El antropólogo inocente (17 page)

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Authors: Nigel Barley

Tags: #Ensayo, Humor, Referencia

Caímos limpiamente sobre un arbolito que fue cediendo despacio bajo nuestro peso. Con toda tranquilidad, apagué el motor, le pregunté a Augustin si se encontraba bien y evacuamos el vehículo. Cuando remontamos el barranco, algo dentro de nosotros se desató, nos quedamos mirando las afiladas rocas y sufrimos un ataque de risa histérica, naturalmente no producto de la diversión sino de una emoción compuesta a la vez de terror, alivio e incredulidad. Creo que estuvimos así bastante rato. Entonces nos pareció que habíamos salido considerablemente bien parados. Augustin presentaba contusiones en el pecho. Yo me había dado un golpe en la cabeza con el volante y tenía un par de dedos de los pies, otros tantos de las manos y varias costillas doloridos. Mientras andábamos hacia el pueblo abrimos un par de cervezas que Augustin tenía escondidas para casos de extrema urgencia. Consideramos que nos las habíamos ganado.

Al día siguiente percibimos la trascendencia real de la situación. La inspección de los restos del coche me convenció de que repararlo sería un asunto largo y costoso, así como de que habíamos tenido suerte de salir ilesos. El médico del pueblo nos hizo un reconocimiento y no encontró daños de consideración en ninguno de los dos. Del hecho de que todavía tengo dedos de las manos y de los pies en ángulos extraños y un bulto en dos costillas, infiero que escaparon a su examen varias fracturas menores. Lo peor era el estado de mi mandíbula. Parecía que tenía dos dientes delanteros muy flojos y el maxilar inferior comenzó a hinchárseme lentamente con notable dolor.

Esperando que todo evolucionara para mejor, regresé a Kongle y continué la investigación de los leopardos y los felinos salvajes; por las noches tomaba Valium para poder dormir.

Una de mis principales preocupaciones del momento era la clasificación de las enfermedades, para lo que pasé largos ratos en compañía de un curandero tradicional que tenía la desventaja de vivir en la cima de un escarpado risco. Nos pasábamos horas recogiendo raíces, hablando de la identificación de las enfermedades y de las diferencias entre los diversos tratamientos.

Como ya he mencionado, los dowayos dividen las enfermedades en «dolencias infecciosas», brujería de la cabeza, interferencias de los antepasados y contaminaciones. Sólo las dolencias infecciosas o los daños accidentales producto de la brujería pueden ser aliviados mediante hierbas. La atribución de una enfermedad concreta a una causa determinada es un asunto complejo. Los nombres de algunas enfermedades se refieren tanto a los síntomas como a un agente causal (de la misma manera que nuestra palabra «resfriado» alude a ciertos síntomas y a una causa vírica), mientras que otros nombres se refieren únicamente a los síntomas (como la «ictericia», que puede ser resultado de muchas enfermedades). Para relacionar los síntomas con las enfermedades se emplean varias formas de adivinación. Se puede llamar a un curandero para que lance las entrañas de un pollo al agua, o el enfermo puede ser observado a través de una bola de cristal por un especialista que determina así qué dolencia lo aqueja. No obstante, la forma más común de adivinación es frotar la planta llamada
zepto
entre los dedos mientras se pronuncian los nombres de las diversas formas de enfermedad que pueden afectar al paciente. Cuando se rompe el
zepto
quiere decir que se ha dado con el nombre apropiado. El adivino pasa entonces al agente causal —brujería, antepasados, etc.—. A continuación le toca el turno al remedio. Por lo general, con tres adivinaciones basta para obtener toda la información necesaria. Si el enfermo no puede trasladarse personalmente a ver al adivino, debe enviar un poco de paja de la techumbre de su granero, la zona más privada y personal de la casa de un hombre.

En el caso de que se responsabilice a un antepasado concreto, se envía a un hombre a la casa de las calaveras con sangre, excrementos o cerveza para que rocíe el cráneo del pariente maléfico.

Las enfermedades por contaminación suelen requerir la intervención de expertos —circuncisor, hechicero o brujo de la lluvia—. Con frecuencia, las causas y los efectos se relacionan de una forma bastante indirecta. Por ejemplo, lo que nosotros consideramos una torcedura, se cree que duele porque se han metido lombrices en el miembro; las lombrices proceden de la lluvia, de modo que sólo el brujo de la lluvia puede curar esa dolencia. El contacto con los asuntos de los muertos, por otra parte, requiere que el hechicero efectúe un tratamiento consistente en frotar a la víctima con las prendas u otros objetos personales del difunto. Las peores enfermedades por contaminación son las causadas por el herrero y sus esposas, las alfareras. Un excesivo contacto con ellos, especialmente con sus herramientas, origina lo que sólo puede describirse como una vagina que crece hacia dentro en las mujeres y una protuberancia anal en los hombres. El fuelle que afecta a los hombres es un objeto marcadamente fálico y el hecho de que ataque al ano en vez de al pene hay que relacionarlo con la versión «oficial» de la circuncisión, según la cual la operación consiste en sellar el ano.

Con objeto de proteger sus propiedades, otros hombres realizan encantamientos que causan enfermedades por contaminación. Uno de mis mejores contactos era el payaso de la aldea de Kongle, que poseía el único naranjo de la zona y me tenía un extraordinario apego desde el día que le compré doscientas naranjas. (Debo confesar que no pensaba comprar doscientas naranjas sino veinte; en la base del problema estaba mi deficiente manejo de los numerales.) A fin de proteger su árbol del acoso de los niños, le colocó ciertas plantas y unos cuernos de cabra destinados a hacer que cualquiera que le robara naranjas tosiera como una cabra y tuviera que acudir a él para que lo curara.

Algunos dowayos obtienen considerables ingresos de la posesión de piedras mágicas que causan desde dolor de muelas a disentería; los afectados han de recurrir a ellos para curarse. Los dowayos no ven nada malo en ganar dinero de esta forma.

La brujería de la cabeza es transmitida por los parientes próximos a través de los cacahuetes o de la carne. Es susceptible a los objetos punzantes, de modo que un muchacho no debe tener contacto con ella antes de la circuncisión pues de lo contrario podría desangrarse. Chupa la sangre de los hombres y el ganado y puede llegar a matarlos. Se dice que de noche se pasea con la apariencia de un polluelo; eso es lo que llevan los búhos debajo de las alas. Para protegerse hay que poner cardos o púas de puercoespín en el tejado de las chozas. Al morir una persona, se comprueba si su cráneo ha sido objeto de brujería de la cabeza. Al principio yo no entendí que las personas que mueren de «brujería» no son víctimas de los brujos sino brujos cuya capacidad para la brujería se ha visto dañada por tales encantamientos; una vez dañada su capacidad para la brujería, el poseedor muere. Los dowayos explican de este modo el elevado índice de mortalidad entre los jóvenes que van a trabajar a la ciudad durante la estación seca. Se trata de jóvenes, casi niños, que no han aprendido a controlar su capacidad para la brujería. Esta se excita especialmente al ver carne en la tabla del carnicero y se corta con todos los cuchillos afilados que hay por allí.

Después de la muerte, se revela en forma de dos protuberancias afiladas situadas debajo de la mandíbula superior. Si son rojas o negras, quiere decir que la brujería ha sido la causante de la muerte. Cuando se han confirmado varias muertes de brujos en una sola familia, normalmente las sospechas se centran en un pariente concreto. En la época precolonial, los brujos acusados debían someterse a una severa prueba. Si eran hombres, tenían que beber una cerveza en la cual se hubiera puesto a remojo el cuchillo de la circuncisión; caso de ser culpables, se les hincharía el estómago y se desangrarían. También podía ser que los obligaran a beber cerveza mezclada con el venenoso látex del cacto
dangob (Euphorbica Cameroonica)
. Si no vomitaban, morían y se les consideraría culpables de las acusaciones. Si la vomitaban y el vómito era blanco, quería decir que eran inocentes; el vómito rojo indicaba culpabilidad. El culpable era ahorcado por el herrero.

En una ocasión se creyó que una mujer que era tenida por bruja había transmitido la enfermedad a sus dos hijas, que habían muerto las dos. Yo presencié el examen del cráneo de la segunda. Un anciano separó la cabeza del cadáver mediante un palo curvo. La destreza con que insertó el extremo en la cavidad ocular y arrancó la cabeza sin perder ningún diente, que suelen caer al estómago, fue muy admirada. El cadáver tenía unas tres semanas y hedía bastante. En recompensa por el servicio el anciano recibiría de los padres una piel de cabra. Como era habitual, no escaseaban las muestras de humor procaz. Las mujeres fueron despedidas con el siguiente argumento: «Si al inclinamos a recoger la cabeza nos tiráramos un pedo, se lo contaríais a todo el mundo.» Una vez se hubieron retirado, considerablemente malhumoradas, los hombres procedieron a examinar la cabeza. Durante el tiempo que permanecí entre los dowayos, reconocí un gran número de cráneos, pero no acabé de convencerme de que la diferencia entre uno que presentara señales de brujería y otro libre de ellas se basara en una distinción morfológica perceptible. No obstante, los ancianos se mostraban siempre unánimes. En este caso, el anuncio del hallazgo de brujería no se recibió en la aldea con enfado sino con callada satisfacción. Casualmente, la mujer era vecina mía e inmediatamente proliferaron los chistes en el sentido de que sólo un hombre blanco, inmune como todos los blancos a la brujería, podía vivir junto a ella. La mujer parecía molesta por semejante estigma y propuso andar sobre los cráneos de los muertos; caso de ser fuente de brujería, moriría. Su marido se negó a permitírselo. «¿De qué iba a servir? —me explicó—. Se moriría y tendría que comprar otra esposa.»

No había ni rastro del temor y la estupefacción que yo había asociado con la brujería; todo se vela con impasibilidad y normalidad. Los dowayos siempre me recalcaron que había distintas formas de brujería de la cabeza, de las cuales sólo una era mala. Algunas variedades simplemente te permitían tener los dientes limpios y otras fomentaban el éxito en las labores agrícolas sin implicar ningún perjuicio para otra persona. Nunca acababan de creerme cuando les explicaba que esas cosas me interesaban porque no existían en la tierra de los blancos. Entonces no era consciente de que los dowayos me habían atribuido una categoría de mago reencarnado. No me llamaban nunca mentiroso, pero cuando trataba de hacerles tragar alguna falsedad particularmente flagrante como la existencia de trenes subterráneos o el hecho de que en Inglaterra no haya que pagar las esposas adoptaban una peculiar expresión facial.

En general, los curanderos estaban más que dispuestos a trabajar conmigo por la relativamente modesta retribución que yo podía darles. Su único temor era que les robara los remedios y les hiciera la competencia. En las sociedades primitivas, el saber pocas veces es de libre acceso, constituye más bien una propiedad privada. Cada uno es dueño de sus conocimientos, ha pagado por ellos y sería una tontería cedérselos a otro sin compensación alguna, de la misma manera que nadie entregaría a sus hijas sin recibir un pago a cambio. Era lógico que me cobraran. Por otra parte, los dowayos evalúan los remedios según su antigüedad. Un remedio antiguo es mejor que otro nuevo, en consecuencia, al no llevar el
imprimatur
de los antepasados, las innovaciones despiertan desconfianza; de ahí la falta de interés por encontrar remedios nuevos.

Al principio los curanderos sospechaban de mi «clínica», pero quedaron satisfechos al comprobar que me limitaba al tratamiento de las enfermedades infecciosas empleando las raíces de los blancos y que no les hacia la competencia. Hubo un caso que planteó ciertas dificultades morales y estratégicas. El hermano del jefe, que vivía a varias chozas de distancia, venía a verme con bastante frecuencia. Era un hombre larguirucho, torpón y afable que tenía fama de no ser muy despierto. Un día me di cuenta de que llevaba varias semanas sin visitarme y, al preguntar si estaba fuera, me comunicaron que se estaba muriendo. Había sufrido un ataque grave de disentería amebiana y habían llamado al curandero del risco. El examen de las entrañas de un pollo había revelado que lo aquejaba el espíritu de su difunta madre, que quería cerveza. Ya la habían vertido sobre su calavera pero el enfermo no mejoraba. Llamaron a otro curandero y éste diagnosticó que la enfermedad era causada por otro espíritu disfrazado de la madre del moribundo. Se hicieron las correspondientes ofrendas pero el joven siguió debilitándose. La tercera esposa del jefe, que lo había cuidado de niño, estaba muy angustiada y vino llorando a mi choza para preguntarme si tenía alguna raíz que lo curara. No podía negarme, pues disponía de amebicidas y antibióticos fuertes. Expliqué a todo el mundo que yo no era curandero y que no sabía si mis raíces le servirían de ayuda, pero que si deseaban que lo intentara, así lo haría. Tenía miedo de despertar la antipatía de los curanderos, pero se mostraron bastante bien dispuestos a admitir que habían hecho un diagnóstico erróneo. El joven se recuperó rápidamente. De parecer un esqueleto, en cuestión de días pasó a gozar de buena salud; la alegría fue general. Los curanderos no se ofendieron en absoluto, simplemente explicaron que se trataba de un caso complejo en que varios espíritus se habían aprovechado de la enfermedad infecciosa que aquejaba a un hombre para incrementar sus sufrimientos. Ellos se habían ocupado de los espíritus, yo de la enfermedad.

Tan sólo al verlos enfermos sentía yo lástima por los dowayos y su vida me parecía inferior a la nuestra. En cambio, gozaban de libertad, se consideraban ricos, tenían fácil acceso a sus principales formas de placer sensual, la cerveza y las mujeres, y se respetaban a sí mismos. No obstante, una vez enfermaban, morían en medio de una agonía y un terror innecesarios. El hospital estatal de Poli no les era de ninguna ayuda. Una de las normas del establecimiento estipulaba que todos los pacientes tenían que presentarse con media libreta en la cual llevar el control de su caso. Los analfabetos habitantes de los poblados no utilizaban libretas para nada, de modo que nunca tenían ninguna que presentar. En Poli no se vendían y el personal del hospital tampoco las facilitaba porque, según el reglamento, no formaba parte de sus funciones. Los pacientes eran rechazados y no recibían el tratamiento médico que necesitaban hasta que encontraban una libreta. Inevitablemente, me convertí en benefactor en este tema, lo mismo que las misiones, pero muchos dowayos no se molestaban siquiera en ir al hospital. Sin duda se produjeron numerosas muertes por esta causa. Por otra parte, también a mí me resultaba imposible tolerar el trato arrogante e inhumano que dispensaban los funcionarios en tales circunstancias. Era consciente de que, sólo por ser blanco, se consideraba normal que me saltara las colas y recibiera un tratamiento preferencial, igual que los grandes del lugar.

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