luego, y hasta habría pasado por caballerosa de no ser por su extremada singularidad. En una ocasión, por ejemplo, había oído una maravillosa voz femenina y tras localizar a su propietaria le había propuesto matrimonio de inmediato. No cabía duda de que la mujer era una excelente cantante, pero la calle y la casa donde vivía eran célebres por otra clase de actividades, y sólo la oportuna intervención de un grupo de amigos disuadió al pobre Pinkie de esa idea y lo salvó de que lo desplumaran vivo.

Le gustaban los niños; él mismo era una especie de niño grande y raro, y siempre se alegraba de verme (cosa que no puede decirse de otros amigos del doctor). En 1897 ya tenía suficiente fama entre los entendidos en arte para vivir como le daba la gana: que era esencialmente como una urraca. Jamás tiraba nada, ni un envase de comida ni un trozo de cuerda ni un montón de cenizas, y su morada asustaba a la mayoría de quienes la visitaban. Sin embargo, su afable, serena cortesía y el indiscutible atractivo de sus cuadros brumosos y etéreos contrarrestaban esa peculiaridad, sobre todo para un chico del Lower East Side acostumbrado a ver basura en el interior de las casas. Eso, unido al hecho de que compartíamos los mismos gustos culinarios— siempre tenía un estofado al fuego y cuando salía le gustaba comer ostras, langosta y habas en un restaurante junto al río— hacía que yo siempre estuviera contento de acompañar al doctor a su casa.

Aquella noche sólo hicimos el peregrinaje tres de nosotros— la señorita Howard, el doctor y yo—, ya que Cyrus (que admiraba los cuadros de Pinkie, pero, al igual que el señor Moore, aborrecía sus hábitos) se despidió con la intención de dormir toda la noche. El edificio donde vivía Pinkie estaba a unos pasos al oeste del cruce de la Octava Avenida y era uno de tantos en el barrio: una vieja y modesta casa de ladrillos que había sido reconvertida en apartamentos. Fuimos en cabriolé, siguiendo al creciente río de tránsito que a esas horas se dirigía al Tenderloin. En cuanto torcimos por la calle Quince vimos una pequeña lámpara de aceite en la ventana de Pinkie.

— Parece que está en casa— dijo el doctor Kreizler mientras pagaba al cochero. Luego cogió a la señorita Howard del brazo—. Sara, tengo que prevenirte. Sé que encuentras abominable la deferencia de los hombres hacia tu sexo, pero en el caso de Ryder tendrás que hacer una excepción. Te aseguro que su actitud es perfectamente inocente y genuina, no un velado intento por hacer pasar a las mujeres por seres frágiles y débiles.

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