Al hombre, naturalmente, se le presentan oportunidades fugaces que con frecuencia, al estar ya institucionalizadas sobre una base comercial, resultan menos embarazosas. Es este un terreno —lo mismo que el del ayudante de antropólogo— que ha sido omitido en la literatura especializada pero no en la experiencia real. El estudioso puede decidir que lo mejor es evitarlo todo, atendiendo a las enormes complicaciones para su vida doméstica y personal que acarrearía lo contrario, pero el problema se le planteará invariablemente a cualquiera que se encuentre aislado durante largos períodos en una cultura ajena. En mi caso particular, el hecho de que los dowayos consideraran que carecía de vida sexual en la aldea fue una bendición; ello me permitía tener todo tipo de libertades de las que no podía gozar ningún hombre dowayo. Normalmente, que un hombre esté solo en una choza con una mujer constituye una prueba irrefutable de adulterio; pero imaginarme a mí fornicando con las doncellas dowayo resultaba francamente ridículo, de lo cual por lo menos yo me alegraba.
Mi naturaleza y condición exactas preocupaban a la policía y hacia el fin de la estación seca estalló una crisis. En primer lugar ocurrió el incidente del helicóptero incontrolado. Una organización misionera suiza muy bien provista de fondos había decidido, en un alarde de sabiduría, que la mejor manera de convertir a los montañeses paganos era que un pastor descendiera sobre su remoto refugio en helicóptero. El efecto debió de ser ciertamente crítico. Un día, estando yo en la misión, el artefacto empezó a descender de lo alto, poniéndose a revolotear encima de nosotros con un ensordecedor bramido; era evidente que pretendía llamar la atención para que fuera alguien a la pista de aterrizaje. Puesto que yo era el único que había por allí que supiera conducir, tomé prestado un coche y para allá me fui. El helicóptero transportaba a dos pasmados clérigos de N'gaoundéré que buscaban a Herbert Brown, el cual, por su parte, había salido hacía N'gaoundéré aquella mañana por carretera. Estaban tratando de localizar su coche desde el aire. Volvieron a elevarse entre un remolino de polvo y desaparecieron en el preciso momento en que llegaba un furgón lleno de gendarmes armados hasta los dientes y dispuestos a detener a los «contrabandistas de Nigeria» que, según les habían informado, acababan de aterrizar allí. Me sacaron a rastras del coche. ¿Dónde estaba su permiso de aterrizaje, su plan de vuelo, la licencia del piloto? Mis protestas y alegaciones de total ignorancia hicieron poca mella en ellos. No les podía decir con precisión quién iba a bordo del helicóptero ni qué hacían, como tampoco darles el número de matrícula del aparato. Mi poca disposición a jurar que el aparato hubiera estado en algún momento a menos de quince kilómetros de la frontera se consideró una prueba incontestable de que estaba llevando a cabo actividades fraudulentas. Tardé cierto tiempo en poder desvincularme del asunto y demostrar que no era más que un idiota inofensivo.
Apenas había pasado este incidente cuando surgieron nuevas complicaciones. Una noche decidí acercarme hasta el hospital con la intención de visitar a un hombre de mi aldea internado a causa de una picadura de serpiente. Como mi linterna no funcionaba bien, pronto me perdí en el laberinto de senderos que rodean el pueblo y, después de dar vueltas a oscuras durante media hora, me alegré al divisar una luz. A ella me encaminé, y cuál no serla mi sorpresa al encontrarme detrás de la casa del ayudante del
sous-préfet
. Tras detenerme a explicar qué hacía allí a un joven que haraganeaba junto a la puerta, llegué a la calle principal.
Dos días más tarde, mientras me hallaba trabajando con los alfareros, se presentaron en Kongle Jon y Jeannie; los gendarmes habían ido a su casa a preguntar por mí. Un documento de aspecto oficial me requería para que me presentara en la comisaría de policía a fin de someterme a una comprobación de identidad. Después de asegurarme de que no cocerían las vasijas hasta el día siguiente, me dirigí con ellos al pueblo. El comandante que gustaba de masticar agujas me llevó a su despacho y nos pasamos una media hora tratando de aclarar quién era yo y qué hacía exactamente en Poli. Todo esto acompañado de numerosas miradas de recelo. Comencé a preocuparme.
Parecía que me acusaban de haber tomado una foto de la pared posterior de la vivienda del ayudante del
sous-préfet
. Aquello era «información estratégica». Había testigos que juraban haber visto que llevaba una cámara de fotos en la mano cuando me encontraron husmeando por la casa. ¿Con qué frecuencia iba a Nigeria? Hizo caso omiso de mis negativas; había testigos. ¿Sabía que era delito cruzar la frontera? Me habían visto. La cosa siguió así durante bastante rato, hasta que me soltaron con la firme advertencia de que iban a vigilar mi comportamiento. La obsesión de los países del Tercer Mundo por el espionaje constituye para el estudioso de campo una amenaza constante, sólo parcialmente explicable por ciertos casos en que alguna parte interesada ha financiado una investigación de zonas conflictivas. El problema real radicaba en mi total incapacidad para explicarle a alguien para quien la investigación pura no tenía razón de ser por qué un gobierno extranjero podía estar interesado en una tribu aislada de montañeses renegados. El jefe de policía tenía bastante claro que la única explicación razonable guardaba relación con la proximidad de la frontera nigeriana. Por lo tanto, o bien era contrabandista o espía que preparaba una invasión. Qué papel desempeñaba en todo esto la fotografía de la parte trasera de la casa del ayudante del
sous-préfet
, no se explicó nunca.
Mucho tiempo después, cuando lo conocí mejor, el
sous-préfet
me contó que estaba al tanto de todo, y que me habría llegado a proteger de los gendarmes caso de mostrarse excesivamente celosos en el cumplimiento de su deber; para él no había sido más que una broma pesada. En ese momento yo reaccioné con una preocupada intranquilidad intensificada por el hecho de que empezaron a aparecer policías por la aldea con intención de controlar mi paradero. Este incidente coincidió también —por casualidad o intencionadamente— con el extravío e una remesa de carretes fotográficos que había enviado por correo desde Poli.
Como siempre, Jon me prestó su leal apoyo en esos momentos difíciles y solía llevárseme a la misión a llenarme el buche de cerveza hasta que recuperaba los ánimos.
Llevaba aproximadamente un año fuera de Inglaterra y, si bien no puedo decir que entre los dowayos me encontrara como en casa, parecía haber alcanzado una especie de estadio intermedio en el que la mayoría de las cosas aparecían dotadas de una engañosa familiaridad. Había llegado el momento de empezar a revisar mis notas y atacar las áreas que había postergado para cuando una mejora de mi competencia lingüística y de mis contactos personales hicieran más fácil la investigación. Especial importancia revestían los ritos agrarios de la fertilidad, cuyos ejecutores eran por una parte el Viejo de Kpan, y por otra, los parientes de éste que había conocido en la región más alejada del país Dowayo durante el primer festival de las calaveras al que había asistido. Tales ritos consisten en tratar las piedras mágicas que confieren fertilidad a las plantas mediante remedios especiales. En Kpan, esto convergía con la propiciación de las lluvias, pues se creía que los remedios «renuevan la tierra» al caer junto con la lluvia. En el otro extremo del país Dowayo, los rituales consisten en colocar una hilera de piedras en cada confín del valle como «barrera contra el hambre». Inicié pues una serie de incursiones en esta región para hablar con los depositarios de estos secretos, los «señores de la tierra».
Una vez más, y puesto que mi coche seguía sin estar arreglado, me aproveché de la generosidad de Jon y Jeannie en lo referente al transporte. Gracias a ellos pude hacer frecuentes viajes a tan remota zona sin tener que recorrer a pie más de diez kilómetros y sin perder el contacto con el Viejo de Kpan. Para sorpresa mía, los habitantes me enseñaron de buena gana todos los indumentos de sus ceremonias con la única condición de que no les contara nada a las mujeres. Ahora que todo el mundo sabía que trabajaba con el Viejo, estaban dispuestos a confiar también en mí, sobre todo dado que les habían llegado noticias de que pagaba los costes necesarios. Pasé varias semanas recorriendo cuevas, montañas y casas de las calaveras y volviendo luego a Kpan a sacarle más información al Viejo. Al mismo tiempo, el jefe de lluvia de Mango me mandó recado de que él también estaba a punto de dar inicio a la estación de las lluvias, de modo que hube de dejar lo que estaba haciendo y salir a toda prisa hacia su monte. Allí los montañeses nos hicieron la jugarreta usual de mandarnos de un sitio para otro todo el día con la esperanza de que nos cansáramos y nos fuéramos. Es una estrategia que les ha sido útil desde la llegada a Poli de los primeros emisarios del gobierno. Pero a esas alturas Matthieu y yo ya estábamos bastante habituados a sus métodos, de modo que le pagamos a un lugareño para que nos hiciera de guía. Nos negamos a permitir que nos abandonara hasta que encontráramos al brujo y juramos que, de ser preciso, dormiríamos ante la puerta de su choza e Iríamos detrás de él todo el día siguiente. Pronto dieron con el brujo, que se mostró la mar de contento de vernos; parecía que la técnica de «hacerles dar vueltas por el monte» se aplicaba de entrada a todos los forasteros. Curiosamente, se había enterado de las dificultades que había tenido yo con el jefe de policía, lo cual despertó su conmiseración; por lo visto, también el tenía problemas.
Este brujo de la lluvia era un hombre joven, despierto y jovial que estaba dispuesto a dar inicio a la estación de las lluvias allí mismo y en aquel preciso momento sacrificando una cabra negra y rociando las vasijas de la lluvia que había en la casa de las calaveras con su sangre. No obstante, su consejero, un anciano pragmático que resultó ser tío suyo, no lo permitió. ¿Cómo iban a estar seguros de que yo no había estado en contacto con una mujer que estuviera menstruando? Además, los dowayos no esperaban la lluvia hasta al cabo de unas semanas. Cuando empezó a cuestionar la conveniencia de permitir que un hombre no circuncidado se acercara a las vasijas supe que no pretendía sino poner obstáculos. No es preciso que los extranjeros estén circuncidados para presenciar los rituales dowayos; incluso se tolera la presencia de mujeres. Comenzamos a hablar de dinero. Estuve una hora sacudiendo la cabeza con expresión horrorizada cada vez que decía una suma. Al final convinimos en el precio. No me pareció un timo pagar unas ocho libras esterlinas por el máximo secreto del país Dowayo, cantidad que a la vez me daba derecho a media cabra. El asunto se despachó sin asomo del temor reverencial que revestiría en Kpan. No revestía más dramatismo que la manera usual de matar una cabra: tumbaron al animal de espaldas y lo ahogaron pisándole la garganta. Cuando perdió el conocimiento, le cortaron el cuello y recogieron la sangre en una calabaza.
Todos salimos corriendo hacia una casa de las calaveras bastante descuidada y situada en pleno campo que contenía unas vasijas de la lluvia iguales a las que habría de ver posteriormente en Kpan. El acceso a la zona estaba prohibido para los extraños y hubimos de arrastrarnos por debajo de los espinos para acceder al umbroso claro lleno de maleza en el que se alzaba. Tras el rociamiento de rigor, regresamos a la aldea e iniciamos una charla que duró varias horas.
Fue allí donde recogí el dato quizá más importante para interpretar el simbolismo cultural de los dowayos. La información de que disponía hasta entonces vinculaba la fertilidad humana y la lluvia. La cosecha del «verdadero cultivador» había relacionado la fertilidad de las plantas con la circuncisión a través del «apaleamiento de la mujer fulani». En Mango conocí los lazos existentes entre la lluvia, la circuncisión y la fertilidad vegetal. Parecía que el día en que se limpiaban las piedras para dar inicio a la estación seca era el día que la montaña, «la corona de la cabeza del niño», se incendiaba por primera vez (es decir, se «secaba») y también el día en que se llevaban a la aldea los primeros frutos del año junto con los chicos que habían sido circuncidados. Luego descubrí que también éstos pasaban de «mojado» a «seco». El prepucio es explícitamente despreciado por los dowayos porque hace que los niños estén mojados y huelan como las mujeres; el pene circuncidado está seco y limpio. Cuando los chicos salen de la aldea para ser circuncidados están «mojados» y tienen que pasarse tres días arrodillados en el río. Luego pueden abandonar gradualmente el campamento de la orilla del río y aproximarse a los montes. Hasta la estación seca no pueden retornar a la aldea para situarse al pie del santuario donde se exhiben las calaveras de ganado. Allí se llevan los primeros frutos ese mismo día. Es decir, todas las esferas de la fertilidad se unen en un único sistema y el cambio de la estación lluviosa a la seca se vincula a la transformación del chico «mojado» sin circuncidar en hombre «seco» circuncidado.
De vuelta en casa aún habría de dedicar muchos meses de investigación y detallado análisis a perfilar los últimos detalles del sistema, pero la estructura básica de todo lo que había presenciado y anotado concienzudamente durante mi trabajo de campo de pronto encajaba y «cobraba sentido». Los momentos de «eureka» son siempre emocionantes; el hecho de que a mí me llegara inesperadamente en la cima de un monte y de que el hombre que me estaba proporcionando la información no tuviera ni idea de lo importante que era para mí, incrementó el placer que sentí al vislumbrar la estructura subyacente a esta serie de ritos en toda su simplicidad. Matthieu debió de encontrarme extrañamente vivaz mientras descendíamos. En mi desbordamiento, tomé el agua fría que manaba en la cima de la montaña sin molestarme en echarle cloro ni hervirla. No sabré nunca si esa arrogancia fue la causa de mi castigo, o si se trató de algún virus que se mantenía acechante en mi hígado. Fuera lo que fuera, caí nuevamente enfermo de hepatitis.
Cuando me encontraba en el punto más bajo de la evolución Augustin y la última de sus acompañantes femeninas me favorecieron con su visita. Mi estado de postración les hizo reflexionar con expresión grave; la enfermedad era nueva para ellos.
—Lo mejor es vomitar —declaró Augustin rotundamente—. Debes vomitar mucho.
—Hay que purgarlo —discrepó su acompañante—. Sólo una buena purga puede quitarle la enfermedad. En mi aldea mueren muchos de esto.