El Árbol del Verano (12 page)

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Authors: Guy Gavriel Kay

Tags: #Aventuras, Fantástico

—Si la piedra vellin te preserva del sufrimiento de la tierra, es que ese sufrimiento no es natural. Y si hay una fuerza tan poderosa que pueda lograr tal cosa en el Soberano Reino, empiezo a tener miedo. Empiezo a preguntarme sobre las antiguas leyendas del Árbol de Mörnir y del pacto que el Fundador hizo con el dios. Y si no existe tal fuerza, entonces no sé lo que ocurre. Ven —agregó el enano—, es hora de que te lleve junto a Ysanne.

Y apresurando el paso, la condujo dando un rodeo hasta el saliente que había en la ladera de una colina. Al salvarlo, Kim vio el lago: una piedra preciosa de color azul engarzada en el collar de las suaves colinas. De algún modo, junto al lago había todavía hierba y un profuso y variado colorido de flores silvestres.

Kim se detuvo, muerta de cansancio:

—¡Oh, Matt!

El enano permanecía silencioso mientras ella miraba embelesada hacia el agua.

—Es hermoso —dijo por fin el enano—. Pero si hubieras visto Calor Diman entre las montañas, guardarías ahora el elogio de tu corazón y lo reservarías para la Reina de las Aguas.

Kim, dándose cuenta del cambio que había experimentado la voz del enano, lo miró durante un momento; luego, con un deliberado suspiro, cerró los ojos y permaneció un buen rato sin decir palabra. Cuando habló, su voz tenía una cadencia que no era la acostumbrada.

—Entre las montañas —dijo Kim—, muy arriba, allí está. Las nieves derretidas durante el verano van a parar al lago. El aire es limpio y claro. Hay águilas que vuelan en círculo.

La luz del sol convierte al lago en un fuego dorado. Beber de sus aguas es degustar cualquiera de las luces que refleja: el sol, la luna o las estrellas. Y, bajo la luna llena, Calor Diman es mortal, pues la visión nunca desfallece y no cesa de atraer. Es como una marea en el corazón. Sólo el rey de los enanos puede soportar la vigilia de esa noche sin enloquecer, y debe hacerlo por la Corona de Diamante. Debe desposar a la Reina de las Aguas, yaciendo toda la noche en sus orillas bajo la luna llena. Entonces él, hasta el fin de sus días, estará ligado a Calor Diman, pues así debe hacerlo el rey.

Kim abrió los ojos y contempló al que antes había sido rey de los enanos.

—¿Por qué, Matt? —preguntó, ya con su voz—. ¿Por qué te marchaste?

El no respondió, pero enfrentó su mirada con firmeza. Por fin se dio la vuelta, todavía silencioso, y la condujo por el tortuoso sendero hacia el lago de Ysanne. Allí estaba esperándolos ella, la soñadora de sueños, con sus ojos llenos de sabiduría, de piedad y de otra cosa innombrada.

Kevin Laine nunca había sido capaz de esconder sus sentimientos demasiado bien, y aquella ejecución sumaria, llevada a cabo con tanta frialdad, lo había conmovido profundamente. No había pronunciado ni una sola palabra durante toda la jornada a caballo, y la luz del crepúsculo lo sorprendió todavía pálido y sin haber podido descargar su mal humor. Rodeada por la oscuridad, la cuadrilla atravesaba una región boscosa que descendía con suavidad hacia el sur. La carretera dejó atrás un espeso bosquecillo y descubrió a la vista las torres de una pequeña fortaleza, a una distancia de menos de un kilómetro.

Diarmuid ordenó un alto. Parecía todavía fresco, como si la jornada a caballo no lo hubiera fatigado; Kevin, con todos sus músculos y sus huesos doloridos, fijó en él una mirada helada.

El príncipe, sin embargo, pareció ignorarlo.

—Rothe —dijo Diarmuid a un hombre robusto de barba castaña—, continúa tú. Habla con Averren, pero con nadie más. Yo no estoy aquí. Dile que Kell dirige una pequeña patrulla de reconocimiento y no le des más detalles; tampoco los preguntará, de todos modos. Averigua con discreción si un extranjero ha sido visto en esta zona. Luego reúnete con nosotros junto a la ladera Dael.

Rothe espoleó su caballo y salió al galope hacia la torre.

—Ésa es la Fortaleza del Sur —murmuró Carde a Kevin y Paul—. Aquí está nuestro puesto de vigilancia. No es demasiado grande, pero, como no hay peligro de que alguien cruce el río, no hace falta que sea mayor. La guarnición mayor está río abajo, al oeste, junto al mar. Cathal fue invadida dos veces por ese lugar, por eso hay un castillo en Seresh para vigilar.

—¿Por qué no pueden atravesar el río? —preguntó Paul, mientras Kevin mantenía el silencio que se había autoimpuesto.

La sonrisa de Carde, en medio de la oscuridad, estaba impregnada de tristeza.

—Ya lo veréis, y bastante pronto, cuando bajemos para intentar cruzarlo.

Diarmuid, echándose una capa sobre los hombros, esperó hasta que las puertas del torreón se abrieron para recibir a Rothe; luego los condujo hacia el oeste, abandonando la carretera y siguiendo un estrecho sendero que comenzaba a torcer hacia el sur a través de los bosques.

Cabalgaron durante casi una hora en completo silencio, aunque no se había dado ninguna orden al respecto. Kevin se daba cuenta de que aquellos hombres estaban muy bien entrenados; la rudeza de su porte y de su manera de hablar contrastaba con los petimetres que habían conocido en palacio.

La Luna, en su cuarto menguante, aparecía y desaparecía de la vista, detrás de ellos, a medida que avanzaban entre los árboles. Diarmuid ordenó detenerse donde la llanura empezaba a descender y levantó la mano para imponer silencio. Al cabo de un rato, Kevin también oyó algo: el sordo sonido del agua que fluía a toda velocidad.

Bajo la luna menguante y las estrellas que comenzaban a aparecer, desmontó con los demás. Mirando hacia el sur pudo ver que la tierra se cortaba escarpadamente en un precipicio que tenía sólo unos cuantos centenares de metros de profundidad desde donde ellos estaban. Pero no pudo ver nada más allá: era como si el mundo acabara justo delante de ellos.

—Hay una falla aquí —una voz suave le hablaba al oído. Kevin se puso rígido, pero Diarmuid siguió como si tal cosa—: Cathal está a unos treinta metros por debajo de nosotros; ya lo verás cuando bajemos más. Y —continuó el príncipe en voz aún más baja— es un error hacer juicios precipitados. Aquel hombre tenía que morir; si no, a estas horas ya habrían llegado a palacio rumores de que yo estaba animando conspiraciones de traición. Y a algunos les gustaría sin duda extender tales rumores. Su vida estaba perdida desde el momento en que habló, y la flecha fue una muerte mucho más benévola que la que le habría deparado Gorlaes. Esperaremos a Rothe aquí. He ordenado a Carde que os dé una friega, pues no podréis cruzar con los músculos tal como los tenéis.

Se alejó y se sentó en el suelo apoyándose en el tronco de un árbol. Poco después Kevín Laine, que no era ni mezquino ni estúpido, sonrió para sí mismo.

Las manos de Carde eran fuertes y el linimento que usaba era extraordinario. Antes de que Rothe se reuniera con ellos, Kevin ya se sentía recuperado por completo. Era noche cerrada, y Diarmuid se quitó el manto mientras se levantaba de un salto. Todos se reunieron en torno a él en el límite del bosque y un murmullo de sorda tensión embargó a toda la compañía. Kevin, al darse cuenta, miró hacia Paul y vio que también él lo miraba con fijeza. Intercambiaron una débil sonrisa en tanto Diarmuid comenzaba a hablar breve y concisamente. Las palabras se abrían paso en la noche sin viento y eran entendidas y registradas; luego se hizo un silencio y enseguida se pusieron en marcha. Sólo eran nueve hombres, pues uno se quedó con los caballos, avanzando por la pendiente que se inclinaba hacía el río; el río que tenían que cruzar para internarse en un país donde serían muertos si llegaban a ser descubiertos. Mientras bajaba ágilmente junto a Kell, Kevin sentía el corazón agrandado por un salvaje optimismo, que aún conservaba, incluso aumentado, cuando, primero agachados y luego arrastrándose, llegaron hasta el borde del precipicio y miraron hacia abajo.

El Saeren era el río más poderoso al oeste de las montañas. Se precipitaba de un modo espectacular desde las altas cimas de Eridu y corría a través de las tierras bajas del oeste. Allí habría refrenado su curso y formado meandros, si un cataclismo no hubiera destrozado la tierra hacía milenios, en la infancia del mundo; un terremoto que había abierto una hendidura que era como una herida en el firmamento: la garganta de Saeren.

El río retumbaba al caer por este profundo barranco, separando Brennin, que había sido levantada por la furia de la tierra, de Cathal, que se extendía suave y fértil hacia el sur. El gran Saeren no había detenido o refrenado su curso, y ni siquiera un verano seco en el norte podía apaciguar su fuerza. El río se llenaba de espuma y rebullía sesenta metros debajo de ellos, brillante a la luz de la luna, pavoroso y amenazador. Y entre ellos y el agua se abría, descendiendo en la oscuridad, un increíble precipicio cortado a pico.

—Si te caes —advirtió Diarmuid sin sonreír— procura no gritar. Debes dar una oportunidad a los demás.

Ahora Kevin podía distinguir el extremo de la garganta, y hacia el sur, a lo largo del precipicio, muy por debajo de su puesto de observación, las hogueras y las guarniciones de Cathal, así como las avanzadillas que protegían el reino y los jardines del peligro del norte.

Kevin dijo con voz trémula:

—No puedo creerlo. ¿De qué tienen miedo? Nadie puede cruzar por aquí.

—Haría falta una arriesgada zambullida —añadió por su parte Kell—. Pero él dice que lo cruzaron hace cientos de años, sólo una vez, y eso es lo que nosotros estamos intentando hacer.

—¿Sólo por el maldito gusto de hacerlo? —suspiró Kevin con incredulidad—. ¿Qué pasa? ¿Es que estáis aburridos de jugar al
backgammon?

—¿Al qué?

—No importa.

Al menos era un alivio disponer de una pausa para poder charlar mientras Diarmuid, bastante lejos a su derecha, hablaba en voz baja con Erton y éste, flaco y flexible, se dirigía hacia un árbol retorcido que Kevin no había visto y ataba con cuidado una soga a su tronco. Hecho esto, dejó caer la cuerda por el borde del precipicio reteniéndola entre sus manos. Cuando el último nudo hubo desaparecido en la oscuridad, humedeció sus manos y guiñó un ojo a Diarmuid. El príncipe hizo un gesto con la cabeza. Erron agarró con fuerza la soga, dio un salto y desapareció por el borde del precipicio.

Hipnotizados, todos miraban la soga tirante. Kell se acercó al árbol para comprobar la resistencia del nudo. Kevin iba tomando conciencia, a medida que los minutos pasaban, de que sus manos estaban húmedas por el sudor. Se las limpió con disimulo en sus pantalones. Entonces, bastante alejado de la cuerda, vio a Paul que miraba hacia él.

Estaba oscuro y no podía ver con claridad la cara de Paul, pero algo en su expresión, un cierto aislamiento, una cierta extrañeza, provocó en el pecho de Kevin un repentino y sobrecogedor presentimiento, que implacablemente trajo a su memoria el recuerdo, del que nunca había podido sustraerse, de la noche en que Rachel Kincaid había muerto.

Recordó también a Rachel; la recordó con una especie de amor, pues había sido imposible no amar a aquella muchacha morena de tímida y prerrafaelista gracia, a quien dos cosas le apasionaban en el mundo: los sonidos del cello bajo su arco y la presencia de Paul Schafer. Kevin había visto, y había retenido su aliento al hacerlo, la mirada en sus ojos oscuros cuando Paul entraba en la habitación, y había observado también la vacilante revelación de confianza y necesidad en su orgulloso amigo. Hasta que todo se hizo pedazos, y él mismo había permanecido de pie, con lágrimas de desamparo en sus ojos, en la sala de urgencias del Hospital de St. Michael, junto a Paul, cuando la palabra muerte fue pronunciada. Cuando Paul Schafer, con la cara como una máscara inexpresiva, pudo hablar, sus únicas palabras acerca de la muerte de Rachel habían sido:

«Debió haberme pasado a mí» y después había salido solo de la habitación demasiado iluminada. Pero ahora, en la oscuridad de otro mundo, una voz diferente le estaba hablando.

—Ya ha llegado abajo. Tú eres el siguiente, amigo Kevin —dijo Diarmuid. Y, en efecto, ondeaba la soga, lo cual significaba que Erron hacía señales desde abajo.

Moviéndose sin pensarlo, Kevin se dirigió hacia la cuerda, humedeció sus manos como antes había hecho Erron, se agarró con cuidado y se dejó caer solo sobre el abismo.

Usaba sus pies calzados con botas para darse impulso y controlar el descenso, y así bajaba palmo a palmo hacia el creciente torbellino de ruido que era la Garganta de Saeren. Las paredes del precipicio eran escabrosas y existía el peligro de que la soga se desgastara con las afiladas rocas; pero no se podía hacer nada para evitarlo ni para evitar la quemadura que le producía la cuerda a! resbalar entre sus manos, asidas con fuerza.

Miró hacia abajo sólo una vez y sintió vértigo ante la velocidad del agua al fondo del abismo. Volviéndose hacia la pared del precipicio, tomó aliento y se aconsejó a sí mismo calma; después continuó el descenso, con las manos y las piernas, con la soga y con la punta de los pies, hacia donde el río esperaba. Se movía de un modo mecánico, alcanzando con sus pies las hendeduras de la roca y dándose impulso mientras entre las palmas de sus manos resbalaba la soga. Ya no sentía dolor, ni fatiga ni agujetas; incluso olvidó dónde estaba. El mundo era una soga y la pared de un desfiladero. Y parecía haber sido siempre lo mismo.

Tan ajeno estaba a lo que sucedía que cuando Erron tocó su tobillo el corazón de Kevin se encogió con un espasmo de terror. Erron lo ayudó a sostenerse de pie sobre un estrecho saliente de tierra, a unos tres metros por encima del agua que corría a gran velocidad salpicándolos. El ruido era abrumador y hacía prácticamente imposible toda conversación.

Erron tiró tres veces de la cuerda, que enseguida empezó a moverse y a balancearse con el peso de otro hombre que bajaba. «Paul», pensó Kevin, «debe de ser Paul.» Y

entonces otro pensamiento asaltó su mente y lo llevó hasta casi el agotamiento: «No le importa caerse». Tal idea lo hirió con la violencia de la certidumbre. Kevin miró hacia arriba y comenzó a escudriñar de un modo frenético la pared del precipicio, pero la luna brillaba sólo en el lado sur y el descenso de Paul era invisible. Sólo el lento y casi burlón movimiento de la soga junto a ellos testimoniaba que alguien bajaba.

Y sólo ahora, absurdamente tarde, pensó Kevin en la débil naturaleza de Paul. Lo recordó entrando apresurado en el hospital sólo dos semanas antes, después de un partido de baloncesto en el que no había participado, y con ese recuerdo su corazón se encogió. Incapaz de soportar la tensión de estar mirando hacia arriba, se volvió hacia la soga que se balanceaba a su lado. Mientras continuara la danza, Paul estaría bien. El movimiento de la cuerda quería decir vida, continuación. Y Kevin se concentró con febril atención en las sacudidas de la cuerda frente a la oscuridad de la pared de piedra. No rezaba, pero pensaba en su padre, que era casi lo mismo.

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