El Árbol del Verano (36 page)

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Authors: Guy Gavriel Kay

Tags: #Aventuras, Fantástico

Dave sabía que era lo que le había ocurrido al padre de Torc: Ivor lo había desterrado; no había tenido otro remedio, porque de la supervivencia de las grandes bandadas de eltors depende también la supervivencia de los propios dalreis. Dave asintió al oírlo: de alguna forma, allí, en la Llanura, aquellas severas y rígidas leyes parecían muy adecuadas. No cabían sutilezas ni matices.

Luego, Tabor guardó silencio, pues, uno a uno, los cazadores partieron tras su presa, en respuesta a un gesto de Levon. Dave vio que el primero de ellos, inclinado sobre su caballo, lanzado en enloquecida carrera, y casi confundido con él, se cruzaba con el extremo de la veloz bandada. El hombre separó la presa elegida y se colocó junto a ella.

Entonces Dave, con la boca abierta, contempló cómo el cazador saltaba del caballo al eltor; su cuchillo brilló y con un sucinto golpe cortó la yugular del animal. El eltor cayó con el dalrei encima y quedó fuera del resto de la bandada. El cazador se desasió del animal abatido, se dejó caer en la hierba con un salto, rodó y se puso en pie levantando su cuchillo ensangrentado en señal de triunfo.

En respuesta, Levon alzó también el suyo, pero ya la mayoría de sus hombres volaban junto a la bandada. Dave vio que otro hombre mataba a su eltor con un golpe seguro y mortal: su eltor cayó fulminado. Otro cazador, cabalgando con increíble habilidad y sosteniéndose sólo con las piernas, se inclinaba sobre un eltor que corría enloquecido y lo apuñalaba desde su propio caballo.

—¡Huy! —gritó Tabor—. Navon trata de lucirse.

Al mirar hacia allí, Dave vio que uno de los muchachos a los que había vigilado la noche anterior estaba exhibiéndose en su primera cacería. De pie sobre el caballo, Navon se acercó a uno de los eltors. Apuntó con cuidado, arrojó el cuchillo y falló. El cuchillo dio contra el cuello del animal y rebotó sin haberle hecho ningún daño.

—¡Idiota! —vociferó Tabor mientras Navon se dejaba caer sobre su montura. Incluso desde aquella distancia Dave pudo ver la decepción del joven jinete.

—Fue una buena intentona —objetó Dave.

—No —musitó Tabor sin dejar de mirar a los cazadores—. Nunca debería haberlo hecho en su primera cacería, en especial cuando Levon ha confiado en él al elegir sólo veinte cazadores para diecisiete eltors. Ahora, si otro más falla…

Volviendo su atención a la cacería, Dave se fijó en el siguiente jinete. Barth, sobre un caballo castaño, avanzó con segura eficiencia, eligió su eltor y, sin perder tiempo, se acercó, saltó desde su caballo y apuñaló a la bestia como había hecho el primer cazador.

—Bien —murmuró Tabor casi con desgana—. Lo ha hecho muy bien. Mira, siempre se dejan caer hacia afuera, lejos de los otros. El salto es el método más seguro, pero puedes herirte al hacerlo.

Y al parecer eso había ocurrido, pues, aunque Barth había levantado en alto su cuchillo, lo había hecho con la mano izquierda, en tanto la derecha colgaba inerte. Levon contestó a su saludo. Dave se volvió hacia Tabor para hacerle una pregunta, pero se detuvo al ver la contraída expresión de su rostro.

—¡Por favor! —murmuró Tabor, y casi era una plegaria—. Que sea pronto. ¡Oh, Davor!

Si Gereint no me nombra este verano, moriré de vergüenza.

A Dave no se le ocurrió nada que decirle. Al cabo de un momento le preguntó:

—¿Levon intervendrá en la cacería o se limitará a vigilarla?

Tabor se sosegó.

—Sólo mata si los otros han fallado; en ese caso debe completar el número él solo.

Pero es una vergüenza que el jefe tenga que matar; por eso muchas tribus eligen más cazadores de los que necesitan. —De nuevo había orgullo en la voz de Tabor—. Es un gran honor elegir sólo unos pocos jinetes de más o sólo los justos, aunque nadie hace esto. La tercera tribu es famosa por su audacia en las cacerías. Pero ojalá Levon hubiera sido más prudente con los dos cazadores neófitos. Mi padre habría… ¡Oh, no!

Dave miró otra vez. El eltor elegido por el decimoquinto jinete tropezó en el momento en que el cazador lanzaba su cuchillo; el arma dio en un cuerno y se deslió. El eltor se recuperó y siguió corriendo con la cabeza erguida y las crines al viento.

Tabor se quedó de pronto muy quieto y, tras una rápida reflexión, Dave averiguó la causa: ninguno más podía fallar. Levon había calculado demasiado justo.

El decimosexto cazador, un hombre mayor, se había separado del grupo que esperaba.

Dave se dio cuenta de que los cazadores que ya habían matado su presa cabalgaban al otro lado de la bandada. Habían ido haciendo dar la vuelta a la manada de modo que los eltors corrían ahora hacia el sur al otro lado del otero. Todas las piezas abatidas estarían así juntas. Era un procedimiento eficaz y bien pensado. Si no se perdía ninguno más.

El decimosexto cazador no perdió el tiempo en juegos. Con su cuchillo en alto, eligió una pieza, saltó y la apuñaló limpiamente. Se levantó y mostró su cuchillo.

—Es muy gordo —comentó Tabor tratando de esconder su tensión—. Gereint lo querrá para él.

El cazador número diecisiete también mató a su pieza, acertándole casi en la cabeza.

Y lo hizo con suma facilidad.

—Torc tampoco fallará —oyó Dave decir a Tabor y vio la delgada y familiar silueta que rebasaba el otero donde ellos estaban.

Torc eligió un eltor, corrió hacia el sur con él algún trecho y luego le arrojó el cuchillo con arrogante seguridad. El eltor cayó casi a sus pies. Torc hizo un leve saludo y corrió a reunirse con los demás jinetes en el otro extremo del rebaño. Al ver su certero disparo, Dave recordó la muerte del urgach dos noches antes. Se sentía feliz por Torc, pero quedaba todavía un jinete y pudo notar la ansiedad de Tabor.

—Cechtar es muy hábil —susurró el muchacho.

Dave vio que un hombre alto que montaba un cabalo castaño se separaba de Levon; el jefe estaba ahora solo, frente a ellos. Cechtar galopó confiadamente hacia la veloz manada que los demás conducían más allá del otero. Su cuchillo estaba listo y la carga del hombre sobre el caballo era firme y segura.

Pero el caballo tropezó con un tummock de hierba. Cechtar logró mantenerse sobre su silla, pero el daño estaba hecho: el cuchillo, levantado en forma prematura había resbalado de su mano y había caído muy cerca del animal sin producirle daño alguno.

Respirando con dificultad, Dave se volvió para ver lo que haría Levon. A su lado, Tabor gemía con angustia.

—¡Oh, no, oh, no! —repetía—. Estamos cubiertos de vergüenza. Es una desgracia para los tres jinetes y en especial para Levon por equivocarse. No puede hacer nada. Me siento mal.

—¿Ahora tiene que matar él?

—Sí, y lo hará. Pero eso no cambia nada, no puede… ¡Oh!

Tabor se detuvo, pues Levon, mientras hacía avanzar a su caballo a paso tranquilo, había gritado una orden a Torc y a los demás. Mirando con atención, Dave vio que los cazadores corrían para obligar a los eltors a dar de nuevo la vuelta, de modo que, después de describir un amplio arco, a una distanccia de unos cuatrocientos metros, la bandada volaba hacia el norte: una fuerza de quinientos animales junto al lado este.

—¿Qué está haciendo? —preguntó Dave con suavidad.

—No lo sé, no lo entiendo. A menos que… —Levon comenzó a cabalgar lentamente hacia el este, al cabo de un trecho detuvo a su caballo, en ángulo recto con el camino que seguían los animales.

—¿Qué demonios pasa? —musitó Dave.

—¡Oh, Levon, no! —gritó de pronto Tabor, agarrando por el brazo a Dave; su pálido rostro expresaba el terror que le infundía lo que por fin había comprendido—. Va a intentar la suerte de Revor. Y va a matarse él mismo.

Dave sintió que el miedo lo invadía también a él mientras miraba lo que Levon intentaba hacer. Era imposible. Era una locura, pensó. ¿Estaba el jefe intentando suicidarse incapaz de soportar la vergüenza?

Con estremecido silencio contemplaron desde la colina cómo la inmensa manada, en forma de cuña tras el enorme animal que la conducía, corría a toda velocidad sobre la hierba hacia la inmóvil figura del rubio hermano de Tabor. Los demás cazadores, alcanzó apenas a darse cuenta Dave, también se habían detenido. Sólo se oía el creciente estruendo de los eltors que embestían.

Incapaz de separar sus ojos del jefe de la cacería, Dave vio cómo Levon, moviéndose sin prisa, descabalgaba y se quedaba de pie ante su caballo. Los eltors estaban cerca, volaban; el ruido de sus cascos tamborileantes llenaba el aire.

El caballo estaba inmóvil. Dave se dio también cuenta de eso; luego Levon sacó su cuchillo.

El eltor que comandaba la manada estaba a una distancia de cincuenta metros.

Luego a veinte.

Levon levantó su brazo y, sin pausa alguna, como si todo el proceso formara parte de un mismo movimiento, arrojó el cuchillo.

El arma alcanzó al animal justo entre los dos ojos; el eltor detuvo súbitamente su carrera, se tambaleó y cayó a los pies de Levon; justo a sus pies.

Con los puños apretados con salvaje emoción, Dave vio que los demás animales se abrían al instante a uno y otro lado del animal caído y formaban dos bandadas, una al este y otra al oeste, separándose en medio de una nube de polvo en el preciso lugar donde había caído el eltor.

Levon, con sus cabellos sueltos al viento, acariciaba el hocico de su caballo; con su acción llena de emocionante gallardía había procurado un gran honor a su pueblo y lo había salvado de los dientes de la vergüenza. Como debía hacer un verdadero jefe.

Dave se dio cuenta de que estaba gritando como un salvaje, de que Tabor, con lágrimas en los ojos, lo abrazaba y le palmeaba su dolorido hombro, y de que él había pasado su brazo en torno al muchacho y también correspondía a su abrazo. Eso no era, ni nunca había sido, la clase de cosas que él hacía, pero estaba muy bien, estaba más que bien.

Ivor estaba asombrado de la furia que lo invadió. No recordaba haber sentido nunca una rabia semejante. Por poco había muerto Levon, se repetía. Había sido una temeraria demostración de bravura. El debería haber insistido en que eligiera a veinticinco jinetes.

Y él, Ivor, era todavía el jefe de la tercera tribu.

Ese vehemente pensamiento lo calmó. ¿Era sólo su temor por Levon lo que suscitaba su enfado? Al fin y al cabo, todo había pasado; Levon había estado magnífico, más que magnífico. Toda la tribu se enardecía con lo que había hecho. La suerte de Revor. Levon se había ganado la fama; su hazaña se comentaría en la reunión del invierno entre las nueve tribus en Celidon. Su nombre correría de boca en boca por la Llanura.

«Me siento viejo», se dio cuenta Ivor. «Estoy celoso. Tengo un hijo que puede llevar a cabo la suerte de Revor.» ¿Dónde lo colocaba esto? ¿Sería ahora sólo el padre de Levon?

Esto lo llevó a pensar en otra cosa: ¿todos los padres se sentían así cuando sus hijos se hacían hombres, hombres de éxito cuyo nombre eclipsara el de sus padres? ¿El aguijón de la envidia tenía siempre que acallar el estallido de orgullo? ¿Se había sentido así Banor cuando Ivor, a los veinte años, había tomado por primera vez la palabra en la reunión de Celidon y se había ganado la admiración de los más viejos por la sabiduría de sus palabras?

Es muy probable, pensó, recordando a su padre con cariño. Era muy probable que se hubiera sentido así e Ivor era consciente de que no tenía importancia. Realmente no la tenía. Formaba parte de la sucesión natural de las cosas, del camino que los hombres recorren hacia la hora final.

Si él tenía en verdad alguna virtud, algo que quería que sus hijos heredaran, era la tolerancia. Sonrió con sarcasmo. Sería irónico que no empleara esa tolerancia consigo mismo.

Este pensamiento le hizo recordar otra cosa. Sus hijos; su hija. Tenía que hablar con Liane. Y, encontrándose ya mucho mejor, Ivor salió a buscar a su hija mediana.

La suerte de Revor. ¡Oh, por el arco de Ceinwen, qué orgulloso se sentía!

El Banquete de los Nuevos Cazadores empezó a la puesta del sol, con toda la tribu reunida en la amplia plaza del campamento, donde había estado flotando toda la tarde el aroma de la caza que se asaba lentamente. En verdad sería una auténtica celebración: dos nuevos cazadores y además la hazaña de Levon. Su proeza había hecho olvidar los fracasos. Nadie, ni siquiera Gereint, podía recordar cuándo se había llevado a cabo por última vez.

—Nunca desde los tiempos del propio Revor —había gritado uno de los cazadores un poco borracho.

Todos ellos estaban un poco borrachos desde la mañana; todos habían empezado a beber desde muy temprano —Dave entre ellos— el fuerte licor que preparaban los dalreis.

El talante, mezcla de alivio y de euforia, que imperaba en el camino de regreso era contagioso y el propio Dave se había dejado invadir por él. No parecía haber ninguna razón para mantenerse al margen.

Bebiendo con los demás ronda tras ronda, Levon no parecía afectado por lo que había hecho. Al mirarlo, Dave no podía encontrar en el hijo mayor de Ivor la más mínima señal de arrogancia o superioridad. Tenía que haberla, pensó, receloso, como siempre. Pero al mirar otra vez a Levon, mientras caminaba entre Ivor y él, en dirección al banquete —

según parecía era el huésped de honor—, Dave cambió de opinión de mala gana. ¿Es que un caballo puede mostrarse arrogante o creerse superior? No lo creía. Orgulloso en cambio, sí; había un enorme orgullo en el caballo que aquella mañana se había quedado quieto junto a Levon, pero no era un orgullo que menospreciara a nada o a nadie.

Formaba simplemente parte de la naturaleza del caballo.

Y así era Levon, decidió Dave.

Fue el último de sus pensamientos coherentes, pues a la puesta del sol comenzó el banquete. La comida era abundantísima; tuvo que reconocer que la carne de eltor, asada con gran lentitud sobre el fuego y sazonada con especias que no reconocía, era el mejor plato que había probado en su vida. Cuando los trozos de carne asada empezaron a circular entre los comensales, la bebida fue asimismo abundante.

Dave casi nunca se emborrachaba, pues no le gustaba perder el control sobre sí mismo, pero aquella noche estaba en un extraño lugar, en otro país completamente distinto del suyo. En otro mundo incluso. Y se dejó llevar.

Sentado junto a Ivor, se dio cuenta de pronto de que no había visto a Torc desde la cacería. Buscándolo entre aquel pandemónium iluminado por el fuego, lo descubrió al fin de pie y solo casi fuera del círculo de luz lanzado por las hogueras.

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