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Authors: Caleb Carr

Tags: #Intriga, Policíaco, Suspense

El ángel de la oscuridad (68 page)

La lectura de los cargos suscitó un coro de murmullos que el juez Brown acalló con un súbito y furioso golpe de mazo. Desde su mullido sillón de piel, que a pesar de estar situado a una altura considerable sólo dejaba visible su pecho y su cabeza, el juez miró a la concurrencia con severidad.

— Este tribunal— dijo por fin con voz ronca y seca— desea dejar claro desde el principio que es consciente del interés público que ha despertado este caso. Pero el tribunal nunca ha permitido que el interés público interfiera con la acción de la justicia, y tampoco lo hará ahora. Por lo tanto debo recordar a los asistentes que son invitados en esta sala y advertirles que si no se comportan como tales sentirán el impacto de la bota del tribunal en su trasero colectivo.

Esta frase arrancó unas cuantas sonrisas, pero sólo un hombre se atrevió a reír en voz alta, y pronto lamentó haberse tomado esa libertad. El juez Brown clavó los ojos en el individuo en cuestión y levantó el mazo con su delgada y arrugada mano.

— Expulsen a ese hombre— ordenó— y asegúrense de que no vuelva a entrar en esta sala.

Henry agarró a la atónita víctima del cuello de la camisa, y sin darle oportunidad de protestar, lo empujó al otro lado de las puertas de caoba.

— Bien— dijo el juez mientras echaba un rápido vistazo alrededor para asegurarse de que el público le había entendido—, ¿está presente la acusada?

— Sí, señoría— respondió Irving W. Maxon con voz temblorosa.

— Ya ha oído los cargos del estado— prosiguió mirando a Libby Hatch—. ¿Cómo se declara?

— Con la venia del tribunal— dijo Maxon antes de que Libby tuviera ocasión de responder—, solicitamos un receso de unos minutos, pues estamos esperando…

El juez Brown lo interrumpió con un profundo y sonoro suspiro que se convirtió en gruñido mientras se pasaba una mano por el corto cabello blanco.

— Todos esperamos algo, letrado. Yo me he pasado toda mi vida esperando un juicio sin demoras innecesarias.— El viejo atravesó a Maxon con la mirada—. Y sigo esperando.

— Sí, señoría— respondió Maxon, cuyo nerviosismo crecía visiblemente bajo la mirada del magistrado—, pero si me permite explicar…

En ese momento se oyó el ruido de las puertas de caoba y todos, Maxon incluido, nos volvimos a mirar al recién llegado.

A pesar de la distancia supe que era Clarence Darrow, pues su aspecto coincidía con la descripción de Marcus. A diferencia de Maxon, Darrow vestía ropa corriente— un sencillo traje de color pardusco, camisa blanca y una corbata mal anudada— y daba la impresión de que había dormido con ella puesta. Aunque no estaba tan desastrado como lo veríamos en el futuro (Darrow apenas comenzaba a cultivar el desaliño como seña de identidad), su aspecto era muy distinto del de los demás funcionarios de los tribunales, como también lo era su forma de andar: caminaba despacio, con la espalda encorvada y con una especie de bamboleo que resultaba especialmente llamativo a causa de su considerable tamaño. Tal como había dicho Marcus, iba despeinado y con un mechón de pelo colgando sobre la frente. Naturalmente, todavía no tenía tantas arrugas como en sus años de fama, pero aun así la piel de su cara se veía curtida y áspera, y sus ojos ya tenían el color claro y la expresión triste e inquisitiva que en el futuro se convertirían en rasgos legendarios. Sus labios carnosos estaban fruncidos en un gesto que hacía juego con las grandes bolsas de sus ojos, un gesto que reflejaba la sabiduría duramente adquirida de quien había sido testigo de la crueldad de los seres humanos para con sus semejantes en demasiadas ocasiones. Mientras avanzaba por el pasillo central, Darrow observó a la concurrencia con una mirada firme e impávida, que aunque distinta de la del juez Brown, produjo el mismo efecto: cuando llegó junto a la barra, todos los ojos estaban fijos en él.

Era una representación, desde luego, pero yo, que había estado en muchas salas de tribunales, nunca había visto una mejor. De hecho era lo bastante buena para advertirme que Darrow era más peligroso de lo que habíamos previsto.

Darrow, que llevaba un maletín viejo y raído, hizo una seña a Maxon, que dijo:

— Si su señoría me disculpa un momento.— Y fue al encuentro del recién llegado.

Al juez Brown no pareció hacerle ninguna gracia, pero se echó hacia atrás con otro suspiro y esperó a que Maxon abriera la puerta de la barra para dejar paso a Darrow; éste se apresuró a estrechar la mano de Libby Hatch.

— Con la venia de su señoría— dijo Maxon, esta vez sonriente—, yo…

— No tiene la venia de su señoría, letrado— dijo el juez Brown, que se inclinó otra vez hacia delante—. ¿Qué se propone?

— Señoría— prosiguió Maxon con rapidez—, me gustaría presentar al señor Clarence Darrow, abogado del estado de Illinois. La defensa solicita que el tribunal le permita actuar
pro hac vice,
como representante principal de la acusada.

— ¿Darrow, eh?— dijo el juez Brown—. Sí, he recibido informes de usted procedentes del sur de este estado, señor Darrow.

Darrow esbozó una sonrisa humilde y rió en voz baja.

— Espero que esos informes no hayan predispuesto a su señoría en mi contra— respondió con voz grave y serena.

Esta respuesta gustó al público, y en cierto modo también al juez.

— No son muy favorables— dijo el magistrado, provocando algunas risitas que pasó por alto—. La acusada tiene derecho a que la represente un abogado de otro estado, si ése es su deseo. Pero este tribunal no necesita que ninguna persona de la ciudad de Nueva York le diga cómo llevar sus asuntos.

— Lo comprendo, señoría— respondió Darrow con una sonrisa que tuve que admitir que era encantadora—. En Chicago tenemos la misma opinión de la ciudad de Nueva York.

La concurrencia volvió a reír, pero esta vez el juez respondió con un golpe de mazo y una mirada de reprobación.

— Si la acusada así lo solicita— dijo el juez, volviéndose hacia la mesa de la defensa— el tribunal permitirá al señor Darrow que actúe
pro hac vice
en este estado.

El juez miró a Libby Hatch, que se puso en pie y abrió de par en par sus resplandecientes ojos en un gesto de inocencia.

— Lo lamento, señoría— dijo con un amago de sonrisa en las comisuras de los labios—, pero me temo que no tengo conocimientos de latín.

En la sala se oyeron murmullos, como «yo tampoco» o «cómo iba a tenerlos», que el juez acalló con otro golpe de mazo.


Pro hac vice
— explicó el juez con toda la suavidad de que era capaz— significa sencillamente «en esta ocasión en particular», señora Hunter. Quiere decir que el letrado Darrow tiene derecho a ejercer sus funciones en Nueva York, pero sólo en este caso. ¿Es ése su deseo?

Libby asintió con la cabeza y se sentó.

— ¿El ministerio fiscal tiene alguna objeción?—-preguntó el juez.

Picton sonrió con valor, enganchó los pulgares en el chaleco de su impecable traje gris y se puso en pie.

— En absoluto, señoría.— Rodeó la mesa, y al verlo frente a Darrow, me pareció aún más bajo, delgado y ágil—. El tribunal conoce la reputación del señor Darrow, y si la acusada considera que no puede encontrar un defensor apropiado en el condado de Saratoga, no tenemos inconveniente en permitir que la represente el señor Darrow, aunque no compartamos su opinión sobre la competencia de los letrados locales.

Aunque los miembros del respetable no estaban predispuestos a reír las gracias de Picton, algunos no pudieron evitar sonreír con orgullo ante esa declaración.

Darrow también sonrió con un gesto un tanto cómico, pero se puso súbitamente serio cuando vio a Marcus detrás de Picton. Se recuperó enseguida y saludó al sargento detective con una pequeña inclinación de cabeza, como diciéndole que se quitaba el sombrero ante su astuta jugada. Marcus sonrió y le devolvió el saludo mientras Darrow decía:

— Agradezco al honorable fiscal del distrito. Y debo decir que estoy impresionado por los extremos a que ha llegado para informarse de mi… reputación.

Picton, que había reparado en el intercambio de saludos entre Darrow y Marcus, sonrió.

— El señor Darrow me halaga, señoría. Quizá no sepa que de hecho sólo soy adjunto del fiscal del condado, ya que el fiscal Pearson aún no se ha decidido a abandonar sus bonitas oficinas.

Con una cara de sorpresa tan exagerada que resultó evidente que conocía el cargo de Picton, Darrow se rascó la cabeza.

— ¿Fiscal adjunto? Bueno, presento mis disculpas al ministerio fiscal, señoría, pero estaba convencido de que en un caso tan importante como éste, el estado habría querido que lo representara el funcionario de mayor rango.

— Como su señoría sabe— respondió Picton—, en Ballston Spa gozamos de tan pocas semanas de clima templado como en Chicago. Y no hemos querido privar al señor Pearson de la posibilidad de disfrutarlas. Puesto que yo he estado a cargo de la investigación de este caso, se juzgó oportuno dejarlo en mis humildes manos.

El juez Brown asintió con expresión de disgusto.

— Si los dos letrados han terminado de importunarse mutuamente, me gustaría oír cómo se declara la acusada antes de mediodía. Señor Darrow, puesto que el ministerio fiscal no tiene objeciones, se le permite actuar como principal abogado de la defensa ante este tribunal. Espero que no se arrepienta de haber viajado hasta aquí. Ahora bien, señora Hunter, ya ha oído los graves cargos que se le imputan. ¿Cómo se declara?

Darrow hizo una seña a Libby, que lo miraba con inquietud. La mujer volvió a ponerse en pie y dijo:

— No culpable, señoría.

Se oyó otro coro de murmullos y el juez Brown dejó caer el mazo.

— Muy bien— dijo con otra mirada reprobatoria al público—. Ahora, señor Picton…— El juez se interrumpió al ver que Picton miraba a Darrow con un gesto de perplejidad tan genuino como el que había hecho el abogado de Chicago unos segundos antes—. ¿Señor Picton? ¿Acaso el respetable letrado de Illinois lo ha hipnotizado?

Picton se volvió hacia el juez.

— ¿Hummm? ¡Ah! Lo lamento, señoría. Confieso que no me había dado cuenta de que la defensa había concluido con su declaración.

— ¿Encuentra dicha declaración inapropiada, señor Picton?— preguntó el juez.

— No me corresponde juzgar, señoría— respondió Picton—. Pero esperaba que fuera acompañada de una cláusula como «en virtud de tal o cual razón»; algo así.

El juez lo miró con fijeza.

— Señor Picton, en los últimos años usted y yo hemos trabajado juntos en muchas ocasiones, de modo que soy perfectamente consciente de lo que se propone. Pero el jurado todavía no se encuentra en la sala para que usted lo acose con sus sugerencias, y no admitiré ninguna representación en beneficio del público. El señor Darrow es un profesional cualificado que no parece tener impedida la facultad del habla. Si hubiera querido añadir algo a la declaración de la acusada, estoy seguro de que lo habría hecho. ¿Desea añadir algo a la declaración, señor Darrow?

— Claro que no, señoría— respondió Darrow con vehemencia—-. La declaración es sencilla, directa y rotunda: «No culpable.»

— Entendido— dijo el juez Brown—. En adelante, señor Picton, le ruego que se guarde sus presunciones y sus deseos para sí.— Picton sonrió e hizo un gesto de asentimiento—. Ahora bien— prosiguió el juez—, en cuanto a la fianza…

— ¿Fianza?— interrumpió Picton, provocando un gruñido y otra mirada fulminante del juez.

— Sí, señor Picton— dijo el viejo—. Fianza. Supongo que está familiarizado con esta práctica legal.

— Me temo que en casos como éste no, señoría— replicó Picton—. La señora Hunter está acusada de asesinar a sus propios hijos, uno de los cuales sobrevivió de milagro y es el principal testigo del ministerio fiscal. ¿Su señoría cree seriamente que el tribunal debería considerar siquiera la posibilidad de conceder la libertad bajo fianza a la acusada en un caso semejante?

— ¡Su señoría pretende que el tribunal cumpla con las reglas de los procedimientos criminales, independientemente de los cargos que se imputen a la acusada!— gritó el juez Brown—. Señor Picton, este juicio acaba de comenzar, así que le ruego que no persevere en sus intentos de enfurecerme. Como sabe, me enfurezco con facilidad, y no le conviene provocarme.

Picton reprimió una sonrisa y asintió con un exagerado gesto de respeto.

— Sí, señoría. Presento mis disculpas ante el tribunal. El ministerio fiscal sólo pretendía dejar constancia de la gravedad del crimen que aquí se juzgará y del riesgo que la libertad de la acusada entrañaría para la principal testigo de cargo. Por lo tanto, solicitamos que se le deniegue el derecho a la libertad bajo fianza.

— Señoría— contraatacó Darrow, aparentemente atónito—, mi cliente es una mujer respetable que ha vivido la peor tragedia que puede vivir una persona de su sexo: el brutal asesinato, ante sus propios ojos, de dos de sus hijos, y el intento de asesinato de una tercera…

— Ruego al respetable letrado que me perdone— interrumpió Picton con ostensible sarcasmo—, pero no sabía que esos hechos ya hubieran sido probados. Creía que estábamos reunidos en esta sala para determinar qué sucedió en realidad con los hijos de la acusada.

El magistrado asintió, aunque sin variar su gesto severo.

— Me temo que en este punto estoy de acuerdo con el ministerio fiscal, señor Darrow. El estado tendrá que probar sus acusaciones, pero hasta que no se demuestre lo contrario, no puedo aceptar su afirmación de que la señora Hunter ha vivido una tragedia y le ruego que no inflame aún más los ánimos del público con comentarios de esa naturaleza. ¿Tiene alguna solicitud con respecto a la fianza?

— Sí, señoría— respondió Darrow—. Incluso si mi cliente fuera culpable de un acto de violencia contra niños, ésta es la primera vez que se le imputa un cargo semejante en éste o en cualquier otro estado del país. Además de una madre devota, ha sido institutriz y enfermera de varios niños, y en su calidad de tal se ha comportado tan heroicamente como la noche de autos. Solicitamos que se reconozca que no es una amenaza ni para el testigo del ministerio fiscal ni para la comunidad y que, dada la debilidad de su sexo y de su estado, se fije una fianza razonable para evitar que se consuma en una celda durante un proceso presumiblemente largo.

Mientras todos los espectadores, y en especial los que nos sentábamos en las dos primeras filas, esperábamos con impaciencia, el juez se hundió en su asiento y prácticamente desapareció de la vista. Permaneció así unos segundos antes de volver a inclinarse hacia delante.

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