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Authors: Caleb Carr

Tags: #Intriga, Policíaco, Suspense

El ángel de la oscuridad (65 page)

— Sí, Horace, me doy cuenta. Y le agradecería que publicara la noticia en la edición de mañana.— Dejó vagar los ojos plateados por la multitud mientras fumaba—. Damas y caballeros, éste no es un asunto para celebrar un debate callejero. En los próximos días, el pueblo de Ballston Spa y el condado de Saratoga tendrán que hacer un examen de conciencia. Esperemos poder afrontar con dignidad los hallazgos que se produzcan.

Dicho esto, Picton dio media vuelta y regresó al interior del edificio mientras el sheriff y sus hombres comenzaban a dispersar a la multitud. Picton cerró despacio la puerta y se acercó al doctor.

— Bien, tal como usted había previsto— dijo—, no ha habido disturbios. Al menos por el momento.

El doctor asintió.

— La naturaleza siniestra de este crimen evoca sentimientos demasiado profundos para que la gente los manifieste de inmediato. Usted ha estado luchando con ellos durante años, señor Picton, y los demás durante semanas. En lo que respecta a los habitantes del pueblo, es lógico que en estos momentos reaccionen con furia. La confusión reinará durante un tiempo, quizá mucho tiempo, y eso jugará a nuestro favor ya que tenemos mucho que hacer antes de que llegue nuestra adversaria. Pero cuando lo haga, es posible que la confusión popular se convierta en algo más inquietante…

El doctor nos llevó junto a los Weston, y luego salimos en grupo— con la sola excepción de Picton, que tenía que ocuparse del papeleo— para asegurarnos de que la familia llegara sana y salva a su casa.

De camino a la granja de los Weston, el doctor nos contó lo ocurrido durante la vista. Fue un relato emocionante, pero sencillo: Picton había enumerado la mayor parte de las pruebas materiales que habíamos reunido y luego, con la ayuda de Louisa Wright, había descrito a Libby Hatch como una cazafortunas y una libertina, un personaje ambicioso y sin escrúpulos que, incluso si no había sido responsable de la muerte de su esposo, había pretendido beneficiarse de ella. Cuando había descubierto que sus hijos le impedían hacerlo, Libby había intentado eliminarlos. El doctor nos contó que el lenguaje de Picton era tan persuasivo— y como había predicho el señor Moore, tan rápido y avasallador— que algunos miembros del jurado parecían convencidos incluso antes de oír el testimonio de Clara Hatch. Cuando la niña había subido al estrado, Picton le había hecho sólo cuatro preguntas:

«¿Estabas en el carromato con tu madre y tus hermanos la noche del 31 de mayo de 1894?», a lo que la niña había respondido que sí con cierta dificultad.

«¿Viste a alguien durante el camino a casa?» La respuesta había sido un firme «no».

«¿Entonces te disparó alguien que estaba en el carromato?» Clara se había limitado a asentir.

«¿Clara, la persona que disparó fue tu madre?» Había pasado un minuto entero antes de que la niña respondiera a esta pregunta, pero una mirada de aliento del doctor y otras de amor y apoyo de Josiah y Ruth Weston le habían dado ánimos para susurrar: «sí».

En la sala de vistas nadie había dicho esta boca es mía mientras la niña bajaba del estrado. Según el doctor, los miembros del jurado habían reaccionado igual que la multitud al oír la noticia de que se iban a formular cargos: como si les hubieran dado con un ladrillo en la cabeza. Luego Picton había presentado sus conclusiones y el jurado había accedido de inmediato al auto de procesamiento por dos homicidios en primer grado y un intento de homicidio.

No era la clase de historia que suscita alegría o triunfalismo, y al ver el estado en que había quedado Clara después de la jornada, todos los que viajábamos en el coche nos sentimos embargados por una profunda sensación de tristeza y desconsuelo mientras regresábamos a casa de Picton. Pero además de estos sentimientos había otro acaso más profundo: la impresión colectiva de que, como habrían dicho mis antiguos compañeros de juegos, «la suerte estaba echada». Por lo visto, nuestra investigación se había transformado en una especie de silenciosa locomotora que descendía sin freno hacia la mujer que había cometido tantas atrocidades en el transcurso de los años. Las pruebas y los testimonios— conseguidos con arduos esfuerzos— eran las sogas que usábamos para atar a la asesina de ojos dorados a las vías. Si bien nuestras obligaciones para con Clara, los Weston, la pequeña Ana y nuestra propia seguridad eran considerables, nuestra principal responsabilidad era mantener el motor en marcha. Y el viernes por la noche estábamos convencidos de que avanzábamos a toda máquina, con el camino despejado.

Por lo menos antes de que Marcus regresara de Chicago.

41

El doctor había dado en el clavo al suponer que el estado de «confusión moral» que se apoderaría de Ballston Spa en los días posteriores al auto de procesamiento contra Libby Hatch facilitaría nuestro trabajo. No es que los habitantes del pueblo nos vieran con mejores ojos, simplemente estaban demasiado ocupados en buscarle alguna lógica al asunto y a su larga y terrible historia para prestarnos atención. El hecho de que personas como el sheriff Dunning quedaran tan convencidas de la culpabilidad de Libby después de la vista del jurado de acusación impidió que los vecinos más disgustados achacaran la inminente celebración del juicio a las maquinaciones de unos despreciables buscalíos llegados de Nueva York. Incluso aquellos que aún se empeñaban en tragarse la historia del misterioso negro les resultaba difícil entender por qué una niña de ocho años, que había sufrido dolores físicos y tormento espiritual durante años, se había presentado ante un jurado para decir con absoluta claridad que su propia madre había sido la autora del crimen.

Libby Hatch— o la señora Elspeth Hunter, como decía el auto de procesamiento del jurado de acusación— fue arrestada en el 39 de Bethune Street, Nueva York, el martes por la tarde. El sheriff Dunning se había puesto en contacto con la Policía de Nueva York el viernes, y lo habían remitido a la División de Detectives. Con ayuda de algunos agentes del Distrito Nueve, la división puso a la señora Hunter bajo vigilancia de inmediato e informó de que la susodicha no parecía tener intenciones de huir de la ciudad. (Durante el periodo de vigilancia, los Dusters no interfirieron con el trabajo de la policía, cosa que tomamos como una indicación más de que Libby no pretendía evitar la captura.) El sheriff Dunning pidió a los detectives que no arrestaran a la mujer antes de su llegada a menos que ella intentara huir, y el lunes tomó un tren hacia Nueva York con dos de sus agentes.

A los miembros del equipo del doctor nos sorprendió un poco la tranquilidad con que los representantes de la ley se tomaban la captura de la asesina, pero Picton nos explicó que cuanto más tardara en llegar Libby Hatch a Ballston Spa, más nos beneficiaríamos de la misteriosa calma que había descendido sobre el pueblo. De modo que cuando despidió a Dunning y a sus muchachos en la estación de tren, les dijo que no se apresuraran a cumplir con su tarea, una orden que el sheriff y sus agentes tomaron como la venia para disfrutar de una noche en la gran ciudad antes de regresar con la prisionera. Un par de detectives de la división los recibieron en la estación Grand Central y de allí los llevaron a la comisaría del Distrito Nueve, situada en Charles Street. (Gracias a que ignoraba que había detectives de Nueva York involucrados en la investigación de Picton, Dunning se ahorró la fría recepción que sin duda habría recibido de haber mencionado el apellido Isaacson.) De común acuerdo, los agentes decidieron esperar al martes por la mañana para esposar a la señora Hunter, y no nos costó mucho imaginar qué hicieron el sheriff y sus hombres esa noche, pues habría resultado difícil encontrar a alguien más indicado que los hombres del Distrito Nueve para mostrarles las atracciones de la gran ciudad. El hecho de que Dunning y sus agentes aguardaran hasta el martes por la tarde para detener a la acusada fue una prueba más de que él y sus muchachos habían aprovechado las «posibilidades culturales» de Nueva York. Aunque una resaca no habría dificultado su tarea, ya que cuando llegaron a Bethune Street, encontraron a la señora Hunter con el equipaje hecho y preparada para partir; según dijo Dunning a Picton cuando le telefoneó desde la estación Grand Central antes de subir al tren hacia el norte, «como si estuviera impaciente por que comenzara el juicio». Dunning añadió que, a menos que hubiera demoras, él y sus agentes llegarían con la prisionera a medianoche.

Los habitantes de Ballston Spa se habían pasado todo el martes discutiendo lo que el señor Moore, fiel a su costumbre, insistía en llamar las «repercusiones morales» del caso. Y la discusión se prolongó hasta la noche, cuando todos comenzaban a anticipar la llegada de Libby esposada. De hecho, daba la impresión de que las especulaciones ocuparían a la población indefinidamente, o al menos hasta que alguien les proporcionara una explicación de los crímenes que les permitiera sacudirse su responsabilidad (pues aunque la sociedad local no había «creado» a Libby Hatch, había creído en sus mentiras). Desde luego, si hubieran sabido que uno de los pocos hombres en todo el país capaces de ofrecer semejante explicación estaba haciendo maletas en Chicago para viajar a Ballston Spa, habrían estado de diferente humor.

Pero por suerte para nosotros, la única persona que de momento estaba al tanto de los movimientos de Clarence Darrow era Marcus, que el martes por la tarde regresó de Chicago para anticiparse al misterioso abogado del Medio Oeste. Tras un intercambio de afectuosos saludos con el resto del grupo, Marcus me entregó su maleta (que el Niño me arrebató de inmediato) y todos subimos por Bath Street en dirección a los tribunales. Nos habían ordenado que lleváramos al sargento detective allí en cuanto llegara el tren, y aunque Picton tenía muchos asuntos urgentes que atender en su despacho (el juicio comenzaría el 3 de agosto; vale decir, el martes siguiente), dijo que ninguno era tan importante como enterarse de las tácticas y antecedentes del picapleitos que viajaría desde tan lejos para enfrentarse a él. Supuse que después del largo viaje Marcus estaría impaciente por darse un baño y comer una buena comida, pero las órdenes eran las órdenes. Además, el propio Marcus estaba ansioso por contarnos lo que había descubierto sobre el señor Darrow. Por eso mismo el doctor había reducido su jornada con Clara Hatch (aún seguía trabajando con ella con tanto esmero como al principio) y se reunió con nosotros en la estación de ferrocarril, preparado para someter a Marcus a su particular versión de un interrogatorio brutal: una caja de sus mejores cigarros en lugar de luces deslumbrantes, y una petaca del excelente whisky de Picton en lugar de nudilleras de acero.

Sentado en el viejo sillón de cuero del despacho de Picton, con un cigarro en una mano y la petaca de whisky en la otra, Marcus comenzó su relato:

— Me resultó bastante sencillo averiguar los datos fundamentales, o al menos casi todos.— Bebió un sorbo de la petaca, la dejó a un lado y sacó una pequeña libreta—. Tiene treinta y nueve o cuarenta años, aunque no he podido hallar la fecha exacta de su nacimiento. Es hijo de un pastor de la Iglesia unitaria que dejó el púlpito para convertirse en fabricante de muebles y de una sufragista de Nueva Inglaterra. El abogado parece haber salido a su padre, que nunca perdió su idealismo. El propio Darrow siempre se ha sentido fascinado por Darwin, Spencer y Thomas Huxley y se considera un racionalista. Ah, y también conoce su trabajo, doctor Kreizler.

— ¿De veras?— preguntó el doctor, sorprendido—. ¿Y cómo lo ha descubierto?

— Se lo pregunté— respondió Marcus—. Fui a verlo ayer por la tarde. Le dije que era un editor y que quería que defendiera a un anarquista encarcelado por fabricar bombas en Nueva York. La última parte de la historia es cierta. ¿Recuerdas a Jochen Dietrich, Lucius? ¿Ese imbécil que se la pasaba haciendo estallar edificios porque no conseguía que sus temporizadores funcionaran?

— Ah, sí— respondió Lucius—. Los muchachos del Distrito Siete lo detuvieron cuando intentaba huir de la ciudad, ¿no?

— Así es— respondió Marcus. Se alisó el cabello negro con sus grandes manos y luego se frotó los ojos castaños—. Bueno, un agente de Chicago me dijo que Darrow siente debilidad por los anarquistas, que se considera uno de ellos, aunque sólo desde el punto de vista intelectual. De modo que accedió a recibirme.— Marcus cabeceó y dio una larga calada al cigarro—. Es un personaje extraño; nadie diría que se gana muy bien la vida en una gran corporación. Da la impresión de que no se preocupa por su aspecto: lleva la ropa arrugada y el pelo mal cortado le cae sobre la cara. Pero creo que lo hace adrede, casi con deliberación. Es como si intentara representar el papel de héroe sencillo, de picapleitos de estar por casa. Lo mismo ocurre con su forma de hablar: emplea el lenguaje desenfadado de un cínico solitario, pero al mismo tiempo se las da de idealista romántico. Soy incapaz de determinar qué papel es verdadero y cuál falso.— Marcus volvió la página de la libreta—. He apuntado otros detalles intrascendentes, como que es un forofo del béisbol, un agnóstico…

— Claro que es agnóstico— señaló Picton—. Es abogado defensor. Sólo hay lugar para un salvador supremo en el mundo, y a los abogados defensores les gusta interpretar ese papel.

— Vamos, vamos, Rupert— lo riñó el señor Moore—, no seas resentido.

— Le gusta la literatura rusa y también la poesía y la filosofía— prosiguió Marcus—. Celebra tertulias con un grupo de almas gemelas, en las que les lee en voz alta. En resumen, a pesar de sus discursos sobre la justicia social, es un individuo manipulador y teatral. Lo reconocen hasta sus propios allegados. Hablé con una de las socias de su bufete…

— ¿Tiene a una mujer trabajando en su bufete?— preguntó la señorita Howard—. ¿Y como socia?

— Sí— respondió Marcus.

— ¿Sólo para pavonearse ante sus amigas sufragistas?— insistió ella—. ¿O la mujer hace algo?

— Eso es lo más interesante— observó Marcus—. El no es exactamente un defensor de los derechos de las mujeres. No las considera personas «oprimidas», como los negros o los obreros.

— Estupendo— dijo el doctor—, entonces nos ahorraremos discursos sobre la abnegación materna.

— Yo diría que sí— se apresuró a responder Marcus—, pero me temo que en su lugar usará argumentos más peligrosos, mucho más peligrosos.— Bebió un sorbo de la petaca y se volvió hacia nuestro anfitrión—. Señor Picton, ¿qué sabe de Darrow?

— He leído algo sobre él en un artículo sobre el juicio de Debs— respondió Picton encogiéndose de hombros—. Menciona sus antecedentes en la compañía de ferrocarriles, pero no mucho más.

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