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Authors: Caleb Carr

Tags: #Intriga, Policíaco, Suspense

El ángel de la oscuridad (98 page)

Al cabo de unos segundos llegamos al final del pasadizo y encontramos una pequeña puerta de madera. Estaba abierta apenas una rendija, y por allí salía la luz que habíamos visto desde la otra punta. Parecía que comunicaba con otra cámara más, y mientras nos reuníamos para entrar todos juntos mi nerviosismo llegó a su punto culminante. Por mi mente pasaron imágenes de cámaras de tortura en mazmorras de castillos: potros, damas de hierro, hierros al rojo vivo, inmundicias, ratas… ¿quién podía predecir qué había usado Libby Hatch para que los indisciplinados niños que secuestraba se portaran bien? Empecé a preguntarme si no debería haber aprovechado la oportunidad de quedarme arriba, pero tragué saliva y me armé de valor.

— De acuerdo— dijo el señor Moore—. ¿Todos preparados?— Nadie dijo que lo estuviera, pero como nadie dijo tampoco lo contrario, el señor Moore lo tomó como una invitación a continuar—. Entonces seguidme.

Abrió la pequeña puerta y todos entramos en la habitación.

Lo primero que advertimos de la estancia fue la luz: una luz intensa, producida no por bombillas eléctricas desnudas, sino por lamparitas muy agradables que descansaban sobre un par de mesillas de noche de madera y una pequeña cajonera rosa. Las paredes estaban cubiertas con un papel pintado de fondo blanco y motivos de animalillos alegres. El papel reflejaba la luz de las lámparas y hacía más deslumbrante el resplandor, sobre todo cuando uno entraba desde el oscuro pasadizo. Como había dicho el señor Moore, la corriente de aire que habíamos notado se convirtió en una especie de brisa en cuanto entramos en la habitación, y era verdaderamente refrescante: nos dijo que la producían unos ventiladores eléctricos que había en unos conductos de ventilación más pequeños que subían hasta el patio trasero, de donde aspiraban el aire. En la pared opuesta a la cajonera había una bonita cuna cubierta con un dosel de encaje blanco. En una tercera pared habían instalado un marco de ventana con su correspondiente cristal, detrás del cual alguien con talento había pintado un tranquilo paisaje rural, que recordaba a las onduladas colinas y los vastos pastizales del condado de Saratoga. Había una alfombra tejida a mano en el suelo, una mecedora de roble en una esquina y una asombrosa colección de juguetes que comprendía desde una cara caja de música a bloques de construcción y animales de peluche.

De hecho, si hubiéramos estado en la superficie, habría sido una guardería de primera clase.

— ¡Dios Santo!— exclamé, demasiado sorprendido para decir nada más. Y mi asombro aumentó cuando miré hacia el rincón donde se encontraba la mecedora.

En ella estaba sentado el sargento detective Lucius, meciéndose suavemente mientras sostenía en brazos a la alegre Ana Linares.

Al ver nuestras caras atónitas, el sargento detective se sonrojó ligeramente.

— He tenido que cambiarle los pañales para que dejara de llorar— dijo con cierta vergüenza—. Pero todo ha ido bien. He practicado mucho con los hijos de mi hermana.

— Eso parece— dijo el doctor, acercándose a la pareja e inclinándose para apoyar un dedo en el rostro de Ana—. Lo ha hecho muy bien, sargento detective. Lo felicito.

La señorita Howard y yo nos pusimos a ambos lados de la mecedora.

— ¿Entonces está bien?— preguntó la señorita Howard.

— Bueno, está desnutrida, de eso no hay duda— respondió Lucius—. Y parece que ha tenido cólicos. Pero supongo que eso era de esperar.— De repente sus ojos se llenaron de curiosidad—. ¿Qué hay de la señora Hatch?

— El aborigen la mató— declaró el señor Moore—. Los muchachos de la Armada están levantando el cadáver. Y según nuestro experto en bandas, aquí presente— me señaló—, todos tenemos que ponernos en marcha antes de que los Dusters regresen y nos causen más problemas.

— Sí— replicó Lucius mientras se ponía en pie sosteniendo a la niña con cuidado—. Sara, ¿te importaría…?

Pero la señorita Howard no hizo ademán de tomar a la pequeña en brazos y se limitó a sonreír con un gesto malicioso.

— Lo estás haciendo muy bien, Lucius. Y me temo que yo tengo un chichón muy desagradable en la cabeza. Podría perder el equilibrio mientras salimos.

— ¿Le importa llevarla usted, sargento detective?— preguntó el doctor, que recorría la habitación como si quisiera grabar todos los detalles de ésta en su mente antes de que tuviéramos que marcharnos.

— No, no— respondió Lucius, sin dejar de acunar a la niña. A continuación nos dirigió a los demás una mirada de advertencia—. Aunque no quiero pasarme los próximos años escuchando comentarios al respecto.— Dio varios pasos, se detuvo junto al doctor y contempló brevemente la habitación—. Es difícil de creer, ¿no?

El doctor se limitó a encogerse de hombros.

— ¿Sí? No sé…

— ¿Qué quieres decir, Laszlo?— preguntó el señor Moore, recogiendo un perrito de peluche y frotándoselo contra la nariz—. Teniendo en cuenta con quién hemos estado tratando, yo habría esperado algo mucho más… austero, para decirlo eufemísticamente.

— Esa sólo era una de sus facetas, John— dijo la señorita Howard, pasando un dedo por encima de los sonrientes animalillos del papel pintado de la habitación.

— En efecto, Sara— convino en voz baja el doctor.

— Bien— tercié, reponiéndome finalmente de mi asombro—, al menos tenemos una cosa clara.

— ¿Cuál, Stevie?— preguntó el doctor, mirándome.

Me encogí de hombros.

— Que por fin consiguió cierta intimidad. Tuvo que hacer un túnel hasta mitad de camino de China para conseguirla, pero…

El doctor asintió.

— Es verdad— miró de soslayo a Ana Linares—. Y aun así, incluso aquí, aislada del resto del mundo, no pudo… no pudo…

Las palabras del doctor se desvanecieron mientras él escrutaba los enormes ojos redondos de la niña, que eran casi tan oscuros como los suyos propios.

— Tú— dijo, olvidando su último pensamiento y apoyando una mano en la barbilla de Ana, lo que la hizo esbozar aquella enorme sonrisa vivaracha que ya habíamos visto en la fotografía que nos había entregado su madre—. Has sido una jovencita muy difícil de encontrar, señorita Linares. Pero gracias a Dios, estás a salvo. Gracias a Dios…

— Bien— intervino el señor Moore—, no seguirá segura si no salimos de aquí. De modo que echa una última mirada, Kreizler. Algo me dice que no volveremos al territorio de los Dusters por algún tiempo.

Todos volvimos sobre nuestros pasos, dejando al doctor a solas unos segundos para que grabara en su mente el extraño escondite que había obsesionado a Libby Hatch y que una vez que ella había muerto era la única prueba tangible de las maquinaciones de su mente trastornada.

Al llegar a la planta baja, nos encontramos con que el señor Roosevelt y el teniente Kimball habían entrado en la casa, acompañando a Marcus. El resto de los muchachos de la Armada se había reunido alrededor de la escalinata de la entrada, y un par de ellos cargaba con una camilla plegable que debían de haber ido a buscar a las lanchas torpederas. Atado con correas a la camilla iba el cadáver de Libby Hatch, envuelto en una sábana. El ánimo general de la cuadrilla parecía haber pasado de la celebración a la preocupación: al parecer, un par de marineros había visto a varios Dusters tomando posiciones, lo que indicaba que la banda preparaba un nuevo ataque. De manera que salimos rápidamente a la acera, los marineros formaron un círculo alrededor de Lucius, que aún sostenía a la niña, y de los hombres que llevaban la camilla. Luego echamos a andar rápidamente en dirección al río.

Yo corrí hasta alcanzar a Cyrus. Tenía un aspecto un tanto desaliñado, pero por lo demás parecía vigoroso, animado… y muy satisfecho.

— No hay mucha gente que tenga tan buen aspecto como tú después de un encontronazo con Ding Dong, Cyrus— dije con una sonrisa.

El se encogió de hombros, aunque no pudo evitar devolverme la sonrisa.

— No hay mucha gente que haya tenido ocasión de vencerlo en una pelea limpia— respondió.

— ¿Debo deducir que lo has vencido?

Estirando el cuello para ver el solar en construcción de los laboratorios de la Bell, que quedaban a nuestra izquierda, Cyrus respondió:

— Juzga por ti mismo— respondió mientras señalaba con la barbilla una pila de ladrillos. Apoyado contra ella estaba Ding Dong, con la cara magullada y los brazos y las piernas en una postura poco natural.

— Jesús— murmuré y solté un silbido—. ¿Está vivo?

— Claro que está vivo— respondió Cyrus—. Aunque puede que por la mañana desee no estarlo.

Asentí con gesto sombrío y me embargó la profunda sensación de que se había hecho justicia. Mientras caminábamos presurosos en dirección al río, Cyrus me dirigió una mirada cómplice.

— Ya sabes que siempre pensé que ella te traería problemas, Stevie— dijo—. Ahora no voy a negarlo. Pero Kat se portó bien contigo, con nosotros, con la niña… de modo que supongo que estaba equivocado.

Lo miré con un gesto que esperaba que reflejara una gratitud tan grande como la que sentía.

— No te equivocabas— dije—. Traía problemas. Pero también otras cosas.

Cyrus asintió.

— Es verdad.

El estado de ánimo general de nuestro pequeño ejército mejoró considerablemente en cuanto cruzamos West Street y comenzamos a cruzar la zona portuaria en dirección al sur. Cuando el enorme contorno oscuro del muelle de la naviera White Star empezó a aumentar de tamaño, fue como si la ansiedad que pesaba sobre nuestros hombros se elevara en una nube palpable, pero le correspondía al señor Roosevelt dar la orden oficial de que podíamos respirar con tranquilidad.

— Bueno, doctor— tronó mientras cruzábamos al trote por Perry Street—. Se diría que ya podemos cantar victoria.

— Me reservo mi juicio definitivo hasta que soltemos amarras y estemos a salvo— respondió con precaución el doctor, que seguía escrutando las calles de alrededor—. Pero los resultados preliminares son alentadores.

El señor Roosevelt soltó una estruendosa carcajada.

— Por Dios, Kreizler, si alguna vez he conocido a un hombre más capaz que tú de ver la cara oscura de una situación, no me he dado cuenta. Aunque no hayamos arrestado a esa sabandija de Knox, les hemos enviado un mensaje a esos cerdos que no olvidarán en mucho tiempo, ¡y nuestros hombres sólo han sufrido unas cuantas magulladuras! Disfruta del momento, doctor. ¡Saboréalo!

— ¿Quieres decir que los daños en nuestro grupo se reducen a unas cuantas magulladuras?— preguntó el doctor, todavía reacio a dejarse arrastrar por el triunfalismo.

— Vale, está bien, dos hombres acabaron con un brazo roto— tuvo que admitir el señor Roosevelt—. Y a otro le rompieron la mandíbula. Pero te aseguro que los culpables fueron recompensados con creces. Por eso no pienso aceptar tu melancolía, amigo mío. ¡Tienes que aprender a disfrutar de tus triunfos!

Esta vez el doctor sonrió, aunque creo que más por la diversión que le producía la incorregible actitud de su viejo amigo que porque sintiera auténtica alegría por lo que acababa de ocurrir en el número 39 de Bethune Street. En ningún momento dudé que se sintiera feliz por haber rescatado a la pequeña Ana, pero las causas secretas de todos los horrores que habíamos vivido se los llevaría a la tumba la mujer que yacía en la camilla que cargaban los dos marineros próximos al sargento detective Lucius. Legalmente inhabilitado para utilizar el quirófano de su instituto, al menos por un tiempo, el doctor no tenía dónde realizar una autopsia del cerebro de Libby Hatch y comprobar si presentaba alguna anormalidad, pero aunque no hubiera estado sometido a tales restricciones, los sargentos detectives no habrían podido entregar a sus superiores un cadáver sin cabeza. Yo sabía que esas consideraciones, sumadas a la muerte de Libby, impedirían que el doctor algún día considerase nuestra experiencia como un «triunfo», así como la muerte de Kat siempre ha hecho que el recuerdo de nuestra aventura fuera agridulce para mí.

Llegamos a las lanchas torpederas sin incidentes y el cadáver de Libby Hatch fue embarcado en la más cercana. Los Isaacson se proponían acompañar la mencionada lancha hasta el muelle de la policía, junto a Battery, allí cerrarían el caso que su departamento había tenido tan poco interés en abrir desde el primer momento. Entretanto la señorita Howard, Ana Linares y los demás viajaríamos en la primera lancha hasta los astilleros de la Armada de Brooklyn y de allí a casa del doctor. Una vez a salvo en nuestra casa, la señorita Howard telefonearía a la señora Linares, que desde la tarde aguardaba noticias nuestras en el consulado francés, donde había ido a esconderse de su marido.

Con la mente ya completamente despejada, la señorita Howard descendió hasta la lancha torpedera insignia sin problemas y esperó a que Lucius le tendiera a Ana desde lo alto de la escalera, pero, como era de prever, el señor Roosevelt intervino para hacerle los honores a la niña.

— Usted vuelva a su lancha, sargento detective— dijo, agarrando al bebé—. Yo tengo mucha experiencia con pequeños fardos como éste, y quédese tranquilo porque la subiré a bordo sana y salva.

Acunando a Ana en un brazo, el señor Roosevelt descendió con agilidad por la larga escalera del muelle hasta nuestra lancha. Ninguno de nosotros se habría movido con tanta despreocupación como él con la niña en brazos, pero entonces recordé que Roosevelt tenía cinco hijos y que muchas veces debía de haberlos transportado en situaciones similares, si no idénticas.

En cuanto hubo subido a bordo y entregado la niña a la señorita Howard, el señor Roosevelt se entretuvo un momento para fijarse en las atractivas facciones de la pequeña.

— Vaya— dijo, con una voz suave que no era nada habitual en él—, qué cara tan extraordinaria. ¡Mira esos ojos, doctor!

— Sí— respondió el doctor tras saltar de la escalera a la lancha—. Ya los he visto, Roosevelt. Es una niña preciosa.

Roosevelt recorrió con uno de sus grandes dedos el menudo rostro de Ana y de repente preguntó:

— ¿De quién es?

El señor Moore, la señorita Howard, el doctor, Cyrus y yo nos quedamos paralizados, pero por suerte Roosevelt estaba demasiado absorto para advertirlo.

— ¿De quién es?— repitió el doctor sin que le temblara la voz, mientras los motores de nuestra lancha cobraban vida y la tripulación empezaba a soltar amarras—. ¿Qué importa eso, Roosevelt?

— ¿Que qué importa?— respondió el señor Roosevelt, encogiéndose de hombros—. No es que me importe, pero después de todo lo que hemos pasado, me gustaría conocer a sus padres.— Sonrió abiertamente cuando Ana alargó una manita para asirle un dedo—. Y decirles lo afortunados que son por haberos comprometido a todos vosotros en este asunto.

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