El Arca de la Redención (33 page)

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Authors: Alastair Reynolds

Tags: #Ciencia Ficción

—Durante un instante la corbeta se alejó de la superficie del cometa. La nave logró cubrir quizá dos metros y medio antes de que las líneas de amarre se tensaran al máximo y aguantaran tirantes. El frenazo envió a Clavain contra una pared, y sintió cómo algo se le rompía como una rama seca entre el corazón y la cintura. El cometa también se había desplazado, por supuesto, pero de manera imperceptible. Era como estar atado a una piedra inamovible en el centro del universo.

—Clavain. —La voz le llegó por la radio de la corbeta, y conservaba una calma extraordinaria. Los recuerdos de Clavain habían empezado a encajar de nuevo, de manera irregular, y pese a ciertas vacilaciones fue capaz de dar un nombre a su torturadora.

—Skade. Hola. —Habló en medio del dolor, seguro de que al menos se había roto una costilla y quizá tuviera magulladas una o dos más. —Clavain... ¿qué estás haciendo exactamente? —Parece que estoy tratando de robar esta nave.

Se arrastró entonces hasta el asiento, mientras hacía gestos de sufrimiento por los múltiples ramalazos de dolor. Gruñó al estirar la red de seguridad sobre su pecho. Los impulsores amenazaban con entrar en el modo de desconexión autónoma. Lanzó órdenes desesperadas a la corbeta. Retirar las amarras no solucionaría su situación, solo serviría para recoger a Skade y a Remontoire (ya los recordaba a los dos), y entonces ambos estarían al otro lado del casco y allí tendrían que quedarse. Era probable que estuvieran a salvo si los abandonaba a la deriva en el espacio pero, por otro lado, aquella era una misión del Consejo Cerrado. Casi nadie sabía que estaban ahí fuera.

—Potencia máxima... —dijo Clavain en voz alta, para sí. Sabía que una llamarada al límite de potencia lo alejaría del cometa, tanto si reventaba las amarras como si se llevaba consigo trozos de la superficie del cometa.

—Clavain —dijo una voz masculina—. Creo que necesitas reflexionar sobre lo que estás haciendo.

Ninguno de los dos podía alcanzarlo neuronalmente. La corbeta no permitía esa clase de señales a través de su casco.

—Gracias, Rem... Pero de hecho, ya lo he pensado bastante. Skade quiere esas armas a toda costa. Es por los lobos, ¿verdad, Skade? Necesitas las armas para cuando lleguen los lobos.

—Es tal como te lo expliqué, Clavain. Sí, necesitamos las armas para defendernos de los lobos. ¿Acaso es tan censurable? ¿Es que asegurar nuestra supervivencia resulta algo tan terrible? ¿Qué preferirías, que nos rindiéramos y nos entregáramos a ellos?

—¿Cómo sabes que vienen?

—No lo sabemos. Simplemente consideramos que su llegada es probable, a partir de la información que tenemos disponible...

—Hay más que eso. —Sus dedos bailaron sobre los controles de impulso principal. En pocos segundos se vería obligado a usar la máxima potencia o quedarse allí.

—El caso es que lo sabemos, Clavain, no necesitas más. Ahora déjanos volver a bordo de la corbeta. Nos olvidaremos todos de este incidente, te lo aseguro. —Me temo que eso no basta.

Encendió el motor principal y operó los otros propulsores para apartar de la superficie del cometa el cegador arco violeta de la llama del motor. No quería herir a ninguno de ellos. No le gustaba Skade, pero no le deseaba ningún mal. Remontoire era su amigo, y si lo abandonaba en el cometa era porque no veía motivo para implicarlo en lo que estaba a punto de hacer.

La corbeta tensó los cables. Clavain notaba la vibración del motor, que atravesaba el casco y llegaba hasta sus huesos. Los indicadores de sobrecarga parpadeaban en rojo.

—Clavain, escúchame —dijo Skade—. No puedes llevarte la nave. ¿Qué vas a hacer con ella, rendirla a los demarquistas?

—Es una idea.

—Un suicidio, eso es lo que es. Nunca alcanzarás Yellowstone. Si no te matamos nosotros, los demarquistas lo harán.

Algo chasqueó. La lanzadera guiñó y después tiró de los cierres de las amarras restantes. A través de la ventanilla de la cabina, Clavain vio que el cable seccionado daba un latigazo contra la superficie del cometa y rebanaba la capa de membrana estabilizadora. Abrió una herida de un metro de ancho en la superficie, de la que brotó un hollín negro como tinta de calamar.

—Skade tiene razón. No lo lograrás, Clavain. No tienes adonde ir. Por favor, como amigo, te ruego que no lo hagas.

—¿No lo comprendes, Rem? Skade quiere esas armas para poder llevárselas consigo. ¿Y esas doce naves? No son todas para la fuerza expedicionaria. Forman parte de algo más grande. Es una flota de evacuación.

Sintió el tirón de otra amarra que se rompía y se retorcía sobre el cometa con energía desbocada.

—¿Y qué si lo son, Clavain? —dijo Skade.

—¿Qué pasa con el resto de la humanidad? ¿Qué se supone que van a hacer esos pobres desgraciados cuando lleguen los lobos, buscarse la vida? —Este es un universo darwiniano. —Respuesta equivocada, Skade.

En ese momento se partió el último cable. De pronto, Clavain se vio alejándose aceleradamente del cometa a máxima potencia, incrustado en su asiento. Aulló por el dolor de las costillas dañadas y observó que los indicadores se normalizaban y las agujas regresaban, temblando, al verde o al blanco. El gemido del motor se perdió en la franja subsónica y las oscilaciones del casco remitieron. El cometa de Skade se hacía cada vez más pequeño.

Clavain se orientó a ojo de buen cubero, hacia el afilado punto de luz que era Épsilon Eridani.

11

En las entrañas de la Nostalgia por el Infinito, Ilia Volyova se erguía en el epicentro de la criatura que antaño había sido su capitán, eso que en otra vida se había llamado John Armstrong Brannigan. Ilia no sentía escalofríos, algo que seguía pareciéndole extraño. Las visitas al capitán siembre habían venido acompañadas de una extrema incomodidad física, lo que confería a todo aquel ejercicio un tenue aire penitencial, propio de un peregrinaje. Cuando no visitaban al capitán con la intención de medir su crecimiento (que podía ralentizarse, pero no detenerse), solía ser para consultar sus conocimientos sobre uno u otro tema. Parecía adecuado que, a cambio, les tocara sufrir cierta carga de dolor, a pesar de que el consejo del capitán no siempre fuese sensato o siquiera cuerdo.

Lo habían mantenido frío para contrarrestar el avance de la plaga de fusión. Durante un tiempo, la arqueta de sueño frigorífico en el que se encontraba logró mantener la temperatura. Pero el incesante crecimiento del capitán había invadido el propio ataúd, subvirtiéndolo e incorporando sus sistemas a su propia y floreciente plantilla. En cierto modo, la arqueta había seguido funcionando, pero había resultado necesario sumir toda la zona en frío criogénico. Por lo tanto, las visitas al capitán requerían ponerse muchas capas de ropa térmica. No era fácil respirar el aire helado que infestaba su reino; cada inhalación amenazaba con quebrar los pulmones en un millón de astillas vítreas. Volyova solía fumar un cigarrillo tras otro durante esas visitas, aunque para ella eran menos duras que para los demás. No tenía implantes internos, nada que la plaga pudiera alcanzar y corromper. Los demás (todos ya muertos) la consideraban remilgada y débil por no tenerlos, pero detectaba la envidia en sus ojos cuando se veían obligados a pasar tiempo cerca del capitán. Entonces, aunque solo fuera durante unos pocos minutos, deseaban estar en su lugar. Desesperadamente.

Sajaki, Hegazi, Sudjic... Apenas lograba recordar sus nombres. Parecía como si hubiese transcurrido muchísimo tiempo.

Ahora aquel lugar no estaba más frío que cualquier otra parte de la nave, y mucho más caliente que algunas. El aire se notaba húmedo y estancado, y una película brillante daba textura a cada superficie. La condensación fluía en riachuelos por las paredes y babeaba alrededor de las huesudas acumulaciones. De vez en cuando, con un eructo vulgar, una masa de aguas residuales tóxicas emergía por una cavidad y rezumaba hasta el suelo. Los procesos de reciclado bioquímico de la nave habían escapado desde hacía tiempo al control humano y, en lugar de colapsarse, habían evolucionado de forma demencial, añadiendo absurdos ciclos de retroalimentación llenos de florituras. Impedir que la nave se ahogara en sus propias heces era una batalla constante y agotadora. Volyova había instalado bombas de sentina en miles de puntos para redirigir el cieno de vuelta a las cubas de procesado principales, donde los agentes químicos puros pudieran degradarlo. El zumbido de las bombas de sentina constituía un ruido de fondo para todo pensamiento, como una nota de órgano sostenida. Siempre estaba allí y ella, sencillamente, había dejado de notarlo.

Si uno sabía dónde mirar, y si poseía una habilidad visual destacada para distinguir patrones en el caos, podría discernir dónde había estado la arqueta de sueño frigorífico. Desde que Volyova permitió que se calentara (para lo cual había disparado una bala de dardo contra el sistema de control de la arqueta), había comenzado a consumir la nave que lo rodeaba a un ritmo enormemente acelerado, desgarrándola átomo a átomo y uniéndola a sí mismo. El calor era como el de un horno. Ilia no había aguardado hasta ver cuáles eran los efectos de las transformaciones, pero parecía bastante obvio que el capitán proseguiría hasta asimilar casi toda la nave. Por terrible que pudiera parecer esa perspectiva, había resultado preferible a dejar que la nave siguiera en control de otro monstruo: el Ladrón de Sol. Volyova había confiado en que el capitán lograra arrebatar parte del control a la inteligencia parasitaria que había invadido la Nostalgia por el Infinito.

Y, sorprendentemente, había estado en lo cierto. Al final el capitán se había apoderado de toda la nave y la había deformado según su enfebrecido capricho. Volyova sabía que aquel caso específico de infección por parte de la plaga tenía algo de especial. Por lo que todo el mundo sabía, solo existía una cepa de la plaga de fusión, y la contaminación que había alcanzado a la nave era del mismo tipo que había provocado tanto daño en el sistema de Yellowstone y en todas partes. Volyova había visto imágenes de Ciudad Abismo tras la plaga, la grotesca arquitectura retorcida que había adquirido la urbe, como una pesadilla de sí misma. Pero aunque esas transformaciones parecían obedecer en ocasiones a cierto propósito, o incluso aun gusto artístico, no se podía decir que detrás de ellas hubiese ninguna verdadera inteligencia. Las formas que habían adoptado los edificios venían marcadas previamente, en cierto modo, por sus principios de biodiseño implícitos. Pero lo que había sucedido en el Infinito era distinto. La enfermedad había permanecido dentro del capitán durante largos años antes de transfigurarlo. ¿Acaso era posible que se hubiese alcanzado cierta simbiosis y que, cuando al fin la plaga se había descontrolado, consumiendo y transmutando la nave, las transformaciones fuesen en cierto modo expresiones del subconsciente del capitán?

Eso sospechaba ella, aunque al mismo tiempo deseaba que no fuera así. Porque, con independencia del punto de vista que adoptara uno, el caso era que la nave se había convertido en algo monstruoso. Cuando Khouri había llegado desde Resurgam, Volyova había hecho todo lo posible por mostrarse displicente respecto a las transformaciones, pero en realidad lo hacía tanto por Khouri como por sí misma. La nave la ponía nerviosa en muchos sentidos. Poco antes de permitir que el capitán se calentara, había llegado a comprender sus crímenes, se había adentrado fugazmente en el claustro de culpa y odio que era su cerebro. Ahora era como si esa mente se hubiese extendido de manera descomunal, hasta el punto que se podía pasear por su interior. El capitán se había convertido en la nave, que había heredado sus crímenes y se había erigido en monumento a su infamia.

Estudió los contornos que indicaban dónde estaba antiguamente la arqueta. Durante las fases finales de la enfermedad del capitán, la unidad de sueño frigorífico, apoyada contra una pared, había empezado a extender sus hojas plateadas en todas direcciones. Se podían reseguir a través de la caja partida de la arqueta hasta el propio capitán, embebidas por completo en su sistema nervioso central. En la actualidad, esos tentáculos sensoriales englobaban toda la nave, se arrastraban, bifurcaban y volvían a conectarse como inmensos axones de un pulpo. Había varias decenas de lugares donde los tentáculos plateados convergían en lo que Volyova consideraba centros ganglionares de procesamiento, marañas fantásticamente intrincadas. Ya no quedaba rastro físico del antiguo cuerpo del capitán, pero su inteligencia, hinchada, confusa, espectral, seguía sin duda habitando la nave. Volyova no había esclarecido aún si esos nodos formaban cerebros distribuidos o solo eran pequeños componentes de un intelecto mucho más grande, que abarcaba toda la nave. Lo único que sabía con seguridad era que John Brannigan seguía presente.

En una ocasión, cuando había naufragado cerca de Hades y creía que Khouri había muerto, había esperado que el Infinitóla ejecutara. Lo estaba aguardando. Incluso había alentado al capitán a hacerlo, al hablarle de los crímenes que había desenmascarado. Le había dado motivos de sobra para castigarla.

Pero él la había perdonado y después la había rescatado. Le dejó regresar a bordo de la nave, que seguía en su proceso de ser consumida y transformada. Cierto, había hecho caso omiso de todos sus intentos de comunicarse con él, pero le había permitido sobrevivir. Había bolsas donde las mutaciones eran menos serias, y Volyova descubrió que podía residir dentro de ellas. Había averiguado que hasta se desplazaban, por si decidía habitar en otra parte de la nave. Así que Brannigan, o lo que fuera que controlaba la nave, sabía que ella se encontraba a bordo y que necesitaba seguir con vida. Después, cuando había encontrado a Khouri, la nave también había permitido a esta subir a bordo.

Fue como habitar una casa encantada, ocupada por un espíritu solitario pero protector. La nave les proporcionaba todo lo que necesitaban, dentro de unos límites razonables. Pero no renunciaba al control total. No se movía salvo para realizar cortos vuelos intrasistema. No les dejaba acceder a ningún arma, y mucho menos al alijo.

Volyova había proseguido con sus intentos de comunicarse, pero todos habían sido en vano. Cuando le hablaba a la nave, no sucedía nada. Cuando garabateaba mensajes visuales, no había respuesta. Y, pese a todo, seguía convencida de que la nave le prestaba atención. Se había vuelto catatónica y se había retirado a su propio abismo particular de remordimientos y recriminación. La nave se despreciaba a sí misma.

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