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Authors: Caleb Carr

Tags: #Intriga, Policíaco, Suspense

El ángel de la oscuridad (77 page)

— Ahora bien, señora Wright— dijo Picton después de pintar un cuadro muy poco agradable del hogar de los Hatch—, ¿cuándo diría que el reverendo Clayton Parker comenzó a visitar la casa con regularidad?

— Bueno— respondió la vieja haciendo memoria—, solía aparecer en las fiestas, como las Navidades, y desde luego se ocupó del bautizo de Clara, pero no empezó visitar la casa con regularidad hasta más adelante. Creo que la primera vez que se quedó a cenar fue el día del primer cumpleaños de Clara.

— Y a partir de ese momento, ¿con qué frecuencia iba a la casa?

— Por lo menos una vez a la semana, y a veces más. Verá, el señor Hatch había comenzado a interesarse por las actividades de la iglesia. Como tanta gente que ve que no le queda mucho tiempo de vida.— Hablaba muy en serio, así que se sorprendió al oír risas entre el público—. Es verdad— dijo enlazándose las manos con fuerza, como si se sintiera avergonzada—. Lo he visto en muchas ocasiones.

— Desde luego— respondió Picton—. Pero ¿el interés del señor Hatch por las actividades de la iglesia era la principal razón de las visitas del reverendo Parker?

— Protesto, señoría— dijo Darrow con voz monocorde—. La pregunta requiere una respuesta especulativa.

— Entonces volveré a formularla— se apresuró a decir Picton antes de que el juez se lo ordenara—. Señora Wright, ¿el reverendo Parker pasaba la mayor parte del tiempo con el señor Hatch durante sus visitas?

— No, señor— respondió la señora Hatch con tono burlón—. Al fin y al cabo, ¿cuánto tiempo se tarda en rellenar un talón?

Ese comentario suscitó nuevas risas entre el público y el juez respondió según su costumbre: a golpes de mazo. Luego se inclinó hacia la señora Wright y la riñó con suavidad:

— La testigo debe abstenerse de hablar con sarcasmo.

— ¡Ya lo hago, señoría!— respondió ella, ofendida—. Eso era lo único que hacía el señor Hatch cuando aparecía el reverendo: redactar talones y quizás hablar de teología durante unos minutos. El resto del tiempo, era la señora la que atendía al invitado.

— ¿Y por qué?— preguntó Picton.

— No puedo responder a eso— dijo ella—. Yo sólo sé lo que vi seis o siete veces.

— ¿Y qué vio?

La señora Wright irguió la espalda, entornó los ojos y levantó un dedo para señalar a la mesa de la defensa.

— Vi a esa mujer y al reverendo Parker en el bosque de abedules, a unos cuatrocientos metros de la casa.

— ¿Y qué hacían?

— ¡Desde luego no la clase de cosas que hacen los reverendos con las mujeres casadas!— respondió, tan ofendida como si los incidentes hubieran ocurrido el día anterior.

El juez suspiró cansado.

— Señora Wright, le han hecho una pregunta directa. ¿Le importaría responder del mismo modo? No tenemos tiempo para acertijos.

La señora Wright lo miró con cara de horror.

— ¿Quiere decir que tengo que explicar lo que vi con todas las palabras?

El juez amagó una sonrisa.

— Sería una agradable novedad.

La señora Wright cruzó las manos sobre el regazo.

— Bueno, no sé si debo, pero si usted me lo ordena, juez…— Respiró hondo y prosiguió—: La primera vez fui a buscar a la señora porque Clara se había puesto mala. La vi en el bosque de abedules con el reverendo. Estaban abrazados y se besaban.

Se oyeron más murmullos, que el juez volvió a acallar con el mazo.

— ¿Y las demás veces?

— Las demás veces…, bueno…— La señora Wright se movió incómoda en la silla—. En algunas ocasiones vi lo mismo, pero en otras… Era verano y hacía calor como ahora. En esa arboleda el suelo es blando y está cubierto de musgo. Y eso es todo lo que estoy dispuesta a decir, por mucho que me lo ordene el juez o el tribunal. ¡Soy una mujer decente!

Picton asintió con un gesto.

— Y nosotros no le pediríamos que se comportara de manera indecente. Pero permita que le formule la pregunta de otro modo, señora Wright: ¿sería exacto decir que vio a la acusada y al reverendo Parker parcial o totalmente desnudos?

La señora Wright dio un respingo y respondió:

— Sí, señor. Sería exacto.

— ¿Y realizando actos físicos íntimos?

El pudor de la señora Wright se convirtió en furia.

— ¡Sí, señor!— exclamó—. ¡Y con su marido y una niña tan dulce como Clara esperándola en casa! ¡Es vergonzoso!

El señor Picton asintió mientras se acercaba a la tribuna del jurado.

— Supongo que no podrá proporcionarnos las fechas exactas de esos encuentros.

— Exactas no, señor.

— Desde luego, pero permita que le pregunte una cosa: ¿podría decir que sucedieron al menos nueve meses antes del nacimiento de Matthew y Thomas Hatch?

— ¡Señoría!— exclamó Darrow—. Me temo que el ministerio fiscal vuelve a hacer insinuaciones.

— Esta vez no estoy seguro de que tenga razón, letrado— repuso el juez—. A pesar de la fastidiosa conducta del representante del ministerio fiscal, éste ha presentado pruebas relacionadas con la oportunidad y los medios del crimen. Y ahora permitiré que aborde el tema del móvil. Pero hágalo con cuidado, señor Picton.

Picton, que parecía sentir deseos de besar la cabeza cana del magistrado, respondió:

— Sí, señoría.— Volvió a mirar a la testigo—. ¿Y bien, señora Wright? ¿Diría usted que entre esos encuentros y el nacimiento de los niños pasó un periodo de unos nueve meses?

— Sí, señor— respondió la señora Wright—. Recuerdo que esa coincidencia me llamó la atención en su momento. Y cuando vi el aspecto que tenían los niños… Bueno, saqué mis propias conclusiones.

— ¿Y qué aspecto tenían los niños?— preguntó Picton. Echó un rápido vistazo al juez y añadió—: Le ruego que no sea insolente, señora.

El ama de llaves levantó un dedo y volvió a señalar la mesa de la defensa.

— ¡El color de los ojos, de la piel y del cabello no coincidía ni con el de la señora ni con el del señor Hatch! Eso estaba a la vista de todos. Y había algo más: cuando una vive en la casa donde trabaja, conoce sus costumbres, por decirlo de alguna manera. La señora y el señor Hatch dormían en habitaciones separadas. Cuando se casaron pasaron algunas noches juntos, pero después del nacimiento de Clara… En fin, el señor Hatch siempre dormía en su cama. Y si alguna vez la señora volvió a entrar en la habitación del señor, ya fuera para llevarle la comida o las medicinas cuando él se estaba muriendo, yo no la vi.

— Entiendo. ¿Cuándo fue la última vez que vio entrar a la señora Hatch en la habitación de su marido?

— La noche en que dispararon a los niños— respondió la señora Wright—. Empezó a correr por toda la casa, y yo no pude detenerla, porque estaba demasiado ocupada tratando de ayudar a los pequeños. Pero ella se encerró en la habitación del señor y permaneció allí al menos cinco minutos.

— ¿Se encerró?— preguntó Picton—. ¿Cómo sabe que cerró la puerta con llave?

— Estaba allí cuando llegaron el sheriff y el doctor Lawrence— respondió la mujer encogiéndose de hombros—. Fueron a buscarla para darle una medicina que la tranquilizara, pero la puerta estaba cerrada con llave. Después de unos minutos, salió, todavía gritando y corriendo. Dijo que había encontrado el revólver de su marido y que temía quitarse la vida con él. Me dijo que me deshiciera del arma, así que la metí en una bolsa de papel y la arrojé al viejo pozo.

— ¿Recuerda cómo era la bolsa?

La señora Wright asintió.

— El señor Hatch compraba todo al por mayor para ahorrar. Teníamos una caja llena de bolsas de la fábrica de West.

Picton se dirigió a su mesa y cogió el trozo de papel que Lucius había recortado del envoltorio del arma el día que la había encontrado.

— ¿Así que la bolsa tendría esta leyenda?— Le entregó el rectángulo de papel.

La señora Wright lo estudió y respondió:

— Sí, así es.

— ¿Está segura?

— Claro que estoy segura. Verá, dos años antes la fábrica de bolsas West empezó a poner la inscripción que antes estaba en el fondo de la bolsa en la parte superior. Cuando una tiene muchas bolsas como ésas, se fija en esos detalles.

— ¿Y usted tiene muchas bolsas como ésas?

— Sí, señor, nunca las tiro. Una viuda que vive de una pensión del ejército tiene que tener mucho cuidado con los gastos.

— Desde luego. Gracias, señora Wright. No le haré más preguntas.

Picton se sentó, satisfecho de que hasta el momento no se hubiera excluido de las actas ninguna parte del testimonio de la señora Wright. Darrow, por su parte, parecía estar tramando uno de sus súbitos cambios de táctica: con la cara apoyada en las manos y el entrecejo fruncido, aguardó un par de minutos antes de hablar o de moverse.

— ¿Señor Darrow?— dijo el juez—. ¿Tiene alguna pregunta para esta testigo?

Darrow se limitó a mover los ojos y musitó:

— Sólo una o dos, señoría.— Después de otra pausa, se puso en pie—. Señora Wright, ¿alguna vez observó algo en la acusada que la indujera a pensar que era una mujer capaz de matar a sus propios hijos?

Picton, que acababa de sentarse, se levantó en el acto.

— Protesto, señoría. La testigo no está cualificada para hablar de esos temas. Hay alienistas en la sala que nos dirán si la acusada es o no capaz de un crimen semejante.

— Sí— repuso el juez—, y estoy seguro de que sus declaraciones serán contradictorias y no nos conducirán a ninguna parte. A mí me parece que la testigo es una mujer sensata, señor Picton. Al fin y al cabo, fue usted quien la llamó a declarar. Permitiré que responda.

— Gracias, señoría— dijo Darrow—. ¿Y bien, señora Wright?

La testigo se tomó un segundo para pensar, miró otra vez a Libby y respondió:

— No esperaba que me hicieran esa pregunta.

— ¿Ah, no?— preguntó Darrow—. Bueno, lamento sorprenderla, pero intente responder de todos modos. Durante los años que pasó al servicio de la señora Hatch, ¿alguna vez sospechó que ella fuera capaz de matar a sus hijos?

La mujer miró a Picton con un gesto que reflejaba claramente la batalla que se libraba en el interior de su mente.

— ¿Qué diablos hace Darrow?— murmuró el señor Moore— Yo creía que ésa era la clase de preguntas que teníamos que hacer nosotros.

— Intuye las conclusiones que sacará el jurado de su testimonio— respondió el doctor—, y pretende obligarla a hacer una acusación directa.— Se inclinó hacia delante con nerviosismo—. La cuestión es si se dejará intimidar.

Darrow se cruzó de brazos.

— Sigo aquí, señora Wright.

— No…— La mujer se estrujó las manos durante algunos segundos—. No me gusta chismorrear sobre esas cosas.

— ¿No?— replicó Darrow—. Tengo la impresión de que ya ha «chismorreado» bastante. No veo por qué iba a detenerse ahora. Pero permita que se lo ponga más fácil. Ha dicho que la señora Hatch vivía un apasionado romance con el reverendo Parker. ¿No cree que le habría resultado más fácil marcharse con él después de la muerte de su esposo si no hubiera tenido tres niños?

— Me lo pone difícil— respondió la señora Wright echando otra mirada a Libby.

— Si se le ocurre una forma más fácil de formular esa acusación, dígalo— insistió Darrow—. ¿Y bien, señora Wright?

— Usted no lo entiende— dijo la mujer con tono desafiante.

— ¿Qué es lo que no entiendo?

La señora Wright se inclinó hacia delante y miró al defensor a los ojos.

— Tengo hijos, señor. Mi marido y yo tuvimos dos hijos antes de que él muriera en la guerra. No puedo imaginar que una mujer desee hacer algo así. No es natural. No es natural que una madre acabe con la vida de los mismos niños que ha traído al mundo.

— Señoría, me veo obligado a solicitar ayuda— dijo Darrow—. Creo que mi pregunta ha sido bastante clara.

— Señora Wright— dijo el juez Brown—, sólo se le pide su opinión.

— ¡Es una acusación terrible, señoría!— protestó la señora Wright.

Darrow percibió su miedo y se acercó al estrado.

— Pero el ministerio fiscal ya la ha acusado, señora Wright, y usted es una de sus testigos. Vamos, dígalo: usted sabía que Hatch no había legado nada a su esposa y que matar a sus hijos era la única forma en que ella podía hacerse con el dinero. ¿Eso no despertó sus sospechas?

— ¡Vale!— exclamó la mujer—. Sí, despierta mis sospechas. Pero sigue siendo una acusación horrible.

— ¿Despierta sus sospechas, señora Wright?— preguntó Darrow en voz baja—. ¿O las despertó entonces? Veamos si la he entendido.

Ha dicho que la señora Hatch tenía un genio violento. Ha dicho que tenía una aventura con el reverendo Parker. Y también asegura que quería el dinero de su esposo. Y ahora dice que esto le induce a creer que tenía motivos para matar a sus hijos, aunque en su momento no la acusó de nada.

— ¡Claro que no!— protestó la señora Wright—. ¡No me pidieron mi opinión hasta hace una semana!

— Exactamente, señora Wright— dijo Darrow con satisfacción—. Dígame: ¿ha conocido a alguna otra mujer que pegara a sus hijos?

— Sí, claro— respondió la señora Wright con gesto de perplejidad.

— ¿Y a alguna que fuera infiel a su marido?

La mujer se movió incómoda en la silla y procuró controlarse.

— A una o dos.

— ¿Y mujeres que se casaron con ancianos ricos para quedarse con su dinero?

— Quizá.

— ¿Cree que alguna de ellas habría sido capaz de matar a sus propios hijos?

— ¿Qué quiere decir?

— Lo que he dicho, señora Wright.

— No… No lo sé.

— Pero sospecha de la señora Hatch. Por lo menos ahora.

— No le entiendo.

— Yo creo que me entiende muy bien— replicó Darrow acercándose más—. Señora Wright, ¿no es cierto que usted no había pensado que la señora Hatch podría haber matado a sus hijos hasta que el ayudante del fiscal del distrito y sus investigadores se lo sugirieron?

— ¡Señoría!— protestó Picton poniéndose en pie—. Si la defensa insinúa que la testigo miente…

— No insinúo nada por el estilo, señoría— interrumpió Darrow—. Sólo procuro establecer los orígenes de las sospechas de la señora Wright y demostrar que éstas, como tantas otras cosas en este juicio, nos conducen al ayudante del fiscal y a las personas que lo asesoran.

— Señor Darrow— dijo el juez—, pensé que se habían acabado las insinuaciones…

— Y así es, señoría— respondió Darrow—. No haré más preguntas a esta testigo.

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