El Árbol del Verano (19 page)

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Authors: Guy Gavriel Kay

Tags: #Aventuras, Fantástico

—¿Como me señalaste tú?

—Como te señalé yo. Me reconoció como una vidente, me separó de la Madre y cambió mi destino, o, mejor dicho, trazó mi destino.

—¿Y tú lo amabas?

—Sí —contestó Ysanne con sencillez—. Desde el primer momento, y todavía ahora lo echo de menos, aunque han pasado muchos años. Me trajo hasta aquí en pleno verano, hace ya más de cincuenta años, y llamó a Eilathen con la flor de fuego, y el espíritu hiló para mí como lo hizo para ti la otra noche.

—¿Y Raederth? —preguntó Kim después de un momento.

—Murió tres años después por una flecha que fue disparada por Garmisch, el rey soberano —dijo Ysanne en un susurro—. Cuando Raederth fue asesinado, el duque Ailell se levantó en armas en Rhoden y comenzó la guerra que derrocó a Garmisch y a los Garantaes y lo elevó a él al trono.

Kimberly asintió con la cabeza.

—Vi todo eso. Vi cómo Ailell mataba al rey ante la puerta del palacio. Ailell era alto y valiente.

—Y sabio. Un sabio rey, durante toda su vida. Se casó con Marrien, de la familia de los Garantaes, e hizo a su primo Metran primer mago para suceder a Raederth, lo cual me enojó y así se lo dije. Pero Ailell trataba de unir un reino dividido y lo hizo a pesar de todo.

Merecía más amor del que le brindaron.

—Contó con el tuyo.

—Demasiado tarde —dijo Ysanne— y de mala gana. Y sólo en su condición de rey. Sin embargo, yo traté de ayudarlo a soportar su carga, y a cambio él encontró el modo de asegurar que me dejaran vivir sola aquí.

—Sola durante mucho tiempo —comentó Kim con suavidad.

—Todos tenemos nuestras obligaciones —dijo la vidente.

Luego se quedaron calladas. Detrás, en la cuadra, una vaca mugía lastimeramente.

Kim oyó el sonido de la puerta al cerrarse y luego los desiguales pasos de Tyrth al cruzar el patio. Su mirada se encontró con la de Ysanne; en sus labios se dibujaba una media sonrisa.

—Ayer me mentiste —dijo Kim.

Ysanne asintió con la cabeza.

—Sí, lo hice. No podía decirte la verdad porque no era mía.

—Lo sé —replicó Kim—. Has llevado sola una pesada carga; pero ahora yo estoy aquí.

¿Me dejarás que la comparta contigo? —Su boca se crispó—. Tengo la impresión de ser como un cáliz. ¿Con qué poder puedes tú llenarlo?

Había lágrimas en los ojos de la anciana. Se las enjugó y sacudió la cabeza.

—Las cosas que puedo enseñarte, poco tienen que ver con poderes. Es en tus sueños donde debes buscar, como todas las videntes deben hacer. Y tú además tienes la piedra.

Kim bajó ía mirada. El anillo en su mano derecha ya no relucía como cuando lo llevaba Eilathen: tenía el color oscuro de la sangre coagulada.

—Soñé con él —dijo—. Un sueño terrible; la noche anterior a la travesía. ¿Qué significa, Ysanne?

—El Baelrath fue llamado tiempo atrás la Piedra de la Guerra. Es una piedra mágica —

explicó la vidente—, algo que no ha sido hecho por el hombre y que no puede ser controlado, como pueden serlo las obras de Ginserat o de Amairgen o incluso de las sacerdotisas. Ha estado mucho tiempo perdida, lo cual ya ha sucedido otras veces. Y

nunca es encontrada sin un motivo justificado, o por lo menos así lo cuenta la tradición.

Poco a poco se había ido haciendo de noche mientras hablaba.

—¿Por qué me lo has dado a mí? —preguntó Kim con una débil vocecilla.

—Porque en sueños lo vi en tu dedo.

De algún modo, ya sabía de antemano que ésa sería la respuesta. El anillo parecía latir funesta y hostilmente, y ella le tenía miedo.

—¿Qué estuve haciendo? —preguntó.

—Resucitabas muertos —replicó Ysanne, y se levantó para encender las velas en la habitación.

Kim cerró los ojos. Las imágenes estaban esperándola: las piedras removidas, las anchurosas tierras de pastos precipitándose en la oscuridad, el anillo brillando en su mano como el fuego y el viento cerniéndose sobre las praderas y soplando entre las piedras.

—¡Oh, Dios! —gritó de pronto—. ¿Qué es esto, Ysanne?

La vidente se acercó a ella, se sentó junto al lecho y miró gravemente a la joven que allí yacía luchando con lo que la estaba aplastando.

—No estoy segura —dijo—. Por eso debo tener cuidado, pero hay ahí un dibujo tomando forma. Puedes verlo: él murió en tu mundo por primera vez.

—¿Quién murió? —murmuró Kim.

—El Guerrero. El que siempre muere y nunca le es dado descansar. Es su destino.

Kim apretó los puños.

—¿Por qué?

—Cometió un error en el principio de sus días y por eso no puede descansar. Así es contado, cantado y escrito en todos los mundos en los que ha combatido.

—¿Combatido? —Su corazón latía con furia.

—Sí —contestó Ysanne con voz todavía tranquila—. Él es el Guerrero. El que sólo puede ser llamado en la más tenebrosa necesidad, y sólo con poderes mágicos, y sólo cuando es invocado con su propio nombre. —Su voz sonaba ahora como si el viento estuviera soplando dentro de la habitación.

—¿Y cuál es su nombre?

—Su nombre secreto no lo conoce ningún hombre; ni siquiera se sabe dónde puede ser buscado, pero tiene otro nombre por el que siempre es llamado.

—¿Y cuál es ese nombre? —preguntó Kim, aunque de sobra lo sabía. Y una estrella iluminó la habitación.

E Ysanne pronunció su nombre.

Lo más probable era que cometiera un error al llegar con retraso, pero las órdenes no habían sido demasiado explícitas, y él no estaba dispuesto a preocuparse por ello.

Además, a todos les seducía estar fuera de casa, en espacios abiertos, y emplear olvidadas artes de disimulo para observar el festivo ir y venir por los caminos que conducían a Paras Derval; y, pese a que durante el día las requemadas tierras debilitaban sus fuerzas, por la noche cantaban antiquísimas canciones bajo el brillante resplandor de las estrellas.

El mismo tenía una poderosa razón para retrasarse, aunque sabía que la dilación no se podía prolongar de modo indefinido. Un día más, se había prometido a sí mismo, y se sintió espléndidamente gratificado cuando las dos mujeres y el hombre coronaron la cima de la colina por encima de la espesura.

Matt se sentía muy tranquilo. Kim estaba en buenas manos y, aunque no sabía dónde había ido la expedición de Diarmuid —y en el fondo prefería no saberlo—, esperaba que volvieran aquella misma noche. Loren, se lo había dicho él mismo, había salido en busca de Dave. Por primera vez desde su encuentro con la suma sacerdotisa dos días antes, Jennifer se había relajado un poco.

Más alterada por la novedad de los acontecimientos de lo que ella misma estaba dispuesta a admitir, Jennifer había pasado todo el día anterior con Laesha. En su habitación, las dos nuevas amigas se habían contado sus vidas. Era una manera más cómoda, había pensado Jennifer, para conocer Fionavar que salir fuera, bajo el calor, y enfrentarse con sucesos tan extraños como el canto de los niños sobre la hierba, el balanceo del hacha en el Templo o la fría hostilidad de Jaelle.

Aquella noche habían estado bailando después de la cena. Había temido alguna dificultad en su trato con los hombres, pero, incluso contra sus propios deseos, había acabado por divertirse ante la cortés y casi afectada corrección de los caballeros que bailaron con ella. Evidentemente, las mujeres elegidas por el príncipe Diarmuid estaban fuera del alcance de los demás. Se había excusado pronto y se había acostado temprano.

La había despertado Matt Sören al llamar a su puerta. El enano le dedicó toda la mañana y le sirvió de guía a través de la inmensidad del palacio. Mal vestido y con el hacha colgando de su cadera, era una extravagante figura en los vestíbulos y cámaras del castillo. Le enseñó las habitaciones con pinturas en los muros y suelos de maderas incrustadas. Por todas partes había tapices. Jennifer empezaba a comprender que esos tapices tenían un singular significado. Subieron también a la más alta torre, donde los guardias saludaron a Matt con especial deferencia; al asomarse, vio el Soberano Reino abrazado por el rigor del verano. Luego volvieron al Gran Salón, ahora vacío, y allí pudo observar a sus anchas las ventanas de Delevan.

Mientras recorrían la habitación, ella le contó su encuentro con Jaelle dos días antes. El enano parpadeó cuando le explicó cómo había sido declarada huésped de honor, y parpadeó de nuevo cuando le repitió las preguntas que Jaelle le había hecho acerca de Loren. Pero luego la tranquilizó:

—Jaelle está llena de animadversión, intensa animadversión. Pero no es mala: sólo es ambiciosa.

—Odia a Ysanne. Y a Diarmuid.

—Quizás odie a Ysanne. Y Diarmuid… suscita contradictorios sentimientos en mucha gente. —En la boca del enano se dibujó una extraña sonrisa—. Pretende saber cualquier secreto que exista. Es posible que sospeche que hay una quinta persona, pero, incluso si lo supiera a ciencia cierta, jamás se lo diría a Gorlaes; ése sí que es alguien del que hay que desconfiar.

—Apenas lo hemos visto.

—Casi siempre está con Ailell. Por eso hay que tenerle miedo. Fue un día negro para Brennin —siguió diciendo Matt— el día en que el mayor de los príncipes fue expulsado del reino.

—¿El rey se refugió en Gorlaes? —adivinó Jennifer.

El enano la miró con cariño:

—Eres muy lista —dijo—. Eso fue con exactitud lo que sucedió.

—Y ¿qué ocurre con Diarmuid?

—¿Qué ocurre con Diarmuid? —repitió Matt en un tono tan bruscamente irritado que ella se echó a reír. Al cabo de un momento, el enano también reía entre dientes.

Jennifer sonrió. Había una sólida fuerza en Matt Sören, y un sentido común muy enraizado. Jennifer Lowell había crecido confiando en muy pocas personas, en especial si eran hombres, pero en ese momento comprendió que el enano era una de esas personas.

Y, curiosamente, esa certeza hizo que se sintiera mejor con ella misma.

—Matt —dijo al tiempo que la asaltaba un repentino pensamiento—, Loren se marchó sin ti. ¿Te quedaste aquí por nuestra causa?

—Sólo para echar un vistazo sobre algunas cosas —bromeó señalando el parche que le cubría el ojo derecho.

Ella sonrió, pero luego lo miró con atención —y había tristeza en sus ojos verdes:

—¿Cómo perdiste el ojo?

—En la última guerra con Cathal —contestó con sencillez—. Hace treinta años.

—¿Tanto tiempo hace que vives aquí?

—Más aún. Hace cuarenta años que Loren es un mago.

—¿Y qué? —Jennifer no entendía la relación entre ambas cosas.

Entonces él se lo contó. Habían compartido una mañana muy agradable y, ya en anteriores ocasiones, la belleza de Jennifer había vuelto parlanchines a hombres taciturnos.

Ella escuchó con atención, lo mismo que Paul había hecho tres noches antes, la historia de cómo Amairgen descubrió la ciencia de los cielos y de cómo se fraguó el secreto que uniría a un mago y a su fuente en una relación más estrecha que cualquier otra que pueda existir en cualquiera de los mundos.

Cuando Matt terminó de hablar, Jennifer se levantó y dio unos cuantos pasos, tratando de vencer el impacto que en ella había producido lo que le había contado. La unión era más que un matrimonio: alcanzaba la más profunda esencia del ser. El mago, según acababa de decir Matt, no era nada sin su fuente, sólo un depósito de conocimiento pero desprovisto de poder. Y la fuente…

—¡Has sacrificado toda tu independencia! —dijo volviéndose hacia el enano y mirándolo como si lo desafiara.

—De ninguna manera —le contestó él apaciblemente—. Siempre se renuncia a algo cuando se comparte la vida con alguien. El vínculo se hace más y más estrecho, pero existen compensaciones.

—Pero, tú eras un rey. Renunciaste a…

—Eso fue mucho antes —la interrumpió Matt—. Antes de que encontrara a Loren.

Pero… prefiero no hablar de esas cosas.

Ella se sintió avergonzada.

—Lo siento —murmuró—. Estaba fisgoneando.

El enano hizo una mueca que sin embargo ella tomó por una sonrisa.

—En modo alguno fisgoneabas —dijo—. Además, no tiene importancia. Es una vieja herida.

—Es tan extraño —se disculpó Jennifer—. A duras penas puedo comprender lo que esa unión significa.

—Lo sé. Aquí tampoco nos comprenden a nosotros seis. Ni tampoco a la Ley que gobierna el Consejo de los Magos. Somos temidos y respetados, pero pocas veces somos amados.

—¿Qué Ley es ésa? —preguntó ella.

El dudó un momento, pero luego se levantó.

—Vamos a dar un paseo —dijo Matt—. Te contaré una historia, aunque creo que sería mejor que te la contara uno de los cyngaeles, porque yo soy un torpe tejedor de historias.

—Correré el riesgo —contestó Jennifer con una sonrisa.

Mientras caminaban fuera de los límites del vestíbulo, Matt comenzó su historia.

—Hace cuatrocientos años, el soberano rey se volvió loco. Se llamaba Vailerth y era el único hijo de Lernath, quien fue el último rey de Brennin que murió en el Árbol del Verano.

Jennifer tenía preguntas que plantearle, pero contuvo sus deseos.

—Vailerth había sido un niño muy brillante, o por lo menos así se cuenta, pero al parecer algo se torció en su interior después de que su padre murió y él subió al trono.

Cuando tal cosa ocurre, los enanos dicen que una flor oscura ha crecido en el cerebro.

»El primer mago de Vailerth era un hombre llamado Nilsom, cuya fuente era una mujer.

Se llamaba Aideen y había amado toda su vida a Nilsom, o por lo menos así lo cuentan.

Matt dio unos pasos en silencio. Jennifer tuvo la impresión de que sentía haber comenzado a contarle la historia, pero después de un momento prosiguió.

—Es raro que un mago tuviera como fuente a una mujer, en parte porque en Gwen Ystrat, donde viven las sacerdotisas de Dana, habrían maldecido a cualquier mujer que se hubiera atrevido a serlo. Fue siempre raro; y todavía es más raro desde Aideen.

Ella lo miró, pero la expresión del enano era inescrutable.

—Sucedieron muchas desgracias por causa de la locura de Vailerth. Al final, estalló en el país una guerra civil, porque él empezó a llevarse a palacio por la noche a niños y a niñas indistintamente. Nadie los volvía a ver jamás, y se contaban horrores sobre lo que el soberano rey hacía con ellos. Y en todos estos hechos, en todos estos hechos tan tenebrosos, Nilsom seguía fiel al rey y muchos dicen que fue él quien inducía a Vailerth a cometer tales atropellos. Es un lúgubre tejido; y Nilsom, con Aideen a su lado, tenía un poder tan grande que nadie se atrevía a hacerle frente. Yo creo —dijo el enano volviendo por primera vez la cabeza— que él también se había vuelto loco, pero de una forma más calculadora y más peligrosa. Ha pasado, sin embargo, mucho tiempo desde entonces y la tradición está incompleta, pues la mayor parte de nuestros más preciados libros se perdieron durante la guerra. Y por fin estalló la guerra, pues un día Vailerth y Nilsom fueron demasiado lejos: quisieron ir al Bosque Sagrado y cortar el Árbol del Verano.

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