El ángel de la oscuridad (79 page)

Read El ángel de la oscuridad Online

Authors: Caleb Carr

Tags: #Intriga, Policíaco, Suspense

Moviéndose a tanta velocidad que parecía una oscura mancha borrosa, el juez Brown desapareció por la puerta del fondo de la sala, seguido rápidamente por los señores Darrow y Picton. En cuanto se hubieron ido, la multitud estalló en animadas conversaciones. El doctor, que no quería parecer contrariado, se levantó lentamente y se acercó a donde estábamos sentados nosotros.

— Bueno, doctor— dijo Lucius—, supongo que aquí es donde empieza el verdadero juicio.

— Está preparando el terreno para sus expertos— añadió Marcus, mirando al otro extremo de la sala, donde se hallaba la señora Cady Stanton, el doctor White y el «doctor» Hamilton—. Sabe que no puede acusarle de incompetencia, de modo que sugerirá que tiene una segunda intención. Lo que no creí es que fuera a ir tan deprisa.

— Era su única posibilidad— respondió el doctor—. Si hubiese intentado insinuar gradualmente la acusación, el juez nunca le habría permitido llegar a esto. De este modo, al menos se asegura de que el jurado escuche su denuncia, y eso bien vale aguantar un sermón en el despacho del juez.

— Hablando de sus testigos, parece que por allí vuelven a tramar algo— dijo Cyrus, señalando hacia la mesa de la defensa.

Libby Hatch se había puesto en pie para presentarse a la señora Cady Stanton, y mientras le estrechaba la mano me imaginé a la anciana mujer diciendo: «Gracias, muchas gracias», en respuesta a lo que con toda probabilidad eran comentarios halagadores de la acusada, la misma clase de comentarios que le había soltado al doctor el día en que se habían conocido.

— Quizá debería intentar detener esto— dijo la señorita Howard, sin dejar de observar a la pareja que conversaba—. Ahora que ha salido el tema, por así decirlo, estoy segura que la señora Cady Stanton entenderá…

— Yo no lo haría, Sara— interrumpió el doctor—. No demos a Darrow más munición tratando de confraternizar con sus testigos.— Sus ojos negros se fijaron en la puerta del fondo de la sala del tribunal, y sonrió al añadir—: Me imagino lo que estará ocurriendo ahí dentro.

Lo que ocurría ahí dentro, como luego supimos por el propio señor Picton, fue que éste le hizo un relato completo al juez de lo que nos había conducido a todos hasta Ballston Spa. Por lo visto, los detectives privados de Darrow (que de hecho resultaron ser los detectives privados del señor Vanderbilt), con la ayuda de la División de Detectives de Nueva York y de varios empleados de la maternidad y del hospital St. Luke, habían reconstruido bastante bien nuestros recientes movimientos relacionados con Libby Hatch. Lo único que Darrow no parecía conocer era el caso Linares, y Picton se aseguró de que no se le escapase ninguna información sobre el particular. El juez Brown escuchó las noticias con aire de exasperación, y aunque este incidente no lo predispuso mejor hacia Picton o el resto de nosotros hizo que se empeñara aún más en mantener fuera del proceso cualquier asunto no relacionado con el caso que se juzgaba. Fue muy firme con Darrow en este punto: la defensa estaba en su derecho de decir todo lo que deseara sobre los motivos personales y los métodos profesionales del doctor, pero no podría sacar a colación el tema de otras acusaciones o investigaciones. Darrow argumentó que sería difícil hacerse una idea precisa de las verdaderas motivaciones del doctor sin mencionar esas otras investigaciones, pero el juez no dio su brazo a torcer, como había predicho Picton, y dijo que el caso Hatch debía juzgarse de forma individual. Advirtió a Darrow que no intentara envenenar los oídos del jurado con más preguntas sorpresivas que luego debieran eliminarse de las actas (pero que, desde luego, nunca se borrarían de la memoria del jurado), y los tres hombres volvieron a la sala, donde la defensa continuó con el interrogatorio del doctor.

— Doctor Kreizler— dijo Darrow, cuando el público hubo regresado a las gradas—, ¿a qué se dedica usted, exactamente, señor?

— Soy alienista y psicólogo— respondió el doctor—. Trabajo en la mayoría de los hospitales de Nueva York en calidad de tal. Además, realizo evaluaciones del estado mental de las personas para el municipio, cuando me lo piden, y comparezco como testigo perito en juicios como éste. No obstante, dedico la mayor parte de mi tiempo a una institución infantil que fundé hace varios años.

Darrow, con expresión ansiosa, iba a formular otra pregunta, pero el doctor demostró lo que había querido decir cuando comentó que había aprendido algo de las tácticas de la defensa.

— Sin embargo, debo añadir que en la actualidad no cumplo las funciones de director del instituto, debido a una investigación judicial sobre sus asuntos que se inició a raíz del suicidio de un joven que había ingresado poco tiempo antes.

Darrow pareció decepcionado por no tener ocasión de arrancarle por la fuerza esta información.

— De hecho— dijo—, le prohibieron regresar a su instituto durante un periodo de sesenta días, ¿no es verdad?

— Sí— respondió el doctor—. No es una medida inusual para un tribunal, en tales circunstancias. Permite que la investigación sobre los motivos del niño para quitarse la vida se realice con más libertad y eficacia.

— ¿Y esa investigación ha descubierto alguna respuesta posible para la pregunta de por qué se suicidó el muchacho?

El doctor bajó la vista ligeramente.— No. Ninguna.

— Eso debe de ser especialmente frustrante para un hombre que se pasa la mayor parte de la vida intentando ayudar a los niños.

— A mí no me parece frustrante— respondió el doctor—. Estaba apenado, sin duda. Y consternado.

— Bueno, doctor, yo no soy alienista— dijo el doctor Darrow, acercándose al jurado—, pero yo diría que el resultado de la suma de «apenado» y «consternado» bien podría ser «frustrado». ¿No está de acuerdo?

El doctor se encogió de hombros.

— Podría ser.

— Y una persona que está frustrada en un aspecto podría verse tentada a buscar satisfacción en otro; al menos, es lo que siempre me ha parecido. — Darrow fue a buscar un libro a su mesa—. Dígame, ¿conoce al doctor Adolf Meyer?

— Desde luego— admitió el doctor—. Somos colegas de profesión. Y amigos.

— Los niños parecen ser un área de especial interés para él también, a juzgar por sus escritos.

El doctor asintió en silencio.

— ¿Entiendo que usted ha leído lo que él tiene que decir acerca de los niños que tienen lo que él llama «imaginación mórbida»?— Tras otro gesto de asentimiento del doctor, Darrow dijo—: Quizá pueda explicar al jurado a qué se refiere, exactamente.

— La imaginación mórbida— respondió el doctor, volviéndose hacia la tribuna del jurado— es característica de los niños que no pueden controlar sus fantasías, ni siquiera mediante un esfuerzo consciente. Dichos niños sufren a menudo pesadillas y terrores nocturnos, y ese estado puede producir, en su variante más aguda, incluso alucinaciones.

Recogiendo un segundo libro, Darrow se acercó al estrado.

— ¿Qué me dice de esos dos médicos europeos, Breuer y Freud? ¿Ha oído hablar de ellos?

— Sí.

— Parecen haber estudiado bastante a fondo la histeria y sus efectos. Confieso que yo mismo no sabía exactamente qué significaba esa palabra hasta que la estudié en este libro. Siempre había creído que hacía referencia a señoritas fácilmente excitables.

Una risa queda recorrió los palcos y el doctor esperó a que remitiera para contestar.

— Sí, la palabra es de origen griego, porque entonces creían que los trastornos nerviosos violentos eran propios de las mujeres y tenían su origen en el útero.

Darrow sonrió y meneó la cabeza con gesto dubitativo al tiempo que dejaba el libro.

— Bueno, ahora sabemos más, ¿no es así? En la actualidad, prácticamente cualquiera puede sufrir de histeria. Me temo que sin querer puedo haber empujado a su señoría por ese camino.

La multitud rió un poco más fuerte esta vez, pero el juez no hizo nada, excepto lanzarle al señor Darrow una mirada fulminante.

— Y me disculpo por ello— dijo el letrado, alzando una mano. Después volvió a mirar al doctor—. Pero me interesa lo que esos caballeros, Breuer y Freud, opinan sobre la histeria. Al parecer, creen que tiene sus orígenes en la infancia, como la imaginación mórbida. Doctor, ¿existe alguna probabilidad de que Clara Hatch sufra imaginación mórbida o histeria?

Advertí que el doctor tenía que hacer un gran esfuerzo para no mofarse abiertamente de la pregunta.

— No— dijo—. En mi opinión, no. Como le dije al fiscal del distrito, Clara ha experimentado lo que yo denomino «disociación histérica prolongada». Es muy distinta de la clase de histeria que describen Breuer y Freud.

— Parece usted muy seguro, después de pasar… ¿cuántos días con la chica?

— Diez, en total.

— Un trabajo rápido— sentenció Darrow, fingiendo haberse quedado impresionado—. ¿Y Paul McPherson, el chico que se suicidó en su instituto?

El doctor congeló la expresión de su rostro ante la mención del desgraciado muchacho.

— ¿A qué se refiere, concretamente?

— ¿Sufría estas patologías?

— No lo sé. Estuvo con nosotros muy poco tiempo, antes de morir.

— ¿Sí? ¿Cuánto tiempo?

— Unas semanas.

— ¿Varias semanas? ¿No debería ser un tiempo más que suficiente para que usted emitiera un diagnóstico preciso? Después de todo, con Clara Hatch sólo necesitó diez días.

El doctor entornó los ojos al comprender adonde quería llegar Darrow.

— En el instituto trato a decenas de niños. Clara, en cambio, recibió mi atención exclusiva.

— Estoy seguro de eso, doctor. Seguro que sí. Y usted le dijo que el trabajo que estaban haciendo juntos la ayudaría, ¿estoy en lo cierto?

El doctor asintió.

— Y sin duda le dijo que también ayudaría a su madre.— En una niña como Clara— explicó el doctor—, el recuerdo de una experiencia aterradora provoca una división interna en la psique. Ella se había separado de la realidad negándose a comunicarse con el resto del mundo…

— Eso es muy interesante, doctor— le interrumpió Darrow—, pero ¿le importa responder a la pregunta?

Tras una pausa, el doctor asintió a regañadientes y contestó:

— Sí. Le dije que si podía hablar de lo ocurrido, se ayudaría a sí misma… y ayudaría a su madre.

— ¿Y ayudar a su madre era muy importante para ella?

— En efecto. Clara ama a su madre.

— ¿A pesar de que parece creer que su madre intentó asesinarla? ¿Y que asesinó a sus hermanos?— Sin aguardar respuesta, Darrow aumentó la presión—: Dígame, doctor, cuando usted trabajaba con Clara, ¿quién mencionó primero la idea de que su madre fue la verdadera agresora en el camino de Charlton? ¿Fue usted o ella?

El doctor se echó hacia atrás visiblemente indignado.

-— Ella, naturalmente.

— Pero usted ya creía que su madre era la responsable, ¿verdad?

— Yo…— El doctor tenía dificultades para encontrar las palabras adecuadas, algo insólito en él—. No estaba seguro.

— ¿Y se tomó la molestia de venir hasta Ballston Spa a petición del ayudante del fiscal del distrito porque no estaba seguro? Formularé la pregunta de otro modo, doctor: ¿Sospechaba usted que la madre de Clara era la responsable de la agresión?

— Sí, lo sospechaba.

— Comprendo. Y por eso vino a Ballston Spa, pasó horas y horas con una niña que no había hablado con ninguna otra alma viviente en tres años. Y empleó todos los trucos y técnicas de su profesión…

— Yo no uso trucos— replicó el doctor, cada vez más indignado.

Pero Darrow no se detuvo.

—… para ganarse la confianza de esa pobre chica, de modo que creyera que usted intentaba ayudarla, cuando desde el principio sospechaba que su madre era en realidad la persona que le disparó. ¿Y sinceramente espera que nos creamos que no dejó traslucir ninguna de sus sospechas mientras trataba a la niña, en ningún momento durante esos diez días?

El doctor apretó las mandíbulas con tanta fuerza que sus siguientes palabras salieron a duras penas:

— No espero que crea nada. Le explico lo que ocurrió.

Pero Darrow volvió a hacer caso omiso de la respuesta.

— Doctor, usted ha explicado que después de la muerte de Paul McPherson se sintió apenado y consternado. ¿Sería justo decir que aún sigue apenado y consternado por ello?

— Sí.

— Apenado, consternado… y potencialmente deshonrado a los ojos de sus colegas, diría yo, si la investigación demuestra que Paul McPherson murió porque no recibió los cuidados necesarios durante el tiempo necesario en su instituto. Pues, como usted dice, no podía proporcionarle al niño su «atención exclusiva». Y por eso murió. Luego viene aquí, abrumado de culpa por el chico muerto y lleno de sospechas sobre la acusada, y se encuentra con una niña a la que puede dedicar su «atención exclusiva», a quien puede salvar del aciago destino de Paul McPherson. Pero, sólo si existe una solución para el misterio que ha hecho guardar silencio a la niña todos estos años. Y por eso… usted crea una respuesta.

— ¡Yo no creo nada!— protestó el doctor, sujetándose el brazo izquierdo sin darse cuenta.

— ¿Está seguro, doctor?— preguntó Darrow, alzando la voz él también—. ¿Está seguro de que no sembró usted la idea en la mente de Clara Hatch, como sólo un experto alienista podría hacerlo, de que la culpa fue de su madre, y no de un loco que desapareció y al que jamás podrán encontrar… y todo ello para que la niña vuelva a hablar y a disfrutar de la vida?

— ¡Señoría!— gritó Picton—. ¡Está acosando al testigo con total desfachatez!

Pero el juez Brown lo hizo callar con un gesto.

Al verlo, Darrow perseveró en su ataque.

— Sin embargo, hay un problema, doctor, algo que se interpone en su camino. Para que prospere su planteamiento, el suyo y el del ministerio fiscal, ¡mi cliente tiene que ir a la silla eléctrica! Aunque ¿qué le importa eso a usted? Será rehabilitado, ante sus propios ojos y ante los de sus colegas, ¡el caso McPherson quedará más que compensado por el caso Hatch! Su preciada integridad será restaurada y el estado de Nueva York podrá cerrar un asesinato sin resolver. Pues bien, doctor, perdóneme pero no estoy dispuesto a aceptar ese trato. ¡Hay tragedias en la vida que no tienen respuesta!

De repente, con un movimiento que hizo que la señorita Howard, el señor Moore, Cyrus y yo mismo nos quedáramos sin aliento, Darrow se sujetó su propio brazo izquierdo, imitando lo que hacía el doctor; después lo extendió, dejando claro que de algún modo conocía el pasado del doctor.

Other books

Finding Faith by Ysabel Wilde
Sin on the Strip by Lucy Farago
Faith and Fidelity by Tere Michaels
God and Mrs Thatcher by Eliza Filby
All Things Eternal (Book 2) by Alex Villavasso
Austerity by R. J. Renna