El ángel de la oscuridad (43 page)

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Authors: Caleb Carr

Tags: #Intriga, Policíaco, Suspense

A última hora del miércoles la tormenta continuaba arreciando, y yo aún no había recibido noticias de Kat. A medida que avanzaba la noche, me asaltó la dolorosa idea de que ella se marcharía a California mientras nosotros estábamos en el norte, y puesto que no tenía forma de ponerse en contacto conmigo pensaría que no me importaba lo que le ocurriera. Esa idea me obsesionaba, y durante varias horas me atormenté a mí mismo preguntándome si debía hacer una rápida escapada a los sitios que frecuentaba Kat. Se había marchado de casa del doctor aparentemente resuelta a no volver con los Dusters, pero la cantidad de cocaína que llevaba en el cuerpo en su visita al 808 de Broadway me había inducido a pensar que no había roto relaciones con ellos. Y mientras sentado en mi cuarto contemplaba cómo los rayos y la lluvia sacudían las ramas de los árboles de Stuyvesant Park, primero hacia un lado y luego hacia el otro, mis dudas comenzaron a multiplicarse. ¿Tendría un techo donde resguardarse en una noche como ésa? Tenía suficiente dinero para alojarse en un sitio decente, ¿o se lo habría gastado en cocaína? ¿Se habría enterado Ding Dong de que tenía dinero y la habría obligado a dárselo? ¿Contaría con otra persona que se preocupara por ella, aparte de mí? Yo esperaba que sí, porque por muy inquieto que estuviera, esa noche me sentía incapaz de salir. Me dije que era por la lluvia y el viento, pero una voz en mi interior me recordó que había pasado muchas noches como aquélla vagando por las calles. Entonces me dije que era ella quien tenía que buscarme si necesitaba ayuda, aunque sabía que se había marchado demasiado enfadada para hacerlo. La verdad pura y dura es que yo no sabía por qué no podía ir a buscarla. Me preocupaba no volver a saber de ella, me preocupaba dónde estaba y qué estaba haciendo, pero sencillamente me sentía incapaz de ir en su busca y no sabía por qué.

Cuando me levanté a la mañana siguiente, descubrí que la tormenta se había desplazado hacia el mar. El sol y una brisa ligera secaban rápidamente la ciudad y la temperatura finalmente había bajado a veinte grados. En Stuyvesant Park había algunas ramas sobre la hierba y los senderos, pero aparte de eso la tormenta no parecía haber causado daños permanentes en nuestro barrio. Aunque aún no eran las siete y media, el coche que había contratado el doctor para llevarnos al muelle de la calle Veintidós llegaría en media hora y el
Mary Powell
zarparía a las nueve, de modo que me lavé rápidamente, me vestí, cerré las dos maletas que me había dado el doctor sentándome sobre ellas y bajé tambaleándome con ellas por las escaleras.

El doctor y Cyrus ya se habían levantado; el primero estaba en el estudio empacando libros y papeles y el segundo en la cocina preparando café. Cuando Cyrus terminó, los tres estábamos listos. Habíamos apilado nuestras maletas y baúles junto a la puerta principal y no nos quedaba otra cosa que hacer aparte de tomarnos el café cargado y aguardar con creciente nerviosismo la hora de embarcar (y la primera de estas actividades no facilitaba la segunda). Mientras fumaba un cigarrillo a escondidas eché un último vistazo a la puerta trasera, el jardín y la cochera para asegurarme de que todo quedara bien cerrado. Finalmente apareció el coche de alquiler. Después de que el cochero, un alemán a quien el doctor hablaba en su lengua natal, nos ayudara a subir los bultos, nos volvimos para despedirnos de la casa, sin saber cuándo volveríamos a cruzar la cancela de hierro del jardín delantero.

Durante nuestro trayecto hacia el Hudson, el tiempo mejoró aún más; seguía soplando una brisa agradable y las nubes se despejaban rápidamente en el cielo. Cuando llegamos al cruce de la Novena Avenida y la calle Veintidós, asomé la cabeza por la ventanilla y miré hacia el muelle. El
Mary Powell
estaba en el embarcadero, rodeado por una multitud. Cruzamos la Décima y luego la Decimoprimera Avenida, entre un tráfico cada vez mayor de personas y coches. El olor del río y la perspectiva de visitar un sitio nuevo me hacían bullir la sangre, pero no caí en la cuenta de lo agitado de mis movimientos hasta que el doctor me puso una mano en la cabeza y me dijo que era lo único que podía hacer para evitar que me estallara el cráneo.

Los demás pasajeros del muelle parecían tan entusiasmados y aliviados por el cambio del clima como nosotros. Sin embargo, la mayoría apenas llevaba bultos— los barcos como el
Mary Powell
transportaban principalmente a excursionistas de un día— y no tuvimos dificultad para encontrar un mozo de cuerda que nos ayudara con el equipaje. Le dije al doctor que yo ayudaría al mozo a bajar las maletas y cargarlas en el barco mientras él y Cyrus iban a nuestros salones privados a comprobar si habían llegado los demás miembros del equipo. En cuanto se fueron comencé a cargar los bultos en la carretilla del simpático mozo italiano con la ayuda del corpulento cochero alemán. No entendía una sola palabra de lo que decían esos dos, pero no me importaba; la sola visión del barco preparado para zarpar, con sus chimeneas y sus hélices ostentando seguridad y poder, y la alegría que parecía embargar tanto a los pasajeros que estaban a bordo como a los que aún seguían en el muelle, me animaban a moverme con rapidez, eficacia y buen humor.

Es curioso cómo las pequeñas cosas pueden provocar un cambio de humor en un abrir y cerrar de ojos: a veces un sonido o un simple olor influyen más en nuestros pensamientos y sentimientos que horas de conversación o días de experiencia. Esa mañana lo que produjo ese efecto en mí fue ver— o apenas vislumbrar— a la última persona que deseaba ver en el mundo: Ding Dong.

Estaba sentado en el embarcadero sobre una pila de cajas, a unos treinta metros de distancia, pero tenía los ojos clavados en mí. Sus maléficas facciones estaban deformadas por su característica sonrisa idiota y perversa, y cuando notó que lo miraba, saltó al suelo, ensanchó la sonrisa e hizo un movimiento brusco y obsceno con la pelvis y las manos.

Naturalmente, entendí el mensaje: Kat había vuelto con él.

Fue un duro golpe, y bajé la vista con la boca entreabierta. Entonces oí una voz en mi cabeza: «Claro que ha vuelto con él. No tenía otro sitio adonde ir, gracias a ti…»

Cuando volví a alzar la vista, Ding Dong había desaparecido entre la multitud. Con toda seguridad nos había seguido desde la casa del doctor, y satisfecho de vernos partir, quiso despedirme con un mensaje personal que hiciera tanto daño a mi corazón como yo le había causado a su cara. Y lo había conseguido. Dejé caer la maleta que tenía en la mano y prácticamente me desplomé sobre ella. Tan aturdido estaba que apenas reconocí una voz familiar— esta vez no provenía de mi cabeza— que me llamaba.

— ¡Stevie!— Era el señor Moore que avanzaba a mi encuentro con una maleta en la mano. Lo seguía un mozo de cuerda con un baúl en su carrito—. Stevie— repitió al llegar junto a mí y se acuclilló a mi lado—. ¿Qué te pasa, muchacho? ¿Dónde está el doctor?

— Han…— Me sacudí con fuerza para recuperar la compostura—. Ya han subido a bordo. Yo estoy ayudando con el equipaje.

El señor Moore me puso una mano en el hombro.

— ¿Te ocurre algo, Stevie? Parece que hayas visto un fantasma.

— Un fantasma no.— No podía explicárselo todo, pero tenía que contarle al menos una parte—. He visto a los Dusters. Nos han seguido hasta aquí.

El señor Moore miró alrededor con los ojos entornados.

— No habrán subido al barco, ¿verdad?

— No— respondí—. Se han ido. Sólo querían que me enterara… que nos enteráramos de que siguen vigilándonos.

— Vaya. Bueno, vamos. Con un poco de suerte, estaremos fuera el tiempo suficiente para que los Dusters nos olviden.— Me levanté y echamos a andar hacia la pasarela del
Mary Powell,
seguidos por los mozos de cuerda—. No es propio de ti asustarte tanto, Stevie— dijo el señor Moore dándome un golpecito en el hombro—. Aunque supongo que es comprensible después de vuestra última pelea.

No respondí; me limité a asentir con la cabeza mientras trataba de que mi respiración recuperara el ritmo normal. Casi lo había conseguido cuando subimos a bordo, pero la sensación de culpa que como una brasa ardiente me quemaba la boca del estómago se negaba a desaparecer.

Una vez en el barco, el señor Moore y yo dejamos que los mozos nos guiaran a nuestros salones privados. Situados en la cubierta superior de babor y en el centro del barco, eran unas agradables habitaciones con paneles de madera, muebles elegantes y ventanas que nos permitirían disfrutar de los picos de los Palisades poco después de zarpar y de los Catskills y otras hermosas montañas durante el viaje. Sin embargo, por el momento era incapaz de pensar en esos placeres y ventajas. Una vez que dejamos el equipaje en los salones, que el doctor, Cyrus, la señorita Howard y los sargentos detectives ya exploraban con alegría, musité que quería echar un vistazo al barco y me marché rápidamente.

En la cubierta principal, a pocos pasos de los grandes comedores, encontré un lavabo de caballeros y entré seguido por la mirada suspicaz del encargado. Me encerré en uno de los retretes, me apoyé contra la pared azulejada y encendí un cigarrillo, dispuesto a combatir los horribles sentimientos y pensamientos que me corroían las entrañas. No había conseguido gran cosa cuando oí la voz del encargado al otro lado de la puerta.

El hombre carraspeó intencionadamente y dijo:

— Estos lavabos son para caballeros.

No era la actitud más apropiada para abordar a alguien en mi estado.

— Estos lavabos son para los pasajeros— repliqué con brusquedad—. Así que lárguese a menos que quiera acabar el viaje con un brazo roto.— Oí que respiraba hondo, furioso y ofendido, pero no dijo nada, y mientras le daba otra calada al cigarrillo, recordé que sólo cumplía con su obligación—. No se preocupe, amigo— dije, esta vez en voz más baja—. Me iré dentro de un segundo.

Seguí fumando un par de minutos, arrojé el cigarrillo en la taza y me marché sin mirar al encargado.

Mientras subía a la cubierta superior por la escalera de madera oí la ensordecedora sirena del barco: estábamos en camino. Pero aún no estaba preparado para volver con mis compañeros, así que seguí subiendo hasta la cubierta de paseo, la recorrí hasta el final y me acurruqué en el estrecho espacio que había entre la batayola y la timonera. Me encontraba a estribor, del lado opuesto al muelle, de modo que no veía a la multitud que se agolpaba en el embarcadero. Poco después nos deslizábamos por el centro del río, donde las hélices laterales se pusieron en marcha con un rugido ensordecedor, aunque no lo suficiente para acallar la voz que resonaba en mi cabeza.

«Ella no es como tú— decía esa voz—. No creció en esta ciudad, nunca la ha entendido, diga lo que diga, y tú no hiciste nada para impedir que volviera a meterse en líos, sólo porque ella te avergonzaba…»

Abstraído en estos amargos pensamientos, estuve a punto de caer por la borda cuando me sobresaltó la voz del doctor.

— No verás mucho desde aquí— dijo acercándose a la batayola—. ¿O querías ver cómo la ciudad desaparecía a nuestras espaldas?

Me volví a mirar el muelle de Hell´s Kitchen.

— Algo así— respondí.

El doctor asintió y guardó silencio durante unos instantes.

— Pronto llegaremos a los Palisades— dijo por fin—. ¿Vamos al otro lado?

— Claro.

Me separé de la batayola y dimos la vuelta a la timonera.

A babor, la vista cambió tan drásticamente como si hubiéramos entrado en otro mundo. A la izquierda estaban las pequeñas y pintorescas casas de Weehawken, Nueva Jersey, y directamente al frente los suburbios de otras ciudades componían un panorama igualmente humilde y tranquilo. Pronto la vegetación se cerró sobre el río y no se interrumpió hasta que llegamos a las gigantescas rocas grises y marrones de más de cien metros de altura que llaman los Palisades y se extienden a lo largo de varios kilómetros. Los picos eran la primera de las numerosas maravillas naturales que el Hudson ofrecía a los viajeros y que— al igual que el río— tenían el demostrado efecto de abstraer a cualquiera de las apremiantes preocupaciones del mundo.

Mientras contemplábamos esas rocas, el doctor aspiró una bocanada de aire y enseguida la dejó salir con lo que me pareció una curiosa mezcla de alivio y consternación.

— Es un caso extraño, Stevie— murmuró—. Extraño y desconcertante. La mente humana se resiste a aceptar esta clase de incidentes y posibilidades. — Sin apartar la vista de los Palisades, levantó una mano y añadió—: ¿Sabes? Cuando pienso en ello no puedo evitar pensar en mi madre. Es curioso, ¿no crees?

— No lo sé— respondí—. Supongo que depende de la clase de recuerdos que le trae a la cabeza.

— En realidad es un descubrimiento sencillo. Siempre me resultó imposible entender por qué cuando las cosas se torcían entre mi padre y yo ella nunca intervenía. Incluso cuando yo tenía tres o cuatro años y era incapaz de defenderme, ella permanecía al margen.

Sus ojos parecían interrogar al agua, al bosque, a las rocas, como si pudieran ofrecerle una pista para resolver el problema. Pero no había autocompasión en su semblante, pues el doctor despreciaba y evitaba esas tendencias. Era un interrogatorio sincero, triste, y tenía derecho a hacerse preguntas.

Por lo visto, desde el momento en que el doctor Kreizler había llegado al mundo, las personas que lo rodeaban le habían causado dolor físico o moral, y a veces ambas cosas. Su padre, un rico editor alemán que había llegado a Estados Unidos después del fracaso de las revoluciones europeas de 1848, la había tomado con él desde el principio. Aunque en los círculos sociales era un hombre popular y admirado, en casa era un tirano borracho que maltrataba a su esposa húngara y a sus dos hijos (pues el doctor tenía una hermana que en aquel entonces vivía en Inglaterra). No sé por qué el doctor sacó el tema ese día, pero agradecí la posibilidad de pensar en algo que no fuera Kat.

— Puede que no supiera lo que pasaba— dije encogiéndome de hombros—. O tal vez tuviera miedo de que él la tratara aún peor si intervenía.

La expresión del doctor me indicó que había contemplado esas respuestas muchas veces.

— Es poco probable si no imposible que no supiera lo que pasaba— respondió—, teniendo en cuenta la relación violenta que mantenía con mi padre. Y la posibilidad de que no quisiera alimentar su ira… Bueno, lo hacía deliberadamente tan a menudo que me cuesta creer que fuera así. Siempre he sabido que la violencia que mi padre ejercía sobre mi madre gratificaba una parte perversa de la psique de ella, pero no creo que encontrara ningún placer en la violencia de mi padre hacia mi hermana y hacia mí.— Entornó los ojos y pareció pelear con una idea—. Ahora bien, desde que empezamos a investigar este caso, se me ha ocurrido otra posibilidad: la idea de que aunque mi madre nos quería, nuestro bienestar no era su principal prioridad. Y la gran pregunta no es por qué las cosas sucedieron de esa manera, sino por qué me ha resultado tan difícil aceptar y hasta formular esta teoría, por qué he necesitado un caso de asesinato para pensar en ella. Al fin y al cabo, los hombres que conceden a sus hijos poca o ninguna importancia no son vistos como seres excepcionales, aunque a veces se les critique. ¿Por qué he de tener una idea diferente de una mujer?

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