El antropólogo inocente (18 page)

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Authors: Nigel Barley

Tags: #Ensayo, Humor, Referencia

Otro de los momentos delicados coincidió con la visita de un botánico francés que realizaba un viaje relámpago por Camerún, con objeto de elaborar un atlas botánico en el que constara la distribución de las plantas en el país. Un día, al regresar a la aldea me encontré a este caballero instalado en la escuela, donde pretendía realizar el estudio de la flora local en no más de seis horas. Naturalmente, a los dowayos no les cabía en la cabeza que hubiera alguien interesado en las plantas como fin en sí mismo. Estaba claro que lo que pretendía era robar sus remedios para después venderlos en otra parte y obtener pingües beneficios. El botánico podía permitirse más comodidades que yo, pues se había procurado pollos propios y dos criados que atendieran sus necesidades. Nos sentamos en medio del campo a tomar una absurda cena con mantel y servilletas mientras los niños dowayos nos hacían corro con unos ojos como platos de curiosidad. Muy amablemente, el científico me explicó cómo había que tomar las muestras botánicas para su ulterior clasificación. En pleno corazón de África, las diferencias entre un botánico francés y un antropólogo inglés parecen mínimas, de modo que estuvimos conversando hasta entrada la noche.

Al día siguiente, el curandero local estaba algo más que brusco conmigo ante la atroz batida perpetrada por mi «hermano». Al final lo convencí de que no éramos siquiera del mismo país aduciendo la prueba de que Zuuldibo le había ofrecido cerveza y él la había rechazado. Era un extranjero, igual que Herbert Brown, el de la misión protestante. La diferencia entre estas razas y la inglesa era la misma que entre los terribles fulani y los buenos dowayos.

A nuestro modo de ver, los remedios aplicados por los curanderos tradicionales son ineficaces e incluso perjudiciales. Las prácticas como frotar el pecho de un paciente con cuernos de cabra para curar la tuberculosis son tan ajenas a nuestro mundo que ni siquiera nos molestamos en comprobar su efectividad. Inmediatamente las clasificamos bajo el nombre genérico de magia, simpática o contagiosa, de modo que para el antropólogo apenas tienen importancia. No capté este aspecto de sus creencias hasta que empecé a trabajar con los brujos de la lluvia, pero eso debo contarlo en su momento.

La mayoría de los remedios dowayos se basan en las tres plantas mágicas que se suponen efectivas contra todo tipo de infortunio, desde el adulterio hasta el dolor de cabeza. Cada una la dividen en varias especies, que el lego no puede distinguir mediante una inspección meramente física. Los dowayos hablaban siempre como si fueran unos positivistas a ultranza que no creyeran nada si no contaban con pruebas sensoriales directas. «¿En qué se distingue un tipo de
zepto
, por ejemplo, de otro? —preguntaba yo—. ¿Cómo sé si éste es de los que ponen fin al adulterio o de los que curan el dolor de cabeza?» Se me quedaban mirando perplejos ante tamaña estupidez. «Probándolos —respondían—. ¿De qué otra manera?» Entonces empezaban largas disertaciones sobre las piedras que causan la lluvia, los hombres que se transforman en leopardos, los murciélagos que vomitan sus excrementos por la nariz porque no tienen ano, etc., todos ellos ejemplos contrarios a sus principios positivistas. Era imposible saber de antemano cómo reaccionarían a un interrogatorio sobre este tema. A veces recurrían a las tres maneras distintas de decir «no lo sé» con varios grados de exasperación. En ocasiones hasta conseguía una respuesta directa, pero la mayoría de las veces era «No lo sé. No lo he visto. ¿Cómo voy a saberlo si no lo he visto?». Empecé a adquirir fama de creérmelo todo.

Durante esta época comencé por fin a tener la sensación de que estaba recogiendo datos válidos. Había empezado a adaptarme a las exigencias de la vida africana y al método del trabajo de campo. Recordaba haber leído en alguna parte que para extraer una onza de oro había que remover tres toneladas de ganga; si aquello era cierto, el trabajo de campo tenía mucho que ver con las minas de oro.

Sin embargo, la mandíbula no sólo no se me había curado, sino que había empeorado mucho. Las encías habían empezado a supurar una extraña mezcla de sangre y pus. Había llegado el momento de buscar ayuda. Fui hasta la misión y di con Herbert Brown, quien disfrutó oyendo cómo África había defraudado todas mis expectativas, justificando así su sombría visión del Continente Negro. Se comprometió a tratar de reparar el coche, aunque no podía decir con exactitud cuándo terminaría. Si hubiera sabido que iba a tardar nueve meses, le habría estado menos agradecido. Así las cosas, al menos tenía la sensación de que me había quitado un peso de encima y me fui a Garoua en el furgón de correos.

No entendí jamás por qué el conductor del furgón postal era tan reacio a coger pasajeros blancos; por muy poco, cogía a cualquiera, pero cuando se trataba de un occidental invocaba el reglamento de transportes como si fueran las Sagradas Escrituras y se negaba en redondo. A veces un gendarme bien intencionado intercedía por mí, pero carecer de medio de transporte para salir de Poli se añadió a las demás frustraciones de la vida. Con todo, finalmente llegué a Garoua, donde, según me habían informado se ocultaba uno de los dentistas del país; el otro estaba en la capital. Después de muchos falsos indicios que me llevaban a supuestos dentistas chinos que en realidad eran tractoristas, localicé a mi hombre en el hospital.

Puesto que todavía me encontraba en la fase del occidental liberal de ideas confusas, me puse a la cola y me preparé a esperar. Al cabo de un rato llegó un hombre de negocios francés se abrió paso hasta el comienzo de la cola y le dio quinientos francos a la enfermera; «¿Hay algún dentista blanco?», preguntó. La enfermera explicó: «No es blanco, pero es francés.» El extranjero reflexiono y se marchó. Yo me quedé.

En cuanto se abrió la puerta del consultorio, fui empujado por los africanos que esperaban hasta el comienzo de la cola. Dentro había cierta cantidad de instrumentos dentales en un estado lamentable y un gran diploma de la Universidad de Lyon, cosa que me tranquilizó un poco. Le expliqué mi problema a un grandullón que había dentro. Sin más discusión, éste agarró unas tenazas y me arrancó los dos incisivos. Lo inesperado del ataque me aletargó los sentidos en cierta medida y mitigó el dolor de la extracción. Según declaró, los dientes estaban podridos. Quizá siempre los había tenido podridos, aventuró misteriosamente. Me los había quitado, de modo que estaba curado. Podía pagarle a la enfermera de fuera. Me quedé sentado como un pasmarote —la sangre me corría por el pecho de la camisa— y traté de hacerle comprender que ya podía emprender el siguiente paso del tratamiento. No resulta sencillo discutir en un idioma extranjero faltándole a uno dos incisivos; poco saqué en limpio. Finalmente comprendió que era un paciente difícil. Muy bien, declaro irritado, si no estaba satisfecho con su tratamiento llamarla al propio dentista. Desapareció y me dejó preguntándome quién acababa de efectuar la extracción. Había caído en la trampa de creer que cualquiera que se encontrara en un consultorio dental con una bata blanca y preparado para sacar muelas era dentista.

Apareció otro hombre, también con bata blanca. Inmediatamente le pregunté si era dentista. Respondió que lo era. El otro era mecánico; también arreglaba relojes. La prótesis necesaria para cubrir el hueco que me había dejado resultaría muy costosa. Su realización era muy difícil y requería una gran pericia. El la tenía. Traté de explicarle que si no podía hablar no podía trabajar. Si no podía trabajar, no podría pagarle. Su rostro se iluminó visiblemente y me indicó que regresara aquella tarde, entonces tendría confeccionada una pieza de plástico. Como cliente importante, era merecedor de anestesia y me inyectó novocaína en las encías. A mí me pareció un poco extraño que lo hiciera después de la operación, pero me sentía demasiado desgraciado para que me importara.

Pasé unas tensas horas dando vueltas por Garoua con dos dientes menos, pero con colmillos de hombre lobo. La gente que venía hacia mí por la calle cruzaba a la otra acera para no pasar por mi lado. Tenía tanta sangre en la pechera que parecía mortalmente herido. No podía hacer sino balbucir y tartajear explicaciones a los policías inquisitivos que, evidentemente, me tomaban por el perpetrador de algún acto de descuartizamiento humano.

Cuando regresé por la tarde, me colocaron dos dientes de plástico que oscilaban precariamente sobre las encías y me entregaron un frasco de líquido rosado para hacer gárgaras. Me cobraron diez veces más de lo fijado por la ley, pero fui lo suficientemente incauto para pagarlo. Al salir, observé que la Jeringuilla con que me habían inyectado estaba tirada en el suelo.

Acostumbrarme a esta tremebunda prótesis era una complicación que no me hacía ninguna falta. A los dowayos: naturalmente, les encantó; muchos se liman los incisivos hasta dejarlos parecidos a los que yo exhibía ahora. Les pregunté por qué lo hacían. ¿Por estética? No, no. ¿Era —y aquel antropólogo daba rienda suelta a sus fantasías— para proporcionar al cuerpo una entrada similar a la puerta de la aldea? No, no,
patron
, lo hacían, según me informaron, para que, si se les quedaban pegadas las mandíbulas, pudieran meterse comida en la boca y así seguir alimentándose. ¿Ocurría tal cosa con frecuencia? Que ellos supieran, no había ocurrido nunca, pero podía ocurrir. Mi capacidad para quitarme los dientes, o, lo que es más, su autonomía para soltarse a voluntad en plena conversación, eran asuntos de gran interés para los dowayos.

Se aproximaba la época de la cosecha y los dowayos trataban de encajar todas las ceremonias de la estación húmeda que podían en el mes que faltaba para que terminaran las lluvias. Después de la muerte de una persona se celebran ceremonias en las que, si es hombre, se coloca su arco en el sitio que le corresponde, detrás de la casa de las calaveras, y si es mujer, su marido o su hijo devuelven el cántaro del agua a sus hermanos. Yo tenía mucho interés por verlos, pues no podría llevar a cabo ningún análisis de su lógica o de su estructura hasta que no hubiera presenciado y registrado todas las ceremonias.

Matthieu, complacido por el ascenso de categoría que suponían mis dientes postizos, me comunicó que corrían rumores de que mi curandero estaba a punto de ejecutar la ceremonia antedicha en honor de su difunta esposa. A mí no me hacía ninguna gracia ir a verlo porque para ello había que subir una pared rocosa en la que se producían frecuentes desprendimientos bordeando abruptos precipicios, pero no había alternativa. El curandero había elegido ese inhóspito lugar para vivir por diversas razones. Primero, era el entorno en que tradicionalmente debían vivir los dowayos, que debían también cultivar las laderas de las montañas en terrazas tan escarpadas que los obligaran a moverse de rodillas. Por otra parte, al estar varios centenares de metros, más alto, el clima era idóneo para criar ciertas variedades pequeñas de mijo más apreciadas por los dowayos que las grandes del llano. En teoría, todas las ofrendas a los antepasados debían hacerse con esta clase preciada de mijo, que da, además, una cerveza más fuerte. Y por último, allí había menos riesgo de que los campos fueran devastados por el ganado.

La situación tenía ciertas ventajas para mí: en las aldeas de montaña no hace tanto calor, sin duda el curandero me recibiría bien y no estaba lejos de mi choza. Comprobé el funcionamiento de las cámaras fotográficas, del magnetofón, etc., e hice una visita preliminar a fin de untar la mano de mi anfitrión, esclarecer los motivos que lo llevaban a organizar tal ceremonia y ver qué preparativos se habían hecho. Siempre era conveniente proceder así. Una vez se hubiera iniciado la ceremonia, habría tantos parientes merodeando por allí que nadie tendría tiempo para responder a las tontas preguntas de un antropólogo. Por otra parte, ello me permitía repasar las respuestas que me estaban dando y las preguntas que estaba haciendo y de esta forma tratar de mejorarlas. Unos días después de terminada la fiesta haría otra visita destinada a aclarar las dudas que surgieran durante el desarrollo del acto y comprobar las semejanzas, los puntos de conflicto y las diferencias existentes entre el modo de ejecutar el ritual aquel y en otras aldeas. Asimismo podría aprovechar para sacar buenas fotografías de todos los aditamentos rituales, que todavía no habrían sido devueltos a sus propietarios, pues seguramente en las fotos tomadas durante la ceremonia no se verían bien. Había decidido adoptar la norma de enviar a revelar los carretes a casa. Revelarlos en Camerún era caro y poco fiable, y guardarlos durante un año y medio en ese clima entrañaría un gran riesgo. Aunque ello quería decir que muchos se perderían en el correo y que no podría verlos hasta que regresara a Inglaterra, en conjunto parecía lo más conveniente. La gran desventaja era que de este modo incrementaba mi contacto con los funcionarios de la estafeta de correos, que eran más que maestros en ineficacia y, todo, menos serviciales, incluso para los niveles locales.

Durante los días inmediatamente anteriores a la celebración de la ceremonia se produjo un importante cambio en mis condiciones de vida. Había ido ya al pueblo a recoger la correspondencia cuando apareció un camión desconocido cargado de cajas, barriles y baúles. Los vehículos nunca antes vistos daban siempre lugar a todo tipo de especulaciones. En éste viajaban dos blancos desconocidos, un hombre y una mujer. Como blanco residente me correspondía ser el primero en acercarme a ellos y meter las narices en sus asuntos. Mientras manteníamos una conversación en un francés bastante deficiente, se puso de manifiesto que todos éramos angloparlantes y recibí un viril apretón de manos que me machacó los dos dedos fracturados.

Jon y Jeannie Berg, según se presentaron, eran los nuevos misioneros destinados en Poli, colegas de Herbert Brown en la misión protestante. Se trataba de unos norteamericanos jóvenes, recién llegados a África y tan desconcertados por la experiencia como lo había estado yo al principio. Jon debía ocuparse de impartir clases en la escuela bíblica y Jeannie de ayudarlo en esta tarea. Todos nosotros desprendíamos el intenso aroma de la educación superior.

Una vez se hubieron instalado en Poli, se convirtieron en la inamovible meta de mis excursiones en busca del correo. En su agradable compañía se podía hablar cierto tipo de inglés, comer el pan que hacía Jeannie en la cocina, escuchar música y hablar de cosas que no fueran el ganado y el mijo. La tarea de Jon consistía en comunicar a los dowayos «el significado del cristianismo», como la mía era esclarecer «el significado de la cultura dowaya». Ambos nos ayudábamos a comprender las limitaciones de nuestras respectivas empresas. Por otra parte, Jon era orgulloso propietario de doce cajas de literatura barata que prestaba generosamente, y mantengo que fue esto, sobre todo lo demás lo que me mantuvo cuerdo mientras estuve en el país Dowayo. Las interminables esperas entre una ceremonia y otra, las terriblemente aburridas veladas que empezaban a las siete de la tarde cuando ya se habían acostado todos los dowayos, perdieron parte de su efecto frustrante al disponer de algo que leer. El trabajo de campo convirtió en la experiencia literaria más intensa de mi vida. Hasta entonces jamás se me había presentado una oportunidad tan propicia para la lectura. Leía sentado en las piedras mientras descansaba de una subida, tumbado junto a los riachuelos acurrucado dentro de una choza bajo el resplandor de la luna o esperando en los cruces a la luz de las lámparas de aceite. Siempre llevaba encima uno de los libros de bolsillo de Jon. Cuando me fallaban los planes o alguien incumplía un juramento sagrado, simplemente metía la marcha de trabajo de campo, sacaba mi librito y hacía gala de más paciencia que los propios dowayos.

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