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Authors: Caleb Carr

Tags: #Intriga, Policíaco, Suspense

El ángel de la oscuridad (75 page)

Con el cuerpo tembloroso, Clara dejó escapar un sollozo y paseó la vista del juez a Darrow. Luego procuró mirar al doctor, que al mismo tiempo hacía grandes esfuerzos para colocarse de tal modo que ella pudiera verlo.

— ¿Qué diablos hace?— murmuró el doctor—. Intenta confundirla deliberadamente…

— No entiendo— respondió Clara, ya sin disimular el llanto.

— Clara— prosiguió Darrow—, es muy sencillo…

— ¡No lo es!— exclamó la niña—. ¡No entiendo!

— ¿Qué es qué?— dijo Darrow, sorprendiendo a todos los presentes al permitir que su voz sonara severa, incluso brusca—. ¿Qué es lo que siempre has sabido, y qué olvidaste pero recordaste hace poco tiempo, quizás aproximadamente cuando conociste al doctor Kreizler? ¿O quizás en el mismo momento en que conociste al doctor Kreizler? ¡Clara! ¡Debes…!

— ¡Basta!— gritó una voz que silenció a un tiempo al abogado y los murmullos que llegaban desde las gradas del público. Todos los ojos se posaron en la mesa de la defensa, donde Libby Hatch lloraba igual que su hija—. ¡Déjela en paz!— gritó a Darrow—. ¡No tiene derecho a tratarla así después de lo que le ha pasado! ¡Si no lo recuerda, no lo recuerda! ¡Deje de acosar a mi pequeña! ¡Basta, basta!

Libby se cubrió la cara con las manos y se dejó caer sobre la mesa de la defensa, provocando un zumbido similar al de un panal de abejas entre el público. El juez Brown dio un golpe con el mazo.

— ¡Que la acusada se contenga!— exclamó—. ¡Y el público también! Señor Darrow, este tribunal quiere saber…

— Con la venia, señoría— se apresuró a decir Darrow—. La defensa renuncia a seguir interrogando a la testigo. Dadas las circunstancias, solicitamos que se aplace la sesión hasta mañana por la mañana.

Los rumores del público crecieron y el juez dio otro mazazo sobre la mesa.

— ¡Silencio! ¡No quiero oír un solo ruido más!— Cuando obedecieron su orden, dejó el mazo visiblemente contrariado—. La testigo puede retirarse— dijo—. Y la sesión se aplaza hasta mañana a las diez, cuando espero que todos los asistentes se comporten mejor o daré por terminado este juicio.

Dio un último golpe de mazo y el alguacil Coffey se levantó para ayudar a bajar del estrado a Clara, que lloraba con desesperación. Picton se acercó y le tendió la mano, pero la niña no apartó los ojos de su madre, que parecía desolada.

— ¡No llores, mamá!— gritó Clara una vez más mientras se alejaba. Pero en esta ocasión su tono era muy diferente. Ya no hablaba como una adulta y sus sollozos hacían que sus palabras parecieran más desesperadas—. ¡No llores! ¡Esto te ayudará! Me han dicho que te ayudará…

Libby Hatch no alzó la vista. Intuyendo lo que ocurría, el doctor se acercó con rapidez a la puerta de la barra, pero cuando Clara lo vio, su angustia pareció aumentar y corrió en dirección de la señora y el señor Weston, que se apresuraron a sacarla primero de la sala y luego del edificio.

El juez ya se había marchado, y mientras el jurado se levantaba, Darrow ayudó a Libby a ponerse en pie y la guió hacia la puerta que conducía a las celdas del sótano. Pero antes de que el jurado se hubiera marchado, ella comenzó a gritar:

— ¡No recuerda nada! ¡No recuerda nada! ¿Cómo quiere que lo haga? ¡Sólo es una niña! ¡Mi pobre Clara, mi pobrecilla!

Darrow se volvió a mirar al jurado con aparente inquietud, pero sus caras de perplejidad parecieron reconfortarlo e hizo una seña al guardia que estaba detrás de Iphegeneia Blaylock para que se llevara a su cliente.

Cuando la situación se calmó, Picton se acercó al doctor. La mirada que cambiaron no auguraba nada bueno y no me costó comprender por qué. Los demás miembros del grupo se reunieron a nuestro alrededor, también con gestos de preocupación. Sólo el señor Moore se rascaba la cabeza con aparente tranquilidad.

— Vaya— dijo—, en mi opinión, Vanderbilt está tirando el dinero. ¡Acosar de ese modo a una niña de ocho años! ¡Darrow debe de estar loco! Demonios, hasta su propia madre…— De repente se detuvo, nos miró y cayó en la cuenta de lo que los demás ya sabíamos—. ¡Detesto ser el último en enterarme de las cosas! Lo tenía todo planeado, ¿verdad?

— Hijo de puta— dijo Marcus con más asombro que furia—. Ha convertido un absoluto desastre para su cliente en una ventaja potencial.

— Y ella representó su papel a las mil maravillas— señaló Picton con rabia. Luego se volvió hacia Moore—. Los hombres como Vanderbilt no conservan su posición haciendo elecciones estúpidas, John.— Chasqueó la lengua y dio un puñetazo en la barra—. ¿Qué más le da a Darrow que la gente crea que es un insensible, si al mismo tiempo les hace creer que Libby ama a su hija y es incapaz de hacerle daño?

Miré al doctor, que había palidecido. Se volvió hacia las puertas de caoba, como si esperara que Clara regresara, pero sólo vio al público que salía, algunos de cuyos miembros se volvieron para dirigirnos miradas de antipatía. El doctor buscó su silla a tientas y se sentó. Me asusté al ver que su cara se había puesto tan cenicienta como cuando se había enterado de la muerte de Paulie McPherson.

Entonces sentí un pequeño tirón en el brazo, me volví y vi que el Niño me miraba con seriedad.

— Señorito Stevie— dijo tratando de que no lo oyeran los demás—. Esto no es bueno.

— No— respondí—, no lo es.

El filipino reflexionó un instante, se arregló la pajarita de seda y se puso en jarras.

— ¿Está seguro que no debo matar a ese Darrow?

— Con franqueza— dije cabeceando—, ya no estoy tan seguro…

45

Esa noche en casa de Picton los ánimos estaban por los suelos, sobre todo porque nos habíamos levantado convencidos de que los acontecimientos de la tarde nos permitirían tomar las riendas del juicio. En su lugar, el astuto Darrow se había enfrentado a nosotros y había conseguido un empate, o acaso algo peor: había conseguido que Clara pareciera confundida e insegura y había convencido al público de que su confianza, y quizás incluso su historia, habían sido obra del doctor. Si bien los hechos que había relatado la niña jugaban a nuestro favor, cualquiera que sepa cómo funcionan los tribunales sabe que los hechos no siempre, ni siquiera con frecuencia, deciden un caso. De modo que apenas hablamos durante la cena, y los adultos invirtieron sus energías en dejar un considerable hueco en la bodega de Picton. Después de cenar, Marcus y el señor Moore fueron en tranvía a Saratoga para enterarse de cómo había reaccionado el público al testimonio de Clara, aunque la respuesta a esa cuestión parecía bastante obvia.

A medida que caía la noche, yo comencé a preocuparme más y más por Kat. También pensaba en Ana Linares, como todos los demás, pero la perspectiva de lo que pasaría si Libby salía en libertad, regresaba a Nueva York y descubría a Kat protegiendo a su bebé me oprimía el estómago y el corazón de una forma incontrolable. Después de cenar fui a dar un largo paseo y cuando regresé me senté en el porche de la casa, tratando de burlar mis sentimientos diciéndome que Kat ya debería haberse marchado de Nueva York y que la única culpable de su situación era ella misma. Pero no sirvió de nada. Cuanto más pensaba en ello, más me sumía en un estado de ánimo típico de mi relación con Kat: una mezcla de tristeza, frustración y culpa, como si en cierto sentido yo fuera responsable de lo que le pasaba.

Abstraído en estos pensamientos y emociones, apenas noté que la puerta mosquitera se abría a mi espalda. Sabía que era el doctor, que había leído la preocupación en mi cara durante la cena y que, fiel a su costumbre, querría asegurarse de que me encontraba bien. No me apetecía hablar— siempre me sentía un imbécil cuando discutía acerca de Kat con otros—, así que me sentí agradecido cuando se sentó a mi lado en silencio. Durante un rato escuchamos a los grillos y cambiamos un par de comentarios sobre una nube de luciérnagas que hacían una buena imitación del cielo estrellado en el jardín de Picton. Por lo demás, continuamos enfrascados en nuestras propias preocupaciones.

Era fácil imaginar en qué pensaba el doctor: el momento en que Clara había pasado de largo en el pasillo de la sala había sido terrible para él y sin duda había hecho que se preguntara si había actuado como debía con la niña o si, en efecto, la había usado para sus propios fines. Yo no podía decirle nada, porque no estaba seguro de mi opinión al respecto. Una parte de mí creía que quizás el silencio y el olvido fueran lo mejor para alguien como Clara Hatch; tal vez enfrentarse con los demonios del pasado fuera una experiencia dolorosa e inútil para una niña de su edad. Acaso la clave de la vida, a pesar de las ideas del doctor y de todo su trabajo, residiera en dejar atrás las cosas desagradables que uno encontraba en su camino— que toda persona encuentra en su camino— para poder seguir adelante. Quizá la memoria fuera sólo una cruel maldición y la capacidad para borrar recuerdos dolorosos una bendición. Quizá…

Seguíamos sentados en el porche cuando el señor Moore y Marcus regresaron. Al verlos, el doctor se puso en pie y gritó:

— ¿Habéis visto a White?

El señor Moore asintió y levantó un sobre blanco.

— Lo hemos visto.— Al llegar a la escalinata, el señor Moore le entregó el sobre al doctor—. Aunque no tenía mucho que decir.

— Hay algo más— añadió Marcus mientras los demás miembros del grupo, atraídos por las voces de los recién llegados, salían al porche—. Hoy han llegado varios huéspedes más al Grand Union. Invitados por el señor Vanderbilt.

— ¿Testigos de la defensa?— preguntó la señorita Howard.

Marcus asintió y luego miró a su hermano.

— Traerán a Hamilton, Lucius.

El más joven de los Isaacson abrió los ojos como platos.

— ¿A Hamilton? ¡Bromeas!

Marcus negó con la cabeza y Picton preguntó:

— ¿Quién es Hamilton?

— El «doctor» Albert Hamilton, de Auburn, Nueva York— dijo Marcus—. Aunque no hay pruebas de que tenga un doctorado de ninguna clase. Solía vender medicamentos patentados. Ahora se las da de experto en cualquier tema, desde la balística a la toxicología o la anatomía. Es un charlatán. Pero se ha labrado una buena reputación como perito y ha salvado a un montón de espabilados. También ha enviado a muchos inocentes a prisión.

— ¿Y Darrow lo ha contratado?— preguntó Picton.

Marcus asintió con la cabeza.

— Sospecho que mañana te pedirán el arma y los casquillos, para que Hamilton haga sus propias «pruebas».

— ¡Pero eso es ridículo!— exclamó Lucius—. Hamilton dirá lo que sea a cambio de dinero.

— Que es la forma más sencilla de convertirse en un perito célebre— gruñó Picton—. ¿Alguien más?

— Sí— respondió el señor Moore—. Un testigo que no me gusta nada. Darrow necesitaba a un experto en psicología femenina, una persona de la zona, a quien la gente conozca y con quien simpatice.— Se volvió hacia la señorita Howard—. Es tu amiga, Sara: la señora Cady Stanton.

— ¿Cady Stanton?— repitió la señorita Howard.

— ¡Pero ella estaba allí!— exclamó Cyrus—. Vio cómo se hacía el retrato… Sabe que perseguíamos a esta mujer.

— Sospecho que por eso la ha llamado Darrow— dijo Marcus—. Tratará de pintar el caso como una caza de brujas dirigida por el doctor.

— No llegará tan lejos— aseguró Picton—. Vuestro encuentro previo con la señora Cady Stanton está relacionado con otro caso, un caso sin probar que todavía no se ha investigado de manera oficial, y yo puedo usar ese hecho a nuestro favor. Si Darrow hace la más mínima referencia a lo que sucedió en Nueva York, haré que el juez Brown lo amoneste por no ceñirse al caso que nos ocupa.

— Sí— dijo la señorita Howard—, pero el hecho de que la señora Cady Stanton sepa que perseguimos a Libby desde hace tiempo la habrá predispuesto contra nosotros. Y puede ser muy persuasiva cuando se enfada.— Mientras consideraba esa posibilidad, la señorita Howard propinó un puntapié a uno de los postes que sostenía el techo del porche—. ¡Maldita sea! ¡Ese tipo es muy listo!

El doctor había escuchado la conversación, pero no había hecho ningún comentario. Estaba demasiado ocupado leyendo la nota del doctor White, que al parecer le inquietaba.

— ¿Más buenas noticias, Kreizler?— preguntó el señor Moore al ver su cara de preocupación.

— No es precisamente lo que esperaba— respondió él encogiéndose de hombros—. White dice que, dadas las circunstancias, no le parece prudente que nos reunamos antes de su testimonio. No es una actitud típica de él.

— Puede que no— repuso el señor Picton—, pero es coherente. Darrow mantiene un férreo control de todas las personas conectadas con el caso. Creo que le sorprendió vernos tan preparados y quiere darnos otras sorpresas a cambio. Y hoy lo ha conseguido, desde luego.

— Bueno— intervino Marcus—, aunque parezca extraño, parece que no debemos alarmarnos demasiado por lo sucedido hoy. Al menos según las apuestas en el local de Canfield.

— ¿Cómo están las probabilidades?— preguntó Cyrus mientras seguía a Marcus a la casa.

— Siguen sesenta a una a favor de la absolución— respondió el señor Moore—. Y pese a estar tan altas, a Canfield no le faltan apostantes.

Sin apartar la vista de la carta que acababa de recibir, el doctor preguntó:

— ¿Y cuánto has perdido mientras reunías esa información, John?

El señor Moore enfiló hacia la puerta.

— Podría haber sido peor— respondió con un tono de vergüenza que me dio a entender que no podría haber sido mucho peor.

Sin embargo, por costosa que resultara, la noticia de que los apostantes consideraban que las artimañas de Darrow no nos habían causado daños importantes resultaba alentadora, y creo que nos permitió dormir un poco mejor. Lucius fue el último en retirarse. A la mañana siguiente tendría que declarar sobre las pruebas circunstanciales contra Libby Hatch y quería asegurarse de que lo tenía todo bien atado antes de acostarse. También se levantó temprano, y cuando yo bajé, lo encontré impecablemente vestido, paseándose por el jardín trasero murmurando para sí y sudando ya. Aunque era frío como el hielo cuando hacía su trabajo de investigación o practicaba pruebas científicas, al igual que yo detestaba la atención del público o de los extraños, y creo que todos nos habríamos sentido más confiados si el encargado de declarar hubiera sido su diplomático hermano. Pero llevando a Marcus al estrado habríamos servido en bandeja a Darrow la oportunidad de insinuar, si no de declarar abiertamente, que el ministerio fiscal lo había abordado antes del juicio, una artimaña que si bien no era ilegal podría hacernos parecer desesperados.

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