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Authors: Caleb Carr

Tags: #Intriga, Policíaco, Suspense

El ángel de la oscuridad (22 page)

Cuando salimos de la Quinta Avenida y entramos en Central Park por el camino para coches que conducía al Metropolitan Museum, por primera vez caí en la cuenta de lo loca, audaz o desesperada que tenía que estar la mujer que había secuestrado a la niña de los Linares. Las obras de la nueva ala de la Quinta Avenida del museo ocupaban todo el terreno entre las calles Ochenta y uno y Ochenta y tres, mientras que al oeste, en el interior del parque, la roja y cuadrangular mole de ladrillos de las tres alas antiguas tenía un tamaño equivalente a una manzana de la ciudad. El Metropolitan era lo que el doctor y sus amigos arquitectos llamaban un «híbrido de estilos»— gótico y renacentista en las tres primeras alas y
beaux arts
en el de la Quinta Avenida—, pero por muy diferentes que fueran las distintas secciones en aspecto y estilo, la primera no era mucho más antigua que la que estaban edificando. Eso significaba que en esta zona del parque los árboles y arbustos habían tenido poco tiempo para crecer, y que gran parte de lo que se plantaba o brotaba naturalmente era arrancado en el interminable proceso de construcción. Así que cuando los sargentos detectives habían dicho que el delito había sido cometido a plena luz del día y en un sitio público, querían decir precisamente eso. Lo único que se alzaba hasta una altura considerable era el obelisco egipcio situado junto a la puerta principal (pronto la lateral) del museo, y a la señora Linares la habían atacado justo allí. Como ya he dicho, el rapto había sido un acto temerario, desesperado o loco, según quisiera verlo uno.

Yo conduje hacia el norte a la máxima velocidad posible y en el trayecto el doctor iba leyendo la primera página del
Times
; dijo que los rebeldes cubanos habían masacrado a un grupo de conductores de diligencias mientras que el gobierno cubano decía haber matado a uno de los cabecillas rebeldes en otro enfrentamiento. (La primera noticia resultó cierta; la segunda, una fantasía.) Pero a todos nos resultaba difícil pensar en otra cosa que no fuera lo que teníamos entre manos, y mientras yo azuzaba a
Frederick
frente a las iglesias de la Quinta Avenida— de donde los ricachones salían del primer servicio religioso— di un susto de muerte a varios incautos convencidos de que la mañana del domingo era una hora segura para pasearse distraídos por el bulevar. Esos caballeros y damas me lanzaron gritos furiosos e incluso alguna maldición por manchar sus trajes de domingo con estiércol y orines de caballo. Yo les respondí con palabrotas, pero nada detuvo nuestra marcha y poco antes de las once subíamos por la escalinata del Metropolitan.

En otras circunstancias, el doctor habría querido comprobar los progresos de las obras del ala nueva. Era amigo del primer arquitecto, Richard Morris Hunt, fallecido hacía un par de años, y también de su hijo, que había tomado el relevo. Pero tal como estaban las cosas, el doctor saltó de la calesa, enfiló la escalinata y pasó entre un par de farolas de hierro en dirección a la entrada de granito. Cyrus lo siguió y dejándome el problema de qué hacer con el coche. Al ver a otro cochero cerca, le ofrecí un dólar para que vigilara la calesa durante unos minutos. Era más de lo que habitualmente se pagaba por esa clase de servicio— que yo a veces hacía para otros cocheros— y el hombre aceptó el dinero de buena gana. Entonces subí la escalinata mientras contemplaba las paredes de ladrillo rojo, las arcadas de granito gris y el alto techo puntiagudo y me sentía como siempre que iba a ese lugar: como si entrara en una especie de templo, cuyos servicios y ritos en otros tiempos se me antojaban tan extraños como un indio con turbante, pero que desde que vivía con el doctor comenzaba a entender cada vez mejor.

Las galerías de la entrada estaban llenas de objetos que, en mi opinión, eran los más aburridos del lugar: esculturas, cerámica y cristal viejos (debería decir antiguos) y trastos egipcios. Dada la descripción que la señora Linares había hecho de su atacante, el doctor había supuesto que encontraríamos a nuestros amigos en esa sala, y así fue. El señor Moore y la señorita Howard estaban junto a la efigie policromada de una mujer egipcia, comparándola con el boceto de la señorita Beaux y haciendo gestos de asentimiento. Por lo visto creían que los ojos se parecían. Mientras tanto, por alguna razón el señor Moore lanzaba risitas cansadas y tontas. Los sargentos detectives, por su parte, consultaban una pequeña pila de papeles con un entusiasmo no exento de seriedad. En el museo no había mucha gente a esas horas, y cuando nuestros amigos nos vieron, se alegraron como si ese día de fiesta valiera por seis o siete.

— Nunca habían hecho una identificación tan clara— dijo Lucius mientras caminaba hacia nosotros; trataba de mantener la voz controlada pero tenía todo el aspecto de estar a punto de estallar y escapar de la prisión de su ropa sudorosa.

— Sorprendente— añadió Marcus—. ¡Y gracias a un dibujo! Doctor, si pudiéramos hacer que el departamento aceptara esta idea, cambiaría todo el proceso de identificación y búsqueda de sospechosos.

La señorita Howard y el señor Moore se sumaron al grupo.

— Bien, doctor— comenzó ella—, tardamos unos días, pero…

— ¡No te lo vas a creer!— exclamó el señor Moore con otra risita extraña—. ¡Es demasiado, Laszlo, no nos creerás, te lo aseguro!

El doctor cabeceaba con impaciencia.

— No lo haré si nadie me dice de qué demonios se trata. Haz el favor de controlarte, Moore, y ustedes continúen, por favor.

El señor Moore se echó atrás sosteniéndose la cabeza con un gesto entre atónito y cansino, tratando de contener la risa. Marcus se encargó de revelarnos lo que habían descubierto:

— Doctor, el año pasado, mientras investigábamos el caso Beecham, la mujer que ahora buscamos estaba trabajando a un paso de su casa.

Me quedé boquiabierto y vi que al doctor y Cyrus les sucedía otro tanto. No obstante, por mucho que nos asombrara, todos sabíamos a qué se refería Marcus.

— ¿En el hospital?— murmuró el doctor mirando sin ver el sarcófago de una momia egipcia—. ¿En la maternidad?

Lucius sonrió de oreja a oreja.

— En la Maternidad de Nueva York, cuyo principal benefactor era y es…

— Morgan— dijo el doctor—. Pierpont Morgan.

— Lo que significa— añadió la señorita Howard—, que mientras usted y John estaban «alojados» en casa del señor Morgan, esta mujer se ocupaba de las madres y los recién nacidos.— Miró a Moore con una sonrisa que sugería que dudaba de su cordura—. Por eso no puede parar de reír… por eso y por el cansancio. Ha estado así desde que nos enteramos, y no sé cómo sacarlo de ese estado.

La algazara del señor Moore era totalmente comprensible. Podría haberse intensificado por el alivio de encontrar a nuestra presa, pero su principal causa era, sin lugar a dudas, el descubrimiento de que la mujer en cuestión había estado empleada (aunque fuera indirectamente) por el gran financiero que había desempeñado un papel crucial y a veces conflictivo en nuestra investigación de los asesinatos de Beecham. La coincidencia tenía algo de justicia poética (y sí, también era divertida). Verán: durante las pesquisas, el doctor y el señor Moore habían sido secuestrados y llevados a la casa de Pierpont Morgan para discutir las repercusiones del caso en la ciudad; y aunque a la larga aquella reunión había resultado útil para nuestra causa, no había servido precisamente para que el comerciante, banquero y filántropo más poderoso del país se granjeara la simpatía de nuestros dos amigos.

Entre sus múltiples actividades benéficas, el señor Morgan había corrido con la mayor parte de los gastos del traslado de la Maternidad de Nueva York a una gran mansión que antes había pertenecido al señor Hamilton Fish, y que, como había dicho Marcus, estaba a media manzana de la casa del doctor, en el cruce de la calle Diecisiete con la Segunda Avenida. Algunas almas poco caritativas pero bien informadas decían que el señor Morgan había costeado las reformas para tener camas disponibles para todas sus amantes. Fuera como fuese, el hospital era uno de los pocos centros médicos que trabajaban con niños con los que el doctor no tenía relación alguna; en parte porque se ocupaba de madres solteras pobres y sus niños, lo que estaba fuera del campo de especialización del doctor, pero sobre todo porque estaba dirigido por el doctor James W. Markoe, el médico personal del señor Morgan.

Algunos dirán que son demasiadas coincidencias, pero cualquiera que haya nacido en Nueva York sabe qué pequeña es en realidad la ciudad y que estas cosas pasan con bastante frecuencia. Así que aunque el doctor tardó unos treinta segundos en asimilar esta información, no necesitó más, y pronto volvió a concentrarse en las cuestiones prácticas.

— Ha dicho que trabajaba allí el año pasado— dijo mirando a Marcus—. Debo entender, entonces, que se marchó o la despidieron.

— Un poco de cada cosa— respondió Marcus—, y en circunstancias que en el mejor de los casos podríamos llamar «confusas».— Separó un papel de la pila que tenía en la mano—. El doctor Markoe no estaba en el hospital esta mañana, y cuando lo llamamos a su casa se negó a ayudarnos. Podríamos haber insistido y haberle hecho una visita oficial, pero sospechamos que con unos cuantos dólares obtendríamos más información de las enfermeras de la maternidad. Así fue, y esto es lo que hemos descubierto.— Señaló el papel, que estaba lleno de notas—. Para empezar, todas las enfermeras que trabajaban en el hospital el año pasado identificaron con absoluta seguridad a la mujer del dibujo. Se llama Elspeth Hunter.

Marcus hizo una pausa de un segundo, pero fue un segundo largo, la clase de pausas que yo había llegado a reconocer durante el caso Beecham. Cuando una persona desconocida y sin nombre que has estado persiguiendo— sin saber siquiera a ciencia cierta que existe— deja de ser un conjunto de descripciones y teorías para convertirse en un ser vivo y concreto, te asalta una sensación extraña, misteriosa: de repente te das cuenta de que estás metido en una carrera donde han apostado alto y de que, o ganas, o te azotan.

— ¿Algún antecedente más?— preguntó el doctor.

— Las enfermeras no sabían nada— respondió Marcus—, pero hemos podido llenar algunas lagunas de su vida.

Lucius dirigió una mirada cargada de intención al doctor.

— Gracias a su expediente en la jefatura.

— Vaya…— murmuró el doctor—. Así que tiene antecedentes penales.

— No tanto como eso, pero sí denuncias— continuó Marcus.

Pero antes de que alcanzara a decir algo más, una pandilla de niños vigilados por varías institutrices entraron corriendo y gritando en la sala para ver las momias egipcias.

El doctor miró alrededor y dijo:

— Vamos arriba.

Todos nos dirigimos a las escaleras de hierro forjado y subimos a toda prisa hacia las galerías de cuadros. Cruzamos al mismo paso varias salas, hasta llegar a una dedicada a la pintura estadounidense, que estaba desierta.

— Muy bien— dijo el doctor. Caminó con rapidez sobre el suelo de madera y se sentó en un banco frente al enorme cuadro de Leutze titulado
Washington cruzando el Delaware.
Miró atrás al oír que alguien se aproximaba, pero sólo era el todavía risueño señor Moore—. Adelante, Marcus.

Marcus sacó otros papeles de la pila.

— Hemos tomado prestado el expediente de Mulberry Street. Al parecer, el doctor Markoe denunció a la señora Hunter, que por cierto está casada, después de que otras enfermeras le comunicaran desagradables sospechas en relación a los pacientes que había tratado.

El señor Moore se había unido a nosotros, y al oír las últimas palabras de Marcus, se irguió con tanta rapidez que me dio mala espina. Un cambio de humor tan súbito sólo podía significar que lo que seguía era muy serio.

— Será mejor que te prepares para esto, Kreizler— dijo dejando escapar su hilaridad y su alivio junto con un profundo suspiro.

El doctor alzó una mano a modo de respuesta.

— ¿Pacientes?— preguntó—. ¿Se refiere a las madres que atendía?

— A las madres no— respondió la señorita Howard—. A sus hijos.

— Por lo visto— prosiguió Marcus—, durante los ocho meses que estuvo empleada en la maternidad, la enfermera Hunter atendió a un número inusitadamente alto de bebés que finalmente murieron, algunos de ellos pocas semanas después de nacer.

— ¿Murieron?— repitió el doctor en voz baja pero con una mezcla de frustración y asombro. Era como si le hubieran dado un tarugo cuadrado de información que no encajaba en el agujero redondo de la idea que él se había formado en su cabeza—. Murieron…— El doctor miró fijamente el suelo durante unos instantes—. Pero ¿cómo?

— Es difícil responder con precisión— dijo Marcus—. El informe policial no entra en detalles. Pero las enfermeras sí lo hicieron. Todas coinciden en sus conclusiones sobre cuatro de los casos, aunque otros les parecen más dudosos. Según ellas los niños estaban perfectamente sanos al nacer, pero muy pronto presentaron problemas respiratorios.

— Casos inexplicables de insuficiencia respiratoria— añadió Lucius—, que evolucionaron hacia una cianosis.

— ¿Una qué?— pregunté yo.

— Un amoratamiento de los labios, la piel y la matriz de las uñas— explicó Lucius—, causado por la falta de hemoglobina en los vasos sanguíneos, lo que por lo general es síntoma de asfixia.— Volvió a mirar al doctor—. Después de dos o tres episodios, el niño moría. Pero la clave es ésta: cada vez que un niño moría, la enfermera Hunter estaba llevándolo al médico o a solas con él en la habitación.

El doctor Kreizler continuó mirando al suelo.

— ¿Y los médicos del hospital nunca relacionaron un caso con otro?

— Ya sabe cómo funcionan esas instituciones— dijo la señorita Howard—. A veces las madres ya se han marchado del hospital, abandonando a los bebés. En esos sitios hay un alto índice de mortalidad y las autoridades no investigan. El doctor Markoe fue a la policía sólo porque las enfermeras insistieron… No es que sea un mal hombre, pero…

— Pero cuando tienes un niño muerto y muy pocas enfermeras y camas a tu disposición— concluyó el señor Moore—, ya sabes; el muerto al hoyo y el vivo al bollo.

— En realidad— dijo Marcus—, los médicos consideraban que la enfermera Hunter se había comportado de forma heroica con esos niños cianóticos. Tenían la impresión de que hacía todo lo posible por prolongarles la vida.

— Ya veo…— El doctor se puso en pie, se acercó al cuadro y miró a los ojos de unos de los remeros muertos de frío del general Washington—. Entonces ¿por qué las enfermeras sospecharon que había algo raro?

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