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Authors: Caleb Carr

Tags: #Intriga, Policíaco, Suspense

El ángel de la oscuridad (71 page)

— Caballeros— comenzó con un tono más pausado y melancólico que el que acostumbraba usar—, ya han oído los cargos contra la acusada. Pero hay ciertos hechos ajenos a estas acusaciones que deberían conocer.— Picton señaló hacia la mesa de la defensa sin mirar a Libby Hatch—. Hace poco tiempo que esta mujer ha perdido a su marido, un hombre de gran valor que sacrificó su salud por las nobles causas de la Unión y la emancipación. No deben pensar que el ministerio fiscal no tiene en cuenta este hecho ni que pretende, como el abogado defensor ha declarado a la prensa local, turbar el duelo de esta mujer con el único objetivo de resolver un viejo y misterioso crimen. Les aseguro con total sinceridad que nunca haríamos algo así. Incluso si tuviéramos intención de embarcarnos en semejantes proyectos perversos, la memoria de un hombre que se comportó como un héroe en un momento crítico de esta nación se interpondría en nuestro camino, igual que un enorme árbol caído bloquearía el tráfico en el camino de Charlton.

Me incliné hacia delante en mi asiento, no sólo para no perderme una sola palabra del discurso de Picton, sino también para observar las reacciones del doctor. Al oír el nombre del difunto Micah Hunter, el doctor comenzó a asentir con la cabeza, esforzándose por mantener una expresión impasible.

— Bien— murmuró—. Bien. No permita que Darrow se apropie de ese tema.

Picton hizo una pausa y miró al techo.

— El camino de Charlton…— Se volvió otra vez hacia el jurado—. Estamos aquí, y muy a nuestro pesar, caballeros, no les quepa duda, porque hace tres años sucedió un hecho atroz en el camino de Charlton. Un suceso que la comunidad entera desea que no se repita y que tal vez preferiría olvidar. Pero no podemos hacerlo. Hay dos tumbas en el cementerio de Ballston Avenue y una niña pequeña, semiparalizada y hasta hace poco tiempo muda de horror, que no nos permiten olvidar. Durante los últimos tres años, la sola existencia de esa niña ha sido un recordatorio constante de la tragedia ocurrida aquella noche. Sin embargo, ahora ella puede ofrecernos algo más que su conmovedora presencia. Por fin, después de tres largos años en los que ha soportado un secreto tormento, inimaginable incluso para los valientes que sobrevivieron a la masacre de nuestra guerra de Secesión, ¡la pequeña Clara Hatch puede hablar! Y es imposible creer, caballeros, que cuando finalmente se siente lo bastante segura para relatar sus terribles recuerdos, alguien podría persuadirla de que mintiera. ¿Creen ustedes que después de todo lo que ha soportado esta niña de ocho años iba a dejarse convencer por agentes del estado para que inventara una historia falsa de lo ocurrido en el camino de Charlton, donde sus dos hermanos fueron asesinados a tiros y ella recibió una herida que sin duda su atacante esperaba que fuera mortal?

Picton se tomó unos instantes para mirar al jurado e hizo un esfuerzo visible para controlar sus emociones, un esfuerzo que yo que lo conocía sabía que resultaría en vano.

— La defensa pretenderá que lo crean— prosiguió, cabeceando—. De hecho, la defensa pretenderá hacerles creer muchas cosas. Les hablará de la declaración jurada de la mujer a la sazón conocida como Libby Hatch y la llamarán al estrado para que repita su extravagante versión, no respaldada por nadie, de que un misterioso asaltante negro atacó a sus hijos pero no a ella y luego desapareció en la noche, sin que nadie lo viera a pesar de la intensa búsqueda que se inició de inmediato. Pero los hechos, tal como los cuenta la única testigo presencial, son demasiado sencillos y claros pese a su atrocidad para que ustedes permitan que la defensa los lleve por el camino de la fantasía. Estoy seguro de eso, completamente seguro, porque he oído la versión de la pequeña Clara Hatch de sus propios labios. Y ésa es la única razón para que el ministerio fiscal acuse a la antigua señora Hatch. No lo duden, caballeros. No duden que si Clara Hatch no hubiera dicho bajo juramento, en este mismo edificio y ante el aterrador poder de un tribunal de justicia, que su propia madre fue la autora de tan perverso crimen, que con absoluta frialdad apuntó al pecho de las tres criaturas con un revólver del calibre 45 y acto seguido disparó deliberadamente, no una vez sino varias, hasta convencerse de que los niños estaban muertos, repito, no duden que si cualquier persona que no fuera Clara Hatch hubiera hecho semejante declaración, el estado de Nueva York jamás se habría atrevido a imputar estos graves cargos a la acusada. ¡No, caballeros! No nos mueve ningún motivo secreto. Jamás jugaríamos con la salud mental, con la cordura de una niña, simplemente para cerrar un caso irresuelto. ¡Sería preferible que hubiera centenares de casos sin resolver, a que el estado se condujera de ese modo! Todos, nosotros y ustedes, estamos aquí por una sola razón: porque la única testigo de lo ocurrido en el camino de Charlton esa noche de mayo de hace tres años ha contado su versión de los hechos. Y cuando el ministerio fiscal escucha una declaración tan pavorosa como ésa, no tiene más alternativa, y repito que muy a su pesar, caballeros, muy a su pesar, que poner en marcha los engranajes de la justicia, por más que las consecuencias de esta acción puedan turbar la paz de la comunidad y de sus miembros.

Picton hizo otra pausa, respiró hondo y se frotó la frente como si hablar del caso le causara un dolor físico.

— Muy listo— murmuró Marcus al doctor—. Está respondiendo a las críticas de Darrow antes de que él las formule.

— Sí— respondió el doctor—, pero mire a Darrow. Es muy rápido, y está elucubrando nuevas tácticas mientras Picton le desbarata las viejas.

Miré a Darrow y comprendí a qué se refería el doctor: aunque mantenía una postura de aparente despreocupación, su cara demostraba que su mente trabajaba como una dinamo.

— Dentro de un momento, caballeros— prosiguió Picton— les informaré de las pruebas que presentará el ministerio fiscal y de los testigos a los que llamará, así como de los hechos que en consecuencia descubrirán sobre este caso. Pero mientras escuchan, una pregunta flotará en el fondo de sus mentes. Y para que esa pregunta no impida que se concentren en las pruebas, creo que debo responderla ahora. Todas las pruebas y todos los testigos del mundo no podrán evitar que se pregunten cómo es posible que una mujer sea culpable de semejante crimen. Sin duda tendría que estar loca para cometer una atrocidad así. Pero la mujer que tienen delante no tiene antecedentes de locura, ni la defensa pretende presentarla como una demente. Ninguno de sus hijos nació fuera del matrimonio, otra de las causas más citadas para explicar el «infanticidio» o el asesinato de los propios hijos. No. Thomas, Matthew y Clara Hatch tenían un hogar, un padre que les había dado su apellido y una madre completamente cuerda. Por lo tanto, se preguntarán cómo pudo ocurrir este asesinato. En este punto del proceso, el tiempo y las reglas me impiden argüir a favor de la teoría del ministerio fiscal; eso debo dejárselo a las propias pruebas. Ahora sólo les pido que tomen conciencia de sus propias dificultades para concebir siquiera la posibilidad de que esta teoría sea cierta. Porque sólo podrán servir a la justicia si reconocen sus prejuicios, así como aquellos que investigamos el caso (¡y repito, muy a nuestro pesar!) debimos reconocer los nuestros.— Picton hizo otra pausa para asegurarse de que el jurado lo había entendido, dejó escapar un suspiro y continuó—: En lo que respecta a los móviles y oportunidad, las pruebas demostrarán…

Aquí nuestro amigo hizo una detallada pero rápida enumeración de todas las pruebas circunstanciales que habíamos reunido y luego anticipó lo que sus otros dos testigos principales— la señora Louisa Wright y el reverendo Clayton Parker— dirían sobre los posibles motivos de Libby Hatch para cometer los crímenes.

— Lo está haciendo muy bien, Moore— murmuró el doctor—. Hasta yo empiezo a creer que lleva este caso muy a su pesar.

— Ya te lo había dicho— respondió el señor Moore—. Ha nacido para esto.

— Es una curiosa inversión de papeles— añadió la señorita Howard—. En lugar del fiscal, parece el defensor.

— Ahí está el truco— terció Marcus—. Sabe que Darrow pasará al ataque, así que se pone a la defensiva. Está defendiendo a sus testigos de cargo incluso antes de que los ataquen. Es muy listo. Le está mojando la pólvora a Darrow.

— Ojalá pudiera creerlo— murmuró el doctor.

Todos volvimos a centrar nuestra atención en Picton cuando éste terminó de enumerar las pruebas que presentaría el ministerio fiscal. Regresó a su mesa e hizo ademán de sentarse, pero entonces se detuvo como si acabara de recordar algo, pero dudara de la conveniencia de decirlo. Se llevó un dedo a los labios y regresó junto a la tribuna del jurado.

— Algo más, caballeros: El tribunal y el ministerio fiscal no han puesto objeción a que la acusada sea representada por un abogado de otro estado. Ella está en su derecho y el defensor es un letrado brillante. Me gustaría recordarlo. Es un letrado muy brillante. En sus años de práctica ha representado los intereses de clientes humildes y poderosos, de grandes corporaciones y de asesinos lunáticos. Ustedes se preguntarán qué lo trae a un pequeño pueblo como el nuestro, tan alejado de la bulliciosa ciudad de Chicago, para ocuparse de este caso en particular. El ministerio fiscal no puede pasar por alto que aquí hay poderosas fuerzas en juego, pues en sus años de residencia en Nueva York, la acusada trabajó para algunas de las personas más poderosas de esa metrópoli. Y es evidente que esas personas han decidido apoyarla en estos momentos difíciles. De modo que han enviado en su ayuda a un abogado de otro estado y, como ya he dicho, a un abogado muy brillante. Eso es asunto suyo. Pero ustedes deben saber algo: en sus años de práctica, el defensor ha averiguado un par de cosas sobre los jurados. Ha aprendido cómo piensan, qué sienten y cómo afrontan la terrible responsabilidad de decidir el destino de un semejante en un caso criminal. Sí, sin lugar a dudas oirán hablar extensamente de su responsabilidad durante la exposición preliminar de la defensa.

Por primera vez Picton sonrió, aunque brevemente, a las doce caras que lo miraban.

— Pero ¿cuál es su responsabilidad, caballeros?— preguntó, otra vez con cara seria—. Poner en una balanza las pruebas y los testimonios que presentarán el ministerio fiscal y la defensa. Nada más y nada menos. El abogado defensor les pedirá que crean que no procurará apelar a sus sentimientos o simpatías personales, sino que pretende presentar sus argumentos con la mayor claridad y honradez posible, de modo que si deciden que esta mujer es culpable, la responsabilidad será de ustedes y sólo de ustedes. Sin embargo, caballeros, nuestro sistema judicial se ha ido perfeccionando durante siglos para que ningún hombre sienta que tiene en sus manos el destino de otro, como si fuera el Todopoderoso. Su responsabilidad, caballeros, es sólo la de sopesar las pruebas que se les presenten, y la de la defensa y el ministerio fiscal es preparar y comunicar adecuadamente sus argumentos. Si encuentran a la acusada no culpable, la responsabilidad no será de ustedes, sino del ministerio fiscal. Mía, caballeros. Y lo que vale para una parte, vale también para la otra. No son ustedes miembros de la antigua Inquisición, designados para decidir arbitrariamente el destino de un semejante. Si lo fueran, sin duda tendrían la responsabilidad de lo que aquí ocurriera. Pero ésa no es su función. Su función es simplemente la de atender a las pruebas, los testigos y a la voz de la duda que seguramente albergarán en su interior. Si yo no soy capaz de silenciar esa voz, deberán decidir en contra del estado. Y créanme, caballeros, será el estado quien cargue con la responsabilidad.— Picton se volvió a mirar a Darrow y añadió—: Al menos así se hacen las cosas en el estado de Nueva York.

Picton regresó a su mesa, se sentó y lanzó un profundo suspiro. Luego sacó su reloj, lo puso delante y fijó los ojos en él.

El juez Brown miró a Picton durante algunos segundos con una mezcla de enfado y reticente respeto, luego se volvió hacia el otro extremo de la sala.

— ¿Señor Darrow? ¿La defensa desea hacer su exposición preliminar o desea aguardar a la apertura de su propia causa?

Darrow se incorporó despacio y sonrió al juez mientras su rebelde mechón de pelo le caía sobre la frente.

— Estaba haciéndome esa misma pregunta, señoría— dijo con voz más grave y suave que de costumbre—. Supongo que usted no podrá aconsejarme al respecto, ¿no?

Se oyeron algunas risitas quedas y el juez levantó el mazo, pero las risas se sofocaron antes de que llegara a usarlo.

— No creo que sea el momento más oportuno para bromear, letrado— dijo el juez con tono severo.

La sonrisa se esfumó de la cara de Darrow y sus arrugas parecieron hacerse más profundas cuando hizo un gesto de preocupación.

— No, no lo es, y pido perdón por mis palabras. Con la venia de su señoría, la defensa hará su exposición preliminar ahora.— Darrow rodeó despacio su mesa y se dirigió a paso extremadamente lento hacia la tribuna del jurado, con los hombros encorvados como si llevara una pesada carga—. Mis disculpas son sinceras, caballeros. En ocasiones la confusión puede conducir a una conducta inapropiada, y confieso que el ministerio fiscal me ha confundido, y no sólo por lo que respecta a este caso. El señor Picton parece saber mucho sobre mí, parece saber incluso lo que voy a decirles y con qué palabras. Sé que ya no soy un jovencito, pero no me había dado cuenta de que hubiera envejecido tanto para que mi conducta se volviera predecible.— Los miembros del jurado sonrieron a Darrow, que les devolvió el gesto rápidamente—. Me ha pintado como un personaje peligroso, ¿no? En fin, si yo estuviera en su lugar en estos momentos, me pondría a la defensiva, preparado para el abogado de la gran ciudad que se propone… ¿cómo lo ha descrito el ayudante del fiscal?…, ah sí, «apelar a sus sentimientos y a sus simpatías personales». Sería una tarea ardua conseguir que doce hombres adultos danzaran a la vez como títeres, y les aseguro, caballeros, que no es mi intención intentarlo. Sobre todo estando tan confundido…

Darrow se masajeó el cuello, cerrando los ojos con fuerza mientras lo hacía.

— Verán, el ministerio fiscal quiere que crean que preferiría no llevar este caso. Que mientras ellos cumplían con sus obligaciones, apareció de súbito una niña, la pequeña Clara Hatch, desesperada por contarles la historia de lo ocurrido en el camino de Charlton el 31 de mayo de 1894. Bien, caballeros, la verdad es otra. La verdad es que después de la pesadilla, de la inenarrable tragedia del camino de Charlton, mi cliente, la madre de Clara Hatch, quedó en un estado tan lamentable que se sintió incapaz de cuidar de una niña con unas necesidades tan acuciantes. ¿Y qué hizo entonces? Accedió a que dos buenos y caritativos vecinos de este pueblo, Josiah y Ruth Weston, a quienes casi todos ustedes conocen, se hicieran cargo de su hija mientras ella se marchaba en pos de un futuro nuevo para ambas, un futuro que les permitiera escapar de los horrores del pasado. Tenía toda la intención de regresar a buscar a Clara cuando ésta estuviera lo bastante recuperada para abandonar la granja de los Weston. Hasta hace poco tiempo, pensaba que ese día estaba muy lejano. Entonces se enteró de que la pequeña Clara había recuperado la facultad del habla… pero se enteró por el sheriff Dunning, que viajó a Nueva York para arrestarla. Porque ¿qué había dicho la pequeña Clara después de tres años de angustioso silencio? Que su propia madre le había disparado. Un buen día esta niña atormentada, aterrorizada, consigue volver a comunicarse con el mundo, lo que sin duda es un momento crucial en su vida, y sin que nadie se lo pida ofrece al ministerio fiscal una explicación de su trágica experiencia, y una explicación que no coincide en absoluto con la historia que todo este condado dio por cierta hace tres años, pero que señala como culpable del crimen a una persona fácil de localizar.

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