El ángel de la oscuridad (41 page)

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Authors: Caleb Carr

Tags: #Intriga, Policíaco, Suspense

— Eso sí que con toda seguridad fue una fantasía— respondió el doctor—, o más concretamente una mentira. Tenía que inventar alguna historia para justificar la súbita aparición del pequeño Johannsen en su vida.

— Ah, claro.— El hecho de comprender este detalle no mejoró el humor del señor Moore—. Dios santo, es como tratar de desentrañar las maquinaciones de tres personas distintas.

— Es verdad— repuso el doctor—. Una capa tras otra…

Al oír esas palabras, el señor Moore dejó de devanarse los sesos para encontrar un sentido a los extraños sucesos que había relatado Vanderbilt. Se puso a fumar y a zapatear en el suelo del coche, repitiendo «detesto este caso» una y otra vez, como si no lo hubiera dejado bastante claro. Con el propósito de distraer a su amigo, el doctor Kreizler leyó la primera página del
Times,
pero las noticias no eran alentadoras. La policía había capturado por fin a Martin Thorn, el presunto culpable del «misterio del cuerpo decapitado», que tal como había predicho el sargento detective Lucius no había abandonado la ciudad en ningún momento. Teníamos razones para creer que la confusión se prolongaría un poco más— aunque habían arrancado una confesión a Thorn, ésta contradecía todas las «pruebas» y teorías de la policía— pero el caso se resolvería en cuestión de días. Más preocupante era la noticia de que el senador Henry Cabot Lodge, el mejor amigo del señor Roosevelt y su aliado político en Washington, exigía abiertamente al presidente McKinley que tomara medidas más drásticas contra el imperio español en todos los frentes. Los partidarios de la guerra comenzaban a impacientarse, y aunque nosotros no sabíamos cómo influiría ese hecho en nuestra investigación, las perspectivas no eran buenas. Finalmente, había un artículo que afectaba al doctor y al señor Moore de una forma más personal:
madame
Lillian Nórdica, una de sus cantantes favoritas de la Metropolitan Opera, había caído gravemente enferma en Londres. El
Times
sugería que estaba a las puertas de la muerte, aunque luego descubrimos que la reseña era exagerada. Sin embargo, la sola posibilidad de una pérdida semejante bastó para que el doctor se sumara al deprimente silencio del señor Moore.

La lluvia no amainó mientras nos dirigíamos hacia el sur y tampoco se suavizó el hedor de las calles. Mala señal; un clima así en esa época del año solía tardar mucho en dejar la ciudad. De hecho, ese día marcó el inicio del peor periodo del verano, la clase de fenómeno natural que los periódicos habían dado en llamar «ola de calor». Durante la semana siguiente, la temperatura media no bajó de los treinta grados; e incluso por las noches era casi imposible dormir debido al calor y la humedad. Esto hizo aún más agobiante nuestra investigación, que pronto se limitó a la tediosa tarea de buscar una mujer dispuesta a hablar entre las madres de los niños que la enfermera Hunter había atendido en la maternidad (que durante los días siguientes me obligó a llevar a los sargentos detectives y a la señorita Howard a los rincones más deprimentes de la ciudad o, peor aún, a los suburbios) y a esperar a que el señor Moore recibiera noticias de su amigo de Ballston Spa. El lunes, varios de nosotros comenzábamos a dudar de la existencia de tal amigo. El señor Moore le había enviado dos telegramas explicándole lo que buscábamos, pero él no había respondido. Esto no significaba necesariamente nada malo, pero dadas las circunstancias y el mal tiempo, era una causa más de frustración.

Sólo faltaba añadir miedo a esa mezcla para que la situación se volviera realmente insoportable. Y el miedo surgió tras varias apariciones de miembros de los Hudson Dusters en los alrededores de Stuyvesant Park. No hicieron nada amenazador, ya que no estaban interesados en meterse en líos fuera de su territorio, pero era evidente que deseaban recordarnos que nos vigilaban y que, con polis o sin ellos, no nos convenía meternos en sus asuntos. Pero por muy inquietantes que fueran estas visitas no nos turbaron tanto como el hecho de que algunos integrantes de nuestro equipo— yo, entre ellos— vimos en distintas ocasiones al Niño, el criado filipino del señor Linares. Al igual que los Dusters, el hombrecillo no hizo ninguna intentona de atacarnos o amenazarnos, pero estaba cerca y nos vigilaba, con sus flechas y cuchillos preparados por si nuestra investigación tomaba un curso inesperado.

Entretanto los sargentos detectives estaban obligados a seguir con la investigación del instituto del doctor Kreizler. No nos habían comunicado sus progresos en este particular; de hecho no habían tocado el tema en absoluto, salvo cuando habían pedido información a Cyrus sobre el personal o cuando me preguntaron a mí si había notado algo en la conducta de Paulie McPherson que explicara su suicidio. Les respondí que no, y a juzgar por la decepción que se reflejó en sus caras, supuse que no habían tenido más suerte con. el resto de sus pesquisas.

El lunes 12 los sargentos detectives aparecieron en la calle Diecisiete con semblante sombrío. Atardecía y el calor seguía apretando; de hecho, ese día el tiempo se había cobrado su primera víctima: un niño había sufrido una insolación y había sido ingresado en el hospital Hudson Street (lo primero que pensé al oír la noticia fue que dicho hospital no estaba muy lejos de la casa en que Libby Hatch vivía con el nombre de Elspeth Hunter). El doctor estaba trabajando en su estudio, Cyrus en la cochera ocupándose de los caballos y yo en la cocina, ayudando a la señora Leshko a recoger los restos de media docena de platos que había hecho añicos con el mango de la fregona mientras limpiaba con su característica aunque destructiva energía.

Cuando sonó el timbre, corrí a la puerta dejando el resto de la tarea a la afligida señora Leshko. Los sargentos detectives entraron con semblante serio y preguntaron por el doctor. Cuando les dije que estaba en su estudio, subieron por las escaleras con determinación, como si hubieran preferido evitar ese trance pero estuvieran resignados a seguir adelante. Yo no estaba dispuesto a perderme lo que seguiría, así que les di una ventaja de un piso y los seguí a aproximadamente la misma distancia hasta que les oí cerrar la puerta del estudio. Me acerqué sigilosamente, me tendí en el suelo alfombrado y espié por la rendija sólo para ver varios pares de pies y pilas de libros y papeles.

— Lamentamos molestarlo, doctor— dijo la voz de Marcus cuando sus pies se detuvieron frente a una de las sillas situadas junto al escritorio del doctor—. Pero pensamos que debía saber lo que ocurre en el… el otro caso.

Hubo una pausa, durante la cual los pies de Lucius comenzaron a zapatear con nerviosismo entre las patas del sofá.

— No son exactamente malas noticias, pero tampoco son buenas.

El doctor dejó escapar un profundo suspiro.

— ¿Y bien, caballeros?

— Hasta el momento— dijo Marcus—, no tenemos razones para pensar que el suicidio de McPherson fuera inducido por ningún incidente ocurrido en el instituto ni por ninguna persona de las que allí se encuentran. Hemos interrogado varias veces a todo el personal y establecido una cronología de los hechos desde el momento en que el niño llegó allí hasta que murió. No hay indicios de que el tratamiento que recibió pudiera haber causado tendencias autodestructivas.

— Ni siquiera los miembros del personal que tienen diferencias entre sí, y no es que haya más de dos o tres personas en esas circunstancias— añadió Lucius con tacto—, han señalado irregularidades en la conducta de sus compañeros para con el niño. En lo que respecta a su familia, suponiendo que él haya dado su nombre verdadero, no hemos encontrado a ningún pariente.

— Yo mismo lo intenté— dijo el doctor en voz baja—, pero tampoco tuve éxito.

— Examinamos la cuerda que usó— dijo Marcus tratando de imprimir más optimismo a sus palabras—, y es de un material distinto al de las cortinas del edificio. Lo que significa que debía de llevarla consigo…

— Y que ya había contemplado la posibilidad de suicidarse antes de ingresar en el instituto— concluyó Lucius.

— Creo que ese detalle nos será de gran ayuda en los tribunales— prosiguió Marcus—. En cuanto a la fecha de la vista…— Marcus hizo una pausa antes de continuar—. El juez Reinhart, que presidió la vista anterior, no informó a nadie de que tenía intención de retirarse a fines de este mes. Sus casos han sido delegados a otros magistrados. Me temo que el suyo ha quedado en manos del juez Samuel Welles.— Oí que el doctor chasqueaba la lengua—. Sí, sabemos que sus caminos se han cruzado con anterioridad.

— Varias veces— dijo el doctor en voz baja.

— Nosotros no lo conocemos— terció Lucius—, pero nos han dicho que es muy severo.

— Eso no me preocupa— repuso el doctor—. Sí, a veces es severo, pero también le he visto actuar con benevolencia. Y ése es el problema. Su actitud es totalmente impredecible. Nunca he sido capaz de anticipar sus reacciones, lo que me impide preparar mis declaraciones en consecuencia. Además, no es un hombre que exija pruebas concluyentes de mala conducta en casos como éste. Si el fiscal pretende desacreditar al instituto…

— Cosa que sin duda hará— añadió Marcus.

—… a Welles le bastará con que McPherson muriera estando bajo mi tutela.

— Sí.— El tono de Lucius era una extraña mezcla de esperanza y desaliento—. Por eso creímos que debíamos venir a verlo, para informarle, todo se decidirá en la vista. A propósito, la han postergado. Welles estará de vacaciones hasta la primera semana de septiembre y…

Unos ruidos inesperados en la puerta principal y de inmediato unas voces que retumbaron en la escalera hicieron que dejara de escuchar y me volviera a ver qué ocurría. Supuse que el doctor y los sargentos detectives también los habrían oído y corrí escaleras abajo para que no me pillaran escuchando detrás de la puerta. Espié por encima de la balaustrada y vi que subían Cyrus, la señorita Howard y el señor Moore.

— ¿Dónde demonios está?— preguntó el señor Moore en voz alta y agitada.

— Creo que el doctor está en su estudio, señor Moore— dijo Cyrus con una mezcla de asombro e irritación—. Si me dice qué…

— No, no— respondió el señor Moore—, se lo diremos a él. Vamos, Cyrus, tú también estás metido en esto. Deberías enterarte.

Siguieron subiendo a paso rápido. El señor Moore subía los peldaños de dos en dos, y cuando me vio estuvo a punto de caer desmayado a mis pies.

— Stevie— dijo con un hilo de voz—. ¿Está ahí arriba? Dios santo, he cruzado media ciudad corriendo…

— Venga, John— dijo la señorita Howard. Ella también estaba algo agitada, pero ni por asomo tanto como el señor Moore—. De tu casa a mi casa y luego a la calle Diecisiete no hay media ciudad. Si hicieras un poco de ejercicio de vez en cuando…

— Es… está demostrado— jadeó el señor Moore— que… el exceso de ejercicio… no es bueno para el organismo. Y yo soy una prueba viviente de ello… ¿Y bien, Stevie?

Señalé el estudio con la barbilla.

— Está ahí. Con los sargentos detectives.

Eso animó al señor Moore.

— Estupendo. Eso me ahorrará otro viaje.

Enfiló hacia la puerta del estudio, con los demás pisándole los talones, y me sorprendió ver que irrumpía en la habitación sin molestarse en llamar.

El doctor alzó la cabeza del escritorio, desconcertado y, al igual que Cyrus, ligeramente molesto por esa falta de cortesía. Los sargentos detectives, también sorprendidos, se pusieron de pie.

El señor Moore se agarró del pomo de la puerta mientras recuperaba el aliento y levantó un sobre.

— Acabo de recibir esta carta urgente… de Rupert Picton.— Respiró hondo—. De verdad detesto este caso…

26

El señor Moore abrió el sobre mientras Cyrus, la señorita Howard y yo entrábamos en el estudio. Tras desplegar la carta, nuestro exhausto amigo respiró hondo y comenzó a leer, pero apenas había llegado al saludo— «¡Moore, bribón!»— cuando se dejó caer de rodillas al suelo, aún tratando de recuperar el aliento.

— Sara, léela tú— dijo, se arrastró hasta el sofá y se sentó en él.

— ¿Qué mosca le ha picado, Sara?— preguntó el doctor—. ¿Está borracho o sólo le han pegado un tiro?

— Peor— respondió la señorita Howard—. Ha venido corriendo. Pero no se equivoca en lo de la carta, doctor. Está fechada ayer, escuche: «¡Moore, bribón! Me explayaría diciendo qué clase de cerdo asqueroso e inmundo eres…»

— No tienes por qué leer esa parte— protestó el señor Moore desde el sofá.

La señorita Howard sonrió y prosiguió:

— «… pero creo que debo dar prioridad a los telegramas que me has enviado y que he encontrado sobre mi escritorio hoy al regresar de los Adirondacks. Bromas aparte, John, si es cierto lo que dices y con la infinita sabiduría que te caracteriza te has mezclado en una investigación privada de la mujer a quien aquí se conocía con el nombre de Libby Hatch, mucho cuidado. La historia que te ha contado el señor Vanderbilt es cierta, o mejor dicho es la explicación aceptada por la mayoría del horrible crimen ocurrido aquí hace poco más de tres años. Los hijos de esa mujer fueron asesinados a tiros, en teoría por un negro loco que estaba de paso y al que nadie vio, salvo la señora Hatch. Sus dos hijos murieron y la niña sobrevivió pero ha estado muda desde entonces. Se llevó a cabo una concienzuda búsqueda, pero nunca se encontró al negro ni a ninguna persona que lo hubiera visto ni siquiera de lejos. De todos modos, la inventiva de la señora Hatch fue tan grande y los fundamentos a favor de cualquier otra interpretación tan escasos que el caso nunca pasó de la vista preliminar para fijar las causas de las muertes. Yo tengo mi propia teoría, y habiendo pasado por lo que has pasado, estoy seguro de que adivinarás cuál es.

»Por otra parte estoy consternado, aunque no sorprendido, por los otros casos que estás investigando. Creo que esa mujer es una de las personas más peligrosas del mundo y es una pena que nunca haya podido convencer de ello a nadie más. Me comentas que vuestra investigación en Nueva York ha llegado a un punto muerto. Si es así, te aconsejo que lo tomes como una señal. No hagas ningún movimiento contra Libby Hatch, y si las personas con las que trabajas son investigadores mínimamente competentes, no pierdas el tiempo y ven aquí con ellos. Naturalmente, conozco al doctor Kreizler por sus obras y su reputación y estaré encantado de verlo en persona.

«Telegrafíame para decirme si vienes y cuándo. Hablo muy en serio, John. No intentéis atrapar a esa mujer con una investigación no oficial. Aunque contarais con el apoyo del Departamento de Policía al completo, tendríais razones para preocuparos, pues ella encontraría la forma de sobornarlos y mataros si llegara el caso. Dejad las cosas como están o viajad aquí para ver qué podemos hacer juntos. Cualquier otra estrategia acabará en un desastre.

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