El ángel de la oscuridad (63 page)

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Authors: Caleb Carr

Tags: #Intriga, Policíaco, Suspense

Picton estaba otra vez ante la ventana, tirándose del pelo.

— ¿Hummm? ¡Ah, sí! Darrow. Clarence Darrow. Su nombre me suena, pero…

— Yo nunca he oído hablar de él— dijo el doctor y dejó el telegrama sobre el escritorio.

Picton siguió devanándose los sesos y por fin alzó los brazos.

— No lo conozco— masculló. Su cara se frunció en una mueca de disgusto, pero enseguida se alisó—. ¿O sí? Hay algo… ¡Un momento!— Corrió al otro extremo de la estancia, levantó un montón de revistas de leyes que estaban apiladas en el suelo y las arrojó sobre el escritorio—. En alguna parte he leído algo…— Revisó las revistas a su manera, (es decir lanzándolas al aire tras echarles un vistazo, de tal modo que en varias ocasiones los demás tuvimos que agacharnos para que no nos diera con una en toda la cara) hasta que encontró el ejemplar que buscaba—. ¡Aja!— exclamó dejándose caer en la silla—. ¡Sí, aquí está! Un artículo que menciona a Clarence Darrow, que en efecto está en nómina en la Northwestern Railway, aunque con un contrato a tiempo parcial. Pero solía ser asesor comercial de la empresa y Vanderbilt debió de conocerlo entonces.

— Todavía no entiendo por qué ha contratado a un asesor comercial para un caso criminal— dijo el doctor.

— Bueno— respondió Picton levantando un dedo—, aquí hay algunos datos interesantes que podrían responder a esa pregunta. ¿Recuerdan la huelga de Pullman, en el noventa y cuatro?— Todos asentimos, evocando los tiempos de infausta memoria en que el sindicato de ferroviarios había hecho una huelga contra la Compañía de Coches Pullman de Chicago. Las revueltas habían sido tan vergonzosas y sangrientas que hasta yo había oído hablar de ellas a los fanáticos de la reforma laboral, que se contaban entre los más alborotadores de mis antiguos vecinos—. Bien, aunque a la sazón era asesor de la Chicago and Northwestern Railway, Clarence Darrow accedió a representar a Eugene Debs y a otros miembros del sindicato de ferroviarios. No fue un pleito criminal, ya que Debs y los demás sólo estaban acusados de incitación a la huelga, lo que técnicamente entra dentro de la legislación antimonopolios. Pero Darrow se las apañó para llevar el caso ante el Tribunal Supremo.

Picton continuó hojeando la revista en silencio.

— ¿Y?— preguntó la señorita Howard.

— Y perdió el caso, naturalmente— respondió Picton—. Pero de todos modos presentó batalla. Y lo más importante es que mientras Debs y los demás pasaban varios meses en prisión por violación de las leyes civiles, los acusaron de un cargo más serio: el de obstaculizar el servicio postal con la huelga de trenes. Darrow volvió a defenderlos y ganó por incomparecencia del demandante; ya que el estado retiró los cargos. De modo que aunque Darrow perdió el caso civil, que era el menos serio, ganó el más importante.

— Pero eso no nos aclara por qué Vanderbilt cree que un hombre que trabaja a un tiempo para las empresas ferroviarias y los sindicatos, lo que dicho sea de paso me resulta muy extraño, es el candidato ideal para este caso de asesinato.

— No— respondió Picton, más animado—. No nos aclara nada. Pero le diré una cosa, detective: ¡para mí es un alivio! Sea cual fuere la habilidad de Darrow, como ya he dicho, Vanderbilt podría haber escogido a cualquiera de los grandes abogados de Nueva York y no lo ha hecho.

— Quizás ésa sea la clave— señaló el doctor—. Puede que Vanderbilt intuya que en este caso hay algo raro y no desee que lo relacionen con él en los círculos de Nueva York.

Picton reflexionó unos instantes y asintió.

— Sospecho que tiene razón, doctor. ¡Creo que tiene toda la razón! Sin duda Marcus nos confirmará su teoría cuando regrese. Pero por ahora— Picton mordió la pipa y se puso en jarras— voto por regresar a mi casa y cenar tranquilamente. ¡Me atrevo a decir que la suerte empieza a acompañarnos!

Aliviados por el giro de los acontecimientos y por el optimismo de Picton, todos enfilamos hacia la puerta del despacho, hambrientos y más que dispuestos a seguir su consejo de pasar una velada tranquila en su casa. Claro que por la mañana tendríamos que vérnoslas con el jurado de acusación, pero si Clara Hatch hablaba no había razones para suponer que no sortearíamos con facilidad este pequeño obstáculo en nuestro camino hacia el juicio penal, en el cual— nos dijimos con alegría— nos enfrentaríamos a un abogado sin experiencia en el campo, incapaz de vencer a dos hombres tan avezados como Picton y el señor Moore.

Fue nuestro peor error de cálculo en todo el caso.

40

Esa noche regresó el señor Moore, justificadamente desaliñado y agotado: había pasado una semana horrorosa en la ciudad y a duras penas había conseguido volver de una pieza. Incluso en las situaciones en que él y Marcus no habían corrido un peligro inmediato— como durante la entrevista con el reverendo Clayton Parker—, la violencia había sido el principal tema de conversación. Hacía seis meses el reverendo había sido atacado por unos individuos que con toda seguridad pertenecían a la banda de los Hudson Dusters; le habían destrozado las rótulas con bates de béisbol y le habían cortado una oreja. Mientras reproducía la historia, el señor Moore se puso tan nervioso que necesitó un par de lingotazos del mejor whisky de Picton para tranquilizarse. Pero la noticia de que estábamos preparados para enfrentarnos al jurado de acusación a la mañana siguiente lo animó tanto como los restos de nuestra cena, que engulló en la cocina de Picton a las tantas de la noche. Cuando decidió retirarse a dormir, había digerido suficientes argumentos alentadores— y suficiente whisky— para dormir tan profundamente como los demás.

Claro que yo no le permitiría obtener tan merecido descanso sin descubrir primero si se había puesto en contacto con Kat y, en caso afirmativo, qué había sucedido. Entré con sigilo en su cuarto de baño mientras él se cepillaba los dientes con un ligero tambaleo, después de haber echado media lata de polvos Sozodont sobre el cepillo y la pila, y le solté la pregunta. Con la boca llena de espuma como un perro rabioso, el señor Moore me respondió que sí, que se había encontrado con Kat fuera del territorio de los Dusters, le había explicado la situación y le había consultado si estaba dispuesta a vigilar a Ana Linares. Kat había pedido dinero a cambio, cosa que terminó de convencerme de que lo que le habíamos dado, y quizás incluso el billete de tren, había acabado en manos de Ding Dong; pero el señor Moore me dijo que no era así, que Kat le había enseñado el billete y le había dicho que estaba esperando noticias de su tía antes de marcharse a California. Cuando le pregunté si creía que Kat seguía consumiendo cocaína, me respondió que no estaba seguro con un nerviosismo que dejó claro que mentía, pero yo decidí que debía dedicar todo mi tiempo y energía a pensar que Kat tenía el billete de tren y que estaba dispuesta a ayudarnos. Ya afrontaría el resto cuando regresara a Nueva York.

Picton nos había advertido que las actividades del consejo deliberante, que se reuniría a las once de la mañana del viernes en el ala más pequeña de los tribunales del condado, podría despertar la curiosidad de los habitantes de Ballston Spa, pero no estábamos en absoluto preparados (y yo diría que él tampoco) para lo que nos encontramos ante el edificio al llegar en la calesa. En la escalinata y en el jardín debía de haber un centenar de personas de todas las edades, tamaños y aspectos, congregadas como gallinas hambrientas. Henry estaba en el último peldaño para impedirles el paso, pues en las vistas del jurado de acusación no se permite el acceso al público (cosa que por lo visto no sabían muchos de aquellos espectadores potenciales). El corpulento guardia de facciones equinas se mostraba comprensivo con la gente mientras les prohibía la entrada. Y cuanto más nos aproximábamos más nos convencíamos de que el humor general, incluido el de Henry, no era alegre.

— Estupendo— dijo Picton mientras tiraba de las riendas. Luego resopló con irritación, haciendo saltar chispas de su pipa—. Estaba deseoso de que mis vecinos se interesaran por el proceso. No hay nada como la intervención del público en los asuntos del Gobierno, sobre todo cuando éste es tan ignorante que no sabe en qué momento se le permite involucrarse.— Estacionó la calesa, sacó una pila de documentos de debajo del pescante y saltó al suelo—. Le aconsejo que no vaya a buscar a Clara solo, doctor Kreizler— dijo mientras el susodicho se pasaba del asiento trasero al delantero—. Vaya a saber cuántas personas han salido a ofrecer sus opiniones en otras partes del pueblo.

— Me acompañarán Cyrus y Stevie— respondió el doctor mientras yo tomaba las riendas.

— ¡Y el Niño también!— exclamó el aborigen saltando de uno de los estribos del coche—. ¡Con el Niño vigilando, el señor doctor no tendrá problemas!— añadió con una gran sonrisa, que el doctor no pudo evitar devolverle pese a la inquietante situación.

— Muy bien, Niño— dijo—. Vendrás con nosotros, pero no te apresures a sacar tus armas.— El doctor observó a la multitud congregada frente a los tribunales—. Esta clase de gente es más peligrosa por su ignorancia que por su valor.

— ¡Sí, señor doctor!— respondió el Niño mientras se sentaba junto a Cyrus en el asiento trasero, en el sitio que acababa de dejar libre el señor Moore—. ¡Verdad!

— ¿No quieres que te acompañe yo también?— preguntó el señor Moore, que aún parecía agotado después de su primera noche de descanso en cinco días.

— Creo que ya tengo una escolta bastante temible— replicó el doctor mirándonos a los que quedábamos en la calesa—. Además, alguien tiene que abrirle paso a Picton entre la multitud— dirigió una sonrisita a la señorita Howard—, alguien que no se apresure a sacar el arma.

— Tendré las manos ocupadas— repuso ella con otra sonrisa mientras mostraba una pila de libros y documentos—. Por suerte para esta gente.

— Bromas aparte— dijo Lucius mientras se enjugaba la frente, resplandeciente bajo el caluroso sol de la mañana—, tendrá cuidado, ¿verdad, doctor? La niña es el elemento crucial del caso.

— Sí, sargento detective— respondió el doctor—. Y es mucho más que eso. Le prometo que no le sucederá nada, ni a ella ni a nadie más.

— ¡El Niño también lo promete!— exclamó el filipino obsequiando una sonrisa al detective.

— ¡El Niño también!— repetí, chasqueé la lengua para aguijar al caballo de Picton y emprendimos el viaje a paso lento.

Miramos atrás para ver cómo nuestros cuatro amigos se abrían paso entre la multitud y vimos la pipa de Picton humeando como la chimenea de una fragua mientras él saludaba a los conocidos con una cordialidad que no podría haber sido más falsa.

— ¡Ah, señor Grose, cuánto me alegro de ver a un representante del
Weekley Journal
! ¡Y al director en persona! ¡Qué deferencia! ¡Un hombre de mi profesión rara vez recibe semejante demostración de apoyo!

Antes de alejarnos alcanzamos a oír la irritada respuesta del periodista.

— ¡Si lo que busca es un auto de procesamiento contra la pobre señora Hatch, señor, el
Ballston Weekly Journal
no tiene ninguna intención de apoyarlo!

Lo último que oímos fue la réplica de Picton.

— ¡Vaya, qué pena! Eh, sheriff Dunning, ¿le importaría recordar a estas personas, incluyendo a nuestro amigo Grose, que la vista no está abierta al público? Gracias…

El doctor dejó escapar un profundo suspiro y me volví a mirarlo.

— Maldita sea— susurró mientras desviaba la vista del edificio y se frotaba el brazo inútil con la mano derecha—. Ya empezamos…

Cuando llegamos a la granja de los Weston, nos encontramos a la familia al completo delante de la casa y junto a su coche, una sencilla pero digna calesa que lucía una flamante capa de pintura negra. Parecían listos para ir a la iglesia, aseados y vestidos con prendas oscuras y formales que sin duda reservaban para los domingos, las bodas o los entierros. El doctor se subió al coche con ellos y se sentó junto a Clara mientras el señor y la señora Weston ocupaban el asiento de enfrente y Kate subía al pescante junto a Peter, que llevaba las riendas.

Clara, como es natural, estaba visiblemente nerviosa y confundida, con sus ojos dorados tan redondos y asustadizos como los de un pura sangre encabritado. En cuanto subió al coche, el doctor la puso a dibujar, obviamente convencido de que era la mejor táctica para que no pensara en el sitio adonde se dirigía y por qué. Cuando Peter enfiló por el camino particular coloqué la calesa detrás de él, y durante todo el trayecto hacia el pueblo Cyrus, el Niño y yo permanecimos alerta por si nos topábamos con cualquier individuo curioso u hostil.

No vimos a nadie hasta que entramos en Ballston Spa, pero las miradas fulminantes que comenzamos a recibir a partir de ese momento nos advirtieron que todo el pueblo estaba al tanto de lo que iba a suceder en los tribunales. La actitud general se asemejaba a la de los valientes que habían marchado en manada hacia el edificio de los tribunales. No se comportaban como una turba enfurecida; yo había visto alguna en acción y era diferente. Los habitantes de Ballston Spa parecían más bien atónitos: sus caras ceñudas reflejaban confusión y el deseo manifiesto de que regresáramos a la perversa ciudad de donde procedíamos.

— Es extraño, señorito Stevie— señaló en cierto punto el Niño—. ¿Esas personas no quieren encontrar a la pequeña Ana?

— No ven la relación entre una cosa y otra— respondí mientras pasábamos frente al hotel Eagle y recibíamos nuevas miradas hostiles—. Y no podemos explicársela porque lo dice el señor. Es un secreto, ¿entiendes?

— Ah— respondió el Niño con un gesto de asentimiento—. Por eso nos miran así. Si supieran la historia de la pequeña Ana, pensarían de otra manera. Seguro.

Deseaba con toda mi alma que el filipino tuviera razón.

Frente al edificio de los tribunales la escena no había cambiado mucho, y mientras nuestros dos coches avanzaban por High Street, se nos aproximó un gordo con poblado bigote gris, sombrero de paja de ala ancha y una chapa en la solapa de la chaqueta.

— Josiah— saludó al señor Weston con tono cortés pero serio.

— Sheriff Dunning— respondió el señor Weston con una inclinación de cabeza y voz inexpresiva—. Hay mucha gente por aquí.

— Sí, señor— respondió el sheriff echando una mirada inquieta a la multitud—. No hay ningún problema, pero sería conveniente que entrara por la parte de atrás. Será más sencillo para todos.— Miró a Clara—. Hola, señorita— dijo con una sonrisa—. Has venido a visitar los tribunales, ¿eh?

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