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Authors: Caleb Carr

Tags: #Intriga, Policíaco, Suspense

El ángel de la oscuridad (38 page)

— Vamos, Kreizler— terció el señor Moore mientras apoyaba con sumo cuidado un plato demasiado lleno sobre el brazo de un sillón—. Nuestra visita del domingo ya fue una declaración de hostilidad.

— No es la hostilidad hacia nosotros lo que me preocupa, Moore— respondió el doctor sin apartar la vista de los informes del hospital—, sino que la enfermera Hunter culpe a la niña de nuestros intentos de rescate. Tiene la peculiar costumbre de responsabilizar a los niños de todo lo que sale mal, tanto en su vida como en la de esos mismos niños.

Mientras los demás asimilábamos esta inquietante idea, el doctor leyó otro papel y abrió exageradamente los ojos.

— Dios mío…— Dejó su plato a un lado para pasar las páginas con mayor rapidez—. Dios mío— repitió.

— ¿Qué ha encontrado, doctor?— preguntó la señorita Howard en nombre de todos.

Pero el doctor sólo miró a Marcus.

— ¿Cuántas cartas ha leído?

Marcus, que estaba royendo el hueso de una chuleta de cordero, se encogió de hombros.

— Las suficientes para hacerme una idea general: un niño llamado Jonathan y que estaba bajo los cuidados de la enfermera Hunter tuvo varios episodios de cianosis. El último fue mortal.

El doctor tamborileó con un dedo sobre la pila de papeles.

— Sí, pero no se trataba de una relación enfermera-paciente. En el último formulario de ingreso aparece el apellido del niño: Hatch. Era Jonathan Hatch. Su propio hijo.

Hasta yo me quedé boquiabierto y de inmediato recordé las fotografías de bebés y niños que había visto en el secreter de Bethune Street.

— No trabajaba como enfermera en el St. Luke— prosiguió el doctor—. Llevó el niño allí como paciente. Tres veces.

Marcus se quedó paralizado con el hueso de la chuleta en la mano.

— Pero yo di por sentado que…

El doctor respondió agitando una mano, y su ademán expresó «desde luego, desde luego» con tanta claridad como si lo hubiera dicho con palabras. Continuó leyendo y pasando páginas.

— ¡Cielo santo!— exclamó por fin con horror—. Hace constar el número 1 de la calle 57 Oeste como su lugar de trabajo.

La copa del señor Moore se hizo añicos contra el suelo.

— ¡Dios!— dijo con incredulidad—. ¡Es la casa de Corneil Vanderbilt!

Cyrus seguía dándole vueltas a nuestro primer descubrimiento.

— Creí que habíamos llegado a la conclusión de que esa mujer no podía tener hijos.

El doctor volvió a agitar la mano.

— Es verdad, Cyrus. Y nada indica que… Espera.— Entregó a Cyrus los periódicos que estaban debajo de la pila de papeles—. Veamos si puedes sacar algo en limpio de esto.

Cyrus, que tenía la boca llena de faisán, levantó su plato con una mano, cogió los papeles con la otra y se dirigió a un escritorio para continuar comiendo mientras leía.

El doctor no apartó la vista de los informes del hospital.

— Todos estos episodios siguen las pautas descritas por las enfermeras de la maternidad. Cada vez que la mujer que aquí aparece como «Elspeth Hatch» llegaba al hospital, el niño llamado Jonathan, de dieciocho meses de edad, presentaba cianosis y síntomas de asfixia. Todos los incidentes ocurrieron por la noche; en todos los casos la madre dijo que la habían despertado los jadeos del pequeño y que tras correr a su lado había descubierto que no podía respirar. Las dos primeras cartas son bastante dramáticas. En la primera, el médico que atendió a Jonathan dice: «Señora Hatch, si usted no hubiera actuado con tanta celeridad al traer al niño al hospital, con toda seguridad su hijo habría fallecido. La angustia que manifestó mientras esperaba que le comunicaran su destino conmovió a nuestro personal.» ¿Quién diablos escribió esto?— El doctor continuó leyendo y yo recordé que él había trabajado a menudo con colegas del hospital St. Luke—. Hummm… El doctor J. Langham. No lo conozco.

— Debería dedicarse a escribir novelas rosas— observó el señor Moore, ocupado en recoger los cristales y limpiar con una servilleta el vino derramado junto a su sillón—. ¿Dice algo más sobre Vanderbilt?

— No— respondió el doctor—. Pero por lo visto la enfermera Hunter vivía en un apartamento cerca de la calle Cincuenta y siete, por eso llevó al niño a St. Luke. Entonces el hospital aún estaba en la calle Cincuenta y cuatro. Aquí hay más datos. «Edad: 32; Ocupación: doncella; Lugar de nacimiento: Stillwater, Nueva York.»— El doctor alzó la vista—. ¿Alguien conoce ese sitio?

— ¿Al norte del estado?— aventuró Lucius.

— No podría ser de otra manera, Lucius, puesto que no hay prácticamente nada al sur de aquí— comentó la señorita Howard con una sonrisa—. Conozco ese pueblo, doctor. Está en el alto Hudson, cerca de Saratoga.— Carraspeó con orgullo y comió un pequeño bocado de su plato—. Por si nadie lo recuerda, yo adiviné que procedía de esa zona guiándome por su acento.

— Felicitaciones, Sara— dijo el doctor—. Esperemos que tengas tanta suerte con los próximos misterios. ¿Cyrus? ¿Has encontrado algo en los periódicos?

Cyrus no respondió. Había dejado de comer, aunque aún tenía el plato a medias, y leía las páginas amarillentas como si trataran de su propia muerte.

— ¿Cyrus?— insistió el doctor. Cuando se volvió y vio la cara de nuestro amigo, se levantó en el acto y se acercó a él—. ¿Qué pasa? ¿Qué has encontrado?

Cyrus levantó la cabeza lentamente y pareció atravesar al doctor con la mirada.

— Lo ha hecho antes…

— ¿Qué quieres decir?— preguntó el señor Moore—. ¿Qué hizo?

Los demás guardamos silencio. Todos habíamos entendido lo que quería decir, aunque habríamos preferido no hacerlo.

— Aquí hay cuatro recortes— explicó Cyrus al señor Moore señalando los periódicos—. Los tres primeros son del
Journal
y del
World.
Todos contienen artículos sobre un secuestro ocurrido en mayo de 1895. La víctima se llamaba Pete y era el hijo de una pareja apellidada Johannsen, que tenía una tienda de comestibles en la calle 55 Este. El niño tenía dieciséis meses. Atacaron a la madre en una calle poco transitada cuando llevaba al pequeño a casa. Nunca recibieron una nota pidiendo rescate.

Mientras Cyrus hablaba, el doctor le arrebató los periódicos y comenzó a leerlos con voracidad.

— ¿Y el último recorte?— preguntó.

— Es de un ejemplar del
Times
fechado dos meses después— respondió Cyrus—. Contiene la necrológica de Jonathan Hatch, de dieciocho meses de edad. Le sobrevive su afligida madre…

— Libby— concluyó el doctor. Luego hizo una seña a Lucius—. Sargento detective, en esos informes debería haber una descripción física del niño…

Lucius corrió a buscar los informes del hospital.

— Descripción, descripción— musitó mientras leía—. Aquí está.

— ¿Qué dice del color del pelo y de los ojos?— preguntó el doctor.

— Veamos… Altura, peso, ¡ah, sí! Ojos: azules. Cabello: rubio.

— Típico de los escandinavos— murmuró el doctor—. No es que sea un dato concluyente a esa edad, pero…— Dio un golpecito a los periódicos—. ¿Por qué guarda estos recortes? ¿Como trofeos, o como recordatorios?

Puse un filete ante la boca de
Mike
y observé cómo me lo arrebataba y comenzaba a desgarrarlo con los dientes. Luego dije en voz baja:

— Tiene una foto…

— ¿De veras, Stevie?— preguntó el doctor volviéndose a mirarme.

Asentí con un gesto.

— Estaba en el secreter. Un niño rubio con ojos azules. La fotografía parecía reciente, al menos comparada con…

Me interrumpí, súbitamente consciente de la trascendencia de lo que iba a decir.

— ¿Sí, Stevie?— preguntó el doctor en voz baja.

— Comparada con las demás— respondí mirando por la ventana hacia el patio de la iglesia. De repente sentí frío—. Había más. Un par eran retratos de niños pequeños, bebés, como Ana Linares y ese otro. También había una foto de grupo de tres niños mayores.

Todos guardaron silencio durante unos instantes, hasta que el señor Moore dijo:

— No creerás que… No todos…

— Yo no creo nada— respondió el doctor mientras regresaba a la pizarra.

— Pero…— El señor Moore fue a buscar otra copa—. Quiero decir que la sola idea es…

— Antinatural.

Fue Marcus quien pronunció esa palabra, y cuando me volví descubrí que me miraba fijamente. No me cupo duda de que recordaba el momento en que nos habíamos encontrado en el descuidado, marchito jardín del 39 de Bethune Street.

— Os ruego a todos que no uséis esa palabra— repuso el doctor en voz baja—. No merece el esfuerzo que requiere pronunciarla y nos distrae del aspecto más importante de este descubrimiento. Hemos abierto una puerta, sólo para encontrarnos con muchas otras.— Buscó un trozo de tiza y comenzó a escribir en la pizarra—. Tenemos que investigar nuevos indicios, y probablemente nuevos crímenes. Me temo que lo peor de este caso aún está por venir.

Esta afirmación pareció quitar el apetito a todo el mundo… salvo a
Mike.
Lentamente tomé conciencia de los ruidos que hacía al masticar, bajé la vista y lo vi sentado en mi regazo, comiendo a dos carrillos, más contento que unas pascuas. Le puse un dedo detrás de la oreja y rasqué su suave pelaje.

— La próxima vez que te lamentes de ser un hurón y no una persona,
Mike
— murmuré—, quiero que recuerdes todo esto.

Al ver nuestras expresiones deprimidas y ausentes, el doctor intuyó que los ánimos estaban decayendo y fue a buscar su plato y su bebida.

— Vamos, vamos— dijo, acaso con más alegría de la que sentía—. Esta comida es demasiado buena para desperdiciarla y no podemos trabajar con el estómago vacío.

— ¿Trabajar?— preguntó el señor Moore, desconcertado.

— Naturalmente, John— respondió el doctor. Mordió una tostada con paté y bebió un sorbo de vino—. Ya hemos catalogado la información que obtuvimos en esta pequeña aventura. Sólo nos falta interpretarla. Cuando nuestra enemiga regrese a casa, sin duda descubrirá lo que hemos hecho y actuará en consecuencia. Por lo tanto, el tiempo apremia ahora más que nunca.

— Pero, Kreizler— replicó el señor Moore con tono dubitativo—. ¿Qué hay que interpretar? No podremos sacar a la pequeña Linares de allí a menos que derribemos la casa. Todavía no podemos acudir a la policía. Y en cuanto esa mujer, como quiera que se llame, le cuente a Goo Goo lo ocurrido, tendremos que pasar las noches protegiéndonos de los malditos Dusters. ¿Acaso crees que podemos hacer algo para cambiar las cosas?

La cara de Lucius, apoyada en las dos manos, comenzaba a deslizarse entre ellas.

— Esa mujer sabe muy bien cómo protegerse, doctor. Tal como Sara dijo hace unos días.— Levantó la cabeza, sacó un pañuelo y comenzó a enjugarse el sudor de la frente, aunque se detuvo enseguida—. Sé que ya lo hemos comentado antes, pero el caso Beecham era tanto más… claro. El nos desafiaba y teníamos algo a lo que agarrarnos, indicios que nos permitían proceder con cierta lógica. Pero esta vez… Cada vez que creemos ir por el buen camino, aparece algo nuevo que cambia todo el panorama.

— Lo sé, sargento detective, lo sé— se apresuró a responder el doctor—. Pero recuerde que hay una diferencia fundamental entre este caso y el último: una parte de Beecham ansiaba que lo detuviéramos.

— Su parte cuerda— dijo el señor Moore—. ¿Quieres decir que Libby Hatch está loca? Porque en ese caso…

— Loca no, John.— El doctor se acercó a la pizarra, apuntó la palabra CUERDA bajo el nombre de la mujer y la subrayó—. Pero tiene una falta tan severa de autoconocimiento, de conciencia de sí, que en ocasiones su conducta es lo bastante incoherente para parecer demencial. Por otra parte, a menudo se conduce con coherencia. Como todos habéis señalado, esta vez ha conseguido cubrir muy bien sus actos.

— ¿Esta vez?— repitió Marcus alzando la vista.

— Hummm, sí— respondió el doctor mientras bebía un sorbo de vino—. Esta vez.— Dibujó un recuadro bajo la sección de la pizarra correspondiente a LA MUJER DEL TREN y la tituló CRÍMENES ANTERIORES. Abajo escribió números del 1 al 6. Junto al número 1 apuntó PETER JOHANNSEN, 1895: SECUESTRADO EN MAYO, luego JONATHAN HATCH; FALLECIDO POR ASFIXIA EN EL HOSPITAL DE ST. LUKE EN JULIO—. En efecto— prosiguió el doctor—, ¿cómo no iba a estar preparada esta vez? Ya tiene experiencia de sobra. Si hemos interpretado bien los datos disponibles, podemos suponer que la enfermera creía que los niños que Stevie vio en las fotografías (seis según mis cálculos, y puede que haya más) eran sus propios hijos, ya fuera porque lo eran en realidad o porque los secuestró. Y con toda seguridad fueron sus víctimas.

— ¿Por qué iba a tener en su propia casa las fotografías de los niños que asesinó?— preguntó el señor Moore.

— No te escandalices tanto, Moore. Al fin y al cabo, ya hemos planteado que no se siente responsable de sus muertes; su mente no lo permite. Desde su punto de vista, los niños mueren a pesar de ella, no a causa de ella. Son caprichosos, imperfectos, defectuosos y desafían sus incansables esfuerzos por cuidarlos.

— Concedido, doctor— dijo la señorita Howard. Ella también parecía desanimada, pese a que siempre era la última en rendirse—. Pero ¿de qué nos sirve esa conclusión en la práctica? ¿Cómo nos ayudará a rescatar a una niña a quien el padre no desea recuperar, a la hija de un hombre capaz de enviar a un siniestro criado de la familia para advertirnos que no debemos rescatarla?

El doctor se volvió a mirarla rápidamente.

— ¿Qué hacemos entonces? ¿Dejar el caso sabiendo que la niña morirá en cualquier momento? ¿Y conociendo las repercusiones políticas que podría tener su muerte?

— No— se apresuró a responder la señorita Howard, desafiándose a sí misma tanto como al doctor—. Pero ya no veo ningún hueco por donde colarnos.

El doctor se acercó a ella, se acuclilló a su lado y le tomó las manos.

— Eso se debe a que te guías por tu propia forma de pensar, Sara, lineal y directa. Piensa como ella. De manera indirecta, oblicua, tortuosa.— Cogió el plato de la señorita Howard y se lo entregó—. Pero antes que nada, come.

— Doctor…— Marcus, que había terminado de comer, señaló la pizarra con una botella de cerveza—. Creo que lo entiendo. Cuando Stevie y yo estábamos en la casa vimos ciertas cosas que nos ayudaron a comprender algunas facetas de esa mujer. Es probable que haya planeado bien este crimen, pero eso no quita que sea una persona incompetente en muchos otros aspectos.

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