El Árbol del Verano (29 page)

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Authors: Guy Gavriel Kay

Tags: #Aventuras, Fantástico

Pero él le había fallado.

Jennifer volaba en dirección a la Montaña cuando aquello sucedió.

Un cruel grito de triunfo salió de la garganta del cisne negro, al tiempo que la ráfaga de fuego se levantaba a lo lejos y tomaba allá arriba la forma de una garra que se cernía hacia el sur como el humo con el viento, pero que no se desvanecía sino que pendía allí amenazante.

A su alrededor, en el cielo, retumbó la carcajada. «¿Está muerta la persona bajo la Montaña?», había preguntado Paul Schafer antes de la travesía. No estaba muerta ni estaba ya bajo la Montaña y, aunque no lo entendía, Jennifer sabía que tampoco era una persona. Tenía que ser algo mas para poder dibujar una mano de fuego y enviar con el viento aquella enloquecida carcajada.

El cisne aumentó su velocidad. Día y noche Avaia se había dirigido al norte, batiendo sus gigantescas alas con gracia, mientras a su alrededor se extendía el hedor de corrupción, incluso en las altas y diáfanas zonas del cielo. Siguieron volando también el segundo día, pero por la noche tomaron tierra en las orillas de un lago, al norte de los vastos pastizales que habían sobrevolado.

Un grupo considerable de svarts alfar los estaban esperando, y con ellos había otras criaturas enormes de aspecto salvaje, con colmillos y armadas de espadas. La obligaron con violencia a bajar del cisne y la arrojaron al suelo. No se molestaron en atarla; de todos modos no se podía mover, pues sus miembros estaban paralizados por los calambres a causa de sus ataduras y de su inmovilidad.

Luego le llevaron comida: el cuerpo semicocido de alguna rata de la pradera. Cuando ella movió su cabeza en mudo rechazo, todos se rieron.

Mas tarde la ataron, desgarrando su blusa al hacerlo. Algunos empezaron a pellizcarla y a juguetear con su cuerpo, pero uno de los jefes los detuvo. Ella apenas se daba cuenta de nada. Una parte de su mente parecía estar tan distante como su propia vida; estaba medio inconsciente, lo cual era probablemente una bendición para ella.

Cuando se hizo de día, la volvieron a atar al cisne y Avaia voló durante todo el tercer día, desviándose un poco hacia el noroeste, de modo que la montaña en llamas quedaba un poco hacia el este. Luego, hacia el ocaso, en una región muy fría, Jennifer pudo ver Starkadh, como un gigantesco zigurat del infierno sobre el hielo, y pudo empezar a entender.

Por segunda vez, Kimberly fue llevada a su lecho. Esta vez, sin embargo, no era Ysanne quien la estaba mirando. Los ojos que la miraban ahora eran negros y muy profundos, los del criado Tyrth.

A medida que recobraba el conocimiento notaba el dolor de su muñeca. Al mirar, vio una señal negra donde el brazalete le había estado oprimiendo. Entonces recordó y sacudió la cabeza.

—Creo que sin esto hubiera muerto. —Hizo un pequeño movimiento con su mano para enseñárselo.

El no contestó, pero pareció que de su cuerpo fuerte y musculoso desaparecía una enorme tensión cuando la oyó hablar. Ella miró a su alrededor: por las sombras debía de ser la última hora de la tarde.

—Has tenido que traerme hasta aquí por dos veces —dijo.

—No debes preocuparte por eso, señora —respondió con una voz ruda y tímida.

—Bueno, yo no acostumbro desmayarme.

—No es eso lo que pienso —dijo él bajando los ojos.

—¿Qué sucedió con la Montaña? —preguntó aunque temía oír la respuesta.

—Estalló —contestó él—. Justo antes de que despertaras.

Ella asintió. Todo tenía sentido.

—¿Has estado mirándome todo el día?

El pareció pedir disculpas.

—No siempre, señora. Lo siento, pero los animales estaban asustados y…

Ella sonrió al oír sus palabras.

—El agua está hirviendo —agregó Tyrth tras un corto silencio—. ¿Quieres que te prepare una tisana?

—Sí, por favor.

Ella observó cómo caminaba cojeando hacia el hogar. Con hábiles y parcos movimientos preparó una taza con una infusión y la llevó hasta la mesa junto a la cama.

Había llegado la hora, decidió ella.

—Ya no tienes que simular que eres cojo —dijo.

Él siguió imperturbable, dicho sea en su honor. Sólo un breve parpadeo de indecisión había alterado sus ojos, pero sus manos al servirle la bebida eran muy firmes. Cuando terminó, por primera vez se sentó junto a ella y la miró largo rato en silencio.

—¿Te lo dijo ella? —preguntó por fin, mostrando por primera vez su auténtica voz.

—No. En realidad, me mintió. Me dijo que, como no era su secreto, no me lo podía decir. —Dudó un momento—. Lo supe por Eilathen, en el lago.

—Sí, vi todo y quedé estupefacto.

Kim sintió que su frente se fruncía con la absurda arruga vertical.

—Ya sabes que Ysanne se ha marchado —dijo con tanta calma como pudo.

El asintió con la cabeza.

—Lo sé demasiado bien, pero no entiendo qué ha sucedido. Tus cabellos…

—Ella tenía a Lökdal ahí abajo —declaró Kim con franqueza, casi como si quisiera hacerle daño—. La usó contra sí misma.

El reaccionó y ella se arrepintió del sentido que contenían sus palabras. Una de sus manos cubrió su boca en un gesto extraño en aquel hombre.

—No —susurró—. ¡Oh, Ysanne, no!

Podía oír la profundidad de su dolor.

—¿Entiendes lo que ha hecho? —preguntó ella. Su voz temblaba, pero logró controlarla. El dolor era demasiado grande.

—Sé cuál es el poder de la daga, sí. No sabía que la tuviera aquí. Debe de haberte amado mucho.

—No sólo a mí: a todos nosotros. —Titubeó un momentó—. Me vio en sueños hace veinticinco años, antes de que naciera. —¿Lo hacía eso más fácil? ¿Había algo que pudiera hacerlo?

Sus ojos se agrandaron.

—Nunca lo supe.

—¿Cómo podías saberlo? —El parecía considerar desconocimentos como profundos agravios—. Aún hay más —agregó Kim. «Su nombre no puede ser pronunciado», pensó mientras hablaba—. Tu padre ha muerto esta tarde, Aileron.

Hubo un silencio.

—Ésas son viejas noticias —respondió el mayor de los príncipes de Brennin—.

Escucha.

Poco después las oyó: eran las campanas de Paras Derval que tocaban a muerto por el rey.

—Lo siento —dijo.

El torció el gesto y se puso a mirar por la ventana. «Eres un frío bastardo», pensó ella.

«Viejas noticias: el rey merecía algo más que aquello, con toda seguridad merecía algo más.» Y estaba a punto de decirlo cuando Aileron voivió la cabeza hacia ella y entonces pudo ver que un río de lágrimas corría sin cesar por su rostro.

«Dios mío», pensó emocionada, condenándose a sí misma duramente. El joven tenía con seguridad un rostro impenetrable, pero ¿cómo había podido ella equivocarse hasta tal punto? Hubiera sido gracioso, algo típico en Kim Ford, si no fuera porque aquella gente iba a tener que confiar en ella durante bastante tiempo. No podía salir bien. Era una practicante impulsiva, indisciplinada y bastante honesta de Toronto. ¿Qué demonios iba a hacer?

Nada, a ningún precio, por el momento. Se dejó caer muy cansada en la cama, y poco después Aileron levantó su bronceado y barbado rostro y le habló.

—Tras la muerte de mi madre, no volvió ya a ser el mismo. Perdió fuerzas. ¿Querrás creer que en otro tiempo fue un gran hombre?

Sería una ayuda para él si se lo contaba.

—Lo vi en el lago. Sé que lo fue, Aileron.

—Velé por él hasta que no pude soportarlo más —dijo muy emocionado—. En palacio se formaron facciones que querían que abdicara en mí. Maté a dos hombres que se atrevieron a hablar en mi presencia de eso, pero mi padre se había vuelto suspicaz y tenía miedo. Ya no pude volver a hablar con él nunca más.

—¿Y Diarmuid?

La pregunta pareció sorprenderlo sinceramente.

—¿Mi hermano? Estaba borracho casi siempre o llevándose mujeres a la Fortaleza del Sur. Jugando a ser guardián de la Frontera allá abajo.

—Pues parece ser algo más que todo eso —objetó con suavidad Kim.

—A las mujeres quizá se lo parezca.

Ella parpadeó.

—Eso —dijo— es un insulto.

Parecía arrepentido.

—Lo sé —admitió—. Lo siento mucho. —Luego la sorprendió otra vez—. No soy hábil

—confesó Aileron desviando su mirada— en hacerme querer. Los hombres suelen respetarme, incluso contra su voluntad, porque tengo cierta habilidad en las cosas que ellos valoran. Pero con las mujeres soy un torpe. —Sus ojos, casi negros, eludieron su mirada—. Además, difícilmente renuncio a lo que deseo y no puedo soportar interferencia alguna.

Todavía no había acabado de hablar.

—Te cuento estas cosas, no porque tenga esperanzas de cambiar, sino para que sepas que soy consciente de ellas. Tendré que confiar en algunas personas y, si tú eres una vidente, tendrás que ser una de ellas. Pero me temo que tendrás que aguantarme tal como soy.

Un silencio siguió a sus palabras. Por primera vez ella notó la presencia de Malka y lo llamó con voz suave. El gato saltó a la cama y se ovilló en su regazo.

—Pensaré en lo que me has dicho —dijo ella por fin—. No puedo prometerte nada; yo también soy bastante tenaz. Pero, siguiendo con nuestro asunto, permite que puntualice que Loren parece apreciar a tu hermano bastante y, a menos que a mí se me haya escapado algo, Manto de Plata no es una mujer. —«Demasiado dura», pensó, «debes tener más cuidado.»

Los ojos de Aileron eran inescrutables.

—Fue nuestro preceptor cuando éramos niños —dijo—. Todavía espera poder salvar algo de Diarmuid Y, en justicia, debo decir que mi hermano es muy querido por sus seguidores, lo cual debe de significar algo.

—Algo… —repitió ella con aire grave—. ¿Tú no ves nada en él que se pueda salvar? —

Tenía gracia: a ella no le había gustado nada Diarmuid, y allí estaba ahora defendiéndolo.

Por toda respuesta, Aileron se limitó a encogerse de hombros.

—Dejémoslo —dijo ella—. ¿Quieres acabar tu historia?

—Queda poco por relatar. Cuando la lluvia remitió el año pasado y luego cesó del todo esta primavera, sospeché que no era una casualidad. Quise morir por él pues no hubiera soportado verlo desfallecer. O ver expresión de sus ojos. Y no podía vivir junto a él mientras desconfiaba de mí. Por eso le pedí permiso para ir al Árbol del Verano, pero él me lo negó. Se lo pedí de nuevo y de nuevo se negó. Luego llegaron rumores a Paras Derval de que los niños morían en las granjas y se lo pedí ante toda la corte otra vez y otra vez se negó a dejarme marchar. Y entonces…

—Entonces le dijiste exactamente lo que pensabas. —Podía figurarse la escena.

—Lo hice. Y me desterró.

—No con demasiado éxito —apuntó ella con ironía.

—¿Tú me habrías permitido abandonar mi tierra, vidente? —estalló él con una voz repentinamente enérgica.

Su reacción le gustó; así pues, había en él algo que le gustaba. Más de una cosa, si tenía que ser sincera. Por eso le dijo:

—Aileron, él hizo lo que debía. Debes reconocerlo. ¿Cómo podría el soberano rey dejar que otro muriera por él?

—¿Entonces no lo sabes? —No era una pregunta. La súbita amabilidad de su voz la inquietó más que ninguna otra cosa.

—¿A qué te refieres? Es mejor que me lo digas.

—Mi padre dejó que otro fuera en su lugar —dijo Aileron—. Oye el trueno. Tu amigo Pwyll está en el Árbol del Verano. Ya ha pasado allí dos noches y ésta es la última, si es que todavía está vivo.

Pwyll. Paul.

Encajaba. Todo encajaba a la perfección. Se limpiaba las lágrimas de su rostro, pero otras seguían cayendo.

—Lo vi —murmuró—. Lo vi con tu padre en mi sueño, pero no pude oír lo que decían porque sonaba aquella música, y…

Incluso aquello encajaba en su lugar.

—¡Oh, Paul! —susurró—. Era Brahms, ¿verdad? La pieza de Brahms de Rachel.

¿Cómo no la recordé entonces?

—¿Hubieras podido cambiar algo? —preguntó Aileron—. ¿Hubieras hecho lo correcto?

Aquel tipo era insoportable, y más en aquellos momentos. Bajó los ojos hacia el gato.

—¿Lo odias? —preguntó en voz baja sorprendiendo se a sí misma por la pregunta.

El se puso en pie con un gesto asustado y revelador Se dirigió a la ventana y miró hacia el lago. Se oyeron campanas y luego un trueno. El día estaba sobrecargado de poder, y todavía no había acabado. Se acercaba la noche, la tercera noche…

—Intento no odiarlo —respondió por fin, en voz tan baja que Kim apenas pudo oírlo.

—Por favor —rogó ella dándose cuenta de que de algún modo aquello era importante.

Si por lo menos pudiera aliviar su propia carga de dolor… Se levantó de la cama con el gato en sus brazos.

El se volvió a mirarla. Había una extraña luz detrás de él.

—Tiene que ser mi guerra —afirmó Aileron dan Ailell.

Ella asintió con la cabeza.

—¿Lo has visto? —continuó él.

De nuevo asintió con la cabeza. Fuera, el viento había cesado de soplar; todo estaba en calma.

—Y quisiste arrojarlo del Árbol del Verano.

—Arrojarlo no. Pero sí, fue una locura. Por mi parte, no por parte de tu amigo —añadió al momento—. Anoche fui a verlo pero no me sirvió de nada: en él hay algo más.

—Dolor. Orgullo. Y algo tenebroso.

—Es un lugar tenebroso.

—¿Podrá soportarlo?

Aileron sacudió lentamente la cabeza.

—No lo creo. Estaba casi exhausto la pasada noche.

Paul. ¿Cuándo, pensó, lo había oído reír por última vez?

—Ha estado enfermo —explicó, dándose cuenta de que sus palabras sonaban casi desatinadas. Hasta su propia voz era rara.

Aileron tocó su hombro con torpeza.

—No lo odiaré, Kim. —Era la primera vez que la llamaba por su nombre—. No puedo odiarlo: se ha comportado con gran valentía.

—Sí, lo ha hecho —admitió. Ya no iba a llorar más—. Sí, lo ha hecho —repitió levantando la cabeza—. Y nosotros tenemos que prepararnos para la guerra.

—¿Nosotros? —preguntó Aileron, y en sus ojos ella leyó el ruego que no se atrevía a pronunciar.

—Vais a necesitar una vidente —declaró con sentido práctico—. Y parece que yo soy la mejor que tenéis. Y además tengo el Baelrath.

Él dio unos pasos hacia ella.

—Estoy… —tomó aliento—. Estoy… muy contento —logró decir por fin.

Ella se echó a reír, sin poder evitarlo.

—¡Dios! —exclamó en tono festivo—. ¡Dios! Aileron, jamás he conocido a nadie que tenga tantas dificultades para dar las gracias. ¿Qué haces cuando alguien te pasa la sal?

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