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Authors: Caleb Carr

Tags: #Intriga, Policíaco, Suspense

El ángel de la oscuridad (85 page)

— Pero ¿quién era el padre?— preguntó la señorita Howard.

— Todas las preguntas quedan pospuestas— respondió el doctor—. Stevie, he visto una posada cuando veníamos hacia aquí. Quizá tengan teléfono. Debemos llamar a Picton y decirle que se reúna con nosotros en su despacho en cuanto regresemos. Que se ponga en contacto con Darrow y Maxon y les pida que se unan a nosotros, acompañados por su cliente, digamos— sacó su reloj, consultó la hora e hizo un rápido cálculo—… a las nueve en punto. Sí, eso nos dará tiempo suficiente para preparar los otros detalles.— Guardó el reloj y se cruzó de brazos con nerviosismo—. Luego ya veremos.

50

Hacia las siete y media de aquella tarde, todos nos reunimos una vez más en el despacho de Picton para evaluar los resultados de nuestro viaje a la granja de los Franklin y decidir lo que debíamos hacer al respecto. Incluso el Niño estaba allí. Como de costumbre, no acababa de entender lo que sucedía ni tenía mucho que decir, pero le preocupaba que «la señora», «el señor Montrose», Picton (su futuro «jefe») o cualquiera de nosotros fuera atacado por personajes abominables. Se había convencido de que era su misión y su responsabilidad personal evitar tal agresión, y mientras todos los que teníamos algo que decir sobre el caso nos sentábamos en círculo alrededor del escritorio de Picton, el filipino permaneció en pie junto a la puerta, con las armas preparadas. En aquel momento su gesto me pareció, divertido y conmovedor, como casi todo lo que hacía, pero más tarde deseé que todos hubiéramos seguido su prudente aviso.

El principal tema de conversación— una conversación que pronto se convirtió en discusión— era cómo íbamos a presentar nuestro descubrimiento a la defensa y cuál era el mejor trato que podríamos hacer con ellos. Casi todos pensábamos que Picton debía decir a Libby Hatch que el ministerio fiscal estaba dispuesto a olvidar el ataúd enterrado detrás del granero de su familia a cambio de que ella se declarara culpable. Pero ¿culpable de qué? Picton era reacio a renunciar a la acusación de homicidio en primer grado, lo cual habría mandado a Libby a la silla eléctrica; pero sabía que ofrecer a alguien la elección entre morir ahora y morir más tarde no era realmente gran cosa como incentivo. Por eso intentó reconciliarse con la segunda mejor opción: homicidio en segundo grado y una sentencia de cadena perpetua sin posibilidad de libertad condicional. Parte de nuestro grupo— Marcus y el señor Moore, principalmente— no entendían por qué iba Libby a acceder tampoco a esa opción, teniendo en cuenta su personalidad: una mujer que disfrutaba de su libertad de tantas maneras distintas como parecía hacerlo ella, no aceptaría con entusiasmo la perspectiva de pasarse el resto de su vida entre rejas.

Pero el doctor no estaba de acuerdo. Suponía que aunque en un plano superficial la mujer se rebelara ante semejante sentencia, una parte más profunda de ella la aceptaría y tal vez incluso la agradecería. El señor Moore y Marcus manifestaron su escepticismo acerca de esta teoría hasta que el doctor la explicó en profundidad. La cárcel, afirmó, satisfaría los anhelos contradictorios del espíritu de Libby: la necesidad de estar aislada y al mismo tiempo rodeada de gente, la necesidad de realizar alguna tarea útil (pues a una mujer tan lista como Libby sin duda se le asignaría una posición de cierta autoridad entre las reclusas, por ejemplo en el pabellón femenino de Sing Sing), al tiempo que desafiaba las normas sociales establecidas y la autoridad (después de todo, sería una presidiaría). También había que tener en cuenta su deseo de controlar lo que sucedía a su alrededor: según el doctor, muchos criminales, en especial los de la calaña de Libby, ansiaban tener reglas y disciplina en su vida (como nos recordó el doctor, ella había soportado un parto de horas sin emitir un sonido lo bastante fuerte para despertar a sus padres), y aunque en este caso el control físico sería administrado por la prisión, Libby, con su asombroso talento para el autoengaño, se convencería rápidamente de que de hecho era ella quien dictaba el curso de los acontecimientos. Y en cierto sentido, añadió el doctor, tendría razón, pues habían sido sus propios crímenes los que acabarían conduciéndola a la cárcel. Por último una consideración pesó más que las demás para convencer al doctor de que Libby aceptaría el trato que Picton pretendía ofrecerle: una y otra vez, la habíamos visto demostrar que apreciaba su vida por encima de cualquier otra cosa, incluyendo la salud y la seguridad de su propia descendencia. La posibilidad de eludir la ejecución bastaría, aseguró el doctor, para que Libby aceptara aunque no se le ofrecieran otras prerrogativas.

Marcus se contentó con este razonamiento, pero el señor Moore aún tenía sus dudas; y Picton, aunque sabía que tomábamos el único camino posible, seguía sintiéndose un tanto estafado por no poder conseguir una sentencia de muerte. Pero el doctor insistió en que lo único importante era meter a Libby Hatch en un lugar donde jamás volviera a tener contacto con niños, en especial con los suyos. Clara se beneficiaría, pues la certeza de que su madre iba a ser encarcelada de por vida en lugar de ejecutada sólo podía contribuir a su recuperación, ya que la niña no tendría que cargar durante el resto de su vida con el peso abrumador de haber contribuido a que mandaran a su madre a la silla eléctrica. La señorita Howard aseguró que ésa era la mejor razón para aceptar el trato; más aún, dijo, que teniendo en cuenta el efecto que podría tener sobre Clara la ejecución de su madre, se preguntaba por qué Picton no había decidido pedir la cadena perpetua para Libby desde el principio. Esta observación provocó declaraciones apasionadas del ayudante del fiscal del distrito acerca de la insondabilidad del futuro, y manifestó su temor a que algún alcaide se dejara embaucar— aunque fuera al cabo de veinte o treinta años— por las eficaces interpretaciones de Libby y acabara por revocar la parte de la sentencia donde se especificaba que no se admitiría la libertad condicional. En su opinión, el doctor y la señorita Howard habían hecho mucho para explicar el origen de su mal, pero nada para extirparlo: sólo la muerte traería consigo esa solución.

Esa observación volvió a encender los ánimos del doctor, que preguntó cómo iba la ciencia a aprender algo de criminales como Libby si el estado se empeñaba en electrocutarlos y ahorcarlos a todos. El debate y las discusiones adicionales que generó se prolongaron hasta que el sol se ocultó detrás de la estación de trenes, visible desde la ventana de Picton. Finalmente, poco después de las nueve, oímos llamar a la puerta de la recepción de Picton. El Niño la abrió de par en par y entraron el señor Darrow y Maxon, el primero observando el despacho con aire intrigado pero seguro y el segundo presa de su habitual nerviosismo. Con un ademán formal, el Niño los invitó a pasar al despacho de Picton y todos nos pusimos en pie.

— ¡Maxon, Darrow!— exclamó Picton—. Qué amable de su parte venir a estas horas de la tarde, y además en domingo.

— Vaya reunión que ha organizado aquí— dijo Darrow, mirándonos y saludándonos uno a uno con una cortés inclinación de cabeza—. ¿Problemas para planificar su capitulación, Picton?

— ¿Capitulación?— preguntó Picton, fingiendo sorpresa—. ¡Diantres! Verá, con todo lo que ha ocurrido hoy, me temo que había olvidado por completo que debía redactar mi alegato final. Aunque dudo que vaya a necesitarlo.

Sacó su pipa y la apretó entre los dientes con cara de estar muy satisfecho de sí mismo.

Maxon— que se había enfrentado muchas veces con Picton en los tribunales y lo conocía lo suficiente para saber cuándo tenía alguna intención oculta— empezó a mostrarse más inquieto que cuando había entrado.

— ¿De qué se trata?— preguntó, ajustándose los quevedos sobre la huesuda nariz—. ¿Qué tiene?

— ¿Qué iban a tener?— respondió Darrow con una risita—. El caso ya se ha cerrado, Picton. Espero que no cometiera usted el error de guardarse nada para un golpe de efecto de última hora. No creo que al juez Brown le gusten esas cosas.

— Lo sé— replicó Picton—. Y su colega Maxon, aquí presente, sabe que lo sé. Así que por fuerza lo que «tengo» ha de ser lo bastante importante para convocarlos a estas horas. ¿No opina lo mismo, Maxon?

Maxon, a diferencia de Darrow, pareció tomarse esta declaración muy a pecho. Complacido con este hecho, Picton me miró a mí.

— ¿Stevie? ¿Serías tan amable de bajar y decirle a Henry que traiga a la señora Hatch… perdón, a la señora Hunter, de su celda?

— Eso está hecho— dije enfilando hacia la puerta.

Mientras salía oí que Picton proseguía:

— Doctor, ¿por qué no se queda aquí con nosotros tres? El resto aguardará en la recepción. No es conveniente abrumar a la acusada…

Tras cruzar el pasillo como una exhalación, me precipité por las escaleras de mármol, bajando los peldaños de dos en dos hasta el puesto de guardia del vestíbulo.

— Picton quiere…— empecé a decir mientras corría hacia allí sin levantar la vista.

Entonces vi con quién estaba hablando. No era Henry, el guardia, sino uno de los otros hombretones que habían vigilado las puertas de la sala durante el juicio.

— ¿Dónde está Henry?— pregunté.

El hombre me miró con hostilidad.

— ¿A ti qué te importa, muchacho?

Me encogí de hombros.

— A mí, nada. Pero lo importante es que Picton me ha dado órdenes para él.

Con aire aún más irritado, el guardia señaló a sus espaldas con un cabeceo.

— Henry está abajo. Custodiando a la prisionera.

Oí su afirmación, la acepté con un rápido gesto de asentimiento y no pensé nada más. Pero ahora, cuando evoco este recuerdo después de tantos años, me descubro una y otra vez deseando desesperadamente que algo me hubiera hecho ver lo que estaba ocurriendo.

— Bueno— le dije al guardia—, Picton quiere que lleve a la prisionera a su oficina.

— ¿Cuándo, ahora?— preguntó el guardia.

— No creo que haya querido decir el jueves próximo— respondí. Di media vuelta y enfilé hacia la escalera—. Yo en su lugar me movería deprisa. Están todos arriba, esperando.

— ¡Eh!— gritó el guardia a mis espaldas cuando empezaba a subir los peldaños—. Recuerda que no me pagan por obedecer órdenes de un mocoso.

Después se volvió para cruzar la puerta que tenía detrás.

— Ya has obedecido una, gorila— mascullé, sonriendo, mientras volvía a la planta alta—. Así que piérdete.

Cuando regresé a las oficinas de Picton, encontré a Cyrus, los sargentos detectives, el señor Moore, la señorita Howard y el Niño apiñados junto a la puerta de roble cerrada del despacho interior. El filipino, sentado sobre los hombros de Cyrus, espiaba a través de un tragaluz entreabierto lo que ocurría entre los tres abogados y el doctor y comunicaba en susurros lo que veía a los demás. El problema era que no sabía suficiente inglés para entender la mitad de lo que decían los hombres del interior.

— Ahora están hablando de Clara, la niña— susurró el Niño en el momento en que yo entraba.

— ¿Qué pasa con ella?— preguntó la señorita Howard.

— Algo, algo…— El Niño cabeceó, frustrado—. El señor doctor está diciendo cosas que no entiendo, cosas sobre enfermedad y sobre la madre… la asesina.

— Vaya, es inútil— dijo el señor Moore, igualmente frustrado. Después hizo un gesto en mi dirección—. Stevie, cambia de sitio con tu amigo. Quiero saber qué diablos está ocurriendo ahí dentro.

Estaba a punto de cumplir la orden cuando oímos llamar a la puerta de la recepción. Esperé a que el Niño se bajara de los hombros de Cyrus, abrí la puerta y me encontré con Henry, el guardia, y Libby Hatch. La semana larga que llevaba en la cárcel no había alterado en lo más mínimo el aspecto de la mujer (su vestido negro parecía tan bien planchado como la noche en que había bajado del tren) ni empañado el brillo diabólico de sus ojos dorados. Yo nunca había estado tan cerca de esos ojos, ni éstos se habían posado directamente en mí, y descubrí el efecto que producían en mí: retrocedí, lenta y silenciosamente, y poco faltó para que cayera encima del escritorio de la secretaria, que solía sentarse en aquella parte de la oficina. Esta reacción hizo que Libby me sonriera con un gesto que espero no volver a ver en nadie más, un gesto que me recordó de inmediato aquella expresión soez del señor Moore en el Café Lafayette: era imposible saber, por la expresión de su rostro, qué podía tenerte reservado esa mujer. Amor, odio, vida, muerte… todo parecía posible, siempre que sirviera a sus propósitos.

Y la arrogancia con que avanzó entre los demás hasta llegar a la pesada puerta del despacho interior dejó claro que Libby Hatch consideraba que sus propósitos estaban muy bien servidos en aquella ocasión. Contempló cada uno de los silenciosos rostros que tenía delante sin dejar de sonreír, y luego cabeceó como diciendo que todos habían sido terriblemente estúpidos al concebir siquiera la idea de que podían enfrentarse con ella. Henry seguía sujetándola por un brazo (no le había puesto las esposas, otro detalle que debió haber llamado mi atención y no lo hizo) mientras llamaba a la puerta del despacho. Cuando Picton los hizo pasar, el guardia abrió la puerta e indicó a Libby que debía entrar; pero se lo indicó con una mirada, la clase de mirada rápida que sólo la gente que se conoce muy bien utiliza para comunicarse.

— Entre, señora Hunter— oí decir a Picton—. Gracias, Henry. Cuando hayamos terminado, mandaré a alguien abajo.

— ¿No quiere que me espere?— preguntó el guardia.

Picton suspiró.

— Henry, ¿acaso hablo en chino? Si hubiera querido que esperara, se lo habría dicho. Vuelva abajo, mandaré a alguien cuando hayamos terminado, muchas gracias.

Con la cara de animal herido que ponía siempre que Picton le echaba un rapapolvo, el guardia volvió a mirar a Libby y ella le hizo un gesto de asentimiento. Sólo tras esta señal Henry dio media vuelta y salió de mala gana de la habitación. Libby entró y tomó asiento ante el escritorio de Picton, junto al señor Darrow, mientras Maxon nos cerraba la puerta en las narices.

— De acuerdo, Stevie— susurró el señor Moore—. Arriba.

Rápidamente puse un pie sobre la sillita que formó Marcus con sus manos, me agarré de las manos de Cyrus y dejé que éste me subiera a sus hombros. Una vez sentado cómodamente, y con Cyrus sujetándome por las piernas, acerqué la cara con precaución al tragaluz. Este estaba entornado apenas lo suficiente para permitirme ver a todos los ocupantes de la habitación más una parte del escritorio de Picton. Murmurando para los demás a intervalos regulares, observé y relaté la siguiente escena:

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