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Authors: Lois McMaster Bujold

Tags: #Novela, Ciencia-ficción

El aprendiz de guerrero (28 page)

Miles le detalló de inmediato una lista con el nombre completo de los muertos, los heridos y su estado médico actual.

—El resto están bajo llave, como usted; excúseme por no brindarle información exacta de su ubicación… por si acaso puede hacer más con esa luz de lo que yo creo que puede hacer.

Tung suspiró con tristeza y alivio y eligió con aire ausente un cubo de proteína para sí.

—Lamento que las cosas fueran tan caóticas —se disculpó Miles—. Me doy cuenta de cuánto debe irritarle que su oponente le venza con una maniobra tan disparatada. También yo hubiera deseado algo más limpio y más táctico, como Komarr, pero tuve que tomar la situación como la encontré.

Tung resopló.

—¿Quién no? ¿Quién se cree que es? ¿Lord Vorkosigan?

Miles inhaló vino hasta los pulmones. Bothari abandonó la pared para golpearle la espalda, sin ayudarle mucho, y mirar suspicazmente a Tung. Pero al mismo tiempo que Miles logró recuperar el aliento, recobró el equilibrio. Humedeció sus labios.

—Ya veo. Se refiere al almirante Aral Vorkosigan de Barrayar. Usted, eh, me… confundió un poco… Ahora es el conde Vorkosigan.

—¿Ah, sí? ¿Está vivo todavía? —observó Tung, interesado.

—Bastante.

—¿Ha leído su libro sobre Komarr?

—¿Libro? Oh, el informe Komarr. Sí, oí que lo han escogido en un par de escuelas militares extranjeras… no barrayaranas, quiero decir, eso es.

—Yo lo he leído once veces —dijo Tung con orgullo—. La memoria militar más sucinta y concisa que jamás he visto. La más compleja estrategia trazada lógicamente, como un diagrama de cables: política, economía y todo lo demás. Juraría que la mente de ese hombre opera en cinco dimensiones. Y sin embargo encuentro que la mayoría de la gente no ha oído acerca de ello. Debería ser de lectura obligatoria… Yo les hago el examen a mis oficiales jóvenes basándome en ese libro.

—Bueno, le he oído decir que la guerra es el fracaso de la política… Creo que la política ha sido siempre parte de su pensamiento estratégico.

—Seguro, cuando uno llega a ese nivel… —A Tung le picaron las orejas—. ¿Lo ha oído? No sabía que hubiera concedido ninguna entrevista… ¿Por casualidad recuerda dónde y cuándo vio eso? ¿Se pueden conseguir copias?

—Ah… —Miles echó un cable fino—. Fue una conversación personal.

—¿Usted le ha conocido?

Miles tuvo la frustrante sensación de medir de repente apenas medio metro de altura a los ojos de Tung.

—Bueno, sí —admitió cautamente.

—¿Sabe si… escribió algo como el Informe Komarr acerca de la invasión de Escobar? —preguntó ansiosamente Tung—. Siempre he pensado que debería haber un volumen más, estrategia defensiva a continuación de la ofensiva, digamos, para tener la otra mitad de su pensamiento. Como los volúmenes de Sri Simka sobre Walshea y Skya IV.

Miles clasificó finalmente a Tung: un loco por la historia militar. Conocía a la especie muy, muy bien. Reprimió una sonrisa.

—No creo. Escobar fue una derrota, después de todo. Nunca habla mucho de ello… y lo entiendo. Quizá por un toque de vanidad al respecto.

—Mm —admitió Tung—. No obstante, es un libro maravilloso. Todo lo que parecía totalmente caótico en su momento reveló ese esqueleto interno, completo… Por supuesto, siempre parece caótico cuando uno está perdiendo.

Era el turno de que a Miles le picaran las orejas.

—¿En su momento? ¿Estuvo usted en Komarr?

—Sí, era teniente en la Flota Selby, que empleó Komarr… Qué experiencia. Hace ya veintitrés años. Parecía que cada punto débil natural en las relaciones empleador-mercenario estallaba en nuestra cara… y eso antes de que hubiera habido siquiera un primer disparo. Infiltración de la inteligencia de Vorkosigan, supimos más tarde.

Miles se mostró entusiasmado y procedió a explotar esta inesperada fuente de reminiscencias por lo que pudiera ser útil. Trozos de frutas se convirtieron en planetas y satélites, migajas de proteínas de diferente forma pasaron a ser cruceros, correos, bombas y transportes de tropas. Las naves vencidas eran comidas. La segunda botella de vino introdujo otras famosas batallas mercenarias.

Miles estaba pendiente, sinceramente, de las palabras de Tung, ignorando la incomodidad de la situación.

Tung se reclinó hacia atrás al fin, con un suspiro de satisfacción, lleno de vino y comida y vacío de historias. Miles, consciente de su propia capacidad, se había cuidado —hasta donde la cortesía lo permitía —de no beber demasiado. Hizo girar el resto de vino en el fondo de su vaso y probó un cauto sondeo.

—Parece un gran desperdicio que un oficial de su experiencia se pierda una buena guerra como ésta, encerrado en una celda.

Tung sonrió.

—No tengo intenciones de permanecer en esta caja.

—Ah… sí. Pero quizás haya otras maneras de salir de ella, ¿no cree? En este momento, los Mercenarios Dendarii son una organización en plena expansión. Hay mucho espacio en la cima para el talento.

Tung sonrió amargamente.

—Usted tomó mi nave.

—Y también la del capitán Auson. Pregúntele si está descontento al respecto.

—Buen intento… señor Naismith, pero tengo un contrato. Un hecho que, a diferencia de otros, yo sí recuerdo. Un mercenario que no hace honor a su contrato, tanto en las buenas como en las malas, es un ladrón, no un soldado.

Miles casi se desvaneció de amor no correspondido.

—No puedo censurarle por eso, señor.

Tung le miró con entretenida tolerancia.

—Ahora bien, a despecho de lo que ese asno de Auson parece creer, le tengo a usted por un brillante oficial joven que no valora bien el carácter de sus cualidades… y se está hundiendo rápidamente. Me parece a mí que es usted, y no yo, quien pronto estará buscando un nuevo empleo. Usted parece tener una comprensión promedio de la táctica y ha leído a Vorkosigan, lo cual está bien pero no es nada extraordinario. Sin embargo, cualquier oficial que pueda hacer congeniar a Auson y a Thorne para que aren juntos un surco recto demuestra un genio en el manejo de personal. Si sale vivo de ésta, venga a verme… Tal vez pueda encontrar algo para usted en el área ejecutiva.

Miles miró a su prisionero con la boca abierta, estimando la descarada apreciación a que se había hecho merecedor. En realidad, sonaba bien. Suspiró.

—Usted me honra, capitán Tung. Pero me temo que yo también tengo un contrato.

—Basura.

—¿Perdón?

—Si su contrato es con Felice, me hace reír, dudo que Daum estuviera autorizado para firmar ningún acuerdo. Los felicianos son tan tacaños como su contraparte, los pelianos. Podríamos haber terminado esta guerra hace seis meses si los pelianos hubieran aceptado de buen grado pagar al gaitero. Pero no…, eligieron «economizar» y sólo compraron un bloqueo y algunas instalaciones como ésta… y, por eso, actúan como si estuvieran haciéndonos un favor. ¡Pe…!

La frustración segó con disgusto su voz.

—Yo no he dicho que mi contrato fuera con los felicianos —dijo Miles suavemente.

Los ojos de Tung se entrecerraron con perplejidad; bien. Las evaluaciones del hombre estaban tan cerca de la verdad como para alegrarse.

—Bueno, mantén tu cola baja, hijo —le aconsejó Tung—. A la larga, a la mayoría de los mercenarios les han disparado en el culo más quienes les empleaban que sus enemigos.

Miles se despidió cortésmente. Tung le escoltó con aire de genial anfitrión hasta la puerta.

—¿Hay algo más que necesite? —le preguntó Miles.

—Un destornillador —respondió rápidamente Tung.

Miles sacudió la cabeza y sonrió con pesar cuando la puerta se cerró en la cara del euroasiático.

—Maldita sea, si no me siento tentado de mandarle uno —le dijo a Bothari—. Me muero por ver qué es lo que podrá hacer con esa instalación de luz.

—¿Para qué ha servido todo esto exactamente? —preguntó Bothari—. Consumió tu tiempo con historias antiguas y no reveló nada.

Miles sonrió.

—Nada que no sea importante.

14

Los pelianos atacaron por la eclíptica, en dirección opuesta al sol, aprovechando la protección que brindaba el cinturón de asteroides. Llegaron desacelerando, telegrafiando su intención de capturar sin destruir; y llegaron solos, sin sus empleados oseranos.

Miles sonreía encantado mientras cojeaba entre el revuelo de hombres y equipos en los pasillos de la estación de desembarco. Los pelianos difícilmente hubieran seguido más cerca de su guión favorito de haber dado las órdenes él mismo. Había habido algunas discusiones cuando insistió en instalar los piquetes de guardia y las armas principales, desplegándolos sobre el lado de la refinería que daba al cinturón y no sobre el que daba al planeta. Pero fue inevitable. Impedir la evasión, una táctica actualmente agotada, era la única esperanza de los pelianos de poder sorprenderlos. Una semana antes podría haberles dado resultado.

Miles esquivó a algunas de sus tropas que corrían a sus puestos. Rogó a Dios no tener que hallarse nunca en un refugio; antes prefería ser voluntario en la retaguardia, a salvo de quedar atrapado entre sus propias fuerza y las del enemigo.

Se arrojó por el tubo flexible adentro del
Triumph
. El soldado que estaba esperando cerró la compuerta de inmediato y soltó rápidamente las conexiones del tubo. Como había imaginado, era el último en abordar la nave. Mientras el acorazado maniobraba para alejarse de la refinería se encaminó hacia la sala de tácticas.

La sala de tácticas del
Triumph
era notablemente más grande que la del
Ariel
. Miles se acobardó ante el número de sillas giratorias vacías. Una mitad de la tripulación de Auson, incluso aumentada por algunos voluntarios —técnicos de la refinería—, apenas alcanzaban a conformar un esqueleto de tripulación para la nueva nave.

Exhibidores holográficos operaban en toda su brillante confusión. Auson estaba tratando de coordinar el control de dos estaciones al mismo tiempo. Miró con alivio a Miles.

—Me alegra ver que lo lograra, mi señor.

Miles se sentó en una silla de comando.

—Yo también. Pero, por favor…, sólo señor Naismith, no mi señor.

Auson pareció confundido.

—Los otros le llaman así.

—Sí, pero… no es por cortesía nada más. Denota una relación legal específica. Usted no me llamaría esposo mío aunque escuchara a mi mujer hacerlo, ¿no? Bueno, ¿qué tenemos ahí fuera?

—Parecen quizás unas diez naves pequeñas… todas basura local peliana. —Auson estudió las lecturas de su pantalla; la preocupación le marcaba arrugas en su ancho rostro—. No sé dónde están nuestros muchachos. Este tipo de cosas sería justo su estilo.

Miles interpretó, correctamente, que nuestros muchachos significaba para Auson sus antiguos camaradas, los oseranos. El desliz no le molestó; ahora Auson estaba comisionado. Miles le miró de soslayo y creyó saber exactamente por qué los pelianos no habían traído a sus pistoleros alquilados. Hasta donde los pelianos sabían, por el contrario, una nave oserana se les había vuelto en contra. Los ojos de Miles brillaban ante la idea del desmayo y la desconfianza que debería estar reverberando en este momento entre el alto mando peliano.

El
Triumph
describió un gran arco hacia la posición de los atacantes. Miles se comunicó con la sala de navegación.

—¿Estás bien, Arde?

—Para volar ciego, sordo, mudo y paralítico, no está mal —respondió Mayhew—. El piloto manual es un castigo, es como si la máquina me operara a mí. Es terrible.

—Sigue haciendo bien tu trabajo —dijo Miles animadamente—. Recuerda, nos interesa más conducirlos hasta que estén al alcance de nuestras armas que golpearlos nosotros mismos para derribarlos.

Miles se reclinó y miró las pantallas.

—No creo que se imaginen realmente cuánta artillería ha traído Daum. Están repitiendo la misma táctica que usaron la última vez, según informaron los oficiales felicianos. Por supuesto, funcionó una vez…

Las naves de la vanguardia peliana acababan de entrar en el alcance de la refinería. Miles contuvo el aliento como si con ello pudiese forzar a sus hombres a contener el fuego. Estaban ahí fuera, solitarios, escasos y nerviosos. Había más armas desplegadas que personal para manejarlas, aun con fuego controlado por ordenador; en particular, porque los sistemas de control habían presentado problemas durante la instalación, y algunos aún no estaban del todo resueltos. Baz había trabajado hasta el último momento —seguía trabajando, por lo que Miles sabía—, y junto a él estaba Elena. Miles deseó haber tenido alguna excusa para mantenerla, en cambio, a su lado.

La nave líder de los pelianos vomitó un centelleante rosario de bombas de diente de león, que formaron un arco en dirección a los colectores solares. Otra vez no, gruñó para sí Miles, contemplando las reparaciones de dos semanas a punto de ser arruinadas. Las bombas se abrieron en sus cientos de agujas. El espacio fue de repente bordado por hilos de fuego a medida que el armamento defensivo tejió sus disparos para interceptarlas. La propia nave peliana estalló en pedazos, como una erupción de piedras, cuando alguien junto a Miles anotó un tiro directo; quizá de suerte. Una porción de los restos continuó con su antigua dirección y velocidad, casi tan peligrosa en su inercia como un arma inteligentemente guiada.

Las naves que venían detrás comenzaron a virar y a desviarse, sacudidas de su complaciente línea en «V». Auson y Thorne, en sus naves respectivas, las acosaban ahora cada una desde un lado, como un par de perros ovejeros enloquecidos que atacan a su rebaño. Miles golpeó el puño contra el panel que tenía delante, en un paroxismo de gozo ante la belleza de la formación. Si tuviera tan sólo una tercera nave de guerra para encerrar completamente sus flancos, ninguno de los pelianos tendría escapatoria posible. Como estaban las cosas, los mantenían comprimidos en na franja cuidadosamente calculada, para que ofrecieran el máximo blanco a las defensas de la refinería.

A su lado, Auson compartía su entusiasmo.

—¡Míralos! ¡Míralos! Derechito a las fauces, como aseguraste que harían… Y Gamad juraba que estabas loco al desproteger el flanco solar… ¡Bajito, eres un tío genial!

La emoción de Miles fue mitigada por la sobria reflexión de qué nombres se hubiera ganado de haberse equivocado. El alivio le hizo casi desvanecerse. Se recostó en la silla de mando y dejó escapar un largo, largo suspiro.

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