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Authors: Caleb Carr

Tags: #Intriga, Policíaco, Suspense

El ángel de la oscuridad (40 page)

Por lo visto el joven Neily había tenido el atrevimiento de casarse con alguien a quien amaba, pero a quien la familia consideraba socialmente inferior. La batalla desatada por esa boda había sido tan encarnizada que Cornelius II había sufrido una apoplejía y había desheredado a su primogénito. Éste había seguido adelante con sus planes y luego se había marchado apresuradamente a Europa con su esposa. Aunque hacía poco tiempo que habían regresado, la ciudad entera había estado al tanto de sus vicisitudes durante toda su estancia en el extranjero. Como es natural, el tema había acaparado la atención de la prensa sensacionalista, que se había puesto del lado del amor para vender más periódicos. Casi todos los miembros de la alta sociedad simpatizaban con la joven pareja, puesto que las «auténticas» familias de solera de Nueva York, como la del señor Moore o la de la señorita Howard, veían a los Vanderbilt como nuevos ricos colados en la fiesta que ellos celebraban desde hacía muchos años. El escándalo había terminado de quebrantar la salud de Cornelius II (que en ese momento vivía a caballo entre su palacio de Nueva York y su aún más grotescamente ostentosa residencia de Newport, New Island), y al llegar el verano su amargura y santurronería habían llegado al extremo de constituir una seria amenaza para su salud. Ese tipo tenía setenta millones de dólares y los ferrocarriles de New York Central e iba a permitir que la aventura romántica de una joven pareja lo llevara a la tumba; a veces no hay quien entienda a los ricos…

La cuestión es que el jueves por la tarde emprendimos el viaje hacia la zona residencial de la ciudad en la calesa cubierta con la capota. La temperatura media había ido ascendiendo gradualmente a medida que avanzaba el mes de julio y al llegar el día 8 era tan alta que desató esa deprimente lluvia estival que nunca consigue refrescar o limpiar la ciudad. Chapoteando entre un estiércol de caballo particularmente hediondo, cruzamos Murray Hill y entramos en la zona residencial de las calles Cincuenta, pasando junto a los demás palacios de los Vanderbilt que se erigían a pocas manzanas de distancia del de Cornelius II. Yo tenía la impresión de que el principal objetivo de esas mansiones era hacer sombra al resto, aunque eso significara acumular tantos accesorios y oropeles que los edificios rayaban en lo ridículo o eran lisa y llanamente antiestéticos.

El mal gusto alcanzaba su máxima expresión en el número 1 de la calle Cincuenta y siete Oeste: el contraste entre el rojo subido de los ladrillos y el blanco de la piedra caliza de los vanos de las ventanas pretendían recrear el estilo del Renacimiento francés, pero en mi opinión esa casa se parecía mucho más a una tienda de circo. El anexo del fondo, diseñado por Richard Morris Hunt— el mismo arquitecto que había proyectado el ala nueva del Metropolitan Museum— era mucho más agradable a la vista y hasta podía parecer bonito si se lo excluía del resto. Pero cuando uno se aproximaba a la fachada desde el sur, daba la impresión de que uno estaba a punto de visitar a un bufón de alcurnia. Y en efecto era así; la pena era que el propio Cornelius II no acabara de entenderlo.

Media manzana antes de llegar a la calle Cincuenta y siete el traqueteo de nuestro coche y el de aquellos que nos rodeaban se apagó de súbito: en las calles circundantes al número 1 de la Cincuenta y siete Oeste habían instalado grandes láminas de un material de amortiguación— parecía corteza de árboles— para que el ruido de los caballos y carruajes no importunara al convaleciente señor Vanderbilt. En la actualidad la idea de repavimentar varias calles con el único fin de facilitar el descanso de un hombre parece inconcebible, pero en aquellos tiempos Cornelius II era un personaje muy importante en la ciudad, sobre todo por sus obras de filantropía. Naturalmente, como ya había señalado su médico, la causa de su enfermedad no era el ruido; por más que lo hubieran encerrado en una habitación de cemento y plomo, mientras él pensara en el poco control que ejercía sobre su hijo, su salud continuaría deteriorándose.

Cuando llegamos al número 1 de la calle 57 Oeste, el doctor le recordó al señor Moore que, sobre todo teniendo en cuenta lo difícil que había resultado concertar esa entrevista, no debía intentar bajarle los humos al señor Vanderbilt, tal como había anunciado que haría. Se limitarían a decirle al viejo y patético inválido que deseaban averiguar el paradero de la señora Hatch, pues pensaban que ella podría colaborar en un caso en el que trabajaba el doctor. El señor Moore asintió a regañadientes y subieron por la escalinata que conducía al arco de piedra caliza de la entrada. Cuando el señor Moore llamó al timbre, un lacayo les indicó que el señor Vanderbilt los esperaba en la «sala morisca», al fondo de la casa. Consciente de que se refería a un salón de fumar que con toda probabilidad recordaría una ilustración de
Las mil y una noches
— esas habitaciones estaban de última moda entre los ricos en aquel entonces—, me bajé de la calesa y cuando regresó el lacayo le pregunté si podía echar un vistazo al coche mientras yo hacía un recado para el doctor a pocas manzanas de allí. El hombre aceptó con cortesía, así que enfilé hacia la Quinta Avenida y di la vuelta hasta llegar a la parte posterior de la casa, cerca de la elegante cochera diseñada por Hunt, donde descubrí que una alta verja de hierro forjado me separaba del jardín. Me habría resultado muy fácil saltarla, desde luego, pero había varias personas paseando por los alrededores y se imponía un poco de prudencia.

Puse en práctica un viejo truco: miré el alto techo de la mansión que estaba en la calle de enfrente, algo menos lujosa que la del señor Vanderbilt, la señalé y grité:

— ¡Va a saltar!

Esta es la única frase capaz de conseguir que un neoyorquino deje lo que está haciendo para mirar en la dirección señalada. Esa tarde los viandantes de la Quinta Avenida no fueron una excepción, y en los escasos segundos que tardaron en comprender que les estaba tomando el pelo, yo salté la verja de Vanderbilt y corrí a esconderme detrás de una de las columnas de la cochera. Estudié la parte trasera de la casa y enseguida descubrí un mirador con la ventana abierta en el extremo oeste. Podía esconderme fácilmente debajo del mirador y lo hice, permitiéndome sólo una rápida ojeada al interior.

Si existe una palabra para definir el gusto de la familia Vanderbilt, he de confesar que la ignoro. Supongo que podría decirse que les gustaba tener «más de todo»: más piedra, más adornos, más objetos artísticos, más comida. La «sala morisca» que vi aquel día era un buen ejemplo. No les bastaba con que la madera de las paredes— altas como una casa de dos pisos— fuera lo más cara posible o tuviera tallas más complicadas que los modelos árabes en los que se había inspirado; no, las paredes también debían tener incrustaciones de materiales preciosos, incluyendo (créase o no) el nácar. Nácar en las paredes… Supongo que no era sorprendente que una persona capaz de encargar algo tan disparatado— y nada más y nada menos que a un diseñador como Louis Comfort Tiffany—, sufriera un ataque porque su hijo se negaba a hacer lo que le ordenaba. Del alto techo colgaba una gigantesca lámpara Tiffany, rodeada de otras más pequeñas, también de cristal Tiffany. Debajo de tanto cristal había varias alfombras persas, grandes y gruesas, sobre las cuales se habían dispuesto unos sillones de terciopelo frente a una chimenea morisca de mármol. En dos de estos sillones se sentaban el doctor y el señor Moore, que se me antojaron muy pequeños en esa sala, y frente a ellos (cubierto por una gran manta de pieles a pesar del calor de julio) el señor Vanderbilt, que tenía todo el aspecto de lo que era: un hombre que se aproximaba al momento de su muerte sin prisa pero sin pausa. Su cara larga y sus ojos brillantes, que en un tiempo habrían intimidado a cualquier hombre a una distancia considerable reflejaban una desconsolada tristeza.

— ¿Por qué han venido a pedirme esa información precisamente a mí?— preguntó con voz ronca.

Me escondí y escuché la respuesta del señor Moore:

— Esa mujer estuvo un tiempo a su servicio, señor Vanderbilt. Al menos así lo hizo constar en unas solicitudes de ingreso para un hospital.

— ¿Y qué?— replicó Vanderbilt en un tono que con un poco de benevolencia cabría calificar de condescendiente—. Sí, estuvo empleada aquí. Pero su vida privada era precisamente eso, privada, y la respetábamos como tal. Elspeth Hatch fue una criada de confianza desde que llegó a esta ciudad.

— Y eso fue…— dijo el doctor.

El anfitrión dejó escapar un ronco suspiro de irritación que hizo que el señor Moore añadiera:

— Si el asunto no fuera tan urgente, señor Vanderbilt…

— ¿Urgente?— interrumpió Vanderbilt—. ¿Es urgente pero se niegan a decirme de qué se trata?

— Queremos respetar la confidencialidad entre médico y paciente— respondió el doctor—. Estoy seguro de que lo comprenderá.

— Y no abusaríamos de su amabilidad si tuviéramos otra alternativa— añadió el señor Moore.

— Bueno, al menos reconocen que es un abuso. Si yo no apreciara tanto a su familia, señor Moore…

— Desde luego, señor— respondió el señor Moore—. Lo entiendo.

Vanderbilt soltó otro suspiro de irritación.

— Contratamos a Elspeth Hatch en…, creo que fue en el verano de 1894. Poco después de la tragedia. Nos habíamos enterado de su desgracia a través de unos amigos del norte, y puesto que entonces necesitábamos una doncella, mi esposa pensó que al ofrecerle el empleo le daríamos la oportunidad de salir de su casa y dejar atrás el pasado. La señora Vanderbilt es una mujer extraordinariamente compasiva.— Emitió otro gruñido—. Y de buena cuna.

Se hizo un silencio, durante el cual imaginé que el doctor y el señor Moore cambiaban una mirada, buscando la manera de averiguar a qué «tragedia» se refería Vanderbilt. Dada su actitud, era poco probable que les informara de las desventuras de su antigua empleada si se enteraba de que ellos no estaban al corriente.

— En efecto fue una extraordinaria muestra de compasión por parte de su esposa— dijo por fin el doctor—. Y sin duda habrá ayudado a la señora Hatch a recuperarse. Un cambio de ciudad a menudo es el único antídoto eficaz para una experiencia tan desafortunada.

— ¿Experiencia desafortunada?— rugió Vanderbilt—. ¿Ver cómo un loco mata a tiros a sus propios hijos? ¿Le agradan los eufemismos, doctor, o es que su profesión lo ha inmunizado contra las tragedias?

Esa declaración casi me hizo saltar los ojos de las órbitas, y pensé en los esfuerzos que deberían de estar haciendo el doctor y el señor Moore para disimular una reacción semejante.

— No pretendía mostrarme insensible, señor— dijo por fin el doctor—. Aunque es probable que a veces mi profesión me impida abordar el asesinato— pronunció esta última palabra con énfasis, como si esperara que lo contradijeran, pero no fue así— con el debido tacto.

Esta vez Vanderbilt resopló en lugar de gruñir.

— Supongo que es lógico. Bueno, la cuestión es que la señora Hatch llegó aquí dos o tres meses después. Y trabajó con inusitado esmero teniendo en cuenta que aún no se sabía cuál sería el destino de su hija mayor.

— Ah. Sí, desde luego— dijo el señor Moore—. ¿Y cuándo ha dicho que dejó el empleo?

— No lo he dicho, señor Moore, pero lo dejó el mes de mayo siguiente, cuando volvió a casarse y se hizo cargo de un sobrino. Le ofrecí una recomendación como doncella, pero ella quería hacer la carrera de enfermería. Le dije que si necesitaba ayuda no vacilara en ponerse en contacto conmigo, pero nunca lo hizo. Y eso es todo lo que puedo decirles, caballeros.

Oí que se abría una puerta y una voz queda dijo:

— Disculpe, señor, pero la señora dice que es hora de que se retire a descansar.

— Sí— respondió Vanderbilt—. Ahora voy. Bien, caballeros, debo cumplir las órdenes de mi médico. Espero que encuentren a la señora Hatch, aunque supongo que habrá cambiado de nombre.

— Sí— dijo el señor Moore—. Gracias por recibirnos, señor Vanderbilt. Ha sido muy amable y nos ha ayudado mucho. ¿Se marchará pronto a Newport?

— Mañana, y por eso debo recuperar fuerzas. Haré que los acompañen a la puerta.

— Por favor, no se moleste— lo atajó el doctor—. Sabremos encontrar la salida. Y gracias otra vez.

Oí los movimientos de los tres hombres y supe que debía irme. Esperé a que hubiera poca gente en la avenida, corrí hasta la verja de hierro y salté al otro lado. Luego caminé a toda prisa, haciendo caso omiso de las miradas de una pareja de paseantes y tratando de aparentar que saltaba la valla de las casas de los millonarios todos lo días (y los domingos dos veces).

Llegué a la calesa unos segundos después que el doctor y el señor Moore, lo que me obligó a explicar dónde había estado. Gracias a ello, no fue necesario que me repitieran su conversación con Vanderbilt, aunque el doctor no pareció muy complacido con esta segunda intrusión mía en casa ajena en una semana. Sin embargo, la impresión que habían sufrido al oír las palabras del millonario dejó a un lado cualquier otra consideración.

— ¡Detesto este caso!— exclamó el señor Moore cuando emprendimos el viaje de vuelta—. ¡Lo detesto! Lucius lo ha descrito perfectamente: cada vez que parece que llegamos a alguna parte, ¡zas!, aparece un dato nuevo que cambia todo el panorama.

— ¿Y qué te hace pensar que el panorama ha cambiado, Moore?— preguntó el doctor.

— ¡Ya has oído lo que ha dicho Vanderbilt, Kreizler!— gritó el señor Moore con frustración—. ¡Un loco asesinó a tiros a los hijos de esa mujer delante de ella! ¿De qué demonios hablaba?

El doctor se encogió de hombros.

— Hay varias respuestas posibles. Puede que sea verdad, o puede que sea una fantasía de la mujer.

— Kreizler— replicó el señor Moore dando un furioso puñetazo a la puerta de la calesa—, Vanderbilt dijo que se lo habían contado unos amigos. ¿Qué crees que hace esa mujer? ¿Pasearse por todo el estado inventando historias de niños muertos para granjearse la compasión de la gente?

— Por todo el estado no. Por lo visto, los sucesos ocurrieron en su pueblo natal. Si eso es cierto, tu amigo de la oficina del fiscal del distrito podrá darnos más información. ¿Te has puesto en contacto con él?

— Le escribí el lunes— respondió el señor Moore de mal talante, poniéndose de un humor a tono con el tiempo húmedo y caluroso—. Y le envié un telegrama el martes. Pero creo que tendré que telegrafiarle otra vez o tratar de hablar con él por teléfono para ponerlo al tanto de este último descubrimiento.— Volvió a enervarse—. ¿Y a qué se refería cuando dijo que la mujer se hizo cargo de un «sobrino»?

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