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Authors: Caleb Carr

Tags: #Intriga, Policíaco, Suspense

El ángel de la oscuridad (92 page)

La señorita Howard asintió con un gesto y se dirigió al teléfono, al tiempo que Cyrus entraba en la cocina y apoyaba una firme y reconfortante mano en mi hombro.

Ah, Cyrus— prosiguió el doctor—. Nos vendría bien un poco de tu excelente café. Por el momento no tendremos ocasión de recuperar el sueño perdido y necesitamos tener la mente despejada.

— Sí, señor— respondió Cyrus. Después me miró—. Quizá sí haya tiempo para que tú descanses un poco, Stevie. Te vendrá bien.

Sacudí la cabeza.

— No quiero dormir— dije, recordando lo ocurrido la última vez que me había quedado dormido—. Prepara el café bien cargado.

— Siempre lo hago— respondió Cyrus—. Ah, doctor, el sargento detective me pidió que le dijera que ha ido a la jefatura a echar una mano a su hermano. Dice que le preocupa que tarde tanto.

— Y a mí— respondió el doctor, consultando su reloj—. Parecía un trámite muy sencillo. Como muchos otros aspectos de este caso…

Puesto que aún no me sentía preparado para hablar de lo que haríamos a continuación, subí al primer piso. Allí encontré al señor Moore en el salón. Había puesto uno de los cómodos sillones del doctor de cara a la ventana abierta para mirar la tormenta que seguía descargando sobre la ciudad.

Yo me dejé caer sobre el canapé cercano y me uní a la silenciosa contemplación, observando los árboles azotados por el viento en Stuyvesant Park.

— Una tormenta de mil demonios— dije con voz ronca mientras giraba la cabeza para mirar al señor Moore, que reflejaba la misma mezcla de tristeza y confusión que también corroía mi alma.

— Un verano de mil demonios— respondió—. Pero el clima siempre está loco en esta condenada ciudad…— Consiguió mirarme sólo unos breves segundos—. Lo siento de veras, Stevie.

— Sí— respondí—. Yo también. Quiero decir, lo del señor Picton…

El señor Moore asintió y dejó escapar todo el aire que tenía en los pulmones mientras cabeceaba.

— Y ahora se supone que debemos apresar a esta mujer— masculló—. Apresarla y estudiarla. No es exactamente lo que más me apetece.

— Ni a mí— respondí.

Alzó un dedo como si estuviera sermoneando al tempestuoso cielo.

— Rupert nunca creyó que se pudiera aprender nada de los criminales después de atraparlos. Decía que era como intentar estudiar los hábitos de caza de los animales salvajes estudiándolos a la hora de darles de comer en un pesebre. El habría sido el primero en afirmar que deberíamos matar a esa zorra si se presenta la ocasión.

— No lo descarte— dije encogiéndome de hombros—. El Niño aún sigue ahí fuera, oculto en alguna parte. Y no se detendrá a preguntarle por qué hace todas esas cosas. Lo único que espera es un blanco seguro cuando ella no sujete a la niña.

— Bueno, esperemos que lo consiga— respondió llanamente el señor Moore—. O, para el caso, que lo consiga yo.

Volví a mirarlo.

— ¿De verdad se siente capaz de matarla?

— ¿Y tú?— respondió, mientras buscaba un cigarrillo.

Me encogí de hombros.

— He pensado mucho en eso. Si de todos modos va a morir, da lo mismo que lo haga yo o el que enchufe la silla eléctrica en Sing Sing. Pero… no lo sé. Eso no nos devolverá a los muertos.

El señor Moore expulsó con un silbido el humo del cigarrillo que encendió.

— ¿Sabes?— dijo, con expresión todavía triste, pero también enojada—. Siempre he detestado esa frase.

Permanecimos sentados en silencio unos minutos, sobresaltándonos de vez en cuando por el estampido de un trueno o cuando un rayo parecía caer en el corazón mismo de la ciudad. Luego se nos unieron los demás, Cyrus con la bandeja del café que dejó sobre el carrito de las bebidas.

El doctor interpretó el estado de ánimo del señor Moore y el mío lo bastante bien para no empezar a hablar de planes de inmediato, por lo que todos nos limitamos a tomar café y contemplar la tormenta durante otra media hora, hasta que un cabriolé se detuvo junto al bordillo de la acera y de él descendieron los dos sargentos detectives. Era evidente que habían estado discutiendo en el interior del coche, y siguieron haciéndolo mientras entraban en la casa. Era obvio que las cosas no habían marchado bien.

— Es cobardía— explicó Marcus, tras dedicar unos segundos a expresarme sus condolencias por la muerte de Kat—. ¡Simple y pura cobardía! Saben bien que el juez autorizaría la orden de arresto, pero si apresar a la mujer significa enfrentarse con los Dusters, ya no les interesa.

— He intentado recordarle a mi hermano— dijo Lucius, mientras se servía una taza de café— lo que ocurrió la última vez que el Departamento de Policía tuvo un enfrentamiento a gran escala con los Dusters. Un número de agentes embarazosamente alto acabó en el hospital. Los niños del West Side aún mortifican a los patrulleros cantándoles rimas impertinentes sobre aquel incidente.

— Y no olvidemos quién frecuenta el local de los Dusters— añadió la señorita Howard—. A muchas personas bien relacionadas de esta ciudad les gusta dejarse caer por allí para tomar cocaína y alentar ideas románticas sobre la vida de esos matones. Estúpidos…

— Eso no es excusa para la cobardía— insistió Marcus mientras iba a buscar una taza del café de Cyrus—. ¡Maldición! Estamos ante una asesina que no tiene reparos en matar a nadie. ¿Y el departamento no quiere verse involucrado porque teme quedar mal?

— El departamento no quiere verse involucrado— dijo el doctor— porque aún no ha muerto nadie que ellos consideren de cierta importancia. Sabéis tan bien como yo que ésa ha sido siempre la política en esta ciudad, Marcus. Tuvimos un breve respiro con Roosevelt, pero ninguna de sus reformas llegó a consolidarse.

— ¿Qué haremos entonces?— preguntó Lucius mirando alrededor.

Yo sabía que el señor Moore y Marcus probablemente sentían lo mismo que yo: si nadie iba a encargarse de aquel trabajo, dependía de nosotros ir allí, irrumpir en la infernal casa de Bethune Street y hacer lo que hubiera que hacer. Pero ninguno de los tres pensaba expresar su opinión mientras el doctor estuviera en la habitación, sabiendo como sabíamos que para él tenía mucho valor atrapar a Libby Hatch con vida.

Así que me sorprendió oír lo que se proponía.

— La Armada— dijo en voz baja, pero sus ojos negros brillaron.

— ¿La qué?— preguntó el señor Moore, desconcertado.

— La Armada— repitió el doctor, volviéndose hacia Marcus—. Sargento detective, sabemos que los Dusters disfrutan de los enfrentamientos con el Departamento de Policía de Nueva York. ¿Qué cree que opinarían de un tropiezo con la Armada de Estados Unidos?

— Kreizler— dijo el señor Moore—, es evidente que has perdido la chaveta.

Haciendo caso omiso del señor Moore, Marcus empezó a asentir con la cabeza.

— Extraoficialmente, yo diría que se echarían atrás. Los marineros son, como es sabido, pendencieros reconocidos. Y tienen la autoridad del gobierno federal, no sólo el municipal; los políticos locales nunca se meterían en algo así.

El doctor empezó a frotarse los labios con los nudillos de la mano derecha.

— Sí— dijo pausadamente. De pronto se le ocurrió otra idea—. Creo que el muelle de la naviera White Star está a sólo unas manzanas de la esquina de Bethune Street, donde está la casa de Libby Hatch, ¿me equivoco?

— No— dijo la señorita Howard, intrigada—. Está en la calle Diez. ¿Por qué, doctor?

El doctor vio un ejemplar de la edición matutina del
Times
en el bolsillo de la chaqueta de Marcus, se puso en pie y se lo quitó. Pasó rápidamente las páginas, en busca de lo que parecía una noticia pequeña pero importante.

— Actualmente no hay barcos de la White Star en el puerto— dijo finalmente, convencido—. Pero él podría conseguir que una embarcación atracara allí, lo que nos permitiría acercarnos a la casa por detrás… y pillar a la banda por sorpresa.

— ¿Quién podría?— casi gritó el señor Moore—. Laszlo, ¿qué diablos…?

De repente lo entendió todo y se quedó boquiabierto.

— Oh, no. No, Kreizler, es una locura. No puede… ¡Roosevelt no!

— Sí— respondió el doctor, levantando la vista del periódico con una sonrisa—. Roosevelt.

El señor Moore se puso en pie de un salto.

— ¿Involucrar a Theodore en este caso? En cuanto descubra lo que está ocurriendo, iniciará su maldita guerra contra España en esta misma ciudad.

— Precisamente por eso— replicó el doctor— no debe conocer todos los detalles. El nombre y los orígenes de Ana Linares no son de su incumbencia. El hecho de que intentamos solucionar una serie de asesinatos y el secuestro de una niña y de que la Policía de Nueva York no responde a nuestra demanda de auxilio será más que suficiente para despertar el interés de Theodore.

— Pero— intervino la señorita Howard, que al igual que el señor Moore y el doctor conocía al señor Roosevelt desde que era una niña—, ¿qué iba a hacer Roosevelt? Es secretario adjunto de la Armada, sí, pero…

— Y en este momento trata a toda la flota como si fuera suya— replicó el doctor, mostrándonos un sobre—. Mientras estábamos fuera llegó una carta suya. Parece que el secretario Long estará de vacaciones todo el mes de agosto, y Theodore ha estado realizando movimientos atrevidos. En Washington empiezan a conocerlo como el «secretario de la canícula», de lo cual él se siente inopinada y típicamente orgulloso. Estoy seguro de que habrá un par de embarcaciones aprovechables con su tripulación en los astilleros de la Armada, en Brooklyn, quizás incluso más cerca. Más hombres de los necesarios para cumplir nuestro objetivo. Lo único que necesitamos es una orden de Roosevelt.

El señor Moore se daba palmaditas en la cara como para convencerse de que lo que oía era cierto.

— A ver si lo he entendido: ¿Propones que Roosevelt ordene a la Armada de Estados Unidos que invada Greenwich Village y encarcele a los Dusters?

La boca del doctor se curvó con una nueva sonrisa.

— Básicamente, sí.

Marcus intervino rápidamente.

— Quizá suene extravagante, John— dijo, estimulado por el plan—, pero no quedará así en los informes. Si se produce alguna clase de violencia, quedará como la típica reyerta entre marineros y gángsters. Y mientras ocurre, podremos hacer lo que necesitamos.

El doctor guardó la carta del señor Roosevelt en el bolsillo interior de su chaqueta y se precipitó hacia las escaleras.

— Voy a telefonearlo a Washington de inmediato— dijo, mientras bajaba hacia la cocina—. No hay ni un minuto que perder. Esa mujer debe de estar planeando su huida de la ciudad en este mismo momento.

De pronto la casa cobró una nueva animación, yo sabía que provocada por la mera posibilidad de que el señor Roosevelt participara aunque fuera indirectamente en el caso. Ese efecto ejercía sobre las personas el ex comisario de policía: de todos los amigos íntimos del doctor no había uno con un amor más puro por la vida, la acción… y muy especialmente un buen combate, ya fuese de boxeo, político o bélico. Pero además era un hombre tan afable como todos los que visitaban la casa del doctor en los años en que yo vivía allí. Así que incluso yo, a pesar de mi lamentable estado, me animé muchísimo ante la idea de que él nos echara una mano para llevar a Libby Hatch ante la justicia.

El señor Moore no se equivocaba al afirmar que era una idea descabellada, pero prácticamente todas las empresas en las que se embarcaba el señor Roosevelt parecían descabelladas al principio, y en cambio la mayoría acababa siendo hazañas no sólo importantes sino también afortunadas. Por eso aguardamos a que el doctor volviese de la cocina y empezamos a discutir los detalles del plan con un interés que bordeaba el entusiasmo; entusiasmo que resultaba sorprendente, teniendo en cuenta todo lo que habíamos sufrido.

Cuando el doctor regresó al piso superior, estaba, si no rebosante de alegría, al menos muy satisfecho.

— Lo hará. Quiere que esperemos aquí. Hará que alguien de los astilleros de la Armada nos informe de qué embarcación estará disponible y cuándo. Pero ha prometido actuar esta noche.

El señor Moore dejó escapar otro gemido de incredulidad, pero incluso él sonrió un poco al oírlo.

— Que Dios nos ayude…

Y empezaron las largas horas de espera. Durante el primer par de ellas, nuestra muda ansiedad, estimulada por más café, fue en aumento hasta alcanzar un extraño estado de esperanzada inquietud. Sin embargo, a medida que transcurría la tarde, esta sensación empezó a desvanecerse, principalmente porque el teléfono y el timbre de la puerta seguían mudos.

El señor Roosevelt no era un hombre dado a perder el tiempo, y el hecho de que no tuviéramos noticias de ninguno de sus hombres, de Brooklyn o de cualquier otra parte, resultaba misterioso. La lluvia no amainaba, y con el tiempo su ritmo constante contribuyó a que el agotamiento se apoderara de todos nosotros: por nerviosos que estuviéramos, ninguno de nosotros había dormido más de una hora desde el sábado por la noche. Así que uno a uno los miembros del grupo empezaron a retirarse a los dormitorios a dar unas cabezadas, y todos, incluido yo, despertamos de aquel sueño irregular con la decepcionante noticia de que aún no había ningún mensaje de Washington ni de Brooklyn.

Finalmente, poco antes de las cinco, el doctor bajó para volver a llamar al señor Roosevelt, y al regresar su humor era muy distinto del que había exhibido antes. No había conseguido hablar con su amigo, pero sí había logrado mantener una conversación con el secretario de Roosevelt, y tenía toda la impresión de que el hombre estaba en el despacho con la intención concreta de interceptar la llamada del doctor. Nadie le encontró a aquello ningún sentido: el señor Roosevelt no era un hombre que escurriese el bulto ante nadie, y menos con alguien a quien apreciaba y respetaba. Si hubiese descubierto que no podía cumplir la petición que le había hecho el doctor, sin duda habría telefoneado para decírnoslo. ¿Cuál podía ser entonces la explicación? ¿Había descubierto de alguna manera la conexión española con el caso de Libby Hatch y decidido iniciar una acción diferente por su cuenta?

Aquella clase de preguntas no servía precisamente para devolvernos nuestro debilitado entusiasmo, y hacia las siete todo nuestro grupo estaba esparcido por la sala del doctor, dormitando. La lluvia había disminuido finalmente, y yo estaba tendido frente a uno de los balcones abiertos sobre el suelo cubierto de alfombras, dejando que el aire fresco que la tormenta había traído a la ciudad recorriera mi cara y me sumiera en el primer sueño reparador en varios días. Aun así, fue un sueño ligero, interrumpido por los ruidos del exterior; y el sonido que oí acercarse desde la calle hacia las siete y media me resultó enseguida tan familiar y sin embargo tan fuera de lugar que sinceramente no supe si estaba dormido o despierto.

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