El Árbol del Verano (31 page)

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Authors: Guy Gavriel Kay

Tags: #Aventuras, Fantástico

Lo había conseguido todo. Y había eclipsado a cualquiera de los violoncelistas que habían tocado antes en el Edward Johnson Hall. Y ahora la Sinfónica de Toronto la había llamado para tocar el concierto para cello de Dvorak, el cinco de agosto en el Ontario Place. Inaudito. Por eso habían ido a cenar al Winston, para quemar unos cien dólares del dinero de la beca del departamento de Historia.

—Quizá llueva —dijo ella. Los limpiaparabrisas frotaban con ruido monótono el cristal delantero. Había empezado a llover.

—La plataforma de los músicos está cubierta —la tranquilizó él— y también las diez primeras filas. Además, si llueve, no tendrás que competir con los Blue Jays. No puedes perder, cariño.

—Bueno, estás muy optimista esta noche.

—Lo estoy, desde luego —oyó que decía la persona que él había sido en otro tiempo—

. Estoy muy optimista esta noche. Soy optimista.

Adelantó a un traqueteante Chevrolet.

—Oh, mierda —dijo ella.

«Por favor», suplicaba una lejana y débil voz en el Bosque Sagrado. Era la suya. «Oh, por favor.» Pero él estaba ahora allí dentro, se había mantenido allí dentro todo el tiempo y no había piedad en el Árbol del Verano. ¿Cómo podría haberla tenido? Estaba tan abierto que la lluvia podía caer a través de él.

—Oh, mierda —dijo ella.

—¿Qué? —se oyó preguntar a sí mismo sobrecogido. Vio que empezaba justamente entonces y justamente allí. Aquel momento. Los limpiaparabrisas a toda velocidad.

Lakeshore East. Adelantó a un Chevrolet azul.

Ella iba callada. Al mirarla vio que sus manos estaban crispadas y que tenía la cabeza inclinada. ¿Qué le pasaba?

—Tengo que decirte algo.

—Eso parece. —Oh, Dios, sus defensas se ponían en guardia.

Ella enderezó la cabeza al oírlo. Ojos oscuros, como no había otros.

—Prometí —dijo—, prometí que hablaría contigo esta misma noche.

—¿Prometiste? —se impacientó, se vio a sí mismo cómo se impacientaba—. Rachel,

¿qué ocurre?

Sus ojos otra vez. Sus manos.

—Has estado fuera durante un mes, Paul.

—Estuve fuera un mes, sí. Ya sabes por qué.

Se había marchado cuatro semanas antes de su recital. Se habían convencido a ellos mismos de que era lo mejor; el tiempo era imprescindible para ella, significaba mucho.

Tocaba ocho horas al día y él no quería ser un estorbo. Voló a Calgary con Kevin, condujo el coche de su hermano a través de las montañas Rocosas y siguió hasta el sur, hacia la costa de California. La había telefoneado dos veces a la semana.

—Ya sabes por qué —se oyó repetir a sí mismo. Ya había empezado.

—Bueno, estuve pensando en muchas cosas.

—Uno siempre debe pensar en algo.

—Paul, no seas…

—¿Qué quieres de mí? —estalló—. ¿Qué sucede, Rachel?

Y por fin:

—Mark me pidió que me casara con él.

¿Mark? Mark Rogers era su acompañante. Un estudiante del último curso de piano, apuesto, apacible, un poco afeminado. Aquello no encajaba. No conseguía hacerlo encajar.

—Muy bien —dijo—. Eso sucede cuando se comparten durante un tiempo los mismos objetivos. Un romance teatral: él se ha enamorado. Rachel, es fácil que se enamoren de ti. ¿Por qué me lo cuentas de esta forma?

—Porque voy a decirle que sí.

Sin previo aviso. De golpe y porrazo. No estaba preparado para recibir ese golpe. Era una noche de verano pero, Dios, hacía frío. Hacía tanto frío de golpe…

—¿Así de simple? —fue toda su reacción.

—¡No! ¡No así de simple! No seas tan frío, Paul.

Se oyó a sí mismo emitir un sonido. Un jadeo, una risa, las dos cosas entremezcladas.

Estaba temblando. «No seas tan frío, Paul.»

—Ésa es la cuestión —dijo ella retorciéndose las manos—. Eres siempre tan controlado, tan razonable, tan comprensivo. Hasta comprendiste que necesiraba estar sola un mes y ahora hasta comprendes por qué Mark se ha enamorado de mí. Todo es lógico para ti. Mark no es tan fuerte: me necesita; puedo ver hasta qué punto me necesita.

Llora, Paul.

«¿Llora?» Nada podía unirlos más. ¿Qué tenía que ver el llanto con esto?

—No sabía que te gustaban los números al estilo Niobe. —Necesitaba dejar de temblar.

—No me gustan. Por favor, no seas grosero: no puedo soportarlo… Paul, tú nunca te has abandonado, nunca has permitido que me sintiera indispensable. Adivino que no lo soy. En cambio Mark apoya a menudo su cabeza en mi pecho.

—Oh, Jesús. ¡Rachel, no sigas!

—Es cierto.

Llovía más fuerte. Respiraba con dificultad.

—¿Toca, además, el arpa? Sirve para todo, lo reconozco. —Dios, qué golpe: que él era demasiado frío.

Ella se puso a llorar.

—No quería que esto…

Ella no quería que sucediera esto. ¿Qué quería que sucediera? Oh, señora, señora, señora, señora.

—Está bien —se sorprendió a sí mismo diciendo. ¿De dónde había surgido aquella voz? Respiraba con dificultad. La lluvia caía sobre el techo, sobre el cristal delantero—.

Todo saldrá bien.

—No —dijo Rachel entre sollozos mientras la lluvia tamborileaba—. A veces no todo sale bien.

Atractiva muchacha, muy atractiva. Hubiera debido abrazarla un momento antes. ¿Un momento? Hacía diez minutos. Sólo diez minutos. Antes de que empezara a hacer tanto frío.

El amor, el amor, la más extrema interrupción.

O quizá no la más extrema.

En ese preciso momento al Mazda que venía de frente se le reventó un neumático. La carretera estaba mojada. El coche patinó, chocó con el Ford y giró sobre sí mismo mientras el Ford rebotaba contra la baranda protectora.

No había espacio para frenar: iban a destrozarse los dos. Sólo había una brecha, un espacio libre de apenas treinta centímetros más de lo justo, si maniobraba a la izquierda.

Sabía que había una brecha porque había visto la película en cámara lenta en su mente demasiadas veces. Treinta centímetros. No era imposible, pero era difícil lograrlo bajo la lluvia.

Intentó pasar entre el Mazda, que seguía dando vueltas, y la baranda, pero golpeó contra ésta y dio vueltas de campana en la carretera y dentro del coche.

Él llevaba puesto el cinturón de seguridad; ella no.

Eso fue todo, pero no toda la verdad.

La verdad era que en realidad sí había un espacio de treinta centímetros de más, quizá veinticinco, o es probable que treinta y cinco. Era suficiente. Suficiente si él se hubiera decidido tan pronto como vio el agujero. Para no lo hizo; ¿o sí? Cuando inició la maniobra, el Mazda se había desplazado y sólo quedaba un espacio de ocho o diez centímetros más de lo necesario; no era suficiente, teniendo en cuenta que era de noche, que llovía y que el coche iba a sesenta y cinco kilómetros por hora. En modo alguno era suficiente.

La pregunta fue: ¿cómo pudo calcular la velocidad en aquellas circunstancias? Y la respuesta fue: por el espacio que había. Una y otra vez había visto en su cabeza la película de lo sucedido; una y otra vez le había parecido que daban vueltas. Contra la baranda, dentro del coche. Una y otra vez.

Y todo había, ocurrido porque no había, maniobrado con la suficiente rapidez.

¿Y por qué —«preste atención, señor Schafer»—, por qué no había maniobrado con suficiente rapidez?

Pues bien, las modernas técnicas nos permiten ahora examinar los pensamientos de aquel conductor en la chispa —¡qué encantadora palabra!— de tiempo que transcurrió entre el momento en que vio y el momento en que maniobró. Entre el deseo y la acción, como expresó tan bien en otro tiempo Eliot.

¿Y cuál era el deseo, según ese examen?

Bien, no podemos afirmarlo con toda seguridad, pues es un terreno muy resbaladizo (al fin y al cabo, estaba lloviendo), pero un detenido examen de los datos parece poner de relieve curiosas lagunas en las respuestas del conductor.

Maniobró, sí, es indudable que lo hizo. Y, en justicia —seamos justos—, lo hizo con mayor rapidez de lo que lo hubieran hecho la mayoría de los conductores. Pero, y ésta es la cuestión, ¿maniobró todo lo rápido que pudo?

Es posible, sólo como hipótesis, pero es posible que se demorara una chispa de tiempo, sólo eso, nada más que eso; y además que lo hiciera porque no estaba totalmente seguro de que quería hacer la maniobra. El deseo y la acción. «Señor Schafer,

¿cuáles eran sus pensamientos? ¿Hubo, digámoslo así, un pequeño retraso en su deseo?»

Muerta. Sala de Urgencias del Hospital de St. Michael.

La más extrema interrupción.

«Debería haber muerto yo», le había dicho a Kevin. Hay que pagar el precio, de una manera o de otra. No te permitirán llorar. Sería una hipocresía muy grande. Eso es parte del precio: ni lágrimas, ni desahogo. «¿Qué tenía que ver el llanto con esto?», le había preguntado a ella. Oh, no; lo había pensado. Niobe, le había dicho. Un número al estilo Niobe. Sus ingeniosas defensas habían reaccionado demasiado deprisa. El cinturón abrochado. Había estado tan frío, tan sumamente frío. Después de todo, parecía que el llanto tenía mucho que ver con todo aquello.

Pero todavía había más. Ponía la cinta. Una y otra vez, como una película interior, como las vueltas de campana del coche: una y otra vez la cinta de su recital. Y en el segundo movimiento escuchaba siempre su mentira. Dedicado a él, le había dicho ella.

Porque lo amaba. Así pues, era una mentira. ¿Podía oír aquello, a pesar de lo que decían Walter Langside y todos los demás? ¿Podía oír cómo ella mentía?

No. En aquella música se encerraba su amor por él, en aquella música perfecta y apasionada. Pero ahora estaba fuera de su alcance; ¿cómo pudo suceder? Y por eso cada vez que llegaban esos compases no podía seguir escuchando sin llorar. Pero no le estaba permitido llorar.

Ella lo había abandonado y él la había matado, y no fuiste capaz de llorar cuando lo hiciste. Por lo tanto, tienes que pagar un precio.

Y por eso había ido a Fionavar.

Al Árbol del Verano.

La clase había concluido. Había llegado la hora de morir.

Ahora se había hecho el silencio. Un completo y absoluto silencio en el bosque. Había dejado de tronar. Él tenía el color de la ceniza y estaba vacío por dentro: ¿qué quedaba al final?

Al final se recobraba el sentido; al parecer se concedía una enorme gracia: alcanzar el más profundo conocimiento de sí mismo, desde aquel lugar. Era una inesperada concesión. Seco como un cascarón todavía pudo sentir gratitud por la gracia concedida.

Había un sobrenatural silencio en la oscuridad. Incluso había cesado el latido del Árbol.

Habían cesado el viento y los ruidos. Se habían marchado las luciérnagas. No se movía nada. Era como si incluso la Tierra hubiera dejado de dar vueltas.

Entonces llegó. Vio que, inexplicablemente, una neblina se había levantando del suelo del bosque. Pero no, no se levantaba inexplicablemente: la niebla se levantaba porque algún significado tenía que lo hiciese. ¿Cómo podía ser de otra manera en ese lugar?

Con dificultad volvió la cabeza, primero hacia un lado, luego hacia otro. Había dos pájaros en las ramas y ambos eran cuervos. «Los conozco», pensó, incapaz ya de sorprenderse. «Se llaman Pensamiento y Memoria; lo aprendí hace tiempo.»

Era cierto. Así se llamaban en todos los mundos, y aquél era el lugar donde tenían su nido. Eran del dios.

Pero incluso los pájaros estaban quietos, con sus brillantes ojos inmóviles. Esperaban, como también esperaban los árboles. Sólo se movía la neblina, que iba ascendiendo. No se oía nada en absoluto. Todo el bosque parecía concentrado en sí mismo, como si hubiera llegado el momento de que algo sucediera, de que algo apareciera; y sólo entonces, por fin, Paul se dio cuenta de que no estaban esperando al dios. Era algo más; no formaba parte del ritual, sino que era algo más…, y recordó una imagen (pensamiento, memoria) de algo que venía de muy lejos, de otra vida, parecía; otra persona que había tenido un sueño…; no, una visión, una exploración, sí, eso era…, niebla, sí, y un bosque, y esperando, sí, esperando a que apareciera la Luna, cuando de pronto algo, algo…

Pero la Luna no apareció. No había luna, era luna nueva. La última luna había salvado al perro la noche anterior, lo había salvado a él para esto. Estaban esperando: el Bosque Sagrado, la noche entera estaba esperando también, templada como una noche de primavera, pero no podía aparecer la Luna aquella noche.

Y entonces sucedió.

Por encima de los árboles, al este del Árbol del Verano, apareció la luz. Y en la noche de luna nueva brilló sobre Fionavar la luz de la luna llena. Mientras los árboles del bosque empezaban a susurrar y a balancearse con una repentina brisa, Paul vio que la Luna era roja, como el fuego y como la sangre, y el poder tomó en aquel momento un nombre: Dana, la Madre, llegaba para interceder.

Era la diosa de todo lo que vive en todos los mundos; madre, hermana, hija, novia del dios. Y Paul comprendió entonces, en un chispazo de intuición, que ella era todo eso, sin importar cuál; que en aquellos niveles de poder, en aquel grado de lo absoluto, las jerarquías dejaban de tener significado. Sólo lo tenían la fuerza, el pavor, la presencia puesta de manifiesto. La luna roja brillaba en el cielo en aquella noche de novilunio, de modo que el claro del bosque relucía mientras el Árbol del Verano se envolvía en la niebla, bajo la luz.

Paul miró hacia arriba, más allá de la sorpresa, más allá de la incredulidad; el sacrificio, el cascarón vacío. Tenía que llover. Y en aquel momento le pareció como si oyera una voz, en el cielo, en el bosque, en el fluir de su sangre del color de la luna; y la voz habló de tal modo que todos los árboles vibraron ante ella como si fueran endebles varas:

«No sucedió así, no podrá ser así.»

Y cuando cesó el eco de la voz, Paul se encontraba de nuevo en la autopista, con Rachel, bajo la lluvia. Y una vez más vio la explosión del neumático del Mazda y lo vio patinar contra el Ford. Vio que el coche al dar vueltas le impedía el paso.

Y vio a la izquierda el espacio libre de apenas treinta centímetros más de lo justo.

Pero ahora estaba con él Dana, la diosa, conduciéndolo hacia la verdad. Y en una desmesurada y abrasadora llamarada de definitivo perdón vio que no acertó con el resquicio, no porque hubiera tardado en decidirse, o porque quisiera matar o morir, sino simplemente porque era un ser humano. Oh, señora, sólo era un ser humano. Sólo un ser humano, y si no había acertado había sido por el dolor, por la pena, por la conmoción y por la lluvia. Por todas esas cosas, que podían ser perdonadas.

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