El Árbol del Verano (21 page)

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Authors: Guy Gavriel Kay

Tags: #Aventuras, Fantástico

—¿Qué son los otros dos objetos? —preguntó.

—El Baelrath, la piedra que llevas en tu dedo.

Kim lo miró. La Piedra de la Guerra había empezado a brillar mientras hablaban; el apagado brillo de color de sangre oscura se había convertido en un refulgente resplandor.

—Creo que la Diadema le está hablando —siguió diciendo Ysanne—. Siempre brilla así en esta habitación. Las guardé juntas hasta la noche en que soñé que la llevabas en tu dedo. Desde aquel momento supe que había llegado su hora, y tuve miedo de que el poder que se estaba despertando invocara fuerzas que yo no podría dominar. Por eso llamé a Eilathen de nuevo y lo obligué a que guardara la piedra junto al corazón rojo de la bannion.

—¿Cuándo sucedió eso?

—Hace veinticinco años; un poco más.

—¡Pero yo todavía no había nacido!

—Lo sé, criatura. Primero vi en sueños a tus padres, el día en que se conocieron.

Luego te vi a ti, con el Baelrath en tu mano. Nuestro don como videntes es recorrer los tortuosos senderos del tejido del tiempo y desentrañar sus secretos. No es un poder en modo alguno cómodo, y tú sabes muy bien que a veces no puede ser controlado.

Kim se echó los cabellos castaños hacia atrás con ambas manos. Su frente se fruncía con ansiedad y sus ojos grises parecían los de una persona acosada.

—No sé nada de esto —dijo—. Trato de entenderlo. Pero no puedo…; no entiendo por qué me enseñas la Luz de Lisen.

—No es cierto —replicó la vidente—. Si lo piensas con detenimiento, lo entenderás. Te he enseñado la Diadema porque es posible que veas en sueños quién será el próximo que debe llevarla.

Se hizo un silencio. Y luego Kim habló:

—Ysanne, yo no vivo aquí.

—Hay un puente entre nuestros mundos. Criatura, te estoy diciendo algo que sabes perfectamente.

—¡Esa es la cuestión! Estoy empezando a entender quién soy. Vi todo lo que Eilathen hiló para mí. Pero yo no pertenezco a este mundo, no lo llevo en la sangre, no conozco sus orígenes como los conoces tú y como deben haberlos conocido las demás videntes.

¿Cómo podría atreverme a decir quién debe llevar la Diadema de Lisen? ¡Sólo soy una extranjera, Ysanne!

Su respiración era entrecortada. La anciana la miró largo rato; luego sonrió.

—Ahora estás aquí. Acabas de llegar. Tienes razón al decir que desconoces muchas cosas, pero todo tiene arreglo. Es cuestión de tiempo. —Su voz y sus ojos estaban llenos de cariño, con el que encubría esta segunda mentira.

—¡Tiempo! —exclamó Kim—. ¿Es que no quieres entenderme? Sólo estaré aquí dos semanas. Tan pronto como aparezca Dave, volveremos a casa.

—Quizá. Pero sigue existiendo el puente, y yo soñé que el Baelrath estaba en tu mano.

También presiento —y es el presentimiento del corazón de una anciana y no la visión de una vidente— que quizá tu mundo tenga también necesidad de un soñador, antes de que sea tejido en el Telar lo que tiene que ocurrir.

Kimberly abrió la boca, pero la cerró de nuevo sin decir palabra. Era demasiado: habían sucedido demasiadas cosas, demasiado rápidamente y demasiado difíciles de soportar.

—Lo siento —balbuceó, y a continuación subió corriendo las escaleras de piedra y alcanzó la puerta de la casa desde donde se veían la luz del crepúsculo y el azul del cielo.

Contempló los árboles y el sendero por el que podía llegar hasta la orilla del lago. A solas, pues nadie la siguió hasta allí, se entretuvo arrojando guijarros al agua, sabiendo que eran sólo guijarros, simples guijarros y que ningún espíritu de color verde con el agua resbalando por sus cabellos saldría del lago para cambiar de nuevo el rumbo de su vida.

En la cámara que acababa de abandonar, seguía brillando la luz. Poder, esperanza y nostalgia embargaron a Ysanne al tiempo que se sentaba junto al escritorio y acariciaba en su regazo al gato, con la mirada perdida.

—Ah, Malka —murmuró al fin—, me gustaría ser más sabia. ¿Por qué vivir tantos años si no se puede acrecentar la sabiduría?

El gato levantó sus orejas, pero prefirió lamerse una pata a responder a tan espinosa pregunta.

Por fin la vidente se levantó, dejando caer al suelo al ofendido Malka, y se dirigió hacia la vitrina en donde brillaba la Diadema. Abrió las puertas de cristal y cogió un objeto que estaba medio escondido en el estante inferior; luego permaneció largo rato en pie contemplando lo que tenía en sus manos.

Era el tercer objeto mágico: el único que Kimberly, que estaba ahora arrojando guijarros al lago, no había visto.

—Ah, Malka —dijo otra vez la vidente, y sacó el puñal de su vaina. Un sonido, como el de las cuerdas punteadas de un arpa, llenó la habitación.

Miles de años antes, durante los días que siguieron al Bael Rangat, cuando todos los pueblos libres de Fionavar se habían reunido ante la Montaña, para ver las piedras de Ginserat, los enanos de Banir Lök habían lucido su personal arte en un regalo para el nuevo soberano rey de Brennin.

Estaba forjado en thieren, el más raro de los metales, que sólo puede encontrarse en las entrañas de sus dos montañas gemelas; era el más preciado presente de la tierra: la plata veteada de azul de Eridu.

Y para Colan, el Deseado, habían diseñado y forjado un puñal con inscripciones sobre su vaina y una hoja fundida en sus cavernas con antiguas y tenebrosas artes de magia, de modo que no había otro igual en ninguno de los mundos, y lo llamaron Lökdal.

El hijo de Conary se había inclinado cuando ellos se la entregaron, y había escuchado en silencio, con una prudencia superior a sus años, mientras Seithr, el rey de los enanos, le enumeraba los poderes de la hoja. Luego, cuando el enano hubo acabado de hablar, se inclinó de nuevo, aún más que antes.

—Gracias —dijo Colan, y sus ojos brillaban mientras hablaba—. La hoja tiene doble filo y también lo tiene el regalo. Que Mörnir nos otorgue la gracia de hacer uso de él con justicia. —Luego colocó a Lökdal en su cinturón y se lo llevó al sur.

Y lo confió a los magos, tanto el arma como el poder mágico que encerraba y que podía ser una bendición o una maldición; y, en miles de años, el puñal de Colan sólo fue empleado dos veces para matar. Fue pasando de manos del primer mago a las manos de los que lo sucedieron, hasta la noche en que murió Raederth. Aquella noche, la mujer que tanto lo amaba había tenido un sueño que conmovió lo más recóndito de su alma. Se levantó en medio de la oscuridad y se dirigió al lugar donde Raederth guardaba el puñal; lo cogió y lo escondió para que no cayera en manos de sus sucesores. Ni siquiera Loren Manto de Plata, en quien ella confiaba más que en ningún otro, supo nunca que Ysanne tenía el Lökdal.

—Si el que utiliza este puñal no guarda amor en su corazón, morirá con toda seguridad.

—Había dicho Seithr, el rey de los enanos—. Es uno de sus poderes.

Y luego, en voz muy baja para que sólo Colan pudiera oírlo, había musitado el otro poder.

Y, en la cámara secreta, Ysanne la vidente, la soñadora de sueños, hacía girar una y otra vez el puñal entre sus manos, de modo que de él se desprendía una luz como si fuera una llama azul.

En la orilla del lago, una joven, con poderes en su interior, seguía arrojando guijarros uno tras otro.

Hacía fresco en el bosque adonde los condujeron los lios alfar. La comida que les ofrecieron era delicada y sabrosa: exóticas frutas, un pan riquísimo y un vino que elevaba el espíritu y avivaba los colores en la luz del atardecer. Y además había música: uno de los lios alfar tocaba un instrumento de viento mientras otros cantaban, y sus voces se entremezclaban con las crecientes sombras de los árboles mientras se encendían las antorchas en los límites de aquel claro del bosque.

Laesha y Drance, para quienes una fantasía de la infancia se había hecho realidad, estaban sí cabe aún más encantados que la propia Jennifer; por eso, cuando Brendel los invitó a quedarse por la noche en el bosque y contemplar las danzas de los lios alfar bajo las estrellas, aceptaron con alegría y asombro.

Brendel envió un mensajero a Paras Derval para que diera noticias de su paradero al rey. Invadidos por la languidez vieron cómo el mensajero se alejaba cabalgando colina arriba con sus cabellos brillando bajo la luz crepuscular, y después volvieron al vino y a las canciones al abrigo del claro del bosque.

A medida que las sombras aumentaban, una grácil nota de nostalgia parecía entretejerse en las canciones de los lios alfar. Miles de luciérnagas se movían entre las antorchas como si fueran ojos refulgentes: se llamaban lienaes, según dijo Brendel.

Jennifer sorbió el vino que él le sirvió y se dejó embargar por la dulce tristeza que parecía desprenderse de la música.

Al coronar la colina que se levantaba al oeste de donde estaban, el mensajero, Tandem de Kestrel, puso a su caballo a medio galope dirigiéndolo a la ciudad amurallada y hacia el palacio, que se encontraba a una legua de distancia.

Todavía no había recorrido la mitad del camino cuando fue asesinado.

Sin ruido cayó del caballo: cuatro flechas le habían atravesado la garganta y la espalda.

Al cabo de un momento, los svarts salieron de una hondonada junto al camino y contemplaron en imperturbable silencio cómo los lobos pasaban junto a ellos sin hacer ruido y se acercaban al cuerpo del lios alfar. Cuando se cercioraron de que había muerto, también ellos se acercaron y rodearon al jinete caído. Incluso muerto, un nimbo de gloria se ceñía a su cuerpo, pero, cuando ellos hubieron acabado, cuando hubieron cesado los ruidos de mordiscos y desgarros, nada quedaba bajo las estrellas que alguien pudiera identificar con el lios alfar llamado Tandem.

Eran muy odiados por la Oscuridad, porque su nombre era Luz.

Y en aquel preciso momento, lejos, en el nordeste, otro jinete solitario detuvo bruscamente su caballo y permaneció un momento quieto. Luego soltó un tremendo juramento y, con el corazón en un puño, Loren Manto de Plata hizo dar la vuelta a su caballo y cabalgó con desesperación hacia casa como si fuera un trueno.

En Paras Derval el rey no asistió al banquete, y tampoco lo hizo ninguno de los cuatro visitantes, lo cual levantó substanciosos comentarios. Ailell se quedó en sus aposentos jugando al ta'bael con Gorlaes, su canciller. Le ganó con facilidad, como era habitual, y no encontró en ello ningún placer, como también era habitual. Jugaron durante mucho rato, y Tarn, el paje, dormía ya cuando fueron interrumpidos.

Cuando cruzaron la puerta de «El Jabalí Negro», el ruido y el humo les hicieron el efecto de un muro que se interpusiera en su camino.

Sin embargo, se dejó oír una voz que con un bramido resonó por encima de aquel pandemónium.

—¡Diarmuid! —rugió Tegid levantándose. Kevin se estremeció ante aquel estruendo—.

Por el roble y la Luna, ¡es él en persona! —aulló Tegid, mientras los ruidos de la taberna se convertían en un griterío de bienvenida.

Diarmuid, con unos pantalones color de cervato y un jubón azul, permanecía de pie junto a la puerta sonriendo con aire burlón, en tanto que los demás se diluían entre la neblina del antro. Tegid avanzó con pasos inseguros y se detuvo, tambaleante, ante el príncipe.

Y de pronto arrojó el contenido de una jarra de cerveza a la cara de Diarmuid.

—¡Maldito príncipe! —gritó—. ¡Te voy a arrancar las entrañas! ¡Y mandaré tu hígado a Gwen Ystrat! ¿Cómo te atreves a marcharte y a dejar al gran Tegid con las mujeres y con los bebés llorones?

Kevin, que estaba junto al príncipe, alcanzó a tener una breve e hilarante visión de Tegid tratando de cruzar palmo a palmo el Saeren, antes de que Diarmuid, chorreando, cogiera de la mesa más próxima un vaso de plata y lo arrojara con violencia contra Tegid.

Alguien gritó, pero el príncipe, luego de alcanzar con el vaso el hombro del gigantón, se lanzó a una rápida acometida y, agachando la cabeza, fue a dar contra el perfecto blanco de la barriga de Tegid.

Este cayó hacia atrás y su rostro adquirió un tono verdusco. Pero se recobró enseguida, agarró el tablero de la mesa más cercana y, con un esfuerzo salvaje, lo levantó de los caballetes, derramando tazas y cubiertos sobre los ocupantes de la mesa, quienes se apartaron profiriendo estridentes juramentos. Dando vueltas para darse ímpetu, hizo oscilar el tablero con un amplio y peligroso movimiento que amenazaba con dejar a Ailell sin heredero si lograba alcanzarlo.

Diarmuid se agachó con gran habilidad y lo mismo hizo Kevin aunque con algo más de torpeza. Echado en el suelo, vio que el tablero silbaba por encima de sus cabezas y por fin iba a chocar contra el hombro de un sujeto vestido con un jubón rojo, que a su vez salió despedido y golpeó al tabernero, que se encontraba a su lado. Lo que sobrevino fue una perfecta demostración de la caída en cadena de las fichas del dominó. Entonces se levantó un tremendo griterío.

Alguien eligió la mollera calva del hombre del jubón rojo para vaciar su plato de sopa.

Otro consideró esta acción motivo más que suficiente para encasquetar un banco al que había derramado la sopa. El tabernero, prudentemente, empezó a despejar de botellas la barra. Una camarera, con las faldas arremolinadas, se deslizó debajo de una mesa. Kevin vio cómo Carde se reunía allí con ella.

Entretanto, Diarmuid, incorporándose de un salto, se lanzó de cabeza otra vez contra Tegid, antes de que el gigantón pudiera volver a blandir el tablero de la mesa. Su primer lanzamiento había despejado totalmente el terreno entre los dos hombres.

Esta vez Tegid logró conservar el equilibrio; con un grito de júbilo lanzó el tablero contra la cabeza de no se sabe quién y agarró a Diarmuid con un abrazo de oso.

—¡Por fin te tengo! —tronó Tegid, con el rostro rojo de satisfacción.

La cara de Diarmuid también se fue poniendo colorada a medida que su captor apretaba el abrazo más y más. De pronto, Kevin vio que el príncipe liberaba sus brazos y se preparaba para asestar un golpe.

No dudaba de que Diarmuid podía manejárselas muy bien para liberarse, pero Tegid estaba estrujándolo cada vez con más fuerza, y Kevin comprendió que el príncipe iba a utilizar un recurso infalible para desembarazarse de su opresor. Vio que Diarmuid movía su rodilla para darse impulso y adivinó lo que iba a seguir. En un gesto inútil, se apresuró a intervenir con un grito.

Pero lo paralizó un terrorífico alarido que salió de la garganta de Tegid. Sin dejar de gritar, soltó al príncipe, que cayó como un juguete desvencijado en el suelo lleno de arena.

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