El ángel de la oscuridad (101 page)

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Authors: Caleb Carr

Tags: #Intriga, Policíaco, Suspense

Los sargentos detectives volvieron a sus deberes habituales en el Departamento de Policía al finalizar la investigación en el instituto del doctor, pero su posición allí siguió siendo tan conflictiva como siempre. A lo largo de los años se han creado comisiones que han investigado la corrupción en el departamento— de hecho parece que siempre hay una comisión investigando la corrupción de marras— y Marcus y Lucius han declarado como testigos en la mayoría de ellas, con la esperanza de limpiar por lo menos la División de Detectives. Pero el único resultado real de sus esfuerzos ha sido aislarse aún más de sus «pares», y estoy seguro de que si no fuera por el talento que han demostrado en tantos casos, hace tiempo que los habrían puesto de patitas en la calle.

Pero ellos siguen adelante, bregando, experimentando y en general tratando de emplear la ciencia forense para hacer progresar el trabajo policial; y más de un ladrón, asesino, violador y terrorista loco ha lamentado que los capitostes irlandeses no se hubieran librado hace mucho tiempo de los «muchachos judíos».

La señorita Howard mantuvo abierto su despacho del 808 de Broadway después del caso Hatch; de hecho, ella y la oficina aún siguen allí, aunque con el tiempo ampliaron su oferta para que tanto hombres como mujeres pudieran beneficiarse de sus servicios.

Con los años, ella se ha convertido en una especie de leyenda en el mundo de la investigación privada, un hecho del que se siente muy orgullosa, por mucho que le cueste reconocerlo. Y a pesar de todo lo que decía sobre los defectos de los hombres, lo cierto es que ha encontrado tiempo para liarse con uno o dos por el camino, aunque yo no soy quién para revelar los pormenores de esas experiencias. Lo que sí puedo decir es que sigue siendo la mujer más singular que he conocido, siempre exhibiendo una combinación de cordialidad e independencia que muchos miembros de su sexo son tan incapaces de alcanzar hoy como Libby Hatch hace veintidós años. Supongo que, como siempre ha sostenido la señorita Howard, esta situación es consecuencia de todas las patrañas que les cuentan a las mujeres de pequeñas, y quizá la solución sería que más mujeres llevaran armas; no lo sé. La señorita Howard disparó varias balas más a las piernas de algún hombre a lo largo de los años, y eso la ha ayudado a seguir siendo ella misma.

Mi amistad con Cyrus siempre ha sido uno de los pilares de mi vida. Él se casó poco después de que se resolviera el caso de Libby Hatch, y su esposa, Merle Soptswood, se vino a vivir con nosotros y puso fin a nuestra larga búsqueda de una cocinera decente. Ella era y sigue siendo de lo mejor que ha nacido de madre, además de ser personalmente tan decente y firme como su marido.

Yo todavía vivía en casa del doctor cuando sus tres hijos vinieron al mundo, y aunque convirtieron el piso superior de la casa en una ruidosa guardería (los pequeños se trasladaron a la habitación que en un tiempo fue de Mary Palmer), no me importó. A veces volvían un poco loco al doctor, pero los niños siempre procuraban caminar sin hacer ruido cuando pasaban frente la puerta de su estudio, y su presencia en la casa contribuía a animar a todo el mundo. La calle Diecisiete fue un lugar feliz durante esos años, y no fue poca mi tristeza cuando me llegó la hora de abandonarla y mudarme a la trastienda de mi comercio para empezar una vida independiente.

El doctor, por su parte, en cuanto su nombre quedó libre de sospecha se zambulló de nuevo en los asuntos del instituto como un hombre que se hubiera visto privado de las necesidades vitales. Eso no significa que no se atormentara con preguntas que surgieron durante la primavera y el verano de aquel 1897, porque sin duda lo hizo. Algunas de esas preguntas— ¿Qué había impulsado a Paulie McPherson a ahorcarse? ¿Qué había sucedido en realidad con la familia del señor Picton? ¿A cuántos niños había matado Libby Hatch sin que ni siquiera nosotros lo supiéramos?— no tenían respuesta y se desvanecieron con el tiempo, pero otras eran más personales y no desaparecieron jamás. De hecho, todavía parecen importunar al doctor a veces, cuando se sienta en el salón a altas horas de la noche y medita sobre las vicisitudes de la vida. Es imposible saber si quien introdujo esas preguntas en su mente fue el astuto Clarence Darrow, ya que el doctor siempre se había obsesionado por las dudas que lo atormentaba pero la hábil exposición del señor Darrow sobre esas dudas durante el juicio de Libby Hatch puso en palabras lo que de otro modo acaso hubieran seguido siendo sólo ideas inexpresadas.

Por encima de todo, la cuestión de por qué el doctor siempre había trabajado— y sigue trabajando— tanto para encontrar explicaciones a los terribles sucesos con los que se ha enfrentado en su vida profesional parece haberle resultado difícil de asimilar. La sugerencia de Darrow de que quizás, en el fondo, utilizaba su trabajo para acallar las dudas que tenía sobre sí mismo puso el dedo en la llaga, y creo que esta idea lo atormentaba más y más mientras veía cómo su antiguo adversario ganaba celebridad en los tribunales de todo Estados Unidos. Pero eso nunca lo detuvo, y la capacidad de trabajar a pesar de las dudas sobre sí mismo que siente todo ser humano que merezca la pena es, al menos en mi opinión, lo único que distingue una vida con sentido de otra inútil.

Y luego está el señor Moore. Puedo concederme el lujo de escribir estas palabras finales porque, por primera vez desde que esta tienda abrió, tengo un ayudante: haciendo gala de su honestidad, el señor Moore ha reconocido su derrota tras leer el resto de mi manuscrito, aunque no sin decirme antes que cualquiera que fuese el espíritu de la narrativa quedaba «lamentablemente deslucido por una vergonzosa carencia de estilo». Eso dice él.

De todos modos, ahora está ahí fuera, con mandil y todo, vendiendo cigarros a los peces gordos y, creo yo, disfrutando de la oportunidad que eso le ofrece de discutir con la gente del modo que sólo los tenderos pueden permitirse. En toda su vida, nada ha complacido más a mi amigo que la ocasión de escupir en la cara de la flor y nata de la sociedad, de la que él mismo procede.

Su regreso al
Times
después del caso Hatch no le resultó fácil: le habría gustado ser el cronista de nuestras recientes proezas en las páginas del periódico, pero sabía que sus superiores huirían del tema como de la peste. Por eso decidió consolarse ocupándose de la cobertura de los procedimientos legales que siguieron al «misterio del cadáver decapitado».

El señor Moore tenía la esperanza de utilizar alguna de las lecciones que habíamos aprendido persiguiendo a Libby en esa segunda historia de asesinato doméstico, aunque debería habérselo pensado mejor. La víctima del crimen, el desmembrado señor Guldensuppe, pronto fue olvidado por absolutamente todo el mundo, mientras que su ex amante, la señora Nack, y su conquista más reciente y cómplice del crimen, Martin Thorn, acabaron convirtiéndose en los protagonistas de un esplendoroso melodrama público.

Para la prensa, el público y el fiscal del distrito, la señora Nack era algo así como una doncella en apuros: logró convencerlos de que había sido engañada y corrompida por Thorn, cuando en realidad lo había ayudado a planear el asesinato y a descuartizar el cadáver. Para colmo, después de proporcionar al ministerio fiscal todo lo que necesitaba para mandar al infortunado pelele de Thorn a la silla eléctrica de Sing Sing, la señora Nack consiguió que la acusación pidiera para ella la condena más leve posible. Y lo consiguió: le cayeron quince años en Auburn, que con buena conducta podían reducirse— y de hecho se redujeron— a nueve.

Cuando a Thorn le llegó el día de sentarse en la silla eléctrica, el señor Moore fue a Sing Sing, decidido a obtener algún tipo de declaración del condenado sobre el hecho de que la sociedad siguiera aceptando que algunas mujeres se libraran de pagar por crímenes brutales sólo porque era demasiado perturbador pensar que eran capaces de cometerlos.

Entrevistó a Thorn cuando el condenado era conducido a la sala de ejecuciones y le preguntó qué le había parecido la benévola sentencia de la señora Nack.

— Bueno, no sé— respondió Thorn, abatido y resignado—. Sea cual fuere, me trae sin cuidado.

Así acabó la pequeña cruzada del señor Moore para arrojar luz a varias de las verdades que habíamos aprendido de Libby Hatch. El «salvaje» Thorn y la «engañada pero redimida» señora Nack (como la etiquetó el fiscal del distrito) resultaron ser en realidad personas muy normales, mientras que los «monstruos» que toda la ciudad creía al principio responsables del crimen— los profanadores de tumbas, los cirujanos locos, los morbosos sedientos de sangre y similares— eran simples fantasmas inventados para glorificar a la policía, vender periódicos y asustar a los niños desobedientes. De acuerdo con las teorías del doctor, los verdaderos monstruos siguieron— y siguen— recorriendo las calles sin que nadie les preste atención, haciendo su extraño y desesperado trabajo con un frenesí que al ciudadano medio no le parece otra cosa que el esfuerzo necesario para pasar un día corriente.

En lo que a mí respecta, creo que me ha ido mejor de lo que cabía esperar para alguien con mis orígenes. La mayoría de mis antiguos camaradas y socios acabaron en la cárcel o muertos en las calles, y aunque es difícil lamentar la desaparición de tipos como Ding Dong y Goo Goo Knox, me parece triste que alguien con tan buen corazón como Hickie
el Huno
haya tenido que pasar la mayor parte de su vida adulta paseando por el patio de Sing Sing. Mi propia vida es en buena medida esta tienda; y a pesar de que el tabaco me ha permitido prosperar económicamente, también me ha dejado— en un ejemplo de lo que el doctor califica de «siniestra ironía»— con esta maldita tos, que con toda seguridad seguirá carcomiéndome los pulmones hasta que no me quede nada que escupir al toser. A veces tengo la impresión de que el doctor se siente culpable por no haberme obligado a dejar de fumar, pero yo era un adicto a la nicotina mucho antes de conocerlo, y por muy atento y paciente que fuera siempre el doctor, había varias cosas de mi vida anterior que ni siquiera su ternura y su sabiduría podían deshacer. No lo considero responsable, por supuesto, ni lo quiero menos por ello, y me entristece pensar que mi condición física sólo le da más razones para angustiarse; pero una vez más, supongo que es esa misma angustia, junto con su capacidad para seguir trabajando en busca de un modo de vida mejor para nuestra especie esencialmente miserable, lo que lo convierte en un hombre tan poco corriente.

En mi vida ha habido alguna que otra mujer, pero ninguna me ha inspirado la clase de sueños que una vez compartí con Kat en la cocina del doctor. Supongo que esa parte de mí murió con ella, y si resulta extraño que eso tuviera que ocurrirme tan temprano en la vida, sólo puedo decir que a veces pienso que aquellos de nosotros que crecimos en las calles lo hicimos todo demasiado pronto; demasiado pronto y demasiado rápido.

Una vez a la semana tomo el tren y voy al cementerio de Calvary a llevar flores a la tumba de Kat, y en ocasiones— cada vez más frecuentes— me descubro sentado charlando con ella igual que aquella mañana en que se tomó más de media botella de elixir paregórico. Esté donde esté, supongo que sabe que me reuniré con ella relativamente pronto, y aunque no me gusta pensar en dejar atrás a mis amigos, en especial al doctor, me invade una extraña emoción al pensar que al final volveré a encontrarla, ya crecida y libre de su avidez por la cocaína y el gran mundo. Hasta es posible que por fin consigamos llevar una existencia tranquila y agradable juntos, la clase de existencia que ella nunca conoció en su corta vida en este mundo. Supongo que muchos de ustedes pensarán que es un sueño tonto, pero si procedieran del mundo donde vivimos Kat y yo, no lo verían así en absoluto.

— Usted lo conseguirá— dije con toda la convicción de que fui capaz—. Siempre lo consigue, ¿no? Por eso es el mandamás de los cocineros.

Con eso me lo gané. Sonrió rápidamente y gritó:

— ¡Franz! ¡Dos recipientes con cangrejo! ¡De inmediato!— Se limpió y restregó las manos mientras supervisaba las distintas tareas y luego me miró otra vez—. Por favor, Stevie, llévate la comida y lárgate. No es el mejor momento para charlar…— Algo llamó su atención—. ¡No! ¡Para! Basta,
imbecile,
¿cómo se te ocurre…?— Desapareció como un rayo.

Mientras me daba los recipientes de comida, el tal Franz no apartó la vista de su jefe como si se preguntara cuándo la tomaría con él. De camino hacia la puerta agarré dos tenedores y un par de servilletas y salí pitando por el mismo pasillo, todavía más atestado de proveedores que antes.

Cyrus estaba sentado en un banco de Madison Square Park, detrás de una larga fila de cabriolés que esperaban clientes en la Quinta Avenida. Pasé entre los coches, seguí corriendo sobre la hierba que rodeaba el parque y salté al banco. Le entregué un recipiente, un tenedor y una servilleta a Cyrus y me senté en el suelo a su lado. Conversamos al tiempo que dábamos cuenta de los cangrejos— preparados tal como a mí me gustaba, fritos en mantequilla— y de la guarnición de ensalada italiana y arroz con plátanos. Fue una comida estupenda, tanto más porque era gratis, y cuando terminé me tumbé en la hierba y encendí un cigarrillo.

— Cyrus— dije mirando al cielo entre las ramas de los árboles—, ¿cuánto tiempo crees que pasará antes de que el doctor eche a la señora Leshko?

— No sé— respondió él rebañando el plato—. Pero las cosas no pueden seguir así eternamente.

— Sí.— Esperé un instante antes de soltar lo que me rondaba por la cabeza desde que había visto la
Pequeña doncella acadiana
de Pinkie—. ¿Cyrus?

— Sigo aquí.

— ¿Crees que el doctor contrataría a Kat como criada?

La larga pausa que siguió dejó muy claro lo que opinaba Cyrus, pero pronto lo dijo con todas las letras:

— Antes Kat tendría que querer el empleo, Stevie. Tiene grandes aspiraciones, grandes planes. Dudo que le interese.

— Supongo que tienes razón, pero pensé que…

Lo sé— respondió él haciendo un esfuerzo para mostrarse comprensivo—. Podrías preguntarle al doctor, pero como he dicho, ella tendría que estar dispuesta a aceptar el empleo.

No insistí, y aunque después de unos minutos de silencio cambiamos de tema, la idea había echado raíces en mi cabeza y yo tenía intención de profundizar en ella.

A las cuatro y media, cuando el doctor, el señor Moore y la señorita Howard salieron de Delmonico’s, no parecían muy contentos. El doctor pasó rápidamente junto a nosotros y dijo con sequedad:

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