El Árbol del Verano (25 page)

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Authors: Guy Gavriel Kay

Tags: #Aventuras, Fantástico

La figura osciló y Tegid instintivamente tendió su mano para aguantarlo. Luego sus ojos inyectados en sangre se acostumbraron a las sombras y, con un gesto irreprimible de pavor, distinguió a su interlocutor.

—¡Oh, Mörnir! —murmuró con incredulidad, y por una vez en su vida se quedó sin palabras.

La esbelta figura que estaba ante él asintió con la cabeza haciendo un enorme esfuerzo.

—Sí —pudo por fin articular—, soy un lios alfar. Yo… —jadeó de dolor y luego prosiguió— tengo noticias que debo llevar a palacio, y estoy herido de gravedad.

Al oír sus palabras, Tegid se dio cuenta de que la mano con que lo sostenía por el hombro estaba cubierta de sangre.

—Veamos —dijo con desmañada ternura—, ¿puedes caminar?

—Lo he hecho durante todo el día, desde muy lejos. Pero… —Brendel cayó sobre una de sus rodillas mientras hablaba—, pero como puedes ver, yo…

Los ojos de Tegid se llenaron de lágrimas.

—Animo, pues —murmuró como si hablara con su amada.

Y, levantando sin esfuerzo aquel destrozado cuerpo, Tegid de Rhoden, llamado el Rompevientos, llamado el Fanfarrón, cargó al lios alfar en sus poderosos brazos y lo llevó hacia las brillantes luces del castillo.

—He tenido otro sueño —dijo Kim—. He soñado con un cisne.

Fuera ya estaba oscuro. Kim había estado callada durante todo el día y había caminado sola por la orilla del lago, arrojando piedras al agua.

—¿De qué color? —preguntó Ysanne desde el banco de piedra junto al hogar.

—Negro.

—También yo lo he visto en sueños. Es un mal presagio.

—¿Qué es? Eilathen no me lo mostró.

Había dos velas en la habitación que parpadeaban y se consumían a medida que Ysanne le contaba la historia de Avaia y Lauriel el Blanco. Y de vez en cuando, a lo lejos, se oía un trueno.

Todavía duraba la fiesta y, aunque el rey parecía ojeroso y débil en su asiento en la cabecera de la mesa, el Gran Salón relucía a la luz de las antorchas, engalanado con banderas de seda roja y oro. A pesar de la seriedad del rey y del inusitado aturdimiento del canciller, la corte de Ailell estaba dispuesta a divertirse como fuera. La música en la galería superior sonaba alegremente y, si bien aún no había comenzado la cena, los pajes iban arriba y abajo sin cesar sirviendo vino.

Kevin Laine, evitando sentarse en la mesa real como huésped de honor y rechazando también la poco sutil invitación de lady Rheva, había decidido saltarse el protocolo y sentarse en un lugar destinado sólo a los hombres en una de las dos mesas instaladas en el salón. Sentado entre Matt Sören y Kell, el alto lugarteniente de Diarmuid de nariz rota, intentaba adoptar un aire desenfadado, pero lo cierto era que nadie había vuelto a ver a Paul Schafer desde la pasada noche y eso lo llenaba de inquietud. Y Jennifer, como él bien sabía, rara vez llegaba a tiempo, y mucho menos con antelación. Kevin vació por tercera vez su copa de vino y pensó que se estaba preocupando demasiado por todo.

En ese momento, Matt Sören le preguntó:

—¿Has visto a Jennifer?

Los pensamientos de Kevin dieron un brusco giro.

—No —dijo—. Estuve en «El Jabalí Negro» anoche, y hoy he ido con Carde y Erron a visitar los cuarteles y la armería. ¿Por qué? ¿Sabes algo…?

—Salió a montar a caballo con una de las damas de compañía ayer. Drance fue con ellas.

—Es un nombre valeroso —lo animó Kell, que estaba a su lado.

—Bueno, ¿alguien la ha visto? ¿Estaba en su habitación anoche? —preguntó Kevin.

Kell sonrió.

—Eso tampoco significaría nada, ¿no? Muchos de nosotros no estábamos en nuestras camas la pasada noche. —Rompió a reír y golpeó a Kevin en el hombro—. ¡Salud!

Kevin sacudió la cabeza con preocupación. Dave. Paul. Y ahora Jen.

—¿Has dicho que salió a montar a caballo? —Se volvió hacia Matt.— ¿Alguien ha mirado en los establos? ¿Han vuelto los caballos?

Sören lo miró.

—No —contestó en voz baja—. No lo hemos hecho, pero voy a hacerlo ahora mismo.

¡Vamos! —Y empujó su asiento hacia atrás.

Se levantaron los dos a un tiempo y ya estaban de pie cuando un rumor se levantó en la puerta este y los caballeros y las damas allí reunidos se hicieron a un lado. Bajo la luz de las antorchas apareció una enorme figura con un cuerpo ensangrentado entre sus brazos.

Todos los ruidos cesaron. En medio de un solemne silencio, Tegid avanzó lentamente entre las dos largas mesas hasta detenerse ante Ailell.

—¡Mira! —gritó, con la voz ensordecida por el dolor—. Mi señor, he aquí uno de los lios alfar; ve lo que han hecho con él.

El rostro del rey adquirió un color ceniciento. Temblando, se levantó.

—¡Na-Brendel! —musitó— Oh, Mörnir. ¿Está…?

—No —contestó una débil voz—, no estoy muerto, aunque desearía estarlo.

Incorpórame para que pueda comunicar mis noticias.

Con suma ternura, Tegid depositó al líos alfar en el suelo adornado de mosaicos, y después, arrodillándose con torpeza, le ofreció su hombro para que se apoyase en él.

Brendel cerró los ojos y exhaló un profundo suspiro. Cuando empezó a hablar, su voz, por obra de su enorme fuerza de voluntad, resonó con nitidez hasta llegar a los ventanales de Delevan.

—Traición, soberano rey. Te traigo traición y muerte, y además noticias de la Oscuridad. Hace cuatro noches que tú y yo estuvimos hablando de que había svarts fuera del Bosque de Pendaran. Hoy los svarts han llegado hasta vuestras murallas, y con ellos iban también lobos. Fuimos atacados poco antes del alba y toda mi gente ha muerto.

Se detuvo. Un sonido como el gemido del viento an tes de la tempestad se esparció por la sala.

Ailell se había dejado caer sobre su asiento, con los ojos fijos y hundidos. Brendel levantó su rostro y lo miró.

—Hay un sitio sin ocupar en vuestra mesa, soberano señor. Y debo deciros que ha sido dejado vacío por un traidor. ¡Mira a tu propio hogar, Ailell! Metran, tu primer mago, se ha aliado con la Oscuridad. ¡Os ha engañado a todos!

Por todas partes se alzaron gritos de dolor y consternación.

—¡Un momento! —Diarmuid estaba frente al lios mirándolo. Sus ojos relampagueaban, pero dominaba su voz con férreo control—. Has hablado de la Oscuridad. ¿Quién?

De nuevo se hizo el silencio. Luego Brendel comenzó a hablar.

—Hubiera preferido no haber traído jamás estas noticías. He dicho que nos atacaron lobos y svarts alfar. No habríamos muerto si se hubiera tratado sólo de ellos pero había alguien más. Un gigantesco lobo con una mancha del color de la plata sobre su frente que resaltaba en la negrura de su piel. Más tarde lo vi con Metran y lo conocí porque había recobrado su verdadera forma. Debo decirre que el Señor de los Lobos de los andains ha venido de nuevo a luchar contra nosorros: Galadan ha regresado.

—¡Maldito sea su nombre! —gritó alguien, y Kevin se dio cuenta de que había sido Matt—. ¿Cómo puede haber sucedido tal cosa? Murió en Andarien hace mil años.

—Eso creíamos todos —dijo Brendel, volviéndose hacia el enano—. Pero yo mismo lo he visto hoy y esta herida es suya. —Señaló su hombro desgarrado antes de seguir—: Todavía hay más. Alguien llegó después y estuvo hablando con ellos dos.

Una vez más Brendel pareció titubear. Y esta vez sus ojos, de color negro, miraron a Kevin.

—El cisne negro —dijo, y el silencio absoluto sucedió al silencio absoluto—. Avaia. Y

se llevó a Jennifer, tu amiga, la rubia. Vinieron por ella, no sé por qué, pero nosotros éramos pocos, demasiado pocos contra el Señor de los Lobos, por eso todos mis hermanos están muertos y ella ha sido raptada. Y la Oscuridad se cierne de nuevo sobre el mundo.

Kevin, blanco por el terror, miró a la mutilada figura del líos.

—¿Dónde? —gritó con una voz que lo sorprendió a él mismo.

Brendel sacudió su cabeza con desánimo.

—No pude oír sus palabras. El negro Avaia se dirigió con ella hacia el norte. Si hubiera intentado detener su vuelo, habría perecido en el intento. ¡Créeme! —La voz del líos se debilitó—. Tu dolor es el mío, y el mío me desgarra el alma. Veinte de los míos han muerto, y en mi corazón temo que no serán los últimos. Nosotros somos los Hijos de la Luz, y la Oscuridad está de nuevo levantándose. Debo regresar a Daniloth. Pero —y su voz recobró fuerzas— te juro una cosa: me ocuparé de ella. La encontraré o la vengaré o moriré en el intento. —Y Brendel gritó tan fuerte, que el Gran Salón retumbó con su voz—.

¡Les haremos frente como lo hicimos antes! ¡Como siempre lo hemos hecho!

Sus palabras resonaron como una campana de desafío y Kevin sintió que en su interior ardía un fuego desconocido.

—¡No lo harás solo! —vociferó con una voz cargada de entusiasmo—. Si tú compartes mi dolor, yo compartiré el tuyo. Y todos los que están aquí harán lo mismo, creo.

—¡Por siempre jamás! —atronó a su lado la voz de Matt.

—¡Todos nosotros! —gritó Diarmuid, príncipe de Brennin—. Cuando los lios alfar mueren asesinados en Brennin, todo el Soberano Reino va a la guerra.

Un enorme clamor estalló tras sus palabras. Aumentando más y más como una ola de furor, se alzó hasta los ventanales de Delevan y resonó por todo el salón.

Y ahogó casi por completo las desesperadas palabras del soberano rey.

—Oh, Mörnir —suspiró Ailell, retorciendo sus manos en su regazo—. ¿Qué he hecho?

¿Dónde está Loren? ¿Qué he hecho?

Había habido luz, ahora ya no la había. Así podía medir el tiempo. Se asomaban estrellas en el cielo por encima de los árboles; pero la Luna no había aparecido todavía; lo haría más tarde y sería muy delgada puesto que el día siguiente sería novilunio.

Su última noche, si sobrevivía a ésta.

El Árbol era ahora parte de sí mismo y lo llamaba con otro nombre. Él casi podía entender un significado en el aliento del bosque, pero su cabeza estaba embotada y débil; no podía acabar de entenderlo, sólo podía resistir y aguantar la muralla de los recuerdos como pudiera.

Una noche más. Después ya no habría ninguna música que despertara recuerdos, ni autopistas que olvidar, ni lluvia, ni sirenas, nada, ni siquiera Rachel. Otra noche y basta, pues estaba seguro de que no podría sobrevivir a un día como el que había pasado.

Aunque lo intentaría sinceramente: por el anciano rey, por aquel granjero asesinado, por todas las caras que había visto en los caminos. Era mejor morir por alguna causa y con orgullo. Era mejor, desde luego, aunque no podía decir por qué.

«Ahora te entrego a Mörnir», había dicho Ailell. Eso significaba que él era una ofrenda, un sacrificio, y por tanto todo sería inútil si moría demasiado pronto. Por eso tenía que resistir vivo, resistir la muralla, y resistir por el dios, porque él servía para llamar al dios; y entonces se oyó un trueno. Parecía proceder del Árbol, es decir de sí mismo. Si por lo menos lloviera antes de que él muriera, entonces podría encontrar por fin una cierta paz.

Había llovido, pensó, cuando ella murió, había llovido durante toda la noche.

Los ojos le quemaban. Los cerró, pero tampoco se sentía mejor, porque ella lo estaba esperando y también la música. Por una única vez, hacía poco, había querido llamarla por su nombre en el bosque, como no lo había hecho junto a su tumba abierta, para sentir su nombre otra vez en los labios como no lo había sentido desde hacía mucho tiempo; para quemar su alma reseca con ella. Quemarla, puesto que no podía llorar.

Guardó silencio, por supuesto. No podía hacer algo así. En cambio, abrió los ojos en el Árbol del Verano, en el Bosque de Mörnir y vio a un hombre que se acercaba entre los árboles.

Como la oscuridad era total, no podía distinguir quién era, pero la luz de las estrellas se reflejaba en los cabellos de plata y por eso pensó…

—¿Loren? —intentó decir, pero ningún sonido salió de sus labios resecos. Trato de humedecerlos, pero no tenía saliva, estaba seco. Entonces la figura se acercó un poco más y se detuvo bajo la luz de las estrellas, frente al lugar donde estaba atado, y Paul se dio cuenta de que se había equivocado. Los ojos que se encontraron con los suyos no eran los del mago y, al sondear en ellos, tuvo miedo de que aquello no acabara nunca, de que en verdad no acabara nunca. Aquel hombre permanecía de pie ante él como si estuviera revestido de poder, incluso en aquel lugar, en el claro del Árbol del Verano, y en sus ojos oscuros Paul leyó su propia muerte.

Por fin aquel hombre habló.

—No puedo permitirlo —dijo con resolución—. Tienes valor y creo que también algo más. Casi eres uno de nosotros, y deberíamos haber compartido algo tú y yo. Pero ahora no. No puedo permitirlo. Tú estás llamando a una fuerza demasiado poderosa para la razón y esa fuerza no debe ser despertada. No cuando yo estoy tan cerca. ¿Me creerás

—continuó en voz baja pero firme— si te digo que siento mucho tener que matarte?

Paul movió los labios.

—¿Quién? —preguntó penosamente y su voz sonó como un desgarrón en su garganta.

El otro sonrió ante la pregunta.

—¿Acaso te importan los nombres? Deberían importarte. Es Galadan el que ha llegado hasta aquí y temo que sea el final.

Atado y totalmente a su merced, Paul vio cómo la elegante figura desenfundaba un puñal de su cinto.

—Seré rápido, te lo prometo —dijo—. Viniste aquí para poder por fin descansar, ¿verdad? Pues yo te procuraré ese descanso.

Sus ojos se cerraron una vez más. Era un sueño, tan sólo un sueño oscuro, borroso y ensombrecido. Mantuvo sus ojos cerrados, pues el hombre debe cerrar los ojos para soñar. Ella estaba allí, por supuesto, y se estaba acercando el final; era maravilloso llegar hasta el final con ella.

Pasaron unos instantes y no sintió la hoja de ningún cuchillo. Luego Galadan habló de nuevo con una voz diferente, pero no se dirigía a él.

—¿Tú? —dijo—. ¿Aquí? ¡Ahora lo entiendo!

Por toda respuesta sólo se oyó un profundo y sordo gruñido. Con el corazón sobresaltado, Paul abrió los ojos. En el claro, frente a Galadan, estaba el perro gris que él había visto sobre el muro del palacio.

Galadan clavó sus ojos en el perro y habló de nuevo.

—Estaba escrito en el viento y en el fuego desde hace tiempo que nos encontraríamos

—dijo—. Y éste es un lugar apropiado como no hay otro en ninguno de los mundos. ¿Es que quieres impedir el sacrificio? Entonces tu sangre es la puerta que obstaculiza mi deseo. Ven aquí y me la beberé.

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