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Authors: Lois McMaster Bujold

Tags: #Novela, Ciencia-ficción

El aprendiz de guerrero (27 page)

Miles cerró apretadamente sus manos alrededor de la muñeca del sargento.

—No tiene fuerza para romper mi presa —gruñó Bothari por un rincón de su boca.

—Tengo fuerza para romperme los dedos intentándolo —contestó Miles, y cargó todo su peso para ayudarse. Sus uñas se pusieron blancas. En un instante, sus articulaciones empezarían a estallar…

Los ojos del sargento se entrecerraron, el aliento le pasaba siseando por sus manchados dientes. Entonces, con un insulto, soltó a Baz de un empujón y se libró de Miles con una sacudida. Les dio la espalda, jadeando, los ojos ciegos perdidos en el infinito.

Baz se retorció en el banco y cayó al suelo con un fuerte golpe. Tragó en un ronco ahogo líquido y escupió sangre. Elena corrió hacia él y le acunó la cabeza en su regazo, sin hacer caso de la incómoda situación.

Miles se levantó tambaleándose y se quedó de pie, recobrando el aliento.

—Está bien —dijo finalmente—, ¿qué pasa aquí?

Baz trató de hablar, pero emitió un ladrido gangoso. Elena estaba llorando, así que por ese lado era inútil.

—Maldita sea, sargento…

—La encontré arrullándose con ese cobarde —gruñó Bothari, todavía de espaldas.

—¡No es un cobarde! —gritó Elena—. Es tan buen soldado como tú. Hoy me salvó la vida… —Se volvió hacia Miles—. Seguramente lo has visto en los monitores, mi señor. Había un oserano apuntándome con su arma…, creí que todo se acababa… Baz le disparó con su arco de plasma. ¡Díselo!

Elena hablaba del oserano que él había matado con las drogas. Baz, sin saberlo, había cocinado un cadáver— Yo te salvé, gritó en su interior Miles. Fui yo, fui yo…

—Es cierto, sargento —se escuchó decir a sí mismo —; le debes la vida de tu hija a tu hermano de armas.

—Ése no es hermano mío.

—¡Yo digo que sí lo es, según mi palabra!

—No es correcto… no es justo… tengo que hacerlo bien. Tiene que ser perfecto… —Bothari daba vueltas, mascullando.

Miles no había visto nunca tan agitado al sargento. Últimamente, le he cargado demasiada tensión sobre las espaldas, pensó con remordimiento. Demasiada, demasiado pronto, demasiado fuera de control…

Baz graznó algunas palabras.

—¡No… deshonra!

Elena le hizo callar y se incorporó de golpe, enfrentando a Bothari con furia.

—¡Tú y tu honor militar! Bien, me he enfrentado al fuego y he matado a un hombre, y no fue nada sino una carnicería. Cualquier robot podría haberlo hecho. No había nada de honor. Es todo una farsa, un fraude, una mentira, un gran circo. Tu uniforme ya no me asusta más, ¿me oyes?

La cara de Bothari estaba rígida y sombría. Miles avanzó como para calmar a Elena. No tenía objeciones contra el hecho de que cultivara la independencia de espíritu, pero, ¡Dios santo!, su sentido de la oportunidad era terrible. ¿No se daba cuenta? No, estaba demasiado enmarañada en su propia vergüenza y dolor y le pesaba el espectro que ahora cargaba en su hombro. No mencionó que había matado a otro hombre, anteriormente; pero Miles lo sabía, había razones que uno no elige.

Necesitaba a Baz, necesitaba a Bothari, necesitaba a Elena; y necesitaba que todos trabajaran juntos para devolverlos a casa vivos. Así que no debía gritar la cólera y angustia que le quemaban por dentro, sino lo que ellos necesitaban oír.

Lo primero que Elena y Bothari necesitaban era ser separados hasta que se enfriaran los temperamentos, o se corría el riesgo de que se desgarrasen mutuamente el corazón. En cuanto a Baz…

—Elena —dijo Miles—, ayúdale a ir a la enfermería. Haz que le revisen por si hay lesiones internas.

—Sí, mi señor —contestó ella, acentuando la naturaleza oficial de la orden con el uso del título; presumiblemente, para irritar a Bothari.

Alzó a Baz y cargó sobre sus hombros el brazo del maquinista, echándole a su padre una incómoda y envenenada mirada. Bothari estrujó las manos, pero no dijo nada ni hizo ningún movimiento.

Miles los escoltó por la pasarela. La respiración de Baz se iba haciendo, poco a poco, más regular, según comprobó Miles con alivio.

—Creo que es mejor que me quede con el sargento —le murmuró a Elena—. ¿Vosotros estaréis bien?

—Gracias a ti —dijo Elena—. Traté de detenerle, pero tenía miedo. No pude hacerlo. —Se enjugó unas últimas lágrimas.

—Es mejor así. Todo el mundo está nervioso, demasiado cansado. Él también, lo sabes. —Estuvo a punto de pedirle una definición de arrullándose pero se contuvo. Elena se llevó a Baz entre tiernos murmullos que volvieron loco a Miles.

Masticó su frustración y volvió a la cubierta de observación. Bothari seguía de pie, gravemente ensimismado. Miles suspiró.

—¿Todavía tienes ese whisky, sargento?

Bothari salió de su ensueño y se palpó el bolsillo. Le acercó en silencio la petaca a Miles, quien señaló los asientos con un gesto. Se sentaron. Las manos del sargento colgaban entre sus rodillas, la cabeza gacha.

Miles echó un trago y le ofreció la petaca.

—Bebe.

Bothari sacudió la cabeza, pero luego tomó la botella y bebió. Tras un momento, dijo en un murmullo:

—Nunca antes me ha llamado hombre de armas.

—Estaba tratando de llamar su atención. Mis disculpas.

Silencio, y otro trago.

—Es el título correcto.

—¿Por qué tratabas de matarle? Sabes cuánto necesitamos ahora a los técnicos.

Una larga pausa.

—Él no es adecuado, no para ella. Desertor…

—No estaba intentando violarla. —Fue una afirmación.

—No —dijo lentamente—, supongo que no. Nunca se sabe.

Miles miró la cámara de cristal a su alrededor, hermosa en su brillante oscuridad. Un sitio excelente para arrullarse, y para más. Pero esas largas manos blancos estaban abajo en la enfermería, probablemente aplicando compresas frías o algo así en la frente de Baz; mientras él estaba sentado allí, emborrachándose con el hombre más feo de todo el sistema. Qué desperdicio.

La petaca fue y vino otra vez.

—Nunca se sabe —reiteró Bothari—. Y ella debe tenerlo todo correcto y apropiado. Usted lo entiende, mi señor, ¿no? ¿Lo entiende?

—Por supuesto. Pero, por favor, no mates a mi maquinista. Le necesito. ¿De acuerdo?

—Malditos técnicos. Siempre consentidos.

Miles dejó pasar esto, como la queja reflejada de un viejo servidor. Bothari siempre le había parecido de la generación de su abuelo, en cierto modo; si bien, de hecho, era un par de años más joven que su padre. Miles se relajó un poco entonces, ante ese signo de retorno al estado mental normal —bueno, usual —de Bothari. El sargento se deslizó hasta sentarse sobre la alfombra, los hombros apoyados contra el banco.

—Mi señor —añadió después de un rato—, si me mataran…, ¿procuraría que cuidasen bien de ella? La dote. Y un oficial, un oficial conveniente. Y un auténtico mediador que hiciera los arreglos…

Un antiguo sueño, pensó Miles en medio de una bruma.

—Soy su señor, por derecho de tu servicio —señaló gentilmente—. Sería mi deber. —Si tan sólo pudiera convertir mi deber en mis propios sueños.

—Algunos ya no prestan mucha más atención a sus deberes —murmuró Bothari—, pero un Vorkosigan… Los Vorkosigan jamás faltan a su palabra.

—Maldita sea, que es cierto —balbuceó Miles.

—Mm —dijo Bothari, y se deslizó un poco más.

Tras un largo silencio, el sargento habló otra vez:

—Mi señor, si me mataran, no me dejaría ahí fuera, ¿no?

—¿Eh? —Miles abandonó su intento de inventar nuevas constelaciones. Acababa de conectar los puntos de una figura a la que nombró, mentalmente, Caballero.

—A veces dejan cuerpos en el espacio. Frío como el demonio… Dios no puede encontrarlos ahí fuera… Nadie podría.

Miles pestañeó. Nunca había sabido que el sargento ocultara una vena teológica.

—Mira, ¿qué es todo esto ahora de que te maten? Tú no vas a…

—Su padre el conde me prometió —Bothari alzó ligeramente su voz por encima de la de Miles —que sería enterrado a los pies de su madre, mi señora, en Vorkosigan Surleau. Lo prometió. ¿No se lo dijo?

—Eh… jamás surgió el tema.

—Su palabra de Vorkosigan. Su palabra.

—Eh, bueno, entonces. —Miles miró a través de los cristales. Algunos veían las estrellas, al parecer, y otros veían el espacio entre ellas. Frío…—. ¿Estás planeando ir al cielo, sargento?

—Como el perro de mi señora. La sangre lava el pecado. Ella me lo juró…

Se quedó callado, la mirada siempre en las profundidades. Luego, la petaca se le deslizó entre los dedos, y comenzó a roncar. Miles se sentó con las piernas cruzadas, velándole el sueño; una pequeña figura en ropa interior contra la negra inmensidad, y muy lejos de casa.

Afortunadamente, Baz se recuperó muy rápido y pudo trabajar al día siguiente, con la ayuda de un refuerzo en el cuello para aliviar sus cervicales dañadas. Su comportamiento hacia Elena era penosamente circunspecto cuando Miles estaba presente, sin darle a éste motivos para insistir en sus celos; pero, por supuesto, donde Miles estaba, estaba también Bothari, lo cual quizás lo explicara.

Miles empezó por acumular todos sus magros recursos en conseguir que la
Triumph
fuera operable, supuestamente para hacer frente a los pelianos. Secretamente, pensaba que aquélla era la única cosa lo suficientemente grande y lo suficientemente veloz donde caber todos y escapar rápido y con éxito. Tung tenía dos pilotos; al menos uno de ellos podía ser persuadido para que pilotara el salto afuera del espacio local de Tau Verde. No obstante, contempló las consecuencias de regresar a Colonia Beta en un acorazado robado, con un oficial piloto raptado, unos veinte mercenarios desempleados, un rebaño de técnicos refugiados perplejos y sin dinero para Tav Calhoun… o ni siquiera para los derechos del puerto betano. El cobertor de su inmunidad diplomática Clase III parecía encogerse hasta el tamaño de una hoja de higuera.

El intento de Miles de hacerse presente en el lugar y colaborar con los técnicos en la selección de armas en la bodega de la RG 132 fue interrumpido constantemente por gente que pedía instrucciones, órdenes, detalles o, más frecuentemente, autorización para aprovechar alguna pieza del equipamiento de la refinería o algún repuesto o algún suministro militar no utilizado, para el trabajo que estaban realizando. Miles autorizaba alegremente todo cuanto le ponían delante, ganándose reputación por su brillante capacidad de decisión. Su firma se estaba convirtiendo en una floritura finalmente ilegible.

La falta de personal, desafortunadamente, no era factible de tal tratamiento. Dobles turnos que se convertían en turnos triples tendían a terminar en una pérdida de eficacia, producto del agotamiento. Miles se sintió acuciado por la necesidad de intentar otro abordaje.

Dos botellas de vino feliciano, calidad desconocida. Una botella de licor tau cetano, naranja pálido, no verde, afortunadamente. Dos banquetas plegables de nilón y plástico, una pequeña y endeble mesa de campaña de plástico. Una media docena de golosinas felicianas envueltas en papel plateado —Miles esperaba que fueran golosinas—, cuya composición exacta era misteriosa. Debía ser suficiente. Miles cargó los brazos de Bothari con el picnic robado, recogió lo que desbordaba y se encaminó hacia el sector de la prisión.

Mayhew alzó una ceja al cruzarse con ellos en un pasillo.

—¿Adónde van con todo eso?

—A cortejar, Arde —dijo sonriendo Miles—, a cortejar.

Los pelianos habían dejado un área provisional de confinamiento, un sector de almacenaje despejado a toda prisa, lleno de cañerías y seccionado en una serie de pequeñas y frías celdas metálicas. Miles se hubiera sentido más culpable por encerrar seres humanos en ella si n hubiera sido un caso de fuerza mayor.

Sorprendieron al capitán Tung colgado con una mano de la instalación eléctrica y tratando de hacer palanca en la cubierta con un broche de presión arrancado de su uniforme; hasta ahora en vano.

—Buenas tardes, capitán —dijo Miles, dirigiéndose a los tobillos colgantes, con risueño buen humor.

Tung le miró desde arriba, con el ceño fruncido, calculando; midió a Bothari, encontró la suma no muy a su favor y se dejó caer al suelo con un gruñido. El guardia cerró otra vez la puerta tras ellos.

—¿Qué pensaba hacer con eso si quitaba la cubierta? —preguntó Miles con curiosidad.

Tung le miró despreciativamente, como un hombre a punto de escupir, y se encerró luego en un recalcitrante silencio. Bothari acomodó la mesa y las banquetas, descargó las cosas y se apoyó contra la pared al lado de la puerta, escéptico. Miles se sentó y abrió una botella de vino. Tung permaneció de pie.

—¿Me acompaña, capitán? —invitó cordialmente Miles—. Sé que no ha cenado todavía. Estaba esperando que pudiéramos tener una breve charla.

—Soy Ky Tung, capitán, Flota Mercenaria Libre Oserana. Soy ciudadano de la Democracia Popular de Gran Sudamérica, la Tierra; mi número de deber social es T275-389-45-1535-1724. Esta charla ha terminado. —Los labios de Tung parecieron sellarse en una línea de granito.

—Esto no es un interrogatorio —explicó Miles—, lo cual sería mucho más eficientemente conducido por el equipo médico, de todas maneras. Vea, incluso le daré alguna información. —Se levantó y le dedicó una reverencia formal—. Permítame presentarme. Mi nombre es Miles Naismith. —Indicó la otra banqueta con un gesto—. Por favor, siéntese. Paso bastante tiempo con calambres en el cuello.

Tung vaciló, pero finalmente se sentó, aceptando hacerlo sólo en el borde de la silla.

Miles sirvió y tomó un sorbo. Buscaba recordar alguna de las frases de conocedor de vinos que solía emplear su abuelo, para abrir la conversación, pero la única que le venía a la mente era aguado como pis, lo que no parecía precisamente adecuado. Secó el borde de la taza de plástico en su manga y se la ofreció a Tung.

—Observe. No hay veneno, no hay drogas.

Tung se cruzó de brazos.

—El truco más viejo del libro; se toma el antídoto antes de venir.

—Oh. Sí, supongo que podía haber hecho eso. —Sacudió un paquete de unos cubos más bien gomosos que había entre ellos y los miró tan dubitativamente como lo hizo Tung—. Ah, carne. —Se metió uno en la boca y masticó diligentemente—. Adelante, pregúnteme cualquier cosa —agregó con la boca llena.

Tung luchó con su resolución; luego preguntó ansiosamente:

—Mis tropas, ¿cómo están mis tropas?

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