El ángel de la oscuridad (81 page)

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Authors: Caleb Carr

Tags: #Intriga, Policíaco, Suspense

Poco después de regresar a la sala de los archivos, Cyrus encontró un filón: un ajado librito donde se registraban los nacimientos y defunciones comprendidos entre los años 1850 y 1860 en un pueblo que tenía el curioso nombre de Schaghticoke. Cyrus buscó alguna persona inscrita con el insólito nombre de Elspeth, y halló una, aunque el apellido no era Fraser sino Franklin. Por lo visto éste era el apellido del padre de Libby, y Fraser el que usaba su madre cuando se trasladó a Stillwater.

— ¿Quiere decir que no estaban casados?— preguntó a Cyrus la señorita Howard, mientras todos nos apiñábamos para mirar por encima de su hombro las descoloridas páginas del libro de registro—. ¿Libby es hija ilegítima?

Cyrus se encogió de hombros.

— Eso explicaría unas cuantas cosas de su conducta. Y debería ser fácil confirmarlo. Stevie, despierta a nuestro amigo— Cyrus señaló con el pulgar al conserje dormido— y dile que necesitamos las partidas de matrimonio del mismo pueblo, digamos de los diez años anteriores a… ¿cuál es su fecha de nacimiento, 1858? Diez años antes de eso.

— Hecho— dije, fui corriendo hasta el mostrador del conserje y di una fuerte palmada sobre el tablero donde el muy gandul había apoyado la cabeza sobre una pila de libros.

Refunfuñando y maldiciendo mientras se incorporaba, el tipo se alejó en busca del artículo solicitado, que resultó ser otro libro cubierto de polvo. Corrí a entregárselo a la señorita Howard. Ésta se sentó junto a Cyrus y empezó a examinarlo rápidamente, buscando cualquier referencia a personas llamadas Franklin o Fraser.

— Aquí está— dijo al cabo de unos diez minutos de búsqueda—. Inscripción de un matrimonio civil: George Franklin y Clementine Fraser, casados el 22 de abril de 1852.

— Aquí hay otros dos hijos apuntados— dijo Cyrus, que seguía repasando el tomo—. George hijo, nacido en septiembre de 1852, y Elijah, nacido dos años después.

— Bueno— dijo la señorita Howard, con expresión casi decepcionada—, eso acaba con la teoría de la hija bastarda. Parece como si simplemente hubiera adoptado el nombre de soltera de su madre como alias cuando se marchó de casa.

— ¿Y cómo descubriremos cuándo ocurrió eso?— pregunté yo—. Suponiendo que no logremos encontrar a sus padres, quiero decir.

— Sabemos que trabajaba para los Muhlenberg en 1886— respondió la señorita Howard—. Podríamos revisar el censo de 1880; eso reducirá un poco el margen.

— ¡A trabajar!— exclamé, y volví al mostrador del conserje.

Esta vez, el hombre me oyó llegar y levantó la cabeza con brusquedad, evitando que le diera otro susto. Cuando reapareció detrás del mostrador, se vengó dejando caer un enorme libro en mis manos.

— No hay nada como trabajar de funcionario para desarrollar el sentido del humor, ¿eh?— mascullé mientras sujetaba el tomo y daba media vuelta para llevárselo a los demás.

Por el censo de 1880 nos enteramos de que en efecto Libby Hatch seguía viviendo con su familia ese año, cuando debía de tener veintiuno. También nos enteramos de que George Franklin era «granjero» (cosa que no nos sorprendió) y de que los dos hijos de los Franklin también vivían en casa de sus padres, donde ayudaban a su padre. La única otra pregunta que quizá pudiéramos responder en las oficinas del registro civil era si Libby se había casado o no mientras vivía aún en el condado de Rensselaer: sin embargo, tras otro infructuoso repaso de las partidas de matrimonio nos quedamos con la duda de si la habrían llevado al altar en algún otro condado entre los años 1880 y 1886, o de si el hijo que había dado a luz había sido concebido fuera del matrimonio. No sacamos nada en claro de las partidas de nacimiento de aquellos años, pues no mencionaban que nadie llamado Franklin o Fraser hubiera traído al mundo a un hijo, y así, con todas esas preguntas aún pendientes de respuesta, devolvimos nuestra montaña de libros y archivos al conserje y regresamos a la estación.

Tomamos el tren de las cuatro a Ballston Spa, y el viaje fue alegre y emocionante gracias a la información que habíamos reunido. Aunque, claro está, probablemente esa información no nos condujera a ninguna parte, pues era imposible determinar qué había hecho la familia Franklin desde 1880 (yo seguía pensando que Libby los había liquidado a todos), al menos teníamos un lugar concreto donde iniciar una búsqueda razonable. Ansiosos por comunicar las novedades al doctor y a los demás, en cuanto llegamos al pueblo subimos corriendo la colina que separaba la estación de tren de Ballston del edificio de los tribunales, sólo para descubrir que la sesión ya había sido aplazada para el día siguiente. Así que tuvimos que bajar a casa de Picton, esta vez a una carrera más lenta, para explicar a nuestros amigos que todavía quedaba alguna esperanza de encontrar información nueva.

Pero esta noticia no animó mucho al resto de nuestras tropas, desanimadas por el desarrollo de la sesión de ese día. Como era de esperar, Darrow había iniciado la exposición de la defensa con sus tres expertos, cada uno de los cuales se había esforzado al máximo por reforzar la ya acusada predisposición del jurado a declarar inocente a Libby Hatch. Albert Hamilton, el sibilino profesional de las ventas convertido en experto forense, había conseguido soltar suficiente información contradictoria sobre armas y balas para que el testimonio de Lucius pareciera, si no erróneo, al menos indemostrable. Según el perito, aunque el proyectil que el ministerio fiscal había encontrado en el carromato de los Hatch podía proceder del Colt de Daniel Hatch, era imposible afirmarlo con seguridad. Puesto que no existía un registro central de armas de fuego (como ya nos habían dicho Lucius y Marcus) y dado que el Colt Peacemaker había sido un modelo de revólver muy popular durante muchos años, las probabilidades de que la bala procediese de otra arma estaban muy lejos de ser de una entre un millón, como había calculado Lucius. En cuanto a las estrías de identificación de la propia bala, Hamilton se había tomado la molestia de explicar que en la factoría de Samuel Colt eran muy exigentes con la calidad de sus productos y que todas las piezas de un mismo modelo tenían características casi idénticas. Incluso la muesca del interior del cañón del arma de Hatch, que producía la pequeña estría en las balas que habíamos visto, podía ser el resultado de un defecto de fabricación— había dicho Hamilton—, un defecto que también tendrían decenas y tal vez centenares de otros revólveres Peacemaker. Cuando había llegado el turno del interrogatorio de Picton, éste había preguntado cómo era posible que una factoría con tantas exigencias de calidad produjera centenares de revólveres con la misma muesca en el cañón, una pregunta a la que Hamilton no había podido responder. No obstante, a pesar de que su incompetencia era evidente para cualquiera que supiese algo de balística, Hamilton había hecho mucho daño entre los profanos que integraban el jurado, y la afirmación de Darrow de que la prueba de balística del ministerio fiscal no era fiable pareció quedar demostrada.

En cuanto al colega del doctor, William Alanson White, su trabajo consistía en refutar el argumento del ministerio fiscal de que una mujer cuerda era capaz de planear y perpetrar el asesinato de sus propios hijos, y al parecer lo había hecho con gran eficacia. Lo había ayudado la circunstancia de que en el transcurso de su carrera no se había ocupado mucho de la psicología de las relaciones familiares, al menos no de la manera polémica en que lo habían hecho el doctor y otros de su camada (como el doctor Adolf Meyer). Puesto que la especialidad de White eran los criminales y sus trastornos psíquicos, desde el principio se le consideró menos extravagante que el doctor y por lo tanto más fiable. Para colmo, él no había tenido ningún trato directo con Clara Hatch, cosa que en circunstancias normales le habría hecho pasar por un perito poco informado pero que en este perturbador y embrollado caso le hacía parecer más desapasionado e imparcial. Al ser interrogado por Darrow acerca de su «documentada opinión» del estado mental de Clara, el doctor White había respondido que no creía realmente que los recuerdos de una niña que había vivido una experiencia tan terrible— y que aún era muy pequeña, después de todo— pudieran ser muy fiables. Eso era lo que el jurado quería oír— era mucho más fácil que aceptar que lo que Clara decía era verdad— y por eso no tuvieron en cuenta las declaraciones del propio doctor White de que no era un experto en niños y aceptaron el resto de lo que dijo.

Sin embargo, la parte principal de su testimonio se centró en la propia Libby Hatch y en su evaluación de si ésta era capaz de cometer el crimen del que se la acusaba. El doctor White afirmó que después de pasar unas tres horas con la mujer, se había formado la misma opinión que el doctor Kreizler: que aunque Libby era una mujer emotiva e impulsiva, no padecía ningún trastorno mental y estaba cuerda, al menos según la definición legal de esa palabra. No obstante, la conclusión que el doctor White había extraído de todo aquello era diametralmente opuesta a la del doctor Kreizler: la cordura de Libby era un indicio palpable— si no una prueba directa— de que no había matado a sus hijos. Basándose en su experiencia, afirmaba que sólo había tres razones para que una mujer cometiera tales crímenes: la locura, la miseria o la ilegitimidad de los hijos. Y puesto que no había pruebas irrefutables de ninguna de esas razones en este caso, la explicación de la fiscalía sobre lo ocurrido «no era verosímil».

— La propia naturaleza del crimen— había dicho el doctor White, empleando palabras que Picton consideró entonces tan indignantes que las apuntó— basta para realizar un diagnóstico fidedigno de enfermedad mental.

Libby Hatch no sufría ninguna enfermedad mental; por lo tanto, aplicando una lógica que, una vez más, era falaz para los oídos profesionales pero muy atractiva para un jurado, ella no podía haber matado a sus hijos.

Darrow preguntó entonces cómo se explicaban todos los demás casos citados por Picton y el doctor Kreizler, casos de mujeres que sin lugar a dudas habían asesinado a sus propios hijos y no obstante habían sido declaradas cuerdas por tribunales y jurados. ¿Y Lydia Sherman, por ejemplo? Según White, Lydia Sherman había tenido la desgracia de cometer sus crímenes en un tiempo en que la ciencia de la mente estaba en un nivel mucho más primitivo. Además, la gente estaba tan alarmada por los asesinatos de los que se acusaba a la Reina Envenenadora, y se habían reunido tantas pruebas y tantos testigos en su contra, que las probabilidades de celebrar un juicio justo, y sobre todo de que la declararan mentalmente incompetente, habían sido nulas. Los alienistas de la época no tenían conocimientos suficientes para comprender el trastorno que sufría la mujer, y el público clamaba venganza con desesperación: ésa había sido la sencilla explicación del doctor White al fatídico destino de Lydia Sherman. Acto seguido Darrow había preguntado al doctor White si creía que esa injusticia se estaba repitiendo en el caso que nos ocupaba, quizás incluso aumentada, debido al interés del estado de Nueva York en condenar y ejecutar a Libby Hatch. El doctor White había respondido con una enérgica afirmación, y puesto que, en su opinión, Libby Hatch era inocente, la injusticia era aún mayor.

Finalmente, la intervención de la señora Cady Stanton había terminado de apuntalar los argumentos de la defensa. Al interrogarla, Darrow había sido particularmente astuto: como incansable defensora de los derechos femeninos, ¿no consideraba que los miembros de su sexo tenían que aceptar todas las responsabilidades, además de las ventajas, de la igualdad? ¿No creía que no debería permitírseles «esconderse detrás de sus faldas», utilizar su género como excusa o incluso como explicación para determinados crímenes? Por supuesto, había respondido la señora Cady Stanton; y si el crimen del que se acusaba a Libby Hatch fuera distinto de matar a sus propios hijos, la vieja sufragista no se habría molestado en viajar hasta Ballston Spa para prestar testimonio. Pero en lo tocante al parto y a la crianza de los hijos, los hombres y las mujeres no eran ni nunca podrían ser iguales. Tal como había hecho en su visita al 808 de Broadway, la señora Cady Stanton había aleccionado al jurado y al público sobre el «divino poder creador» de las mujeres, que se ponía de manifiesto en el vínculo entre madre e hijo. Según ella, cuando ese poder se utilizaba con fines perversos, era por una causa ajena a la mujer: al fin y al cabo ninguna mujer podría traicionar una fuerza que, siendo divina, era mayor que su propia voluntad. No; si una mujer ejercía la violencia contra sus hijos, era porque estaba loca o porque la sociedad masculina la obligaba a ello de algún modo, o quizá por ambas cosas.

A Picton le resultó difícil rebatir este último punto en su turno de repreguntas, pues durante su convivencia con el doctor Kreizler había llegado a entender hasta qué punto la conducta de Libby Hatch podía en efecto estar influida por la sociedad masculina. Pero tanto él como el doctor sostenían que, dejando tales influencias al margen, Libby seguía siendo legalmente responsable de sus actos, y Picton había preguntado a la señora Cady Stanton si no estaba de acuerdo. Ella había respondido que no, mirando al doctor con un gesto que sugería que, aunque no se le permitiera hablar del tema, no le cabía duda de que él estaba implicado en una misteriosa caza de brujas. No; una mujer tan atormentada y trastornada como para asesinar a sus propios hijos por fuerza tenía que estar loca— loca incluso en el sentido legal del término, lo que significaba que no tenía conciencia de la naturaleza de sus actos ni de que éstos estaban mal— por culpa de la sociedad masculina. Y puesto que ninguno de los dos testigos expertos en la mente, ni el del ministerio fiscal ni el de la defensa, habían detectado que Libby estuviera loca, era imposible que hubiera cometido los crímenes.

Sólo habían tardado un día en presentar todos estos testimonios, que tomados en su conjunto representaban, como afirmó Picton, una prueba más (y no es que necesitáramos otra) de que Darrow era un maestro de la argumentación agresiva. Sin siquiera hacer subir a su cliente al estrado (algo siempre peligroso para la defensa en un caso de asesinato), había conseguido hacer trizas las afirmaciones del ministerio fiscal con una lógica tan retorcida— incluso maquiavélica— que hasta parecía tener algún sentido. El jurado, que al principio estaba confundido, se había ido convenciendo lentamente. Picton había hecho todo lo posible por demostrar que la afirmación de que alguien era inocente sólo porque estaba cuerdo mientras que el crimen del que se le acusaba era de locos era una vulgar argucia dialéctica; pero sus desesperados esfuerzos para conseguirlo sólo le habían servido para quedar, como había dicho la noche anterior, como la voz de un tiempo pasado. La lógica invertida y negativa de Darrow parecía más propia de un nuevo siglo, del pensamiento moderno, y en efecto lo era; pero como también había dicho Picton la noche anterior, el hecho de que fuera nueva no la hacía más honorable o respetable, sino únicamente más eficaz ante el jurado. Aunque yo suponía que eso era lo único que la mayoría de los abogados entendían por progreso.

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