El ángel de la oscuridad (93 page)

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Authors: Caleb Carr

Tags: #Intriga, Policíaco, Suspense

Era el enérgico y agudo sonido de la voz del señor Roosevelt.

— ¡Espera aquí!— decía. Después oí el ruido de una puerta de un coche al cerrarse—. En cuanto haya hablado con los demás, nos llevarás a los astilleros.

— ¡Sí, señor!— fue la seca y eficiente respuesta que me impulsó a levantarme de un salto para asomarme al exterior.

Y allí estaba en efecto el secretario adjunto de la Armada, con su mejor uniforme de lino negro, andando junto a un hombre de más edad que vestía el uniforme de oficial de la Armada.

— Santo Dios— mascullé, frotándome los ojos para asegurarme de que no estaba viendo visiones—. ¡Santo Dios!— repetí, en voz lo bastante alta para que los demás empezaran a despertar de su siesta. Incapaz de evitar una sonrisa de oreja a oreja, me puse en pie trabajosamente y empecé a sacudir por los hombros a quien más cerca tenía.

— ¡Está aquí! Doctor, señorita Howard, ¡es el señor Roosevelt! ¡Está aquí! ¡Santo Dios!

Los demás se incorporaron tan aturdidos e inseguros de sus percepciones como yo poco antes, al menos hasta que oyeron el sonido de la puerta principal al abrirse.

— ¿Doctor?— se oyó ladrar desde la planta baja—. ¡Moore! ¿Dónde diantres estáis?— Unos pesados pasos resonaron en las escaleras mientras seguían los gritos—. ¿Y dónde está la brillante Sara Howard, mi antigua secretaria?

Oímos unos cuantos pasos más, y aquellos rasgos inconfundibles empezaron a vislumbrarse entre las sombras, en lo alto de las escaleras: como si se tratara de una versión invertida del gato de Cheshire, el personaje de Lewis Carroll, lo primero que vimos de Roosevelt fue su sonrisa, sus grandes dientes resaltando en la oscuridad. A continuación vimos los pequeños ojos entornados detrás de los quevedos de montura de acero, y finalmente la cabeza cuadrada, el poblado bigote y el fornido pecho, el último de los cuales había ido creciendo, tras soportar una infancia de asma terrible, hasta convertirse en uno de los más poderosos del mundo.

— Bueno— gritó, mientras avanzaba por el pasillo seguido por el oficial de la Armada, mucho más calmado y de aspecto prudente—. ¡Así me gusta! Mientras los delincuentes andan sueltos por la ciudad, vosotros holgazaneáis como si no tuvierais nada que hacer.

Entró en la sala y se puso en jarras, aún sonriendo de oreja a oreja; después proyectó su zarpa derecha en dirección al doctor.

— ¡Kreizler! Encantado de verte, Laszlo, encantado.

— Hola, Theodore— respondió el doctor con otra sonrisa—. Supongo que debí saber que no te perderás esta oportunidad.

— Diablos— dijo el señor Moore—, todos deberíamos haberlo sabido.

Abriéndose paso por la habitación, el señor Roosevelt estrechó con fuerza todas las manos y aceptó un cálido abrazo de la señorita Howard.

Me pareció que se alegraba especialmente de descubrir que los hermanos Isaacson estaban allí, y que seguían en el cuerpo de policía; pues había sido él mismo quien los había alistado, como parte de su esfuerzo por aflojar la presa que los sicarios del clan irlandés de Tammany ejercía sobre Mulberry Street.

Cuando por fin llegó el turno de que me saludara a mí, yo estaba tan emocionado por su presencia y por la nueva esperanza que parecía traer que desplazaba con nerviosismo el peso de mi cuerpo de una pierna a otra. Sin embargo, aún debía de quedar bastante de la tristeza de la mañana en mi cara, porque la sonrisa del señor Roosevelt se encogió un poco cuando se inclinó para estrecharme la mano y mirarme a los ojos.

— Bueno, joven Stevie— dijo, con verdadera simpatía—. He oído que todo esto ha sido muy duro para ti. Pero no dudes de una cosa, hijo mío.— Apoyó una de sus fuertes manos en mi hombro—: ¡Hemos venido a asegurarnos de que se haga justicia!

54

Mientras los Isaacson empezaban a rebuscar entre su equipo y sus armas, anticipando qué necesitaríamos para nuestro asalto final al número 39 de Bethune Street, los demás nos apresuramos a ponernos ropa adecuada para la misión: nadie se estaba quieto o perdía el tiempo cuando el señor Roosevelt estaba cerca. En cuanto volvimos a reunirnos en la sala, el ex comisario de policía dedicó un instante a presentarnos a su acompañante.

— El teniente William W. Kimball, de la Armada de Estados Unidos— dijo orgullosamente el señor Roosevelt, casi como si el oficial fuese uno de sus hijos, en lugar de un hombre que a todas luces le llevaba unos cuantos años. De hecho, bastantes años: cuando me llegó el turno de estrecharle la mano al oficial me pregunté por qué, a su edad (resultó que tenía casi cincuenta), seguía atascado con una graduación tan baja. Más tarde alguien me explicaría que su situación era bastante habitual: como la Armada no había participado en ninguna acción desde la guerra de Secesión, ascender se había convertido en un proceso muy lento—. El teniente Kimball da clase en la Academia de la Armada— prosiguió el señor Roosevelt— y nadie sabe tanto de estrategia bélica como él.

— ¿Qué pasa, Roosevelt?— preguntó el señor Moore—. ¿Estáis planeando una guerra?

El señor Roosevelt alzó un dedo extendido.

— Venga, venga, Moore, no me harás caer en la trampa con tus preguntas de periodista. La Armada siempre está estudiando estrategias por si se presenta un conflicto con cualquier nación.

— Nunca habría imaginado que necesitaríamos un plan estratégico para lo que vamos a hacer esta noche— dijo el doctor, estudiando al teniente Kimball con curiosidad—. Aunque es usted bienvenido, teniente.

— Gracias, doctor— respondió cortésmente el teniente. Aunque tenía el porte (además del típico gran bigote) de un hombre de su oficio, su voz sugería que también tenía más juicio que el marinero corriente—. Sin embargo, no es mi planificación bélica lo que movió al señor Roosevelt a pedirme colaboración. Soy experto en otras áreas y según él podría serles de utilidad.

— En efecto— confirmó el señor Roosevelt dándole una palmada en la espalda—. Kimball es un hombre adelantado a su tiempo. La mayoría de nuestros oficiales se pasan la vida hablando de acorazados, acorazados y más acorazados, pero Kimball ha invertido su inteligencia en proyectar las armas que decidirán el curso del armamento naval en el próximo siglo, en lugar de quedarse en el pasado. ¡Torpedos! ¡Submarinos! Os lo aseguro, el novelista francés Verne no le llevaba ventaja a nuestro teniente.

Ese comentario avivó mi interés, pues a menudo el doctor me había dado a leer libros de Julio Verne, y las historias del francés sobre vida submarina, viajes a la luna y poderosas e innovadoras armas me habían mantenido despierto muchas noches, cavilando sobre la clase de mundo que nos aguardaba.

— ¿Es verdad eso, teniente?— pregunté con todo el respeto de que era capaz—. ¿Lucharemos de verdad bajo el agua, como el capitán Nemo?

El teniente sonrió y extendió el brazo para alborotarme un poco el pelo.

— Oh, sí, señorito Taggert… pero me temo que sin las armas eléctricas de Nemo. Al menos por el momento. El torpedo será el principal armamento de un submarino, y junto con las lanchas torpederas se convertirán en el enemigo más mortal de todos los barcos.

— ¿Lanchas torpederas?— repetí como un eco—. ¿Qué es eso?

— Eso— respondió el señor Roosevelt— es la razón de que el teniente Kimball esté aquí, Stevie. Embarcaciones pequeñas, con armamento ligero, capaces de alcanzar velocidades asombrosas. Navegué en una desde Oyster Bay a Newport hace varias semanas, y debo confesar ¡que fue un auténtico placer! Como montar un brioso corcel: ágil, rápida, capaz de atacar sin previo aviso y luego desaparecer.— Se volvió hacia el doctor—. Justo lo que requiere tu asunto de esta noche, Kreizler, me parece a mí.

El doctor sopesó la idea.

— Sí, sí, la capacidad de llegar de repente y marcharse a toda velocidad será una gran ventaja. ¿Y dónde están esas embarcaciones en este momento?

— Tenemos varias en los astilleros de la Armada— respondió el teniente Kimball—. Requieren una tripulación relativamente escasa, pero pueden llevar más hombres, si consideramos que nos harán falta.

— Cuantos más, mejor, si vamos a enfrentarnos con los Dusters— dijo el señor Moore—. Supongo que no hay ninguna posibilidad de que esos «torpedos» lleguen a varias manzanas tierra adentro, ¿verdad, teniente?

— Me temo que no, señor Moore— contestó el teniente Kimball con una sonrisa—. En cuanto desembarquemos, dependeremos de nuestros propios recursos.

— Ya me lo temía— dijo el señor Moore con evidente falta de entusiasmo.

— ¡Anímate, John!— dijo el señor Roosevelt, dando a su amigo una fuerte palmada en la espalda, como la que le había propinado al teniente Kimball. Pero el señor Moore no pareció demasiado complacido por el golpe—. Vaya, podemos enfrentar a sesenta marineros contra esos…

— Teddy— interrumpió el señor Moore, utilizando el nombre infantil que todo el mundo sabía que desagradaba al señor Roosevelt—, va a ser una noche muy larga, y si empiezas sacudiéndome ahora, cuando hayamos terminado no podré tenerme en pie.

— ¡Ja! No me engañas con tus lloriqueos. Conozco bien tus habilidades, Moore: ¡vi un amplio despliegue de ellas en nuestra última aventura juntos! — Dirigiéndose hacia la señorita Howard, el señor Roosevelt tomó afectuosamente las manos de la mujer entre las suyas—. Y tú, Sara… ese vestido puede ser sencillo, pero apostaría a que queda espacio suficiente para cierto revólver Colt con empuñadura de nácar.

— Junto con una considerable provisión de balas— replicó la señorita Howard, acompañando a un cabeceo de asentimiento—. Así que nadie tendrá que arriesgarse para protegerme.

— Como si no lo supiéramos— dijo Lucius, sacudiendo la cabeza.

— Ah, y mis Macabeos— dijo el señor Roosevelt, yendo hacia los Isaacson—. Kimball, nunca volverás a conocer a dos hombres que combinen el valor y la inteligencia mejor que estos sargentos detectives. Por mucho que me hayan insultado por meter judíos en el cuerpo de policía, siempre me alegraré de mi decisión. Vaya, si tuviera seis o siete hombres como ellos en Inteligencia Naval, me atrevería a decir… Ah.

Roosevelt comprendió que estaba a punto de hablar de más sobre su trabajo en Washington, sonrió y alzó una mano.

— Pero me estoy apartando de la cuestión que nos ocupa ahora. ¡Cyrus! — prosiguió, acercándose a mi corpulento amigo—. ¿Qué hay de ti? ¿Confiarás sólo en esos puños, o llevarás algo un poco más contundente?

— Los puños me van bien, señor— respondió Cyrus con una sonrisa—. Les debo unos cuantos golpes a un par de Dusters.

— Y se los darás, no lo dudo ni por un instante. Ya sabes, algún día tú y yo tenemos que enfrentarnos en el cuadrilátero.— Haciendo ademán de cubrirse con los brazos, el señor Roosevelt le lanzó varios golpes suaves a la mandíbula de Cyrus—. Sería un buen combate, ¿no crees?

— Estoy a su entera disposición, señor— replicó Cyrus dedicándole una breve reverencia sin dejar de sonreír.

— Estupendo— respondió el señor Roosevelt—. Excelente. Bueno, y ahora, nos esperan en los astilleros. Las tripulaciones han sido alertadas y están a la espera. ¿Todo el mundo preparado? ¡Bien! Tengo un coche esperando, doctor, donde podremos acomodarnos casi todos. El resto irá en uno de los tuyos.

— Me temo que necesitaremos un cabriolé— respondió el doctor—, ya que no hemos tenido tiempo de sacar nuestros caballos de las cuadras.

— Bien, entonces ¿quién irá con el teniente y conmigo?— preguntó el señor Roosevelt—. ¿Qué me dices tú, Stevie? ¿Te gustaría oír más historias sobre las prodigiosas armas que el teniente Kimball sueña con utilizar por el mundo?

Miré rápida y ávidamente al doctor, quien asintió, sabiendo, creo yo, cuánto deseaba ir con el hombre de la Armada y por qué. La conversación sobre armas y destrucción, lejos de intrigarme de una manera infantil, hablaba de un oscuro y decidido deseo que había sido enterrado por la muerte de Kat y que había ido creciendo durante todo el día: la esperanza de que finalmente pudiéramos asestar a Libby Hatch un golpe para el que ella no estuviera preparada.

— Sí, señor— dije al señor Roosevelt—. Eso me gustaría.

— ¡Bien! Kimball, nombro al joven señorito tu ayudante de campo en esta operación. No lo subestimes, varios agentes de policía de esta ciudad cometieron ese error y algunos aún cojean al andar.

Cuando el señor Roosevelt centró su atención en el doctor, su expresión se volvió más seria.

— Confío en que tú también cabalgues junto a nosotros, doctor— dijo; después miró a la señorita Howard—. Y tú también, Sara. Confieso que me gustaría saber más sobre esa diabólica mujer que perseguimos.

Mientras las grises nubes de tormenta que durante todo el día se habían cernido sobre la ciudad se descomponían en racimos negros independientes, nítidamente recortados contra el cielo iluminado por la luna, salimos de la casa y nos dirigimos a la esquina de la Segunda Avenida, seguidos por el gran landó del señor Roosevelt, que tenía sus dos capotas corridas para proteger el interior del mal tiempo. Tras detener un cabriolé para el señor Moore, los sargentos detectives y Cyrus, los demás nos subimos al landó detrás del señor Roosevelt y el teniente Kimball, y poco después la conversación llenaba la espaciosa cabina bajo las capotas. El doctor, la señorita Howard y el señor Roosevelt hablaban de Libby Hatch y del caso en voz baja, un detalle que supe apreciar, pues demostraba su consideración hacia mis sentimientos. En cuanto al afable teniente Kimball, parecía tan resuelto a mantenerme distraído que me pregunté si quizás el señor Roosevelt— quien evidentemente estaba informado de mis sufrimientos de aquel día— no le habría dado instrucciones para que intentara animarme. Si lo había hecho, el teniente cumplió sus órdenes con admirable eficacia. Tras describirme todos los prodigios que veríamos en los mares durante los próximos diez o veinte años, pasó a contarme historias de tierras lejanas donde había sido destinado, y de las extrañas gentes que había conocido allí; unos relatos que si bien no podían animarme, y de hecho no lo consiguieron, al menos distrajeron mi atención de los sombríos pensamientos que seguían al acecho, dispuestos a invadir de nuevo mi alma.

Cruzamos el tramo inferior del río East por el puente de Brooklyn, giramos bruscamente a la izquierda y seguimos avanzando hasta llegar a Wallabout Bay y a la entrada del gran laberinto de diques secos, muelles, grúas, raíles de tren, almacenes de pertrechos militares, fundiciones y casetas de obras que constituían los astilleros de la Armada de Brooklyn. El lugar, construido a principios de siglo, era una verdadera institución en Nueva York y tan familiar para los nacidos en la ciudad como cualquier otra parte del puerto. No obstante, por alguna razón, aquella noche me pareció muy diferente. Lo atribuí a mi estado de ánimo, o acaso a que estaba allí en compañía del hombre que, a todos los efectos prácticos, era el oficial de la Armada más importante del país en aquel momento; pero enseguida comprendí que ninguna de éstas era la verdadera explicación.

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