El antropólogo inocente (29 page)

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Authors: Nigel Barley

Tags: #Ensayo, Humor, Referencia

La música consistía en una mezcla de los últimos éxitos occidentales e interminables cantos nigerianos. Yo tuve la indescriptible desgracia de verme obligado a bailar con la esposa del médico al son de uno de estos últimos, que duró veinte minutos a lo largo de los cuales dimos vueltas por la pista casi en solitario mientras los demás sufrían los efectos del calor o contemplaban anonadados nuestras graciosas evoluciones. Era una mujer gruesa y corpulenta y, al cabo de unos diez minutos, empezó a dar claras muestras de fatiga chocando con las sillas y dando traspiés. Ninguno de los dos deseábamos ofender al otro retirándonos, de modo que continuamos bamboleándonos bañados en sudor y boqueando hasta que un alma caritativa nos trajo dos cervezas. No resulta fácil beber cerveza de una botella mientras bailas, pero nos las arreglamos bastante bien y fuimos vitoreados por los espectadores.

Hecho esto, consideré que ya había ofrecido mi contribución a las festividades y me acomodé tranquilamente en un rincón desde donde acepté la bebida que me ofreció el médico con buenas razones. La fiesta prosiguió con abundancia de líquido y comida del tipo callos socarrados. Hacia media noche trabé conversación con los jóvenes maestros recién llegados del campo, Patrice y Hubert. Patrice tenía la peculiaridad de llevar consigo una silla plegable a todas partes donde iba. Por lo visto había pasado un año entre los voko sin un solo mueble. Aquella situación lo había deprimido o profundamente, de modo que se había ido con su amigo a Garoua y se había comprado una silla de la que, juraba, no se separaría nunca. Incluso bailó con la silla hasta que lo amonestó el primo del gendarme que le había permitido entrar. La cerveza empezó a escasear y muchos se pasaron al vino tinto. Yo sabía por experiencia que no era recomendable y me alegré de disfrutar de un rato de abstinencia. Otros, sin embargo, exigían más bebidas. Parecía ser que la única fuente que quedaba era una taberna ilegal, situada al otro extremo de la ciudad y regentada por un estricto musulmán. Un enfermero que llevaba su parálisis con alegría se ofreció a ir a buscarlo en motocicleta, pero hubieron de llevarlo en brazos hasta el vehículo, pues no podía andar. Finalmente desapareció en la noche con un rugido. Yo no veía nada claro cómo se aguantaba siquiera encima de la máquina, y no digamos cómo se proponía traer la cerveza. No obstante, cinco minutos después ya estaba allí otra vez en su motocicleta. Nuevamente, hubo que llevarlo desde el vehículo hasta el asiento, donde reanudó la bebida; era un héroe. Patrice, la silla y yo salimos a la calle a escuchar a unos dowayos que entonaban una alegre canción sobre el adulterio. Graciosamente, Patrice me ofreció su silla. Los jubilosos cantos pronto se vieron interrumpidos por un guardia de la cárcel que había decidido grabar la música en su magnetofón. El modo en que lo trataron cuando se dieron cuenta de que no iba a darles dinero por permitirle hacer la grabación me dejó estupefacto. Los cantores se abalanzaron sobre él como un solo hombre, sin dejar de cantar, y las mujeres le pisotearon el aparato mientras los niños le mordían las piernas e intentaban meterle palitos en las orejas. Patrice estaba preocupado por su silla; yo me alarmé al darme cuenta de que mi propia conducta se había asemejado en muchas ocasiones a la del guardia. Resolví cambiar impresiones con Zuuldibo al día siguiente para averiguar qué era lo que me había protegido de recibir el mismo tratamiento. En África occidental es muy poco conveniente presenciar la comisión de un delito; los métodos policiales consisten fundamentalmente en localizar testigos, amigos del agredido, etc., y pegarles hasta que alguno confiesa. Resulta sorprendentemente eficaz. Patrice, su silla y yo pusimos los pies en polvorosa.

Regresamos a la fiesta del
sous-préfet
, ahora totalmente dominada por el cuerpo policial, cuyos miembros bailaban entre sí. Tras un baile bastante frío con una sargento, me pareció que ya era hora de irse y a eso de las cinco de la madrugada volví a la misión procurando no hacer ruido; allí me esperaba Jon con ganas de reír y dispuesto a creer sólo la peor parte de mis actividades nocturnas.

Puesto que más o menos ya había terminado las investigaciones serias, ahora me tocaba ocuparme del aspecto práctico. Me habían dicho que abandonar el país era una operación todavía más enojosa que llegar al aeropuerto con un billete válido. Por lo visto necesitaba un permiso de salida; hasta que lo obtuviera, sería prisionero del país. Ello me irritó sumamente. En la misión me explicaron el procedimiento a seguir. Una vez más, parecía increíble que un proceso administrativo tan engorroso e inútil se tomara en serio; con el tiempo comprobaría que no era así.

El primer disparo de la campaña lo lancé en N'gaoundéré. Una desafortunada coincidencia hizo que deseara solicitar un visado para abandonar el país precisamente cuando expiraba mi visado para permanecer en él. Me fue imposible hacerle entender a nadie del ministerio por qué deseaba las dos casas al mismo tiempo; o bien me quedaba o bien me marchaba. Sabía por experiencia que si me encontraban sin visado válido en uno de los numerosos controles policiales que hay que pasar durante cualquier viaje, podía planteárseme un problema largo y caro. Me dijeron que volviera al cabo de tres días.

El paso siguiente era la Delegación de Hacienda. También allí surgieron complicaciones. No estaba claro si debía haberme dirigido a la de N'gaoundéré: mi permiso de investigación había sido extendido en la capital, Yaoundé, la zona en donde había trabajado estaba en el norte y por lo tanto se administraba en Garoua, pero mí último permiso de residencia era de N'gaoundéré. Tenían que estudiar el asunto. Entre tanto convenía que rellenara un impreso en el que se me preguntaba: «Número de hijos. ¿Hay alguno vivo todavía?», triste reflejo del índice de mortalidad infantil. Pasé varios días prácticamente instalado en el despacho tratando de ver al inspector. Por fin me recibió y accedió a ocuparse de mi caso. El hecho de haber pagado el impuesto sobre la renta de aquel año en Gran Bretaña constituía un importante obstáculo. ¿Existía algún acuerdo tributario entre Camerún y Gran Bretaña?, preguntó. Le confesé mi ignorancia. El cerró mi expediente con determinación. Muy bien, tenía que llevarle una carta de mi embajada explicando las leyes tributarias de mi país. Yo dudaba mucho de que pudiera convencer a la embajada de hacer una declaración semejante, y además no tenía ningún deseo de ir a Yaoundé, de modo que nos enzarzamos en una larga discusión. No cedió ni un ápice.

Esperé unos cuantos días más a ver si lograba hacerme con el permiso de residencia, transcurridos los cuales me dijeron que la radio estaba rota, llevaba rota un mes, y era imposible dar ningún permiso sin hablar antes con la capital.

El mes siguiente me lo pasé entre Garoua, N'gaoundéré y Yaoundé con gran quebranto para mis finanzas y para mi salud. Al cabo de ese tiempo me convencí de que no iba a poder abandonar legalmente el país debido a que mis actividades se habían repartido entre tres zonas administrativas distintas. Hablé del asunto con mis amigos franceses de Yaoundé. Gracias a tener la nacionalidad francesa, ellos no tendrían que enfrentarse nunca a tales complicaciones y podían moverse más o menos a su antojo con un simple documento de identidad, pero me pusieron en contacto con un experto en documentación de la contaduría del ejército francés que escuchó con grave expresión mis complejos infortunios. No había problema, repuso sonriente, podía adoptar la estrategia que seguían todos. Debía contar que había vivido todo el tiempo en la capital. Me hacia falta una dirección, pero podía dar la de mis amigos. Puesto que era blanco, necesitaba criados; y si se suponía que tenía criados, precisaba documentos que demostraran que les pagaba al menos el salario mínimo establecido por el gobierno y que cotizaban en la Seguridad Social. También podía usar los de mis amigos. Todos vivíamos en el mismo piso y habíamos puesto los documentos a un solo nombre para simplificar; así se explicarla por qué yo no constaba en ningún papel. Al parecer esta técnica era empleada con frecuencia por todo tipo de organizaciones para eludir la horrenda complejidad de la burocracia. El único peligro radicaba en que insistieran en visitar mi domicilio. No era un riesgo muy grande pero convenía sobornar a los criados para que dijeran lo que debían.

Así pues, pusimos el plan en práctica. Durante las semanas siguientes recorrí lentamente el circuito recogiendo los nueve papeles necesarios con sus correspondientes sellos. Para ello hube de padecer el mismo tratamiento recibido a mi llegada, pero ya apenas me sorprendía ni me molestaba.

Los documentos prestados funcionaron a las mil maravillas. El inspector de la Seguridad Social decidió hacerme una visita, pero abandonó rápidamente la idea cuando se enteró de que no disponía de coche en el que llevarlo a mi domicilio. Estábamos ya en la estación de las lluvias y se negaba a ir andando a ningún sitio. Cogí las pólizas y seguí adelante.

Por fin llegué a la Jefatura Superior de Policía, donde se concedían efectivamente los visados. Para no apartarse de lo habitual, empezaron a mandarme de un despacho a otro como si fuera la primera vez que oían hablar de conceder visados. Empecé a las nueve de la mañana. A las tres de la tarde había llegado al despacho del jefe de policía. Dado que en ese momento me encontraba sin visado para quedarme y sin visado para marcharme, sólo él podía decidir sobre mi situación. Escuchó mi relato con aburrida superioridad. «¡Que le den el visado!», le gritó a un subordinado. Nadie me pidió los documentos que había ido reuniendo tan penosamente a lo largo de siete semanas, a tan alto coste y molestando a tanta gente. Salí del despacho dando traspiés, mareado de incredulidad. Así debió de sentirse Moisés cuando Dios le entregó las tablas.

Inicié entonces una retirada progresiva de Poli aprovechándome una vez más de la ayuda misionera para trasladar mis enseres a N'gaoundéré, donde mi lucha laocoontiana con la burocracia se había convertido en un chiste público.

Tras la fiesta del
sous-préfet
, y sobre todo a instancias de Matthieu, había decidido dar también yo una fiesta de despedida en la aldea. Para ello, conseguí por medios poco lícitos unas cuarenta botellas de cerveza de fabricación industrial y Mariyo accedió a hacer cierta cantidad de cerveza de mijo. Naturalmente, ello se convirtió en un grave problema. El dinero del mijo fue a parar a manos de un hombre cuyo hermano consideraba que Zuuldibo le debía una vaca. Este hombre lo cogió, pero a su hermano le debían mijo los padres de su esposa, que lo obtendrían del tío de la mujer, etc. Como consecuencia de todo esto, hasta el último momento no trajeron el mijo y no se pudo empezar a preparar la cerveza. La aldea entera hirvió de excitación durante dos días. Zuuldibo tejía esterillas para que se sentaran los invitados. Mariyo entonaba canciones de molienda mientras aplastaba los granos de mijo. Los niños correteaban de aquí para allá pidiendo calabazas y vasijas y, en general, entorpeciéndolo todo. Sobre todo estaban atentos a coger al vuelo cualquier cosa que tirara yo. Los envases de aerosol eran transformados en instrumentos musicales, las cajas de cerillas se convertían en recipientes para objetos secretos guardados en los graneros, después de arrancarles cuidadosamente la etiqueta para usarla como papel de liar cigarrillos. Las latas vacías eran muy buscadas para guisar. Hube de llevarme los medicamentos sobrantes al campo y enterrarlos a fin de evitar que los niños se los comieran. Los hombres pasaban de vez en cuando sólo para mirar la cerveza y chismorrear.

En conjunto, la fiesta tuvo un éxito sonado. A Matthieu le molestó que me negara a pronunciar un discurso como había hecho el
sous-préfet
, pero estaba orgullosísimo de ser el encargado de distribuir la cerveza. Puso a todo el mundo en fila y le ordenó a su ayudante en esta empresa que le diera una botella a cada persona de la aldea y los informara con claridad de quién se la daba y por qué. Parecía que el único avergonzado por esta maniobra era yo. Pronto todo el poblado estuvo como una cuba. Aparecieron los instrumentos musicales, un anciano comenzó a menear los pies y otro lo imitó. Rápidamente empezaron los bailes. Se hizo de noche y seguía llegando gente del campo, pero milagrosamente las provisiones no se agotaron. Dos de las esposas del jefe se agacharon a mis pies y empezaron a llorar; el tamborilero se arrodilló ante mí tocando un redoble todavía más insistente a la temblorosa luz del fuego; los bailarines nos rodearon dando palmas y pateando. Me dio la impresión de que debía responder de algún modo. Evidentemente, era imposible hacer un discurso, pero la presión del gentío me impedía moverme, de modo que tampoco podía unirme a la danza. Por suerte, Matthieu apareció detrás de mí con un puñado de monedas de cien francos. «Oprima una moneda sobre cada frente,
patron
», me susurró. Hice lo que me indicaba y en cuanto me fui identificando con mi cometido empecé a entonar una bendición, «que tu frente sea desigual», como deseo de buena fortuna.

Por lo visto, aquello era exactamente lo que esperaban. Les encantó esa tradicional bendición y se alejaron bailando para dar cuenta del resto de la cerveza.

Matthieu y yo nos retiramos a la choza en que se hallaban reunidos Zuuldibo y otras personalidades y al final acabé pronunciando un torpe discurso de agradecimiento y despedida. Luego tuvimos que quedarnos allí bebiendo durante varias horas, aunque yo ansiaba disfrutar de la dura soledad de mi cama. Me divirtió observar que durante el tiempo que llevaba Matthieu a mi servicio, de abstemio total se había transformado en un bebedor de consideración, mientras que yo casi no tocaba el alcohol por culpa de la hepatitis. En el exterior la fiesta continuaba con el mismo frenesí; dentro nos quedamos escuchando la música en silencio. Uno a uno se fueron marchando todos. Pronto me quedé solo y me desplomé agradecido en la cama; pero entonces empezó nuevamente a llover y a filtrarse agua por la techumbre.

Al día siguiente, cuando menos me lo esperaba, llegó hasta mis oídos que el coche que prácticamente había conseguido apartar de mi mente estaba «casi reparado». La investigación subsiguiente reveló que se había avanzado algo en tal sentido. Ya se sostenía sobre cuatro ruedas, aunque con una pícara inclinación hacia un lado. Hicieron falta tres intentos para llevarlo hasta la aldea. En dos ocasiones el motor se paró. La tercera se incendió al conectar las luces. No obstante, todo esto no eran sino complicaciones menores comparadas con la búsqueda de gasolina, que al final conseguí comprándosela a un empleado del garaje del
sous-préfet
por mediación de Augustin. De dónde la había sacado él, no quise preguntárselo.

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