La señorita Howard asintió sin demasiada convicción, ya en la escalinata del edificio.
— Siempre concedo a la gente el beneficio de la duda— respondió—. Pero si me parece ofensivo…
— Desde luego— dijo el doctor—. ¿Stevie? ¿Por qué no te adelantas para advertir al señor Ryder de nuestra visita?
Corrí al interior del edificio y subí por la oscura escalera hasta la puerta del apartamento de Pinkie, donde golpeé con fuerza y grité su nombre. Sabía que a veces, cuando era presa de la fiebre creativa, no dejaba entrar ni siquiera a los buenos amigos, pero estaba convencido de que a mí me respondería.
— ¿Señor Ryder?— grité—. ¡Soy Stevie Taggert, señor, he venido con el doctor!
En el interior oí el ruido que hacen las ardillas cuando se meten en una montaña de hojas secas y luego unos pasos pesados y lentos en dirección a la puerta. Los pasos cesaron y siguió una larga pausa, acompañada de una respiración agitada que se oía incluso desde el pasillo. Por fin una voz grave, a un tiempo pausada y asustadiza preguntó:
— ¿Stevie?
— Sí, señor— respondí.
Corrió el pestillo, y mientras la puerta se separaba de mí una figura grande se acercó para ocupar la abertura. Lo primero que vi fue la barba, luego la frente, alta y brillante, y por último esos ojos cuyo color— castaño claro o azul— nunca había podido definir.
Entré y saludé efusivamente.
— ¡Hooola, Pinkie!— anuncié abriéndome paso entre las pilas de libros, periódicos y basura que poblaban la habitación delantera para dirigirme al fondo del apartamento, donde estaba el estudio y la olla del guiso.
El me sonrió con esa expresión característica que el señor Kreizler llamaba «enigmática».
— Hola, jovencito— dijo limpiándose con un trapo la pintura de las manos. A pesar de los años que llevaba en Nueva York, todavía conservaba el acento de Nueva Inglaterra—. ¿Qué te trae por aquí a estas horas?
— El doctor viene detrás— dije avanzando entre las paredes atestadas de lienzos sin enmarcar que para los ojos de un profano parecían cuadros terminados: preciosos paisajes otoñales, tormentosas playas (lo que los entendidos llamaban «marinas»), así como escenas de la poesía, el teatro y los mitos que fascinaban al bueno de Pinkie. Él mismo tenía algo de poeta, y como he dicho, cualquiera habría pensado que sus interpretaciones de
El bosque de Arden
o
La Tempestad
estaban listas para entregar. Pero a Pinkie le resultaba casi imposible considerar que un cuadro estaba terminado, y tal como había dicho el señor Moore, seguía retocando y rizando el rizo durante años antes de ponerlo en manos del casi siempre desesperado mecenas que había pagado por él mucho tiempo antes.
Cogí una cuchara de madera y probé una buena cucharada del apetitoso guiso de cordero que Pinkie había endulzado con manzanas. Luego me volví para echar un vistazo al estudio.
— Buena cosecha, Pinkie— le dije—. ¿Cuántos de éstos están ya vendidos?
— Los suficientes— respondió desde la habitación delantera.
Entonces oí las voces del doctor y la señorita Howard y corrí para presenciar el rito que celebraba Pinkie cada vez que una mujer entraba en su madriguera.
— Me siento muy honrado— dijo con una gran reverencia y rimbombante sinceridad. Luego extendió un brazo—. Por favor…
A continuación comenzó a apartar los trastos de la habitación hasta llegar al único sillón del apartamento, un mueble desvencijado pero cómodo que estaba junto a la ventana. Tras despejar el suelo delante del sillón, extendió una pequeña alfombra oriental para que la señorita Howard pudiera poner los pies sobre ella cuando se sentara, como una reina en un trono. En circunstancias normales, ella no habría aceptado esa clase de trato, pero la actitud de Pinkie era tan sincera y tan peculiar que la gente no reaccionaba según su costumbre.
— Vaya, Albert— dijo el doctor con voz animosa—, tienes buen aspecto. Aunque noto algún que otro indicio de hinchazón. ¿Qué tal va tu reumatismo?
— Siempre al acecho— respondió Pinkie con una sonrisa—. Pero tengo mis remedios. ¿Puedo ofrecerles algo de comer? ¿O de beber? ¿Cerveza? ¿Agua?
— Sí, yo tomaré un vaso de cerveza, Albert— respondió el doctor mirando a la señorita Howard—. Es una noche bonita, aunque no tan fresca como esperaba.
— Sí, me apetece una cerveza— dijo la señorita Howard.
Pinkie alzó uno de sus largos dedos para indicar que sólo tardaría un minuto, y enfiló hacia el fondo. Mientras se alejaba, oí que sus pies producían pequeños crujidos al andar. Entonces vi que llevaba unos zapatos demasiado grandes para él, llenos de paja y de algo que parecía ni más ni menos que gachas de avena.
— Eh, Pinkie— dije mientras lo seguía—. Supongo que sabrá que tiene gachas de avena en los zapatos.
— Es el mejor remedio para el reumatismo— respondió mientras cogía unas botellas de cerveza y enjuagaba un par de vasos de aspecto sospechoso—. Últimamente tengo dolores al andar. Paja y gachas de avena frías; ésa es la solución.
Volvió a enfilar hacia la habitación delantera.
— Vale— dije encogiéndome de hombros mientras lo seguía—. No hay nadie en Nueva York que camine tanto como usted, así que usted sabrá.
Moviéndose con pequeños resoplidos, Pinkie dejó los vasos sobre una vieja caja de madera que hacía las veces de mesa y comenzó a servir la bebida.
— Aquí tienen— dijo al tiempo que pasaba los vasos al doctor y a la señorita Howard—. A su salud, señorita Howard— brindó con el vaso en alto—. «Vuestra juventud contemplo, hermosa dama/vuestra juventud contemplo y mi alma clama/que quién pudiera ser mago y tener/una varita mágica con la que detener/cualquier aciago mal que os acechara/para que jamás lágrimas inoportunas/empañaran vuestros días radiantes de fortuna.»
— Bien dicho, Albert— respondió el doctor. Alzó su vaso y bebió un sorbo de cerveza—. ¿Son tuyos esos versos?— preguntó, aunque yo intuí que ya conocía la respuesta.
Pinkie inclinó la cabeza con humildad.
— Humildes, pero míos. Y apropiados para tu acompañante.
La señorita Howard parecía sinceramente conmovida, y no era fácil que un miembro del género masculino la conmoviera.
— Gracias, señor Ryder— dijo. Levantó el vaso y bebió un sorbo—. Muy bonito.
— Dígame, Pinkie— inquirí, sabiendo que era aficionado a las carreras de caballos—, ¿qué tal le ha ido hoy en las carreras?
La cara del pintor reflejó una extraña mezcla de desencanto y entusiasmo.
— Me temo que hoy no he podido apostar— respondió—. Pero es curioso que menciones las carreras, Stevie…— Levantó el mismo dedo largo y nos indicó que lo siguiéramos al estudio—. ¡Una extraña coincidencia! Verás, he estado trabajando en algo. Un cuadro que podría decirse que tiene historia. Hace unos años, un camarero con el que mantuve un breve pero amistoso contacto apostó todos los ahorros de su vida en una carrera de caballos… y perdió. Desesperado, se pegó un tiro.
— ¡Qué horror!— exclamó la señorita Howard, aunque su horror no ocultó el hecho de que comenzaba a sentirse fascinada por las pinturas que nos rodeaban.
Pinkie nos condujo hasta un gran caballete que sostenía un lienzo de unos sesenta por noventa centímetros, cubierto con una tela delgada y manchada de pintura. Levantó una cercana lámpara de gas, le subió la llama y se acercó al caballete.
— Dista mucho de estar terminado— dijo—, pero… en fin…
Retiró la tela.
Sobre el caballete había uno de los cuadros más misteriosos que he visto en mi vida. Mostraba una tortuosa pista ovalada rodeada por una valla igualmente rústica. Delante de la pista, en el suelo fangoso, había una larga serpiente de aspecto siniestro; arriba, en la distancia, unas colinas áridas y un cielo tan tapado que tanto podría haber sido de noche como de día, y en la propia pista, un jinete solitario— la Muerte, la mismísima Parca— montado a pelo y con la guadaña en alto, corriendo en la dirección equivocada.
Claro que la mayoría de los cuadros de Pinkie eran misteriosos, pero aquél era verdaderamente lúgubre, incluso aterrador. Sin embargo, era evidente que el doctor y la señorita Howard estaban impresionados, pues sus ojos estudiaban el cuadro con un brillo de fascinación.
— Albert— dijo el doctor—, es maravilloso. Inquietante, pero maravilloso.
Al oír esas palabras Pinkie se movió con timidez sobre las gachas de avena, y volvió a hacerlo cuando la señorita Howard añadió:
— Extraordinario. Verdaderamente… encantador, a su manera.
— He decidido titularlo simplemente
La pista de carreras
— anunció Pinkie.
Yo paseé la vista entre el doctor, la señorita Howard y Pinkie y finalmente volví a fijarla en el cuadro.
— No lo pillo— dije.
Pinkie me sonrió y se acarició la barba.
— Bueno, me gusta oír eso. ¿Qué es lo que no pillas, Stevie?
— ¿Qué es esa serpiente?— respondí, señalándola.
— ¿Qué significa para ti?— preguntó él.
— Bueno, tiene que ser una serpiente muy rápida para seguir al caballo.— Pinkie pareció complacido con mis palabras—. Y hablando del caballo, Pinkie, va en la dirección equivocada. Ya se habrá dado cuenta.
— Sí— respondió el pintor mirando el cuadro.
— ¿Y qué me dice del cielo?— pregunté—. ¿Es de día o de noche?
— ¿Sabes?— respondió Pinkie entornando esos ojos de extraño color—. No había pensado en eso.
— Hummm— murmuré echando un último vistazo al lienzo—. Lo lamento, Pinkie, pero me da escalofríos. Prefiero ése de ahí arriba.
Señalé un bonito y colorido retrato de una preciosa joven de cabello cobrizo. Era sombrío, pero también agradable, no siniestro.
— Ah— dijo Pinkie—. Mi
Pequeña doncella acadiana.
Sí, a mí también me gusta, y está casi terminado. Tienes buen ojo, Stevie.— Volvió a cubrir el turbador cuadro del caballete—. Bien, Laszlo, has venido exclusivamente para interesarte por mi salud, ¿o hay alguna otra razón? Supongo que sí, porque tú siempre tienes una razón para todo.
El doctor desvió la vista, ligeramente avergonzado.
— Eres cruel, Albert— dijo con una sonrisa—, pero estás en lo cierto. — Pinkie apagó la lámpara de gas y regresamos a la habitación delantera—. La verdad, Albert, es que he venido a pedirte una recomendación.
— ¿Una recomendación?
— Necesitamos un retratista— respondió el doctor mientras la señorita Howard volvía a su apolillado trono—. Una persona capaz de hacer un retrato no del natural, sino basándose en una descripción detallada.
Pinkie parecía intrigado.
— Un pedido poco habitual, Laszlo.
— En realidad es para mí, señor Ryder— dijo la señorita Howard, y muy oportunamente, por cierto. Aunque Pinkie se oliera algo raro en la sugerencia de un hombre, la tomaría como una orden divina si procedía de una mujer, sobre todo de una mujer joven y bonita—. Es, o más bien era, una parienta lejana. Murió inesperadamente. En el mar. Hemos descubierto que no tenemos ningún retrato, ni siquiera una fotografía, que nos la recuerde. A mí y a una prima que vive en España, donde también vivía nuestra difunta parienta, nos gustaría mucho tener alguna imagen de ella como recuerdo, y el doctor dijo que quizá pudiera hacerse partiendo de una descripción.— Bebió un sorbo de cerveza con actitud seductora—. ¿Cree que es posible? Admiro muchísimo su obra y no discutiré su opinión.
Bueno; Pinkie cayó de cabeza en la trampa: tiró de las solapas de su raída chaqueta de lana, se enderezó casi por completo y comenzó a pasearse como si sus zapatos fueran del mejor cuero del mundo en lugar de estar llenos de paja y gachas de avena.
— Ya veo— dijo con aire pensativo—. Una idea interesante, señorita Howard. ¿Ha dicho que se trata de una mujer?
— Sí— respondió ella.
— Hay muchos retratistas excelentes en Nueva York. En circunstancias normales, Chase encabezaría la lista. ¿Lo conoces, Kreizler?
— ¿Te refieres a William Merritt Chase?— preguntó el doctor—. Nos vimos una sola vez, pero conozco su obra. Y tienes razón, Albert, es una elección estupenda…
— En realidad— interrumpió Pinkie—, no lo creo. Si el sujeto es una mujer y es preciso trabajar basándose en recuerdos, creo que debería hacerlo otra mujer.
Eso puso una sonrisa en la cara de la señorita Howard.
— ¡Una idea excelente, señor Ryder!— Miró intencionadamente al doctor—. Y muy alentadora…
El doctor puso los ojos en blanco y se volvió de espaldas.
— ¿Conoce a alguna?— preguntó la señorita Howard.
— Mis colegas a menudo se burlan de mi costumbre de ver las obras del mayor número posible de artistas— respondió Pinkie—, independientemente de sus antecedentes o de su sexo. Creo que prácticamente cualquier cuadro hecho con seriedad tiene sus méritos, al margen de quién lo haya pintado. Sí, creo que conozco a la persona idónea. Se llama Cecilia Beaux.
La señorita Howard asintió, como si supiera a quién se refería.
— ¿Ha oído hablar de ella, señorita Howard?— preguntó Pinkie, algo sorprendido.
— El nombre me suena— respondió la señorita Howard haciendo un esfuerzo de memoria—. ¿Da clases, por casualidad?
— Sí, así es. En la Academia de Pensilvania. Tiene un futuro brillante allí.
La señorita Howard frunció el entrecejo.
— No. No es de ahí…
— También da una clase particular— prosiguió Pinkie—. Dos veces a la semana en Nueva York. Es lo que me hizo pensar en ella.
— ¿Dónde da las clases?— preguntó el doctor.
— En la casa de la señora Cady Stanton.
— ¡Desde luego!— exclamó la señorita Howard, radiante—. La señora Cady Stanton y yo somos viejas amigas. La he oído hablar de la señorita Beaux, y con admiración.
— Como merece— juzgó Pinkie—. Los retratos de esa mujer tienen una calidad… Bueno, Laszlo, lo mejor que puedo decirte es que sabe captar la auténtica esencia de la personalidad. En Europa han sabido apreciar sus méritos y con el tiempo también lo harán aquí. Sus retratos son verdaderamente notables, sobre todo los de mujeres y niños. Sí, cuanto más pienso en ello, más me convenzo de que Cecilia Beaux es la persona idónea.
— Y podré ponerme en contacto con ella a través de Cady Stanton— dijo la señorita Howard mirando al doctor—. Lo haré mañana a primera hora.
— Bien, entonces— el doctor volvió a levantar su vaso— nuestro problema está resuelto. Sabía que debíamos recurrir a ti, Albert. Eres una enciclopedia andante.— Pinkie se ruborizó y sonrió, pero se puso más serio cuando el doctor añadió—: Y ahora dime, ¿ya has vendido
La pista de carreras
?