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Authors: Caleb Carr

Tags: #Intriga, Policíaco, Suspense

El ángel de la oscuridad (37 page)

No paraba de olfatear y rascar el suelo con las patas, como si buscara la manera de mover la estantería. No estoy seguro de cuánto tiempo tardé en entender lo que sucedía, pero en cualquier caso fue demasiado porque debí haber caído en ello en cuanto vi la estantería. Al fin y al cabo tenía pistas de sobra: las macetas que había visto el domingo, el descuidado jardín, la cocina sucia, el austero salón (tan acogedor como las barracas de El Refugio de los Muchachos), por no mencionar nuestras conversaciones sobre la personalidad de la enfermera Hunter. Todo, incluida la estantería con frascos de mermelada, formaba parte de un esquema, pero para verlo necesité la ayuda de un hurón medio loco.

— Un momento— musité mientras me dirigía a la estantería—. ¿Mermeladas? ¿A quién quiere engañar?

Alcancé un frasco, desenrosqué la tapa y vi una gruesa capa de moho sobre el contenido. Arrugué la nariz, cerré el frasco y elegí otro, sólo para descubrir lo mismo. Probé con dos frascos más de otros estantes, y cuando vi que estaban en un estado parecido, retrocedí unos pasos para sopesar la cuestión. Luego miré a
Mike,
que seguía excavando en la base de la estantería, primero en la parte delantera, después en un lateral y en el otro. No conseguía llegar más allá del cemento, pero parecía desesperado.

— Hummm— dije dando un paso al frente—. Veamos.

Respiré hondo, agarré un extremo de la estantería, traté de separarla de la pared divisoria y…

Y nada. Lo intenté otra vez apoyando todo el peso de mi cuerpo, pero con los mismos resultados. Era como si tratara de mover la casa entera. Eché un vistazo alrededor, vi las oxidadas herramientas de jardinería y corrí a buscar un viejo azadón. Quise insertar la hoja en la estrecha rendija que había entre la parte posterior de la estantería y los ladrillos, pero no lo conseguí. Usé el pulpejo de la mano para empujar la herramienta y por fin logré introducirla unos centímetros, pero cuando agarré el mango de madera del azadón y tiré de él para separar el mueble de la pared, la herramienta se partió en dos. Y no fue el mango lo que se rompió, sino el vástago de metal de la hoja, una pieza de acero de un centímetro de grosor.

— ¿Qué diablos…?— mascullé mirando fijamente el mueble.

Sin duda era extraño, pero yo había participado en suficientes robos en mi vida para saber que cuando uno se encontraba con una caja fuerte y no tenía las herramientas necesarias para abrirla, no se quedaba en el lugar a preguntarse por qué. Agarré a
Mike,
que se resistió como si intuyera que no había cumplido con su función, lo metí otra vez en el zurrón y cerré cuidadosamente las hebillas. Subía por la escalera cuando oí… ¡Disparos!

Me quedé paralizado, pensando en cómo iba a explicar mi presencia en el sótano. Entonces me di cuenta de que no eran disparos, sino petardos. Y a juzgar por el volumen del sonido, debían de haber detonado en la calle, delante mismo de la casa. Suspiré con alivio y seguí mi camino. Apagué la luz del sótano, subí con cautela hasta la puerta y la abrí sin que las bisagras aceitadas hicieran el menor ruido.

Una vez en el salón, oí las risas de un grupo de niños en la calle. Sonaron más petardos, estridentes y sobrecogedores en comparación con el ruido lejano y amortiguado de los fuegos artificiales que lanzaban al otro lado del río. Miré rápidamente a mi alrededor. Sabía que esa noche no rescataríamos a la niña, pero no me resignaba a marcharme con las manos vacías. Tenía que llevarme algo…

Miré hacia el secreter y recordé las palabras de Marcus. Si la enfermera Hunter había cubierto el mueble antes de hacerlos pasar, era lógico pensar que contenía algo de lo que podríamos sacar provecho. Saqué mi colección de ganzúas de bolsillo del pantalón y abrí la tapa aún más rápidamente de lo que había previsto.

Cuando bajé la tapa, me llevé una decepción: en los estantes sólo había unas cuantas cartas y sobre el gastado cartapacio, una pila de papeles. Sin embargo, antes de volver a levantar la tapa decidí desechar mi pálpito de ladrón de que esos artículos no tenían valor alguno y cogí algunos papeles para leerlos. Resultó ser una decisión sabia.

Al principio no les encontré sentido. Las primeras páginas tenían el membrete del hospital St. Luke, eran cartas dirigidas a Elspeth Hatch, informes sobre el estado de un niño llamado Jonathan. Debajo había formularios de ingreso a nombre del mismo niño y un par de periódicos doblados con fecha de dos años antes. Volví a examinar los formularios de ingreso sin saber a ciencia cierta qué buscaba o qué estaba leyendo; estaban escritos con una letra ilegible y el contenido parecía demasiado complicado…

Pero entonces descifré algunas palabras que me helaron la sangre. Al final de un formulario estaba impresa la palabra DIAGNÓSTICO y junto a ella alguien había escrito: INSUFICIENCIA RESPIRATORIA. CIANOSIS.

Con eso me bastó. Me metí toda la pila de papeles dentro de la camisa y cerré el secreter. Estaba convencido de que había encontrado algo, de que no había perdido…

— ¡No te muevas, pequeño bastardo!

Obedecí. Me habían pillado con las manos en la masa otras veces y sabía que cuando te dan una orden semejante es mejor cumplirla hasta ver con quién te enfrentas. Levanté las manos y me volví hacia la voz cascada, nerviosa y ligeramente familiar que procedía de las escaleras.

Allí había un hombre que sin duda era Micah Hunter. Aparentaba cincuenta y tantos años y llevaba un raído camisón blanco, debajo del cual asomaban dos piernas huesudas y pálidas. Su cara cubierta de un rastrojo gris, con un descuidado bigote del mismo color, tenía la expresión demencial y aturdida de un adicto a la morfina. Las manos temblorosas empuñaban algo parecido a un fusil, y cuando terminé de darme la vuelta me miró con incredulidad.

— ¡Tú!— exclamó. Luego miró alrededor con nerviosismo, emitiendo pequeños gemidos—. ¿Tú?— repitió, esta vez con menos energía—. ¿Dónde…? ¿Dónde está Libby? ¡Libby! No es posible… No puede ser… Ésta no es la casa…— Su voz sonó más firme, aunque no menos asustada—. Ésta no es la casa… y además, ¡yo te maté!

24

Me habían dicho muchas cosas raras en mi vida, pero ninguna superaba a ésa. Ese pobre idiota realmente creía que me había matado, cosa que se reflejaba con total claridad en la expresión de terror de su cara devastada por las drogas. Pero yo no tenía la más remota idea de por qué pensaba eso.

En ese momento resonaron otros petardos en la calle y Micah Hunter se volvió hacia allí, apuntando a la puerta principal.

— ¡Vaya!— dijo y reemplazando parte del miedo por determinación—. Conque no estás solo, ¿eh?— Se puso el fusil al hombre, decidido a presentar batalla a quienquiera que entrara por la puerta—. Muy bien, entrad, cabrones…

— ¡Hunter!

Tanto Hunter como yo giramos la cabeza hacia el pasillo, de donde procedía la estridente voz del sargento detective Marcus.

— ¡Hunter!— gritó Marcus otra vez desde la ventana de la cocina, volviendo a asustar al viejo—. ¡Retírese, soldado! ¡Es una orden!

— ¿Capitán?— masculló Hunter—. ¿Capitán Griggs?

— ¡He dicho que se retire! Está herido. No lo necesitamos, soldado. ¡Regrese al hospital!

— No entiendo…— Hunter me miró una vez más y luego echó una rápida ojeada alrededor—. ¿Dónde está Libby? ¡No me encuentro bien!

— ¡Obedezca!— insistió Marcus—. ¡Baje el arma y regrese al hospital!

— Pero yo…

Hunter bajó el arma y no necesité ver nada más. Como un relámpago corrí por el pasillo en dirección a la ventana de la cocina. El viejo Hunter me gritó algo, pero nada iba a impedir que me escabullera entre los barrotes. Marcus me dio impulso para que subiera al muro de ladrillos y yo acepté su ayuda, pues no era momento de sacar a relucir el orgullo profesional. Usé la soga para deslizarme hasta la callejuela, até el extremo que había quedado de ese lado de la pared a un caño de agua con un grifo y susurré:

— ¡Adelante!

El sargento detective comenzó a escalar raspando la pared con las botas y una vez arriba prácticamente saltó al otro lado. El impacto de los clavos de las suelas contra el cemento fue violento y, a juzgar por la expresión de la cara de Marcus, doloroso.

— ¡Tira!— gritó, con lo que deduje que ya había desatado el otro extremo de la cuerda.

Tiré y la soga se deslizó con un restallido. La enrollé rápidamente alrededor del brazo mientras corríamos hacia la ventana abierta de la cochera. Luego se la entregué a Marcus, que volvió a guardarla en su saco. Entramos por la ventana, la cerramos, regresamos a nuestro escondite en la calesa y nos cubrimos con la lona, ambos respirando tan agitadamente como
Mike.

— ¿Qué hacemos?— pregunté con dificultad, ya que los rápidos movimientos de mi pecho me impedían hablar en susurros.

— ¡Calla!— respondió Marcus.

Durante unos segundos que se me hicieron eternos permanecimos quietos, aguzando el oído. Los perros ladraban en los jardines de atrás de la cochera y a lo lejos se oían los gritos de Micah Hunter, aunque resultaba imposible descifrar sus palabras.

— Creo que todo irá bien— dijo Marcus finalmente—. Los vecinos deben de estar acostumbrados a sus delirios. No debemos dejarnos dominar por el pánico.— Sacó un reloj y miró la hora—. Lucius volverá dentro de media hora. Descansa y procura no moverte.

Obedecí, aspirando grandes bocanadas de aire mientras acariciaba al asustado
Mike
a través del cuero del zurrón.

— Mierda— dije cuando por fin fui capaz de hablar en voz baja—. Ese viejo loco podría haberme matado.

— Fueron los fuegos artificiales— explicó Marcus—. Y la morfina. Apuesto a que su mujer le da una buena dosis antes de dejarlo por las noches. Si despiertas en las dos horas siguientes a una inyección muy fuerte, puedes sufrir delirios. Por lo visto pensaba que estaba otra vez en la guerra y que tú eras un niño confederado al que había matado o algo por el estilo.— Marcus hizo una pausa para respirar—. ¿Y qué hay de la niña?

— Es una larga historia— respondí—. No cabe duda de que está allí abajo; en eso no nos equivocamos. Pero llegar hasta ella resultará difícil, o puede que imposible. La estantería donde están las mermeladas es una especie de puerta mecánica y no conseguí abrirla. Pero encontré otra cosa…

Me interrumpí al oír un suave golpecito en un lateral de la calesa.

— ¿Stevie? ¿Marcus?— Era el sargento detective Lucius—. ¿Estáis ahí?

— Sí— respondió Marcus—. Y estamos bien.

— Oí gritos en el interior de la casa— murmuró Lucius—. ¿Qué ha pasado?

— Ya te lo contaremos— respondió Marcus—. ¡Sácanos de aquí!

— ¿Y qué hay de la niña? ¿La habéis encontrado?

— ¡Lucius! ¡Sácanos de aquí enseguida!

Segundos después la calesa empezó a moverse hacia la salida de la cochera. Lucius se detuvo para pagar al vigilante y una vez en la calle giró a la izquierda. Por lo visto había tomado la sabia decisión de bordear el río hacia el norte, lo más lejos posible del territorio de los Dusters. Media manzana más allá
Frederick
comenzó a trotar, y cuando el coche dobló a la derecha, Marcus y yo consideramos que era seguro salir de debajo de la lona.

Los fuegos artificiales destellaban en el cielo, encima del Hudson, y una multitud los contemplaba desde la orilla. Pero lejos de detenernos a mirar, continuamos al trote hacia el 808 de Broadway. Lucius no dejaba de hacer preguntas, pero Marcus le dijo que esperara hasta que llegáramos a nuestro cuartel general. Abrí el zurrón para ver cómo estaba
Mike
y éste asomó la cabeza. Seguía agitado, pero se encontraba bien. Entonces me arrellané en el asiento de la calesa. Saqué los papeles robados del interior de mi camisa y se los pasé a Marcus. Luego encendí un cigarrillo y le ofrecí otro al sargento detective.

Los dos estábamos muy decepcionados del resultado de nuestra misión, así que al llegar al 808 de Broadway nos sentimos agradecidos por la cálida bienvenida de los demás, que sin duda se sentían tan defraudados como nosotros. Creo que tanto Marcus como yo estábamos demasiado apenados por lo ocurrido para pensar que las cosas podrían haber ido mucho peor. El alivio de nuestros compañeros nos sirvió para recordárnoslo. La señorita Howard me abrazó con tanta fuerza que me levantó del suelo y el doctor, con una sonrisa de oreja a oreja, me estrechó los hombros hasta prácticamente unir uno con otro. Por lo visto, el fracaso de nuestra misión era menos importante que el hecho de que hubiéramos sobrevivido, y al ver ese sentimiento reflejado en sus caras me resultó más fácil hablar de lo ocurrido.

El doctor había encargado la cena al señor Delmonico y le había pedido que la enviara a nuestro cuartel general, lo que devolvió la alegría de vivir a Marcus. Yo, por mi parte, me sentí profundamente agradecido, porque además de pedir un bistec a la plancha y patatas fritas para mí, el doctor había encargado a Ranhofer unos cuantos filetes crudos para
Mike.

El señor Moore había dispuesto la comida sobre la mesa de billar al estilo de un bufé: había olivas, apio, tostadas con anchoas,
aspic
de paté, chuletas de cordero, ensalada de langosta y gambas, arroz con leche, pequeños merengues con fruta, helado y, naturalmente, botellas de champán, vino y cerveza, además de mi refresco de raíces favorito. Mientras los adultos llenaban sus platos con estas delicias, yo me retiré al alféizar con mi bistec con patatas fritas, los filetes crudos y
Mike,
que demostró tener casi tanta hambre como este humilde servidor. Todos se fueron acomodando en los sillones o ante los escritorios con la comida y la bebida y mientras lo hacían comenzamos a relatar los curiosos sucesos que habíamos vivido Marcus y yo; un proceso que se inició cuando Marcus hizo un resumen general de los hechos y acabó cuando le entregó los papeles robados al doctor. Entonces el semblante del doctor Kreizler se ensombreció por primera vez.

— ¿Qué pasa, doctor?— preguntó Marcus mientras abría la ventana para dejar pasar la cálida brisa de la noche y los sonidos de fiesta de la calle—. Por lo que he visto, esos documentos podrían ser la prueba que necesitamos para demostrar el
modus operandi
de esa mujer.

— Es posible, Marcus— dijo el doctor repasando los papeles—. Todavía no puedo asegurarlo. Pero lo que sin duda conseguirán, o lo que conseguirá su ausencia, es alertar a la enfermera Hunter de quién entró en su casa y por qué.

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