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Authors: Caleb Carr

Tags: #Intriga, Policíaco, Suspense

El ángel de la oscuridad (72 page)

Darrow se quitó la mano del cuello y se encogió de hombros con un movimiento brusco y exagerado.

— Una historia muy dramática, caballeros. Y si fuera cierta, sería muy difícil de rebatir. Pero la historia de Clara Hatch no es cierta. Clara Hatch no se levantó una mañana dispuesta a contar su versión de los hechos y ansiosa por hacerlo. No; fue cuidadosamente adiestrada, adiestrada y coaccionada para que volviera a hablar. ¿Y por quién? Por el mismo hombre que en estos momentos está sentado detrás del ayudante del fiscal del distrito.— Darrow no miró al doctor, pero el resto de los presentes en la sala sí lo hizo—. Un hombre que se ha pasado la vida trabajando con niños que han sido víctimas de tragedias o actos de violencia. Un hombre que casualmente ha pasado la última semana evaluando el estado mental de mi cliente y a quien el ministerio fiscal llamará al estrado.— Por fin Darrow nos miró—. El doctor Laszlo Kreizler. Es probable que su nombre no les suene, caballeros, ni a ustedes m a los ciudadanos del condado de Saratoga en general. Pero es muy conocido en la ciudad de Nueva York. Respetado por algunos, mientras que otros…— Darrow volvió a encogerse de hombros—. Caballeros, es lógico que se pregunten qué o quién me ha traído aquí desde Chicago para defender a mi cliente. Pero yo me pregunto qué y quién ha traído aquí a este extraño, a este alienista, desde los manicomios de Nueva York, para obligar a una niña a decir que su madre le disparó. Esa incógnita me tiene confundido, caballeros. Esa incógnita preocupa al «brillante letrado» hasta el punto de que no sé si seré capaz de «apelar a sus simpatías», signifique eso lo que signifique.

Todos los que estábamos sentados dos filas detrás de Picton cambiamos miradas nerviosas, porque mientras nuestro amigo había hablado con elocuencia, Darrow lo hacía en el lenguaje del jurado.

Mientras volvía a masajearse el cuello con gesto cansino, Darrow sacó un pañuelo y se enjugó las gotas de sudor que, a medida que nos acercábamos a mediodía, se formaban con mayor rapidez en su cara.

— Señoría— dijo con voz suave y triste—, miembros del jurado, la vida nos presenta muchos hechos inexplicables. Algunos son maravillosos, otros aterradores. Quizá les parezca una idea simple, pero como todas las cosas simples está llena de repercusiones. Porque la mente tiende a rechazar lo que no consigue explicar; a rechazarlo, a temerlo, a detestarlo. Y eso es lo que ha ocurrido en este caso, en especial entre los hombres que tienen la obligación de resolver crímenes y conseguir que el estado de Nueva York haga justicia. El ayudante del fiscal del distrito dice que la explicación de los hechos de mi cliente es «extravagante». Bien, puede que lo sea, pero eso no la convierte en falsa, ni siquiera la hace más complicada. Escuchen lo que ella dijo: que cuando regresaba a casa después de pasar un día disfrutando de la compañía de sus hijos en el pueblo y en el lago, la interceptó un negro, aparentemente loco, que quiso abusar de ella y que amenazó con disparar a los niños cuando ella se negó a complacerlo. El hombre estaba fuera de sí, enajenado, desesperado, y cuando mi cliente hizo un movimiento súbito, el hombre lo interpretó como una señal de resistencia, disparó a los niños y huyó.

Darrow se metió las manos en los bolsillos de los pantalones y regresó junto a la tribuna del jurado.

— Sé que en el condado de Saratoga estas cosas no son frecuentes. Pero eso no quiere decir que no sucedan. En Chicago pasan todas las semanas. Quizá deberíamos preguntarle al doctor Kreizler, que está en posición de saberlo, caballeros, cuántas veces al día pasan en Nueva York. ¿Allí también sería un caso «extravagante»? ¿O sólo aquí, porque estamos en un pueblo pequeño y tranquilo? El ministerio fiscal les dirá que el hecho de que nadie salvo mi cliente viera al salvaje lunático significa que no existe. Pero recuerden, caballeros, que pasaron horas hasta que mi cliente estuvo en condiciones de contar lo que había sucedido en el camino de Charlton. Más que suficiente para que un hombre así fuera a la estación de trenes y se ocultara en un vagón de carga o se marchara en un carro de mercancías y por la mañana estuviera lejos de la cuadrilla de búsqueda de Ballston Spa, tal vez en Chicago o en Nueva York. Tuvo tiempo suficiente para huir. Hasta es posible que la Policía de Nueva York lo detuviera tras oírlo divagar sobre el asesinato de unos niños blancos, y tras comprobar que no habían disparado a niño alguno en su jurisdicción, lo enviara al famoso pabellón psiquiátrico del hospital Bellevue. Y puede que el doctor Kreizler, que trabaja para dicho hospital, fuera llamado a «evaluar» el estado mental del hombre. Tal vez haya pensado que sufría alucinaciones, y ese desgraciado siga allí, pudriéndose en una celda, atormentado por pesadillas de los niños del carro…

Ahora Darrow miraba al suelo y su voz había cobrado un dejo lejano y ausente.

De repente frunció las cejas y se sacudió.

— Lo importante, caballeros— prosiguió— es que acaso nunca lo sepamos. Cada año hay miles de casos como éste, casos sin resolver que se convierten en heridas abiertas en el alma de nuestra sociedad. Naturalmente, queremos cerrar esas heridas. ¿Quien quiere seguir viviendo como de costumbre, sabiendo que en cualquier momento un lunático aparecerá en su camino y le robará las cosas, o peor aún, las personas que más ama en la vida? Nadie. Así que buscamos soluciones, salvaguardas, y cada vez que hallamos una nos decimos que estamos más cerca de encontrarnos seguros, perfectamente seguros. Pero es un espejismo, caballeros, y no voy a permitir que se sacrifique a mi cliente en aras de un espejismo. Es probable que el ministerio fiscal y algunos de los miembros de esta comunidad duerman más tranquilos al pensar que han hecho justicia con la persona que mató a Thomas y Matthew Hatch, pero eso no hará que los cargos sean más ciertos o verosímiles para aquellos de nosotros que tenemos el valor de tomar distancia y observar los acontecimientos a la fría luz de la razón. El ministerio fiscal les ha hablado de las pruebas que presentarán y de los testigos que llamará a declarar para probar sus alegaciones. Y ahora yo les digo que en cada momento la defensa ofrecerá la declaración de testigos, peritos o no, que refutarán punto por punto los argumentos del ministerio fiscal.

Darrow alzó uno de sus gruesos dedos y señaló a Picton.

— Ellos les dirán que tienen pruebas materiales, avaladas por «expertos», de que el arma usada para asesinar a los pequeños Hatch pertenecía al padre de éstos y que fue disparada por su madre. Pero esa teoría se basa en la «ciencia» forense, que como les explicará un testigo perito de la defensa no merece tal nombre. El ministerio fiscal luego les dirá que mi cliente tenía razones económicas y sentimentales para desear la muerte de sus hijos. Pero, caballeros, ¡los cotilleos domésticos no son ninguna prueba!— Acalorado, Darrow se dio la vuelta para mirar a las gradas del público, haciendo el primer movimiento rápido de la sesión—. Por último les dirán que mi cliente está cuerda y que en consecuencia merece que la encierren en un terrible cuarto de una penitenciaría, la aten a una silla más digna de las mazmorras de un tirano medieval que de las cárceles de Estados Unidos, y la sometan a una perversa descarga eléctrica hasta que muera. ¡Todo para que el estado de Nueva York pueda cerrar este caso y para que los ciudadanos recuperen la «paz»!

Darrow se interrumpió de repente, respiró hondo y dejó caer las manos con un gesto de impotencia.

— Bueno, ésa es la cuestión, ¿no, caballeros? Sí. Mi defendida está cuerda y en los próximos días, personas con una larga experiencia en estos asuntos les dirán que ninguna mujer cuerda cometería semejante acto de violencia contra sus propios hijos. Claro que el ministerio fiscal mencionará precedentes; les contarán un montón de historias siniestras sobre mujeres que cometieron delitos parecidos en el pasado, que fueron condenadas por los tribunales a ser encerradas para siempre o colgadas. Pero, caballeros, las injusticias pretéritas no les harán sentir mejor por cometer una nueva injusticia. Sí, han existido mujeres así. Pero personas que han estudiado estos casos en profundidad les dirán que esas mujeres padecían trastornos mentales graves, y que fueron sacrificadas en virtud del mismo deseo que inspira al ministerio fiscal. No el deseo de justicia, sino el deseo de venganza y otro aún más acuciante: el deseo de terminar con la inquietud, el miedo, que engendra un crimen sin solución posible.

Mientras se paseaba delante de la tribuna del jurado, Darrow volvió a frotarse el cuello.

— Caballeros, no puedo decirles por qué ha sucedido esto. Hay muchas cosas que soy incapaz de explicar. No puedo explicar por qué algunos niños nacen muertos y deformes, por qué los rayos y los huracanes destruyen vidas y hogares en un instante o por qué la enfermedad destruye a algunas personas buenas pero desafortunadas mientras permite que otras vivan largas existencias inútiles. Pero sé que esas cosas pasan. Y me pregunto: si aquella noche hubiera caído un rayo del cielo y hubiera puesto fin a la vida de esas tres pobres criaturas, igual que ahora el ministerio fiscal pretende poner fin a la de su madre, ¿acaso el fiscal del distrito habría exigido explicaciones al cielo para que los ciudadanos de este condado se quedaran más tranquilos? Porque quizás el cielo sea el único lugar donde hallar una explicación de lo ocurrido el 31 de mayo de 1894. Si buscan una respuesta aquí, en esta sala de los tribunales, sólo conseguirán agravar el horror. Y si lo hacen, ustedes (sí, ustedes, el fiscal del distrito, yo y todos los involucrados) tendremos que cargar con la responsabilidad. Una tragedia fortuita mató a los hijos de la señora Hatch, pero la muerte de esta mujer sería algo muy distinto. Sí, muy distinto…

Darrow regresó solemnemente a su mesa y se sentó. En ningún momento miró a Libby Hatch, pero ella sí a él, y sus ojos reflejaron un brillo de esperanza que se convirtió en un aterrador resplandor de triunfo cuando se volvió hacia aquellos que estábamos sentados detrás de Picton. Era evidente que estaba convencida de que se saldría con la suya. Tras echar un rápido vistazo a las caras de los miembros del jurado y del público, yo no podría haber dicho con sinceridad que se equivocaba. Esa idea tuvo un efecto extraño en mí: de repente sólo pude pensar en la pequeña Ana Linares y en Kat y en qué les ocurriría a ambas si Libby salía en libertad; algo que nunca antes me había parecido tan probable.

A juzgar por sus caras, el doctor y Picton también eran conscientes de cuánto daño había hecho Darrow. El jurado y el público, que se habrían contentado incluso con una defensa mediocre de Libby Hatch, se habían conmovido profundamente con el discurso astuto, hábil y apasionado de Darrow. Entonces más que nunca, las pruebas y los testimonios eran nuestra única esperanza. Y esa tarde el proceso de presentarlos se inició con una conmoción: la llamada de Clara Hatch al estrado.

44

La asustada niña y su familia llegaron a los tribunales durante el receso del mediodía, escoltados por el sheriff Dunning y un grupo de agentes contratados especialmente para su custodia. El doctor los aguardaba en la puerta trasera, y a juzgar por la expresión de Clara al ver a la multitud, fue una suerte que lo hiciera: ni siquiera cuando vivía en las calles, había visto a una criatura tan confundida, aturdida y desesperada. Buscando entre el mar de caras y cuerpos congregados alrededor del coche familiar, Clara sólo pareció tranquilizarse cuando sus ojos dorados se posaron en los del doctor, y prácticamente se arrojó al suelo para llegar junto a él. Un periodista que estaba cerca prestó especial atención a este hecho por razones que yo no comprendí hasta que me obligué a observar el caso desde el punto de vista de nuestros adversarios: si uno estaba predispuesto a creer que el doctor controlaba lo que Clara decía y hacía, la imperiosa necesidad de la niña de correr a su lado parecería siniestra.

Mientras los Weston seguían a Clara y al doctor al interior de los tribunales, los hombres del sheriff Dunning se apostaron en la puerta trasera para cerrar el paso a los curiosos. Luego todos subimos al primer piso del edificio, donde nos sentamos en el despacho de Picton y comimos unos emparedados que la señora Hastings había enviado con Cyrus. Procuramos mostrarnos alegres, tanto como era posible dadas las circunstancias, y nadie dijo nada acerca del caso, pero eso no bastó para tranquilizar a Clara. La pequeña no probó bocado; se limitó a beber a pequeños sorbitos un vaso de limonada que le dio Cyrus, y cada vez que dejaba el vaso, su única mano sana, pegajosa de zumo de limón y azúcar, buscaba la de la señora Weston o la del doctor, que estaban sentados uno a cada lado de la niña. Ajena a nuestra animada conversación y a nuestras chanzas, nos miró con expresión ausente hasta poco antes de la hora de regresar a la sala. Entonces, cuando pensó que nadie le prestaba atención, se volvió hacia el doctor.

— ¿Mi mamá está aquí?— preguntó en voz muy baja.

El doctor asintió con una sonrisa afectuosa, pero con una expresión seria en los ojos.

— Sí. Está abajo.

Clara comenzó a dar golpecitos con los pies en las patas de la silla y fijó la vista en su regazo.

— Éste es mi vestido de los domingos— dijo mientras alisaba con cuidado la tela azul con estampado de flores—. No he querido comer para no ensuciarlo.

La señora Weston le sonrió.

— Clara, cariño, no te preocupes por eso. Si tienes hambre…

Clara negó con la cabeza con suficiente energía para que su gruesa trenza cayera hacia delante y revelara parte de la horrible cicatriz que tenía en la nuca.

El doctor le acarició la cabeza.

— Eres muy sensata. Ojalá pudieras enseñar a Stevie a ser sensato. Su ropa casi siempre está sucísima.

Clara me miró y sonrió.

— Sí— asentí—. Soy como un cerdo en una pocilga, no puedo evitarlo.

A modo de confirmación, dejé caer un trozo de la carne de mi emparedado sobre la camisa, arrancando una risita ronca de nuestra testigo. Pero Clara enseguida desvió la vista con timidez.

A las dos de la tarde estábamos sentados otra vez en la sala principal, mientras los Weston esperaban fuera con Clara. Picton había decidido empezar con el testimonio del antiguo sheriff, Morton Jones, un tipo duro de cabello cano con pinta de haber pasado la mayor parte de sus años de jubilación en la taberna. Jones contó lo que había visto al llegar a casa de los Hatch la noche del 31 de mayo de 1894 y las medidas que había tomado, que incluían una llamada telefónica a Picton. Este resumen familiarizó al jurado con los hechos principales, hechos que Darrow no discutió. Cuando le llegó el turno de interrogar al testigo, declinó la invitación.

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