En la mano tenía una especie de varilla de unos veinticinco centímetros y con la punta afilada.
La señorita Howard y yo cambiamos una mirada llena de horror y comprensión mientras el resto de los hombres corría a auxiliar a su amigo.
— ¿Qué diablos le ha hecho?— gritó uno de ellos, una pregunta que yo había oído antes en circunstancias parecidas.
— Créanos, no hemos sido nosotros…— atiné a decir antes de que los aterrorizados hombres levantaran al caído y comenzaran a alejarse con él.
— ¡Largo de aquí!— gritó un hombre—. ¡Y no vuelvan al pueblo!
Todos desaparecieron en dirección a la taberna.
La señorita Howard continuó empuñando el revólver mientras los dos mirábamos alrededor.
— ¿Dónde está?— susurró ella.
— ¿En la oscuridad?— respondí con otro susurro—. En cualquier parte.
Permanecimos inmóviles durante algunos segundos, aguzando el oído, esperando otro movimiento de nuestro pequeño enemigo. Si es que era nuestro enemigo, pues empezaba a dudarlo. Pero no había señales de actividad ni en la calle ni entre los árboles y arbustos que la flanqueaban, y yo me conformé con eso.
— Vamos— dije tirando del brazo de la señorita Howard.
Esta vez no necesitó que la convenciera, y medio segundo después emprendimos el viaje hacia el norte, con el pequeño Morgan al trote. Al pasar junto a la taberna, noté varios pares de ojos furiosos fijos en nosotros y vi al hombre herido tendido sobre la barra. No sabía cuánto tiempo permanecería inconsciente o si estaría muerto, como tampoco sabía por qué el criado del señor Linares había vuelto a ayudarnos. Cabía la posibilidad de que la primera vez, durante el enfrentamiento con los Dusters, hubiera errado el blanco, pero en esta ocasión todo parecía indicar que el misterioso hombrecillo, que en apariencia me había amenazado de muerte el sábado por la noche, sólo pretendía salvarnos la vida.
— Puede que quiera matarnos personalmente— dije cuando nos hubimos alejado un par de kilómetros de Stillwater.
— Ha tenido muchas oportunidades de hacerlo— respondió la señorita Howard cabeceando—. No tiene sentido…— Guardó su revólver y respiró hondo—. ¿No tendrás un cigarrillo, Stevie?
Negué con la cabeza y reí, satisfecho con nuestra huida.
— Me sorprende que no se cansen de hacerme esa pregunta.— Busqué en un bolsillo de mi pantalón con una mano mientras aflojaba ligeramente las riendas con la otra. Saqué el paquete y le ofrecí un pitillo—. Encienda uno para mí, ¿quiere, señorita?— Ella encendió dos y me pasó uno. Después de dar unas cuantas caladas, se llevó las manos a las sienes y comenzó a masajeárselas—. Se puso muy furiosa en el pueblo—-observé.
— Lo siento, Stevie— repuso con una risita—. Sabes que jamás te pondría en peligro deliberadamente, pero esa clase de estupidez me resulta insufrible.
— El mundo está lleno de hombres como ésos, señorita Howard. Si va por ahí riñéndolos a todos, es lógico que alguno le haga frente.
— Lo sé, lo sé— dijo ella—. Pero hay momentos… Sin embargo, espero que te hayas dado cuenta de que en ningún momento corrimos verdadero peligro.
— Claro.— La miré fijamente durante algunos segundos—. Porque usted le habría disparado, ¿verdad?
— Si nos hubiera tocado a cualquiera de los dos, sí— respondió—. No te quepa ninguna duda. No hay nada como una bala en una pierna para que un hombre aprenda a comportarse.
Reí otra vez, aunque sabía que hablaba muy en serio. Tal vez no hubiera otra mujer en el mundo que se sintiera tan cómoda como la señorita Howard empuñando armas, o disparando a la gente. Tenía sus razones para ser así, aunque no me corresponde revelarlas aquí. Ya lo hará ella alguna vez si lo desea. Lo único que me importaba esa noche era saber que no había mentido al decir que estaba dispuesta a disparar a un hombre para protegerme. Esa certeza me tranquilizó los nervios y me animó a plantearme nuevos interrogantes mientras bordeábamos el río por el camino iluminado por la luna.
— ¿Cómo pudo Libby hacer una cosa así, señorita Howard?— pregunté cuando ya me había fumado la mayor parte del cigarrillo.
La señorita Howard exhaló un largo y profundo suspiro.
— No lo sé, Stevie. Supongo que las personas atormentadas por sentimientos de inferioridad buscan ejercer alguna clase de autoridad sobre cualquiera que sea más débil que ellas. Y pobres de esos seres débiles que no les sigan el juego. Hombres borrachos y frustrados apalean y matan a mujeres; mujeres desesperadas apalean y matan a niños para demostrar que tienen algún poder, y esos niños, a su vez, maltratan a los animales… Recuerda también que los niños pequeños nos parecen encantadores a aquellos que no los tenemos, pero hay muchas madres que pierden la paciencia con sus llantos, sus problemas para dormir o la sencilla tarea de alimentarlos.
Negué con la cabeza.
— No, no me refería a eso. Creo que comienzo a entender lo de los asesinatos. Lo que no entiendo es cómo manipula a la gente. ¿Cómo lo consigue? Piense en lo que hemos visto y oído. Algunas de las personas que trabajaron con ella en Nueva York la veían como una santa, mientras que otras, en el mismo sitio, pensaban que era una asesina. El imbécil de su marido la trata como si ella fuera su tabla de salvación, pero Libby va a ver a Goo Goo Knox y se comporta con más descaro que cualquier zorra que haya entrado en el local de los Dusters. Luego en Ballston Spa algunos creían que era una fresca, luego una buena persona, y después una fresca otra vez. Y por último vamos a ese maldito pueblo, Stillwater, y descubrimos que todo el mundo le tiene miedo. ¿Cómo es posible que una misma persona provoque reacciones tan distintas?
— Bueno— respondió la señorita Howard con una sonrisita—. Me temo que esa pregunta es mucho más complicada.— Levantó el cigarrillo y peleó con una idea—. Piensa en todas las cosas que acabas de decir, Stevie. ¿Qué cualidad tienen en común?
— Señorita Howard— dije—, si lo supiera…
— Vale, vale. Entonces piensa en esto: ninguna de esas personalidades, de esas distintas formas en que la ve la gente, están completas. Ninguna es la descripción de una persona real. Son simplificaciones, exageraciones, símbolos. El ángel benevolente, la malvada asesina. La madre y esposa devota, la ramera lasciva, la cruel arpía. Todos parecen personajes de una novela o una obra de teatro.
— ¿Como los «mitos» de los que hablaba usted aquel día en la puerta del museo?
— Precisamente. Y como ocurre con todos los mitos, lo sorprendente no es que alguien represente un personaje semejante. Cualquier persona enajenada o demasiado imaginativa puede hacerlo. Lo curioso es que tanta gente, y no sólo los habitantes de un pueblecito como Stillwater, sino sociedades enteras, crean en ellos. Y me temo que eso se debe a algo que quizá te costaría entender.— La señorita Howard debió de notar que había herido mis sentimientos, porque me dio una palmadita en el brazo y añadió—: No lo digo porque no seas lo bastante listo o porque carezcas de educación. Eres uno de los miembros del sexo masculino más inteligentes que he conocido en mi vida, pero aun así perteneces al sexo masculino.
— ¿No me diga?— exclamé—. ¿Y eso qué tiene que ver con lo que estábamos hablando?
— Mucho me temo que todo— respondió ella encogiéndose de hombros—. Los hombres son incapaces de entender que el mundo no quiere que las mujeres sean personas completas. En nuestra sociedad, lo más importante para una mujer, más importante que ser honrada o decente, es que sea «identificable». Incluso cuando Libby se comporta de forma perversa, o sobre todo cuando lo hace, es fácil de catalogar, de pinchar en un tablero con una aguja como si fuera un espécimen destinado al estudio científico. Esos hombres de Stillwater le tienen miedo, porque el miedo les permite saber quién es y eso les da seguridad. Piensa en cuánto más difícil sería decir: sí, es una mujer capaz de una ira y una violencia terribles, pero también es una persona que ha intentado desesperadamente ser abnegada, convertirse en un ser humano bueno y digno. Si aceptaran esa posibilidad, si se permitieran imaginar que en lo más hondo de su ser Libby no es un extremo u otro, sino ambas cosas a la vez, ¿qué tendrían que pensar de las demás mujeres del pueblo? ¿Cómo sabrían qué ocurre en sus corazones y en sus cabezas? La vida en una aldea sencilla se volvería muy complicada. Y para evitar que eso ocurra, mantienen los conceptos perfectamente separados. La mujer normal, corriente, es abnegada, afectuosa, dócil y complaciente. Cualquier mujer que no encaje en esta categoría inspira temor, más temor que un criminal, porque le atribuyen los poderes del mismísimo demonio. En el pasado la habrían calificado de bruja, porque Libby no se limita a violar la ley, sino que desafía el orden de las cosas.
Giré la cabeza y sonreí a la señorita Howard.
— Tenga cuidado. Tal como habla, cualquiera diría que la admira.
Pareció que la señorita Howard iba a devolverme la sonrisa, pero ésta se le congeló en los labios.
— A veces yo misma tengo esa impresión— admitió—. Pero cuando recuerdo la foto de Ana Linares, me doy cuenta de lo inconsciente que es Libby de sus verdaderas motivaciones y de que eso la convierte en una persona muy peligrosa.
— Vale.— Quería seguir discutiendo para mantenerla animada—. ¿Y qué me dice de Goo Goo Knox? Sabe que Libby está casada con Micah Hunter y que interpreta el papel de esposa buena y abnegada con su marido, pero aun así sigue a su lado.
— Es lo mismo— respondió ella con un vigoroso gesto de asentimiento—. Knox es el jefe de una banda, pero sigue siendo un hombre y quiere mantener a las mujeres clasificadas en cómodas categorías para evitar que le creen problemas. No cree que Libby ame a Hunter. Da por hecho que en el fondo ella es una libertina, una zorra, que su actitud hacia él refleja a la verdadera Libby. Pero ¿qué hemos descubierto nosotros? Que Libby convenció a Knox de que pusiera su casa bajo la protección de la banda. Sus matones vigilan la casa donde ella ha construido una cámara secreta para ocultar a los niños que secuestra con la sola intención demostrar que es capaz de cuidarlos. De acuerdo con lo que hemos averiguado, Libby detesta frecuentar el local de los Dusters, pero lo hace para facilitar sus ensayos de madre abnegada.
Me froté la frente, como si eso fuera a aclararme las ideas.
— ¿Así que no es la zorra que cree Knox?
— Puede que lo sea— respondió la señorita Howard para aumentar mi confusión.
— Pero acaba de decir que se comporta de ese modo para tener la oportunidad de cuidar de los niños.
— También.
— ¿Entonces cuál es la verdadera Libby?— prácticamente grité. Comenzaba a sentirme estúpido, y no era una sensación agradable.
— Ninguna de ellas, Stevie— explicó la señorita Howard. Prosiguió más despacio para que yo la entendiera—: La personalidad de la verdadera Libby se fragmentó hace mucho tiempo. Y los diferentes papeles que interpreta son precisamente eso: fragmentos, facetas distintas y contradictorias. Todavía ignoramos qué condicionamientos específicos de la infancia de Libby la convirtieron en una asesina. Pero a juzgar por lo que hemos visto y las experiencias que hemos vivido desde que llegamos aquí, sabemos lo siguiente: desde su más tierna infancia, a Libby le hicieron creer que sólo había una manera de ser una mujer auténtica y cabal.
— Ser madre— dije—. Y ella no servía para eso.
— O es posible que en el fondo de su ser, ella no quisiera serlo— observó la señorita Howard—. No lo sabemos. Lo único que sabemos es que el mensaje que reciben las niñas mientras crecen, sobre todo en pueblos como éste, es que si una tiene otras aspiraciones en la vida aparte de la de convertirse en madre, además de encontrar innumerables obstáculos en el camino nunca será una verdadera mujer. Será una «hembra», o un ser indefinido y poco encomiable. Una ramera o acaso una criada. O, si estudia una carrera, una fría funcionaría. En resumen, un ser insensible y despreciable.— La señorita Howard dio un golpecito furioso al cigarrillo, lanzando una lluvia de chispas sobre el camino—. A menos que una escoja ser monja, claro está. Aunque tampoco las monjas lo tienen fácil. Un hombre soltero sigue siendo un hombre, pues siempre se reconocerán los méritos de su mente, de su carácter o de su trabajo. Pero una mujer sin hijos es una «solterona», Stevie, y una solterona no merece el calificativo de mujer.
— ¿Y qué es usted, entonces?— pregunté sin el más mínimo tacto, pues ya me costaba lo mío seguir el hilo de sus pensamientos.
La señorita Howard giró lentamente la cabeza y me echó una mirada que me advirtió que más me valía que me explicara mejor.
— Quiero decir que a usted no le pasa nada de eso— me apresuré a añadir, consciente de lo fácil que era sacarla de sus casillas—. No está casada, no tiene hijos, pero es…— Desvié la vista, súbitamente cohibido—. Bueno, es tan mujer como cualquier madre que yo haya conocido. No sé si me explico.
Ella volvió a tocarme el brazo con afecto y me miró con los ojos verdes muy abiertos.
— Eso es lo más bonito que me han dicho en mucho tiempo. Gracias, Stevie. Pero recuerda que todavía eres muy joven.
— Vaya.— Esta vez me tocaba protestar a mí—. ¿O sea que mis opiniones no cuentan? ¿O cree que las cambiaré sólo porque me haga mayor?
Y le tocaba acobardarse a ella.
— Bueno, a veces pasa— susurró.
— De acuerdo, pero ¿qué me dice de los demás?— insistí—. El doctor, Cyrus, los sargentos detectives y hasta el señor Moore piensan lo mismo que yo.
La señorita Howard no parecía muy convencida.
— Lo siento, Stevie, pero ellos no representan al prototipo de hombre de este país. No sabes cuánto aprecio y respeto lo que pensáis tú y los demás, pero para el resto del mundo siempre seré un bicho raro, la detective solterona Sara Howard, a menos que me case y tenga hijos. Y puede que algún día decida hacerlo. Si alguna vez siento que he cambiado algo con mi trabajo, es probable que considere la posibilidad de tener hijos. Lo que me molesta es el postulado de que no estaré completa hasta que lo haga. Es una idea cruel, sobre todo para las mujeres que no lo consiguen. Es lo que le ocurrió a Libby, y su fracaso como madre la trastornó. Sí, a pesar de su inteligencia, está terriblemente trastornada. Su situación es similar a la de tu amiga Kat. Es lista, pero está completamente perdida. Perdida y sin embargo… sin embargo…
De repente la pasión que reflejaba la cara de la señorita Howard siempre que expresaba ideas muy importantes para ella se trocó en desconcierto. Se interrumpió con tanta rapidez que supe que había visto algo, y ese «algo» sólo podía ser una cosa.