El ángel de la oscuridad (100 page)

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Authors: Caleb Carr

Tags: #Intriga, Policíaco, Suspense

— Parecen lascars— dijo Lucius, tras inspirar profundamente.

— ¿Lascars?— repetí, contagiado por su preocupación: hasta yo había oído hablar de la recia casta de marinos y piratas procedentes del océano Indico y del mar de China—. ¿Qué diablos hacen aquí?

— ¿Quieres adivinarlo?— dijo el sargento detective—. Los lascars abundan en los muelles de Manila.

— Vaya— dije echando otro vistazo a los dos tipos de la berlina. Luego me eché hacia atrás en mi asiento—. Mierda.

Cuando el coche en que viajábamos Lucius y yo se detuvo, los demás ya se habían apeado de un segundo cabriolé y de la calesa del doctor y se habían reunido junto a la puerta de la berlina. Desde el interior del vehículo aún no habían dado señales de vida, y la primera que recibimos fue una pregunta:

— ¿El doctor Kreizler?— dijo una voz grave con un marcado acento español.

El doctor dio un paso al frente.

— Yo soy el doctor Laszlo Kreizler. ¿En qué puedo servirlo?

La puerta de la berlina se abrió por fin y por ella emergió un hombre de tez cetrina, apuesto, de estatura media y complexión normal, con el cabello meticulosamente fijado con brillantina. Sus ropas eran de excelente calidad y tenían el corte formal que parece identificar a los diplomáticos. En la mano llevaba un bastón de paseo con una pesada bola de plata por mango.

— Y yo soy el señor Narciso Linares. Creo que ya ha oído hablar de mí.

El doctor, que como el resto de nosotros ya había adivinado la identidad del visitante, saludó con una inclinación de cabeza y un amago de sonrisa.

— Señor…

El señor Linares blandió su bastón y señaló la casa.

— ¿Podemos hablar en algún sitio? Es un asunto muy urgente.

— Por favor— dijo el doctor señalando la puerta principal.

Linares se dirigió hacia ella y el doctor lo siguió. Nosotros nos disponíamos a hacer lo mismo, pero los dos lascars saltaron de la berlina y nos cerraron el paso en la cancela del jardín delantero, con los brazos cruzados y en apariencia dispuestos a mantener una discusión.

El doctor dio media vuelta y los miró sorprendido.

— Señor— dijo con suma seriedad—, ¿a qué viene este comportamiento? Estas personas son inquilinos e invitados de esta casa.

Tras reflexionar unos instantes, el señor Linares asintió y dijo:

— Bien.

Luego dirigió unas palabras en español a los lascars, que retrocedieron hacia el coche con gesto sombrío. Todos entramos en la casa mientras Cyrus vigilaba a los tipos del coche.

El doctor condujo al señor Linares al salón y le ofreció una bebida. El visitante pidió una copa de brandy, que el señor Moore fue a buscar mientras los demás nos sentábamos. Cyrus se situó junto a una ventana y la abrió para no perder de vista a los lascars.

— Doctor Kreizler— dijo el señor Linares con cierta sorpresa, al ver que todos teníamos intención de permanecer en la sala—, el asunto que debo tratar con usted es de naturaleza privada. Y desde luego no es algo que puedan escuchar los criados.

— Aquí no hay ningún criado— replicó el doctor—. Ellos son mis colegas.

El señor Linares miró de soslayo a Cyrus.

— ¿El negro también?

El doctor hizo un esfuerzo para contener su irritación y dijo:

— Si quiere contarme algo, señor, tendrá que hacerlo delante de estas personas. De lo contrario, le deseo buenas tardes.

El señor Linares se encogió de hombros, apuró su brandy y dejó la copa.

— Entonces iré al grano. Doctor, tengo razones para creer que usted conoce el paradero de mi esposa y mi hija.

— ¿De veras?

— Sí. Así que le aconsejo que me revele dicho paradero, a menos que desee provocar un incidente diplomático.

El doctor hizo una pausa y sacó su pitillera.

— Siempre había creído que los diplomáticos eran personas con mucho tacto— dijo—. Tal vez estuviera mal informado.

— Ya ha pasado la hora del tacto— respondió con irritación el señor Linares—. Sé qué hace algún tiempo mi mujer y mi hija pidieron ayuda a esa mujer— y señaló a la señorita Howard con su bastón—. Desde entonces mi vida ha sido una sucesión de dificultades. Le advierto, doctor, que mi amenaza de presentar una queja oficial va muy en serio.

Mientras encendía uno de sus cigarrillos, el doctor estudió al español durante varios segundos más y luego se arrellanó en su asiento.

— No es cierto.

El señor Linares reaccionó como si lo hubieran abofeteado.

— ¿Acaso me está llamando mentiroso?— exigió saber, poniéndose en pie.

— Por favor, señor— replicó el doctor, agitando su cigarrillo y nada preocupado—. Ahórreme su orgullo latino… o como quiera que lo llamen los hombres como usted. Aquí está desperdiciado, se lo aseguro.

— Doctor Kreizler— respondió el español—, no soy hombre que tolere semejantes palabras…

— Señor Linares— interrumpió el doctor—, le ruego que se siente. Doy por sentado que si usted tuviera intención de involucrar a su consulado o a su gobierno en este asunto, ya lo habría hecho hace tiempo. Y con toda seguridad no habría acudido a mi casa en compañía de individuos como ésos— hizo un ademán desdeñoso en dirección a la ventana—, que sin duda están aquí para sonsacarme la información que usted busca mediante la intimidación física. Afortunadamente para mí, y desafortunadamente para usted, no he regresado a casa solo. ¿Qué tal si obviamos entonces cualquier mención a incidentes diplomáticos?

El español se tomó un par de segundos, luego volvió a sentarse y forzó una sonrisa.

— Sí. Ya me habían dicho que es usted un hombre inteligente.

Las facciones del doctor se endurecieron.

— Y a mí me han dicho que usted, señor, es un hombre que no tiene reparos en pegar a las mujeres o a cualquier persona más pequeña o débil. Y que estaba dispuesto a ocultar el secuestro de su propia hija, incluso ansioso por hacerlo. De modo que quizá pueda decirme, señor, a qué viene ahora aquí, como si fuera el gobernador de una remota colonia española, e intenta sonsacarme información que no poseo.

El señor Linares levantó la vista con rapidez.

— ¿Entonces no sabe qué ha sido de mi mujer y de mi hija?

— Si lo supiera, señor, no creo que se lo dijera. Pero tiene usted mi palabra de que no lo sé.

Y era verdad. La señora Linares había abandonado Nueva York durante el fin de semana, pero no había dado a conocer su paradero a la señorita Howard antes de marcharse. Pretendía escribir cuando se hubiera instalado de nuevo y todo le fuera bien.

Tomándose la afirmación del doctor más a la ligera de lo que cabría esperar de un hombre de su posición, el señor Linares se apoyó en su bastón y dijo:

— Ya veo. Bien. Por lo visto he perdido el tiempo viniendo aquí.

Después miró directamente al señor Moore, casi como si le molestara que no le hubiera ofrecido otro brandy todavía.

Mientras se lo servía, el señor Moore no pudo resistir la tentación de intervenir.

— ¿Su actitud se debió sólo a que era niña? La descendencia femenina no cuenta mucho en la región del mundo de la que procede, ¿verdad?

El español negó con la cabeza.

— Ustedes los norteamericanos son unos moralistas provincianos.

¿Creen que me habría comportado como lo he hecho si no tuviera razones muy poderosas?

— ¿Qué razones podrían ser tan «poderosas» para hacerle abandonar a Ana?— preguntó la señorita Howard, con voz tranquila pero con un dejo un tanto desdeñoso.

Escrutando nuestras caras una a una, el señor Linares apuró su segundo brandy y empezó a asentir lentamente con la cabeza.

— Supongo que mis motivos deben de parecer horripilantes, para su mentalidad relativamente ingenua.

— No estamos completamente seguros de cuáles son sus motivos— lo animó Marcus.

— Hemos intentado establecerlos desde el principio— añadió Lucius—. Sin éxito.

Sin dejar de asentir, el señor Moore le sirvió otra copa de brandy.

— Lo entiendo— dijo el español—. Ustedes, como el resto de sus paisanos, creen todo lo que leen en los periódicos. Como que el imperio español es un decadente muestrario de belicistas arrogantes a quienes nada complace más que demostrar su virilidad contra cualquier nación que los ofenda. Bueno…— Bebió un sorbito de su copa—. En parte están en lo cierto… pero sólo en parte.— Señalando la pitillera de plata del doctor, el señor Linares dijo—: ¿Me permite?— El doctor, muy interesado en lo que decía el hombre, asintió. El español encendió un cigarrillo, aspiró con fuerza y dejó escapar el humo con expresión satisfecha—. Excelente— dijo—. ¿Ruso?

El doctor volvió a asentir.

— De Georgia. Mezclado con tabaco de Virginia.

El español dio otra calada.

— Sí. Realmente excelente… Dígame, doctor, ¿ha oído hablar de un primo mío, el general Arsenio Linares?— El doctor respondió con un gesto negativo—. Es comandante en Santiago de Cuba. ¿O del almirante Pascual Cervera y Topete, comandante de nuestra flota de Cádiz?

La respuesta del doctor fue nuevamente silenciosa.

— No lo esperaba. Pero conocerá, todos lo conocemos, al general Weyler, el «carnicero», y a la beligerante camarilla de oficiales del ejército que rodean a la reina regente… Son hombres que sus periódicos citan. Sus señores Hearst y Pulitzer no venderán su producto si imprimen la voz de la razón.

— ¿Razón?— preguntó el doctor, desconcertado.

El señor Linares le dirigió una mirada larga y fría.

— Doctor, ¿no creerá realmente que todos estamos tan ciegos que somos incapaces de ver lo que nos rodea? Sí, hay muchos españoles en Cuba, en España e incluso en mi hogar de la infancia en las Filipinas, que creen que su país se ha inmiscuido en nuestros asuntos y ha ofendido a nuestros dirigentes más allá de lo tolerable. Y tienen razón. Pero el deseo de resolver la cuestión mediante la guerra… ellos lo desean casi tanto como muchos norteamericanos. Sin embargo, en mi país hay gente que sabe cuál sería el resultado inevitable de semejante guerra. Los hombres que he mencionado, por ejemplo, lo saben. Y yo lo sé.

— ¿Le importaría contárnoslo?— preguntó el señor Moore.

El señor Linares desvió la mirada y dejó escapar una risita.

— Este país… es como un adolescente que de repente ha llegado a la edad adulta y aún no es consciente de sus fuerzas. Si España entra en guerra con su país, señor, el resultado será desastroso para nuestro imperio. Perderemos lo poco que aún poseemos en este hemisferio, y probablemente muchísimo más. Pero tales argumentos son triviales para quienes desean defender nuestro orgullo con las armas. No prestan atención a las advertencias de los oficiales experimentados como mi primo, o el almirante Cervera, que conocen la magnitud de nuestra debilidad. Tampoco escuchan a los simples secretarios consulares, que han visto sus grandes buques en construcción en Brooklyn, Newport y Virginia.— Escrutando el fondo de su copa, el español pareció amargamente abatido—. No escuchan.

El doctor abrió los ojos como platos.

— ¿Insinúa que usted intentó deliberadamente acallar la noticia del secuestro de su hija con el fin de impedir que los extremistas de su país consiguieran más justificaciones racionales para declarar la guerra a Estados Unidos?— preguntó en voz baja.

— ¿Qué habría hecho usted, doctor?— respondió el señor Linares, sin la más mínima señal de vergüenza—. El imperio español está enfermo, está muriendo a causa de su propia arrogancia, que busca cualquier excusa para desatarse. Lo sé. Aun así, al mismo tiempo, me criaron para formar parte de ese imperio. Mi familia ha servido a sus órdenes durante tres siglos. Debo hacer cuanto esté en mi mano para retrasar la destrucción final.

— ¿Incluyendo dejar que su hija muera?— preguntó la señorita Howard.

El señor Linares no la miró a la cara cuando respondió:

— España necesita hijos varones, no hembras. Había que sopesar el coste comparado con los beneficios, como dicen ustedes, los norteamericanos.

— Y ahora— prosiguió por él Marcus— sólo quiere usted asegurarse de que no resurgirán en alguna parte. Quiere estar seguro de que el asunto ha quedado zanjado definitivamente.

El español se encogió de hombros.

— Me gustaría obtener la anulación de mi matrimonio, si ella no regresa a mi lado. Volveré a casarme. Como he mencionado, España necesita hijos.

— Ya le he dicho que no sabemos nada sobre el paradero de su familia, señor Linares— dijo el doctor, poniéndose en pie de golpe y con ojos llameantes—. Ésa es la verdad. Y ahora debo pedirle que salga de mi casa.

El español no pareció sorprenderse demasiado por la orden relativamente brusca: se incorporó, se apoyó en su bastón, nos dedicó una breve inclinación de cabeza y se alejó por el pasillo.

— Señor— llamó la señorita Howard.

El hombre se detuvo al final de las escaleras y se volvió.

— Si un hombre puede conceder prioridad a su país por encima de su propia hija— dijo nuestra amiga—, y su país no sólo lo tolera sino que fomenta semejante elección, ese país ¿no está destruido ya?

— En los meses venideros— respondió el señor Linares con voz queda—, sospecho que conoceremos la respuesta a esa pregunta.

El español salió de la casa andando rápida, casi despreocupadamente, dejándonos a los demás sentados en silencio y reflexionando sobre todo aquello, la última pieza que faltaba en el caso de Libby Hatch.

59

La guerra entre Estados Unidos y el imperio español estalló pocos meses después de la visita de Linares a la casa del doctor, y a pesar de lo que mucha gente parece haberse aficionado a creer desde entonces, lo que Linares había llamado «arrogancia española» fue tan responsable del baño de sangre como los delirios y desvaríos de los ciudadanos de este país que fomentaban la idea.

Las predicciones del español sobre la inminencia del conflicto demostraron ser tan exactas como sus ideas respecto de las causas que lo provocaron: el imperio español estaba casi acabado, y Estados Unidos había tomado posesión de toda una serie de colonias nuevas en el extranjero, incluyendo las islas Filipinas. No creo que nadie, ni siquiera en Washington, supiera dónde se estaban metiendo ocupando esos lugares: como escribió en la época el señor Finley P. Dunne, el famoso periodista satírico, antes de la guerra la mayoría de los estadounidenses ni siquiera sabía si las Filipinas «eran islas o latas de conserva». A mí sólo se me ocurrió una idea— o más bien una pregunta— cuando me enteré de que éramos los nuevos dueños del lugar: si el Niño habría regresado a su tierra natal antes de que la invadiéramos, y si se habría alistado en el ejército nativo que rápidamente empezó a luchar por su independencia contra nuestro país. Nunca lo averigüé; pero habría sido muy propio de él.

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