El Árbol del Verano (11 page)

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Authors: Guy Gavriel Kay

Tags: #Aventuras, Fantástico

Desde el sitio que ocupaba junto a la ventana, Paul pudo oír que un pájaro diferente al que antes había oído se ponía a cantar. Supuso que se debía estar acercando el alba, pero ellos estaban en el ala oeste del palacio y el cielo todavía estaba oscuro. Se preguntaba, intrigado, si el rey había olvidado su presencia. Pero, por fin, Ailell exhaló un suspiro de fatiga, dejó el cetro sobre el tablero de ajedrez y avanzó hasta detenerse junto a Paul, que estaba mirando por la ventana. Desde donde estaba, Paul veía la tierra que se extendía hacia el oeste y, más lejos aún, los árboles de un bosque, una oscura mancha sobre la oscuridad de la noche.

—Retírate, amigo Pwyll —dijo Ailell no sin gentileza—. Estoy muy fatigado y estaré mejor solo. Fatigado —repitió— y viejo. Si es cierto que algún poder de la Oscuridad está caminando por la tierra, yo no puedo hacer nada esta noche para remediarlo, excepto morir. Y, en verdad, no quiero morir ni en el Árbol ni de ninguna otra manera. Si éste es mi error, que lo sea. —Sus ojos estaban ausentes y tristes y miraban por la ventana hacia los lejanos bosques.

Paul aclaró su garganta con dificultad.

—No creo que querer vivir sea un error —sus palabras sonaron desapaciblemente en el silencio; una extraña emoción se estaba apoderando de él.

Ailell sonrió, pero sólo con su boca pues su mirada seguía perdida en la oscuridad.

—Para un rey, quizá sí lo sea, Pwyll. ¿Recuerdas lo que te dije del precio? —y continuó con una voz diferente—: También he tenido algunas ventajas. Ya oíste a Ysanne esta mañana en el salón. Dijo que me había querido mucho, pero nunca lo supe. Me parece —

musitó volviéndose hacia Paul— que no le diré nada a Marrien, la reina.

Paul abandonó la habitación tras hacer una reverencia lo más respetuosa que pudo.

Tenía un nudo en la garganta. «Marrien, la reina.» Sacudió la cabeza y comenzó a caminar por el pasillo con paso incierto. Muy cerca se destacó una sombra desde el muro.

—¿Conoces el camino? —le preguntó Kell.

—En verdad, no —dijo Paul—, creo que no.

Sus pisadas resonaban mientras atravesaban los diversos salones del palacio. Fuera estaba despuntando el alba por encima de Gwen Ystrat; pero en el palacio reinaba todavía la oscuridad.

Frente a la puerta de su habitación, Paul se volvió hacia el hombre de Diarmuid.

—Kell —preguntó—, ¿qué es el Árbol?

El fornido soldado se estremeció. Luego se frotó con una mano el ancho caballete de su nariz rota. Se habían detenido y Paras Derval yacía envuelto en el silencio. Por un momento, Paul pensó que su pregunta se iba a quedar sin respuesta, pero entonces Kell respondió en voz baja:

—¿El Árbol del Verano? Está en el bosque, al oeste de la ciudad. Está consagrado a Mörnir, el del Trueno.

—¿Por qué es importante?

—Porque —continuó Kell todavía más bajo— desde allí el dios llamaba al soberano señor en los tiempos antiguos, cuando la tierra lo necesitaba.

—¿Para qué lo llamaba?

—Para que se atara del Árbol y muriera —respondió Kell con sencillez—. Pero ya he hablado demasiado. Tu amigo está esta noche con lady Rheva, creo. Dentro de un ratito vendré a despertaros; nos espera una larga cabalgata —y se volvió sobre sus talones para marcharse.

—¡Kell!

El hombretón se dio la vuelta despacio.

—¿Siempre es el rey el que se ata?

La cara ancha y morena de Kell estaba ensombrecida por el recelo. Cuando por fin respondió, pareció hacerlo en contra de su voluntad.

—Se sabe que príncipes de su sangre lo han hecho otras veces en su lugar.

—Eso explica el comportamiento de Diarmuid la noche pasada. Kell, no quiero causarte problemas, pero si yo tuviera que adivinar lo que sucedió aquí, diría que Ailell fue llamado por causa de la sequía, o que quizás hay sequía porque Ailell no acudió a la llamada; diría también que está aterrorizado por lo sucedido y que Loren lo apoya porque no está seguro de lo que pueda ocurrir en el Árbol del Verano.

Tras un momento de vacilación, Kell asintió de mala gana, y Schafer continuó:

—También diría, y se trata sólo de una conjetura, que el hermano de Diarmuid quiso ocupar el lugar del rey, pero Ailell se lo prohibió; por eso se marchó y ahora es Diarmuid el heredero. ¿Acertaría?

Kell se había acercado mucho mientras Paul hablaba.

Sus honestos ojos castaños escudriñaron los de Paul. Luego sacudió la cabeza con un cierto miedo retratado en sus rasgos.

—Esto es demasiado para mí. En efecto, acertarías. El soberano señor debe dar su consentimiento al que va a sustituirlo y, como se negó a darlo, el príncipe lo maldijo, lo cual significa traición; por eso fue desterrado. Y ahora decir su nombre supone la muerte.

En el silencio que siguió, a Paul le pareció que todo el peso de la noche estaba cayendo sobre ellos.

—Yo no tengo ningún poder —dijo Kell con su voz profunda—, pero, si lo tuviera, lo habría maldecido a él en nombre de todos los dioses y diosas que existen.

—¿A quién? —susurró Paul.

—¿A quién? Al príncipe, claro —respondió Kell—. Al príncipe desterrado, al hermano de Diarmuid, a Aileron.

Capítulo 6

Más allá de las puertas y de las murallas del palacio se hacían evidentes las secuelas de la sequía. Las consecuencias de un verano sin lluvias podían medirse por el espeso polvo de la carretera, en la yerba rala casi de color marrón que cubría colinas y tummocks, en los raquíticos árboles y en los pozos secos de los pueblos. En el quincuagésimo año del reinado de Ailell, el Soberano Reino estaba sufriendo lo que ningún hombre vivo podía recordar.

Para Kevin y Paul, que cabalgaban hacia el sur con Diarmuid y siete de sus hombres, la situación se reflejaba de forma más brutal en las pálidas y tristes figuras de los granjeros que pasaban por la carretera. Además, el calor del sol despedía sobre el paisaje el resplandor del espejismo. No había nubes en el cielo.

Pero Diarmuid estaba forzando la marcha, y Kevin, que no era un buen jinete y que no había dormido la noche anterior, se sintió excepcionalmente feliz cuando se detuvieron a las puertas de una taberna en el cuarto pueblo que atravesaron.

Comieron de prisa carne fría muy condimentada, pan y queso, y bebieron pintas de cerveza negra para quitarse de la garganta el polvo del camino. Kevin, que comía con voracidad, vio que Diarmuid hablaba unas palabras con Carde, quien, con paso tranquilo, se dirigió al tabernero y entró con él en otra habitación. Al darse cuenta de la mirada de Kevin, el principe avanzó, bordeando la larga mesa de madera, hacia donde estáte sentidos é1 y Paul en compañía de un hombre flaco y moreno llamado Erron.

—Estamos buscando a vuestro amigo —explicó Diarmuid—. Es una de las razones de nuestra cabalgata. Loren se ha dirigido hacia el norte para hacer lo mismo, y yo además he enviado aviso a la costa.

—¿Quién se ha quedado con las mujeres? —preguntó con celeridad Paul Schafer.

Diarmuid sonrió.

—Créeme —respondió—, sé lo que estoy haciendo. Hay guardias y además Matt se ha quedado en palacio.

—¿Loren se ha marchado sin él? —inquirió Paul con perspicacia—. ¿Cómo…?

La expresión de Diarmuid era más y más divertida.

—Incluso sin poderes mágicos nuestro amigo puede apañárselas muy bien solo. Tiene una espada y sabe cómo usarla. Te preocupas por nada, ¿no crees?

—¿Y eso te sorprende? —le interrumpió Kevin—. No sabemos dónde estamos, ni conocemos vuestras costumbres; Dave se ha perdido, Dios sabe dónde; y tampoco sabemos a dónde vamos ahora contigo.

—Esto último —dijo Diarmuid— es bastante fácil de solucionar. Vamos a cruzar el río y a entrar en Cathal, si es que podemos. De noche y con el mayor sigilo, porque es probable que nos maten si nos descubren.

—Ya veo —dijo Kevin tragando saliva—. ¿Y podemos saber por qué vamos a arriesgarnos a tan desagradable posibilidad?

Por primera vez durante aquella mañana, Diarmuid rompió a reír con todas sus fuerzas.

—Claro que puedes saberlo —respondió con voz amable—. Vais a ayudarme a seducir a una dama. Dime, Carde —agregó dándose la vuelta—, ¿alguna noticia?

No había ninguna. El príncipe vació su pinta y alcanzó la puerta con rápidas zancadas.

Los otros se levantaron deprisa y lo siguieron. Algunos campesinos se habían reunido fuera, frente a la puerta de la taberna, para verlos partir.

—¡Mörnir os guarde, joven príncipe! —gritó impulsivamente uno de los granjeros—. Y en el nombre del Árbol del Verano, ¡ojalá se lleve al anciano y seas tú nuestro rey!

Diarmuid había hecho un gracioso saludo con la mano al oír las primeras palabras, pero, cuando oyó la última frase, hizo dar la vuelta a su caballo con un gesto brusco. Se hizo un silencio tenso. La expresión del príncipe se había vuelto fría. Nadie se movía.

Sobre su cabeza, Kevin oyó el batir de las alas de una bandada de cuervos que ocultó el sol por un instante.

La voz de Diarmuid, cuando habló, era grave e imperiosa.

—Las palabras que acabas de pronunciar son una traición —dijo el hijo de Ailell, e, inclinando la cabeza hacia un lado, sólo pronunció una palabra más—: Kell.

Con certeza, el granjero no alcanzó a ver la flecha que lo mató. Tampoco lo hizo Diarmuid: ya se alejaba con su caballo al galope por la carretera, sin mirar atrás. Kell volvió a poner el arco en su sitio y, antes de que el estupor hubiera desaparecido y hubiera comenzado el griterío, los diez hombres habían llegado al recodo del camino que conducía hacia el sur.

Las manos de Kevin temblaban por la conmoción y la cólera mientras galopaba; la imagen del hombre muerto lo obsesionaba y los ecos de los gritos resonaban en su mente. Kell, a su lado, parecía impasible e imperturbable, aunque evitaba con todo cuidado la mirada de Paul Schafer, quien clavaba sus ojos en él, mientras cabalgaban y ante quien el mismo Kell había pronunciado el día anterior palabras de traición.

En los primeros días de la primavera de 1949, el doctor John Ford, de Toronto, había tomado quince días de vacaciones en su trabajo como residente en el Hospital St.

Thomas de Londres. Estaba recorriendo a pie la región de los lagos, al norte de Keswick, cuando llegó, a la caída de un día agotador, al pie de una colina y caminó fatigosamente hasta una granja escondida entre las sombras de la ladera.

En el patio había una joven que sacaba agua de un pozo. El sol poniente se reflejaba en sus oscuros cabellos. Cuando se volvió, al oír el ruido de sus pisadas, vio que sus ojos eran grises. Y le sonrió con timidez cuando él, con el sombrero en la mano, le pidió un vaso de agua; y antes de que ella hubiera terminado de sacarla del pozo, John Ford ya se había enamorado sencilla e irrevocablemente, que era en él la manera natural de hacer las cosas.

A Deirdre Cowan, que había cumplido dieciocho años aquella primavera, su abuela le había dicho hacía mucho tiempo que se enamoraría y se casaría con un hombre del otro lado del mar. Puesto que su abuela había tenido la Visión, Deirdre nunca puso en duda lo que le había dicho. Y este hombre, tímido y apuesto, tenía unos ojos que la atraían.

Ford pasó aquella noche en la granja del padre de la chica y, en el silencio de la oscuridad que precede al alba, Deirdre se levantó de su cama. No se sorprendió al ver a su abuela en la puerta de su dormitorio haciéndole un ademán de bendición que le hizo recordar tiempos que ya habían quedado muy atrás. Y se dirigió hacia la habitación de Ford, con los ojos grises llenos de seducción y el cuerpo colmado de confianza.

Se casaron al final de la primavera y John llevó a su mujer a casa cuando caían las primeras nieves del invierno. Y, veinticinco años después de que sus padres se hubieran encontrado, su hija caminaba junto a un enano hacia las orillas de un lago, en otro mundo, para encontrarse con su propio destino.

El sendero que conducía hacia el lago donde vivía Ysanne torcía hacia el noroeste a través de un valle umbroso flanqueado por suaves colinas, un paisaje que hubiera sido encantador en cualquier otra estación propicia. Pero Kim y Matt caminaban a través de un país quemado y reseco; y la sed de la tierra parecía desgarrar a Kim por dentro como una angustia. Su rostro estaba contraído y sus huesos parecían tiesos y agarrotados.

Cualquier movimiento le resultaba penoso y sus ojos, miraran a donde miraran, se acobardaban más y más.

—Se está muriendo —dijo.

Matt la miró con su único ojo.

—¿Puedes sentirlo?

Ella asintió con un gesto rígido.

—No lo entiendo.

La expresión del enano era ceñuda.

—No se posee el don sin poseer también su oscuridad. No te envidio.

—¿Envidiarme qué, Matt? —el entrecejo de Kim estaba fruncido—. ¿Qué es lo que tengo?

La voz de Matt Sören fue muy suave.

—Poder. Memoria. En verdad, no estoy seguro. Si el sufrimiento de la tierra te afecta tan profundamente…

—Es más fácil en el palacio. Estoy bloqueada por todos ellos.

—Podemos regresar.

Por un momento, doloroso y casi amargo, Kim quiso rehacer el camino, pero completo.

No sólo hasta Paras Derval, sino hasta su casa. Allí no la quemarían la agonía de la hierba y la muerte de las flores en los senderos. Pero entonces se acordó de los ojos de la vidente cuando se encontraron con los suyos, y volvió a oír otra vez su voz que retumbaba en sus venas:

—Te he estado esperando.

—No —dijo—. ¿Falta mucho?

—Detrás de la curva. Pronto veremos el lago. Pero espera, déjame darte algo; debería habérseme ocurrido antes. —Y el enano le tendió un brazalete de plata finamente trabajada en el que había incrustada una piedra verde.

—¿Qué es?

—Una piedra vellin. Es muy valiosa; hay muy pocas y el secreto de su labrado murió con Ginserat. La piedra es una protección frente a los poderes mágicos. Póntela.

Con el asombro reflejado en sus ojos, Kim se puso el brazalete en su muñeca y al instante desaparecieron el dolor, el sufrimiento, el agotamiento y el ardor. Todavía los sentía, pero de una forma distante, pues la piedra era su escudo y se sentía protegida.

Gritó de asombro.

Pero el alivio de su rostro no se reflejó en el del enano.

—¡Ah! —dijo Matt Sören ceñudamente—. Entonces estaba en lo cierto. Oscuros hilos se entretejen en el Telar. El Tejedor quiera que Loren vuelva pronto.

—¿Por qué? —preguntó Kim—. ¿Qué significa esto?

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