El Árbol del Verano (39 page)

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Authors: Guy Gavriel Kay

Tags: #Aventuras, Fantástico

Le dolía el corazón. Había soportado mucho. Y podía sentir el temblor de la flecha clavada, pues las plumas rozaban sus cabellos.

—No todos tienen que morir —dijo la Verde Ceinwen—; pero hará falta coraje. Sin embargo, has jurado pagarme un precio y algún día te lo reclamaré. Recuérdalo.

Dave cayó de rodillas. Sus piernas no podían sostenerlo por más riempo en pie ante ella. Había demasiado esplendor en su rosrro y en el brillo de sus cabellos.

—Una cosa más —le oyó decir, sin osar mirarla—: ella no es para ti.

Hasta tal punto había leído en su corazón, y ¿cómo podía ser de otra manera? Pero él ya había decidido aquello por sí mismo y quería que ella lo supiera. Luchó un rato por recuperar el uso de la palabra.

—No —respondió—, lo sé: es para Torc.

La diosa se echó a reír.

—¿Acaso tiene otra posibilidad? —contestó Ceinwen burlonamente y desapareció.

Dave, arrodillado, dejó caer la cabeza entre sus manos. Todo su cuerpo comenzó a temblar con violencia. Todavía temblaba cuando Torc y Levon llegaron en su busca.

Cuando Tabor despertó, no tenía ninguna duda. No había posibilidad de confusión.

Estaba en Faelinn, en su ayuno, y había despertado porque había llegado la hora. Miró a su alrededor, abriéndose a sí mismo, preparado para recibir lo que había llegado, su nombre secreto, el ámbito de su alma.

Y entonces se apoderó de él la confusión. Todavía estaba en Faelinn, pero el bosque había cambiado. Antes no existía aquel espacio sin vegetación ante él; nunca hubiera podido escoger semejante lugar. Antes no había aquel espacio ante su escondrijo.

Luego vio que el cielo de la noche tenía un extraño color y, con un estremecimiento de miedo, comprendió que todavía estaba dormido, que estaba soñando y que encontraría su animal en el extraño país del sueño. No era lo habitual, lo sabía; normalmente hay que desperrarse para ver el tótem. Luchando con su temor lo mejor que podía, Tabor se dispuso a esperar.

Llegó del cielo.

No era un pájaro. Ni un halcón o un águila —así lo había esperado, como todos—; ni siquiera era una lechuza. No, con el corazón latiéndole a un ritmo irregular, Tabor se dio cuenta de que el claro era necesario para que se posara en tierra la criatura.

Así lo hizo, y con tanta ligereza que pareció no rozar la hierba. Tendido muy quieto, Tabor miró de frente a su tótem. Luego, con un esfuerzo enorme, se ofreció a sí mismo en cuerpo y alma a la maravillosa criatura que había llegado en su búsqueda. No existía aquella criatura que de pie lo miraba en silencio, bajo la noche coloreada de modo tan inusual. No existía, pero debería existir; lo sabía, mientras sentía que entraba en él, que formaba parte de él, y supo su nombre al tiempo que sabía quién era el dios que lo había llamado para encontrar a y ser encontrado por aquella criatura.

A último momento, el hijo más joven de Ivor oyó susurrar a una parte de sí mismo, como si alguien más estuviera hablando:

—Un águila debería haber sido suficiente.

Era cierto. Habría sido más que suficiente, pero no lo era. De pie, muy cerca de él, la criatura parecía comprender sus pensamientos. Sentía que, dulcemente, estaba en su mente. «No me rechaces», la oyó decir en su interior, mientras los grandes y asombrosos ojos de ella no se apartaban de los suyos. «Al fin y al cabo sólo nos tendremos el uno al otro.» Comprendió: estaba en su mente y también en su corazón; en lo más profundo.

Nunca hubiera pensado que estuviera tan dentro. Por toda respuesta le tendió su mano.

La criatura levantó la cabeza y Tabor tocó con sus manos el cuerno que le ofrecía.

—Imraith-Nimphais —dijo, recordó que había dicho, antes de que el universo se llenara de tinieblas.

—¡Hola! —gritó Ivor con alegría—. ¡Ved quién viene! Regocijémonos al ver que el Tejedor nos envía un nuevo jinete.

Pero cuando Tabor estuvo más cerca, Ivor pudo comprobar que había sido un ayuno difícil. Había encontrado a su animal —eso estaba escrito en cada uno de sus movimientos—, pero había tenido que recorrer un largo camino. No era lo acostumbrado, pero era una buena señal. La señal de una comunión más profunda con el tótem.

Pero cuando Tabor estuvo más cerca, Ivor tuvo un presentimiento.

Ningún muchacho regresaba del ayuno siendo él mismo; habían dejado de ser niños y lo llevaban escrito en sus caras. Pero lo que vio en los ojos de su hijo heló a Ivor hasta las entrañas, pese a que la luz del sol brillaba aquella mañana sobre el campamento.

Nadie parecía notarlo; el tumulto de bienvenida resonaba como siempre, incluso más ruidoso, al aclamar al hijo del jefe que había sido llamado por el dios.

¿Y para qué había sido llamado?, pensaba Ivor mientras caminaba junto a su hijo camino de la casa de Gereint. ¿Llamado para qué?

Sonreía, sin embargo, para ocultar su preocupación y vio que Tabor también sonreía; pero sólo con la boca, no con los ojos, e Ivor, al coger del brazo a su hijo, sintió que sus músculos se movían espasmódicamente.

Al llegar a la casa de Gereint, llamó con los nudillos y entraron los dos. Dentro no había luz, como siempre, y de fuera llegaba el ruido amortiguado como un distante murmullo de expectación.

Con firmeza pero con cierta inquietud, Tabor avanzó hacia el chamán y se arrodilló.

Gereint apoyó la mano en su hombro, en un gesto de afecto, y entonces Tabor levantó la cabeza.

Pese a la oscuridad, Ivor vio en Gereint una brusca sacudida de emoción. Durante lo que pareció un largo tiempo, él y Tabor se miraron fijamente. Al fin, Gereint habló, pero no pronunció las palabras del ritual.

—Eso no existe —dijo el chamán. Ivor apretó sus puños.

—Todavía no —respondió Tabor.

—Es un verdadero descubrimiento —siguió diciendo Gereint, como si no lo hubiese oído—, pero no existe semejante animal. ¿Pudiste abarcarlo?

—Creo que sí —dijo Tabor y en su voz había un gran cansancio—. Lo intenté. Creo que sí.

—Yo también lo creo —declaró Gereint, y había admiración en su voz—. Es algo muy grande, Tabor dan Ivor.

Tabor hizo un gesto de súplica; parecía haber agotado todas las reservas de resistencia.

—Simplemente llegó —dijo y cayó a los pies de su padre.

Mientras se arrodillaba para coger a su hijo, Ivor oyó que el chamán pronunciaba las palabras del ritual:

—Su hora conoce su nombre. —Y luego, en tono muy diferente—: ¡Ojalá lo protejan todos los poderes de la Llanura!

—¿De qué? —preguntó Ivor, sabiendo que no debía hacerlo.

Gereint lo miró.

—Te lo diría si lo supiera, viejo amigo; pero en verdad no lo sé. Llegó tan lejos que el cielo era distinto.

Ivor tragó saliva.

—¿Es algo bueno? —interrogó al chamán, que se suponía debía saber tales cosas—.

¿Es bueno, Gereint?

Después de un largo silencio, Gereint se limitó a repetir:

—Es algo muy grande.

Eso no era lo que necesitaba oír. Ivor cogió a su hijo, que casi no pesaba en sus brazos. Vio su morena piel, su nariz recta, su lisa y joven frente, el revoltoso desorden de sus cabellos demasiado cortos para recogérselos y demasiado largos para llevarlos sueltos; siempre parecía suceder lo mismo con Tabor, pensó.

—¡Hijo mío! —murmuró y se lo llevó en brazos como era su costumbre hacía no demasiados años.

Capítulo 13

Hacia la puesta de sol detuvieron los caballos en un pequeño barranco, en realidad sólo una hondonada definida por unos cuantos tummocks de escasa altura que destacaban en la llanura.

A Dave le inquietaba un poco aquella inmensa planicie. Sólo la mancha oscura del Bosque de Pendaran que se extendía hacia el oeste rompía la interminable monotonía de la pradera, y Pendaran no era precisamente un lugar tranquilizador.

Pero los dalreis se mostraban impertérritos; claro que para ellos aquel vasto lugar de tierra oscura era su patria. La Llanura era su casa. Lo había sido durante mil doscientos años, recordó Dave.

Levon no permitió encender fogatas; la cena consistió en carne fría de eltor y en queso fuerte, regado con agua del río que llevaban en pellejos. Pero a Dave le supo muy bien, pues estaba hambriento por la jornada a caballo. Al extender su saco de dormir junto a Torc, se dio cuenta de que estaba muerto de cansancio.

Estaba tan rendido que, una vez entre las mantas, ni siquiera podía dormir.

Y permaneció despierto bajo el inmenso cielo, dándoles vueltas a los sucesos de aquel día.

Tabor estaba todavía inconsciente cuando ellos dejaron el campamento aquella mañana.

—Llegó demasiado lejos —fue todo lo que el jefe pudo decir, pero sus ojos no ocultaban su preocupación, incluso en la oscuridad de la casa de Gereint.

Mas luego, la situación de Tabor fue dejada de lado, mientras Dave contaba lo que le había sucedido por la noche en el claro del bosque con la Cazadora, excepto en sus últimos detalles que le pertenecían sólo a él. Cuando terminó se hizo el silencio.

Con las piernas cruzadas sobre su estera, Gereint preguntó:

—¿Dijo exactamente «hará falta coraje»?

Dave asintió con la cabeza; luego, recordando que él era el chamán, murmuró un «sí».

Gereint se balanceaba hacia atrás y hacia adelante musitando algo para sí mismo.

Permaneció durante tanto tiempo así, que cuando por fin habló asustó a Dave.

—Debes irte al sur lo más pronto posible y además con todo sigilo. Es lo que opino yo.

Se está acercando algo y, si Manto de Plata te trajo hasta aquí, sería mejor que estuvieras con él.

—Solamente nos trajo para los festejos en honor del rey —opinó Dave. Su nerviosismo hizo que sus palabras parecieran más cortantes de lo pretendido.

—Quizá —dijo Gereint—, pero allí están sucediendo ahora otras cosas.

Y sus palabras no produjeron en modo alguno sorpresa.

Al volverse hacia un costado, Dave distinguió la silueta de Levon recortada en el cielo nocturno. Era muy reconfortante tener de guardia aquella serena figura. Recordó que Levon no había querido al principio marcharse con ellos: la preocupación por su hermano lo había alterado de modo considerable.

Fue el jefe, imponiéndose con inapelable firmeza, quien lo obligó a marcharse. La presencia de Levon no era imprescindible en su casa. Ya había quien se preocupara por Tabor. En todo caso, tampoco era inusual en los que habían hecho el ayuno dormir durante tanto tiempo. Levon, y su padre así se lo recordó, había dormido profundamente a su regreso del ayuno. Cechtar podía además dirigir la cacería durante diez días o durante dos semanas, cosa que le vendría muy bien tras su fracaso de dos días atrás.

«No», había dicho con decisión Ivor; puesto que Gereint había recomendado rapidez y sigilo, era importante llevar a Dave —a Davor, como él y los demás lo llamaban— sano y salvo hasta Paras Derval. Levon y Torc comandarían la expedición de unos veinte hombres. Estaba decidido.

Cuánta lógica, qué dominio de la situación y qué frialdad a la hora de actuar, había pensado Dave. Pero luego recordó la última conversación que había tenido con Ivor.

Los caballos habían sido dispuestos. Dave se había despedido breve y precipitadamente de Leith y de Liane —siempre había sido poco hábil para las despedidas—. Además se sentía cortado por el corrillo de mujeres que los observaban.

La hija de Ivor se había mostrado indiferente y distante.

Luego había ido a ver a Tabor. El muchacho parecía extenuado por la fiebre. Dave se había sentido inquieto al verlo y le había hecho un vago gesto con la mano a Leith, que había entrado con él en la habitación. Esperaba que entendiera lo que quería comunicarle aunque no se lo dijera con palabras.

Luego Ivor lo había llevado a dar una vuelta por el campamento.

—El hacha es para ti —había comenzado el jefe—. Por lo que nos has contado, no creo que puedas hacer uso de ella en tu mundo, pero quizá te sirva para acordarte de los dalreis. —Luego, Ivor había fruncido el entrecejo—. Es un recuerdo bélico de los Hijos de la Paz, aunque sea una contradicción. ¿Hay algo más que quisieras…?

—No —había contestado Dave enrojeciendo—. No, muchas gracias. Es muy hermosa.

La guardaré como un tesoro.

Las palabras no podían expresar todo su agradecimiento. Luego caminaron un rato en silencio hasta que a Dave se le ocurrió algo que decir.

—Dile adiós a Tabor de mi parte. Creo que es un muchacho estupendo. Se pondrá bien, ¿verdad?

—No lo sé —contestó Ivor con inquietante franqueza. Al llegar al final del campamento caminaron hacia el norte, hacia la Montaña. A la luz del día, Rangat estaba deslumbrante; su blanca ladera reflejaba la luz del sol con tanta fuerza que hería los ojos.

—Estoy seguro de que se pondrá bien —había dicho Dave sin demasiada convicción, consciente de lo estúpidas que sonaban sus palabras. Para disimularlas continuó hablando—: Habéis sido muy buenos conmigo. He aprendido muchas cosas entre vosotros. —Y, mientras lo decía, se daba cuenta de la veracidad de sus palabras.

Por primera vez Ivor sonrió.

—Me complace mucho —dijo—. Me gusta creer que tenemos cosas que enseñar.

—Oh, puedes estar seguro de ello —replicó Dave con gran seriedad—. Sin duda las tenéis. Si pudiera quedarme más tiempo…

—Si pudieras quedarte más tiempo —concluyó Ivor deteniéndose para mirarlo a los ojos—, creo que podrías llegar a ser un jinete.

Dave tragó saliva y enrojeció intensamente de satisfacción. No tenía palabras; Ivor lo notó y añadió con una sonrisa:

—En el caso de que pudiéramos encontrar un caballo adecuado para ti.

Los dos se echaron a reír y continuaron su paseo. «Dios», iba pensando Dave, «cuánto cariño he cogido a este hombre.» Le habría agradado ser capaz de decírselo.

Pero Ivor se le adelantó.

—No sé lo que significa tu aparición de la noche pasada —dijo en voz muy baja—, pero creo que es una buena señal. Levon irá contigo al sur, Davor. Creo que es lo correcto, aunque odio tener que ver cómo se marcha. Es todavía muy joven y lo quiero mucho.

¿Querrás cuidar de él como lo haría yo mismo?

Su ruego lo sorprendió como la trayectoria de una pelota lanzada con efecto.

—¿Cómo? —exclamó Dave, sintiéndose muy ofendido por las implicaciones de sus palabras—. ¿Qué me estás diciendo? Él es el único que sabe a dónde va. ¿Y quieres que yo lo proteja? ¿No debería ser al revés?

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